Biografía de Cesare Pavese: 2ª entrega

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Presentamos el segundo capítulo de esta biografía de Cesare Pavese escrita por Franco Vaccaneo y traducida al castellano por Julio Cano y Rosario Gómez Valls, con la invalorable ayuda de Antonio Pinto en la resolución de puntuales dudas respecto del texto en italiano.

CESARE PAVESE

VIDA COLINAS LIBROS

UN LIBRO DE FRANCO VACCANEO

Traducción al castellano de

Rosario Gómez Valls y Julio Cano

CESARE PAVESE VITA COLLINE LIBRI SE PUBLICÓ EN JUNIO DEL 2020, POR LA EDITORIAL PRIULI & VERLUCCA DE TORINO, ITALIA. A LOS EDITORES, AL AUTOR Y A LOS TRADUCTORES AL CASTELLANO VA DIRIGIDO EL MAYOR DE NUESTROS AGRADECIMIENTOS: EL GENEROSO COMPROMISO DE TODOS ELLOS HIZO POSIBLE LA PUBLICACIÓN DE ESTE LIBRO.

Leer acá el prólogo a la edición en castellano

Leer acá el capítulo I

Los amigos, la ciudad, las colinas

En una de sus Conversaciones Borges señala:

(…) Pensamos en los autores, pensamos en sus libros y no pensamos que los autores de esos libros eran hombres y que existía gente que podría haberlos conocido.

Voy en busca del Pavese hombre, depurado del “pavesismo” que se alimenta de un biografismo decadente. Lo hago con la ayuda de sus amigos y de sus lugares amados, para lograr comprender mejor aquello que ha escrito y que nos ha dejado en su breve pero completa existencia, bien definida en sus contornos hasta aquella última noche del 27 de agosto de 1950, según la enseñanza de su maestro, Augusto Monti, que frecuentemente recomendaba a sus alumnos, al final del ciclo liceal:

En Dante, como en todas las obras maestras del genio humano, se encuentra todo: cada uno de ustedes podrá ver –buscar y encontrar– todo lo que desee; por mi parte, al finalizar el curso, les indico y les recomiendo especialmente esto; este ejemplo, esta enseñanza: no comenzar algo que no vayan a finalizar. Y en nombre de Dante formulo un augurio: que no sean en la vida autores de ninguna tarea incompleta, que no sean fracasados.

En este sentido no veo ningún fracaso en la vida de Pavese, aún a despecho de lo que han escrito y pensado de él muchos detractores, y lo veo como autor de una obra absolutamente lograda, pagada al precio de una constante infelicidad existencial. Mario Motta, director de la revista Cultura y Realidad de Roma en la cual Pavese colaboraba, una de las personas que le fueron más próximas, en un inédito testimonio que le debo a su esposa Teresa, escribe:

(…) Pavese era un hombre infeliz, y no sólo es difícil, más bien es imposible hallar las palabras precisas que expliquen el motivo profundo, o los motivos, de esa evidente infelicidad. Él mismo no conocía bien las verdaderas razones de la suya y era consciente de tal ignorancia. Una vez me dijo: “no sé vivir”, pero esto era una simple constatación y no explicaba nada, como tampoco me pareció que explicara algo, en parte repitiéndose, en otra ocasión: “No sé vivir. Es como si viese mal o como si viese con un solo ojo”. No capté bien qué quiso decir: tal vez que su vista disminuida pudiera discernir sólo la mitad oscura de la existencia, desprovista de luz, mientras que la otra mitad le habría sido sustraída por el destino. Lo que el destino le ofrecía era solamente escribir y trabajar. Y en efecto escribía y trabajaba, no hacía otra cosa, pero esto, obviamente, no le bastaba, porque aún así su vida estaba vacía. Y además se constataba lo siguiente: que trabajar era un hecho, que aunque trabajar le pareciera a los demás algo muy distinto que escribir; en realidad, escribir era específicamente trabajar y sabía, como lo expresa en un verso, que a fin de cuentas trabajar cansa. A pesar de esto no dejó nunca de escribir, aunque, llegando al final, le dijo a mi mujer, en quien confiaba, que no teniendo ya nada que decir, hubiera también dejado de escribir. (…) La infelicidad es, tal vez, el peor de todos los males. Se puede compartir un dolor, un aburrimiento, un entusiasmo, pero no la infelicidad, que es solitaria. No deja espacio  a ningún sentimiento, en cada uno corroe hasta las bases, las raíces, y lo consume: anula todo, nada la resiste. Quien la sufre lo sabe y no intenta restablecerse, no tiene fuerzas para hacerlo, y casi se diría que, en lugar de oponerse a su tormento, prefiere sentirlo crecer dentro de sí, sumergiéndose en una amargura sin fondo. El infeliz posee una relación intrínseca con su situación, y no puede tomar distancia de la misma. Probablemente piensa que los extraños, sin querer admitirlo (y aunque así lo hagan), suponen que la infelicidad es una culpa; por ende se siente a sí mismo como un pecador que peca dos veces, ya que, además de pecar, no quiere liberarse de su pecado, el cual siempre está contra él y no lo abandona.

Una de las principales leyendas que hay que desmitificar es la del origen campesino de Pavese. Aunque había nacido en la campaña (de un modo totalmente incidental) fue siempre una persona de la ciudad hasta la médula y consideraba a Torino, a la que dedicó novelas, cuentos y poemas, la ciudad ideal, un traje hecho a su medida. Escribió Massimo Mila, el amigo ciudadano al que se sentía especialmente ligado:

Adoraba la ciudad –la Torino moderna, no la Torino barroca– también bajo el aspecto figurativo: las perspectivas nítidas, la geometría de los detalles, el rigor del paisaje urbano. Una belleza de líneas, de volúmenes, de masas (…).

Uno de los mejores retratos de Torino se lo debemos al propio Pavese, que el 17 de noviembre de 1935 escribió en su diario:

Ciudad de las quimeras, por su aristocrática estructura compuesta de elementos nuevos y antiguos; ciudad de las pasiones, por su benévola actitud propiciatoria de los ocios; ciudad de la ironía por su buen gusto en la vida; ciudad ejemplar por su tranquilidad llena de tumultos. Ciudad virgen en arte, como aquella que ya ha visto a otros hacer el amor y que para sí no ha tolerado más que caricias, pero que está pronta a hacerlo si encuentra al hombre apropiado. Ciudad, en fin, donde he nacido espiritualmente, llegando de afuera: mi amante, no mi madre ni mi hermana. Y existen muchos otros que poseen con ella esta misma relación. No le puede faltar urbanidad, y yo formo parte de una legión. Están presentes todas las condiciones para eso.

Su geografía ciudadana está muy bien definida, como recuerda otro amigo suyo, Oreste Molina, por muchos años trabajador gráfico de la Einaudi:

Le gustaba la ciudad. Le gustaban las avenidas, hacía largas caminatas a lo largo de ellas; le apetecía el Po, a menudo tomaba una barca. Concurría a sus pequeños bares –por entonces viejas tabernas.

Además del Po, estaban las colinas, la barrera más allá de la ciudad y todavía no perteneciente a la campaña, tabernas que solían llamar Far West y cines donde se proyectaban películas norteamericanas, avenidas donde permanecer hasta tarde en la noche en largas veladas junto a los amigos, encuentros que continuaban en caminatas por la ciudad y la colina, retardando el momento de la despedida. Escribe ahora Mila:

(…) saliendo de madrugada de alguna taberna de los suburbios (…) fantaseábamos sobre nuestro muy personal movimiento “strabarriera”, exaltando los lábiles aspectos de la gran ciudad en su devenir, su inexorable ampliación a expensas de la campaña circundante, la que venía a morir contra aquellas plazas y aquellas calles, con pocas casas aún, con cantinas, calesitas y barracones de feria, donde campo ya no era y ciudad no era todavía. Aquella zona de pequeños huertos supervivientes y de flamantes nuevos locales de tiendas, de tenderetes y oficinas, juegos de bochas y estaciones de servicio, que el lenguaje de los sudamericanos, expertos en situaciones como estas, que le eran familiares, llamaba ‘la orilla urbana‘ [1], es decir, la ribera, la playa de la ciudad hacia el mar de los campos.

Recuerda Tullio Pinelli, otro gran amigo de los años juveniles:

Era mi Torino porque existían aún los carros a caballo, muy pocos autos, tranvías eléctricos con sus antenas, se podía circular por todas partes, no había concentraciones tumultuosas, era, en fin, una ciudad tranquila (…). Teníamos siempre el proyecto de pasear durante una semana de corrido, pero, en los hechos, nos quedábamos por ahí nomás. Partíamos en el tranvía y luego a pie hasta Reaglie, de donde continuábamos con lo previsto para la merienda, tal vez cenábamos en una hostería y allí nos quedábamos tomando tragos. Retornábamos con mucho alboroto y risas. Recuerdo, por ejemplo, una tarde en que Vaudagna se puso a cantar a grito pelado sobre la plataforma externa del tranvía con un gran ramo de lirios del campo en los brazos.

Era la ciudad que hace de fondo al célebre Retrato de un amigo de Natalia Ginzburg, pero, sobre todo, el lugar del trabajo laborioso en aquella usina de ideas y laboratorio intelectual que desde 1933 fue la casa editorial fundada por Giulio Einaudi, el prior indiscutido en esta especie de monasterio laico. Por fuera de la carrera docente, en la que intentó canalizarlo su maestro Augusto Monti, Pavese vivía como un monje laico en su oficina einaudiana que, para él, soltero y huésped de la hermana María, le hacía también de hogar, siendo el sitio que sentía verdaderamente más suyo. Recuerda Achille Occhetto, hijo de Adolfo (en esa época administrador de Einaudi) que a los 14 años recibía lecciones privadas de Pavese:

Salía de la casa editorial, vecina a la mía, y me impresionaba porque era alto, seco, austero y caminaba siempre como mostrando la punta de los pies y con las manos entrelazadas detrás de la espalda.

El periplo en el cual se movía Pavese lo describe bien Renata Einaudi, esposa de Giulio en ese entonces:

(…) aquellas calles rectas y frías de Torino. Alguien que llegara de Roma diría: pero qué ciudad extraña. Tan cuadriculada (…) y entonces descubriría que la calle Cavour o la calle Giolitti le parecían estupendas porque aparecían tranquilas. Y por ellas, tal vez, encontraba a Pavese que paseaba con Pivano, que era su alumna predilecta. Con los de la casa editorial y sus amigos frecuentaba alguna cantina, caminaba solo por las calles.

Torino fue también ¡ay! la ciudad de los amores infelices, de las mujeres que atravesaron su vida dejando un surco profundo, una herida que no cicatrizará nunca y que lo conducirá, exhausto, a aquella pieza del Hotel Roma en la plaza Carlo Felice, en el corazón de una ciudad demasiado suya, en el tórrido agosto de 1950. En las novelas y cuentos ciudadanos, Pavese expresa todo su amor por esta vieja Torino que ya no existe.

La otra ciudad donde Pavese vivió por períodos fue Roma, donde era responsable de la sucursal de la editorial Einaudi, en la calle del Vicario: allí conocerá a una joven siciliana, Bianca Garufi, secretaria de la casa editorial, con la cual vivió un romance del cual nació la historia con color meridional de Fuego grande, escrita por capítulos y a quien, asimismo, dedicó sus Diálogos con Leucó (Leucótea fue la diosa blanca del clasicismo) y las poesías de La tierra y la muerte. También en Roma encontró ocasión propicia para las meditaciones y estímulos, pero el aire romano, perversamente cargado en el ambiente literario, no lo conformó, lo que se sumaba a la gran diferencia que sentía con relación a su Torino. Sin embargo, no existía trasfondo mejor que el romano para sus reflexiones, nunca apagadas del todo, sobre el clasicismo y los mitos. Como anota en su diario, le apetecían

las ruinas de Roma porque allí encontraba geranios silvestres, porque las amapolas y los setos secos de las colinas se me aparecen como cosas de la infancia –y también la historia (Roma antigua) y la prehistoria (Vico, la sangre derramada sobre los setos o sobre los surcos) se adaptan a este rusticismo, constituyendo un mundo entero y coherente desde el nacimiento a la muerte.

También en Roma, en el período enero-julio de 1943, el epicentro de su vida cotidiana fue la editorial, como testimonia Mario Motta:

Era prácticamente el líder de la redacción romana, con él estaban Muscetta y Alicata. Allí llegaba mucha gente, intelectuales, actores y cada tanto una señora muy humilde que, inicialmente, no comprendíamos de quien se trataba. Venía a buscar a Giulio Einaudi y era su madre, esposa del presidente de la República. Estábamos juntos todo el día, con una pausa a mitad de la jornada, hacia las cinco de la tarde. Descendíamos entonces hasta una cantina en la calle Uffici del Vicario y Pavese tomaba una fojetta, que era el nombre que tenía en Roma una especie de vino de Castelli.

Pero los sitios de Pavese también se hallaban en otra parte: en el Monferrato, por ejemplo, entre Casale, Serralunga di Crea y Moncalvo, donde lo llevaron las circunstancias en uno de los períodos más tormentosos de su vida, desplazado, como tantos otros, en la Italia devastada por la guerra civil. En Serralunga di Crea, en la calle que conduce al santuario, permanece largos períodos en casa del cuñado Guglielmo Sini. Cuenta su sobrina María Luisa Sini:

Hacía largas caminatas por la campiña, charlaba con los campesinos –con ellos hablaba en piamontés– luego se dirigía a Crea, al santuario y al bosque que lo rodeaba.

También aquellos sitios y personas se volvían terreno fértil para la creación literaria y para la reflexión sobre el mito, como anota en el diario, con fecha 8 de febrero de 1946:

Por cierto, el mito es un descubrimiento de Crea, de los dos inviernos y el verano en Crea. Aquel monte está todo impregnado.

En Pavese siempre fue una constante la reflexión sobre el mito clásico y su profundo valor antropológico, que permitía indagar las motivaciones originales de los comportamientos humanos, la relación entre hombre y naturaleza y sus vínculos con la religión. El deber del artista, para Pavese, consistía en hurgar en el fondo mítico, primigenio, irracional. El arte es un retorno a la infancia, no es realista sino evocativo y lírico. De las reflexiones sobre el mito nacen las grandes pruebas narrativas de su último período, en el que introduce en la cultura italiana su interés, del todo inédito y mirado con sospecha por el historicismo marxista, por la mitología, la antropología y el psicoanálisis.

Por otro lado, también en Crea, nace con fuerza la necesidad de un coloquio con Dios, que registra puntualmente en el diario, de fecha 29 de enero de 1944:

Aquí se humilla al pedir una gracia y se descubre la íntima dulzura del reino de Dios. Casi se olvida lo que se expresaba: se desea solamente disfrutar siempre ese ímpetu de divinidad. Es este, sin dudas, mi camino para arribar a la fe, mi modo de ser fiel. Una renuncia a todo, un sumergirse en un mar de amor, una falta de luz en esta posibilidad. Quizás se encuentre todo aquí: en este temblor del “tal vez sea verdad”. Si de veras fuese verdad (…).

En el Colegio Trevisio de Casale, dirigido por los padres Somaschi, Pavese, con nombre falso, daba clases a los estudiantes y permanecía largas horas en la biblioteca bajo la vigilancia, discreta y asidua, de un joven sacerdote del que terminó convirtiéndose en alguien muy cercano: el padre Baravalle. Allí, en la lectura de textos, se encontró por casualidad con una cinquecentina de Vincenzo Cartari, que puede haber sido la fuente de ideas para los Diálogos con Leucó. Son muy vívidos los esbozos sobre el escritor que el padre Baravalle revela en su memorial en aquel período:

Lo vuelvo a ver, mientras pasea solo, bajo el pórtico, las manos hundidas en los bolsillos del sobretodo, el cabello calado sobre los ojos; caminando lentamente y mirando a su alrededor.

La espléndida novela que relata estos tiempos es La casa en la colina; historia de un intelectual, él mismo, incapaz de participar activamente en la historia, reducido al papel pasivo de observador inquieto sobre los acontecimientos que lo dejan estupefacto, pero sobre los cuales intenta ejercitar un sentimiento de humana piedad hacia los caídos de ambas partes y anticipando el concepto de “guerra civil” que poco a poco fue legitimado también por la historiografía de izquierda, especialmente en un remarcable ensayo de Claudio Pavone: Una guerra civil. Ensayo histórico sobre la moralidad en la resistencia, de 1991. El “cuaderno secreto” escrito en aquellos meses cruciales, publicado por Lorenzo Mondo en 1990, estalla como una bomba desparramando los papeles, volviendo a poner en discusión la figura del Pavese antifascista y confirmando las incertezas existenciales y políticas de un hombre prisionero entre las “garras de la historia”, en un alternarse entre “tensiones interiores” y “relajamiento”, que se procesan de continuo y debaten entre sí furiosamente, sumergido bajo los eventos enormes de un tiempo de “fragor y sangre”.

A la encrucijada de genios, desarreglos, vicio y droga en la vecina Moncalvo, apunta el “diablo” en el semblante del conde y escritor Carlo Grillo, en aquellos momentos un joven de veinticinco años, descendiente de una familia de nobles casaleses desplazados a la campiña. He aquí cómo se dio su primer encuentro, según el relato un tanto enfático del propio Grillo, en la novela inédita El cuarto joven:

Nuestro destino nació entre los bosques, en la amplia plaza del Santuario de Crea, en un momento terrible. Eran las últimas horas de la Resistencia. Desde que nos vimos nos sentimos amigos. Estábamos solos, él y yo, en la mañana de un feriado. Crea es uno de los puntos más altos del Monferrato, desde allí se dominan las colinas y la llanura del Po. Nos pusimos a charlar sin conocernos, podríamos incluso ser espías. Estaba vestido con un negro siciliano. Por su aspecto semejaba un sacerdote vestido de civil, un personaje siniestro o un mago con ropas que no le correspondían, con una cabellera que le caía sobre los ojos. La voz era agradable, ni nasal ni gutural, con una justa entonación humana. Y la sonrisa reflejaba una apacible expresión vivaz detrás de los anteojos. Llevaba bajo el brazo la edición de una tragedia de Shakespeare en lengua original.

Este bizarro personaje supone una diferencia marcada respecto de las amistades anteriores de Pavese, todas bastante homogéneas, y le entreabre la puerta hacia un mundo de corrupción y decadencia de la alta burguesía que será el eje de El diablo en las colinas, con Grillo en la piel de Poli, el cocainómano dispuesto siempre a superar el límite impuesto por las convenciones sociales. En la diversidad de Poli, Pavese refleja sus inquietudes y su curiosidad por una existencia colocada más allá de las líneas de fuego, peligrosa pero excitante.

Es posible que nos deje los huesos, pero sería (…) más triste si viviese como nosotros.

La casa del conde, el Greppo, no consagrada a fiestas burguesas que “son sólo la parodia de la orgía y donde la naturaleza reacciona negativamente a la inserción de un cierto elemento ciudadano en la campaña” (Jesi) se opone, con lo estéril que la circunda, a la sacralidad de los surcos bien ordenados y cultivados por los campesinos de Mombello. Esta casa existe aún con su amplio jardín, casi en las afueras de Moncalvo, pero no está más allí “el diablo”, muerto en 1990, luego de una vida fuera de lo ordinario. De él queda el recuerdo de un personaje en cierto modo no expresado y cuya verdad más profunda fue cultivada por Pavese, quien obtuvo una devolución mediante un perfecto retrato (en forma de carta) ya finalizada la guerra y el período de Crea:

Me siento a decirte esas dos o tres cosas que se expresan, en principio, a los amigos. Y se comprende cómo son dichas. Que te conservo siempre un poco cerca, que revivo el tono fresco de tus verdades que invitan a salir afuera, a expresarse, pero, acercándose, revelan, en tu técnica, más aún, la naturaleza fuerte y simple y verdadera de tus valores: los que amas celosamente, hasta el punto de descubrirlos con un pudor espeso, pero mal protegido por el tono duro, paternalmente duro. Y eres, además de conocerte bien, padre y muchacho, hombre y niño, verdadero hombre y verdadero niño. Así, me parece, sería necesario amarte mucho más de lo que eres amado. Te veo mal, tan solo. Pero tú conoces a la bestia (…). La razón de la afectuosidad mía y de Evelina, contigo, está en esto: que quisiéramos haberte amado más. Sobrevuelas las calles de la metrópolis con gente o en soledad, siempre solo, como un pajarito de rapiña que no puede volar más alto. Y anda a los saltos. Y nos da pena. (Casale, s. f. a fines de 1946 o inicios del 47).

El Monferrato es Pavese: una relación profunda en un tiempo difícil pero en el cual el arte, como siempre en Pavese, ha sabido destilar del sufrimiento obras de altísimo valor literario y humano. Hombre de frecuentes balances existenciales, a punto de cerrarse el paréntesis del Monferrato, escribe en su diario, a inicios de 1945:

Año extraño, rico. Comenzado y finalizado con Dios, con meditaciones asiduas sobre lo primitivo y lo salvaje, ha visto alguna creación notable. Podría ser el más importante año que haya vivido.

El mar, en cambio, no fue nunca muy amado, como lo habían sido los dos ríos de su vida (el Belbo y el Po): aquel mar ligur de Varigotti fue donde ambientó la historia de La playa y donde transcurría breves vacaciones, de las cuales una pasó en compañía de Oreste Molina, huésped del conjunto habitacional Ruata:

En el 48 he pasado con él las fiestas en Varigotti. Llegué allí con un autito, un Cinquecento, y con Pavese íbamos de Varigotti a la marina, con él detrás, en este extraño vehículo. Tenía las ruedas gruesas. Y él en Varigotti se la pasaba en la plaza de los pescadores mientras yo estaba en el albergue de al lado. Era un gran nadador.

En cambio, en el levante ligur, en Bocca di Magra, se reunían los de la editorial Einaudi y allí se consumó, poco antes del suicidio, su último y desesperado entusiasmo con una adolescente que en las cartas llamaba Pierina (se trataba en realidad de una joven de 17 años, Romilda Bollati, de Saint Pierre, hermana de Giulio Bollati).

El mar de Calabria es aquel del exilio, donde compone su “tristia”:

Hombre solo ante el inútil mar

esperando la noche, esperando la mañana.

Este último mar, particularmente, fue comprensiblemente odiado porque había sido ofrecido graciosamente por el régimen fascista para su confinamiento político. Brancaleone Calabria es un pueblito de la costa jónica, no demasiado distinto de muchas otras localidades de una Italia meridional arcaica y primitiva, pero cuyos habitantes saben acoger al confinado con comprensión humana y simpatía. Como en otras circunstancias de su vida, supo transformar un episodio negativo en una oportunidad, sin quejarse, al contrario de una cierta imagen de Pavese que lo muestra con una imagen luctuosa de eterno llorón que quisiera acreditar un decadente epigonismo. Existe mucha ironía y autoironía, junto a hirientes sarcasmos, en las cartas que escribe a su hermana María y a los amigos, pero sobre todo es una relación solidaria con la gente del lugar, para nada destructiva de la suerte adversa que le había tocado. Muchos son los testimonios afectuosos que recuerdan aquel período y la relación cordial con la gente del lugar, la cálida hospitalidad y los lazos de amistad que allí nacieron. Pavese llegó a la región desde la cárcel romana de Regina Coelli, bajó en la estación y los primeros días se alojó en una pieza sobre el bar Roma de la calle principal. Sólo más tarde encontró alojamiento en una casita frente a las vías del tren, de cara al mar.

Al “profe” del liceo, Augusto Monti, escribe:

Ella sabe cómo odio el mar. Me gusta nadar pero me servía para ello más el Po. Pues aparte del nadar, que por otra parte ha terminado, encuentro indigno de la gravedad de un espíritu contemplativo aquel perenne jugueteo de las olas sobre la orilla y aquel bajo horizonte con olor a pescado. (Carta del 11 de septiembre de 1935).

Por una ironía de la suerte a Pavese el pescado no le gustaba en absoluto, en un sitio en donde era alimento cotidiano y, obviamente, era muy fresco. El 20 de octubre de 1935, le escribe al mismo Augusto Monti:

Del mar he hecho mi escupidera. Lo bordeo por la orilla y lo escupo provocándolo para que enderece los cuernos e inunde todo el continente. Pero él, canalla, me lame los pies.

Y a Mario Sturani, el 27 de noviembre de 1935:

El mar, ya tan antipático en verano, en invierno me resulta innombrable: en la orilla, todo amarillo de arena blanda; a lo ancho, de un verde tierno que me fastidia. Y pensar que es el de Ulises, imagínate los otros.

En una carta a su hermana María del 9 de agosto de 1935 describe su habitación:

Mi cuarto tiene delante un patiecito, luego, las vías del tren, por último, el mar. Cinco o seis veces al día (y también durante la noche) se me renueva la nostalgia detrás de cada tren que pasa. Indiferentes, en cambio, me dejan los barcos en el horizonte y la luna sobre el mar, que con toda su claridad sólo me hace pensar en el pescado frito. Es inútil, el mar es una gran porquería.

Es evidente su sentimiento de desorientación en sus confrontaciones con un paisaje que siente extraño. El 10 de octubre de 1935, en el diario, Pavese reflexiona sobre su imposibilidad de tratar las “rocas rosadas lunares” de Brancaleone, porque “ellas no reflejan nada mío, salvo una pobre turbación paisajística”.

Si estas rocas estuviesen en el Piamonte –concluye Pavese–, sabría bien fundirlas en una imagen y darles significado.

El casco antiguo de Brancaleone se encuentra sobre alturas recostadas en la vegetación mediterránea y Pavese, sorteando las dificultades de la zona, se adentraba allí a menudo y daba largos paseos, solo o en compañía de los amigos. Atravesando el umbral de las dos piezas ocupadas por Pavese, se puede imaginar su estado de ánimo al sentirse privado del trabajo, de los amigos, de los afectos familiares, víctima de tantas dificultades cotidianas. Los innumerables libros que pide a la hermana y a los amigos de la “banda” del D’Azeglio son, una vez más, su medicina. No abandona su oficio de escribir, estudia y traduce del griego antiguo (estamos siempre en la magna Grecia), escribe poesías, cartas, un cuento (Tierra de exilio), la novela La cárcel y comienza a llevar un diario al cual da como título El oficio de vivir, un unicum de la literatura del novecientos, la existencia como un oficio difícil de aprender es aún más difícil de vivir en la sucesión cotidiana de los días. Estas fueron, para él, las oportunidades a que nos referíamos en un período adverso que supo encarar, sin disminuir nunca su vocación y su trabajo literario. Del sufrimiento de la vida nace, en el proceso de destilación creativa, la superior armonía del arte, que con su cristalina pureza aleja y recompone, simultáneamente, las dificultades terrenas.

Para comprender aún mejor el drama del exilio y de sus consecuencias en los años sucesivos, no está de más leer una carta de Rocco Scotellaro a Geno Pampaloni, remitida en Portici, Nápoles, el 10 de febrero de 1953:

Queridísimo Pampaloni, me siento feliz de leer tu Diario contra el diario a propósito de Pavese (…) por lo que fue y por lo que somos tantos de nosotros. Nosotros –no me parece cruel y pretencioso decirlo– para sobrevivir debimos aceptar los términos de su drama e iluminarlos con nuestra existencia. Te saludo con mucho afecto, tu Rocco Scotellaro.

Compartir de este modo un drama existencial por parte de un intelectual, símbolo del Sur amargo que Pavese había conocido y representado, es un signo no controvertible de que también en la diversidad de las geografías permanecen siempre las razones profundas del ser humano. Más o menos en aquellos años se yerge, heroico, el modelo de Antonio Gramsci, al que no resulta fuera de lugar comparar con el ejemplo, ciertamente más modesto pero no insignificante, de este joven intelectual piamontés que, aunque acosado por el mal de vivir, no abdicó del deber de mantener en actividad el propio cerebro que el régimen –como lo hizo con el autor de los Cuadernos de la cárcel – hubiese querido anular.

Ha sido Lalla Romano quien ha hecho notar cómo Stefano, el protagonista de La cárcel, no respondía a lo que Pavese era en realidad:

Su libertad de artista lo consentía, pero también –creo– su modestia, su lado piamontés. Él, allá en el Sur, era benefactor –daba clases escolares de forma gratuita a los niños– y era recordado como un hombre generoso, muy querido. Esto en el cuento La cárcel no aparece, y sí lo hace su dificultad para ambientarse en aquella naturaleza bellísima pero muy diversa, y que hubo después irritado a Vittorini, quien veía en Pavese a alguien que no apreciaba la belleza del Sur.

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[1] En español en el original.

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