Hacia el núcleo del silencio: 2ª entrega

«Pero Daney habla de una problemática del cine. Una que parece todavía no estar cerrada. Al menos en el cine argentino donde ser veraz parece más importante que resultar verosímil». Capítulos VI y V de Hacia el núcleo del silencio, una novela por entregas de M. R. Ramos.

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Por M. R. Ramos

IV

Un puente excelso atraviesa el humedal.

¿Cómo vine a dar acá? Con el tiempo comprendí que un destino como el mío debía tener una explicación.

«¿Cómo terminaste acá?». Una pregunta puede volver imposible que uno acceda a la ciudad.

Humo. Alcohol.

Manuel Finoll me espera por encima de su camisa de saldo beige.

«¿Y vos, che?» Pero siempre, para nosotros, es la familia.

En tal caso: ¿Cuál es mi historia? ¿Cuándo debe comenzar?

Cruzamos el puente cuando el agua se comía las islas. Nos quedaban lejos los tiempos de penillanura. Los caranchos se amontonaban sobre la banquina y sobrevolaban el auto, pero esperaban otra cosa y no a nosotros que parecíamos atrapados en uno de esos sueños donde no se llega a ninguna parte. Hay que volver tan atrás como se pueda.

¿En qué momento nos dejamos atravesar? Los norteamericanos gustan mucho de esos momentos específicos argumentales. X cosa hizo que tal se convirtiera en cual.

Mi abuelo se volvió loco mucho antes de matar al tipo que culpó a los colorados por llenar de pretensiones a los isabelinos. Pero Paso de los Toros había tenido su momento de esplendor y mi abuelo había logrado montar una industria bastante prospera hasta que llegaron los milicos.

–Sería lindo caer del puente, ver la ciudad que uno ama subir otra vez.

Después de eso mi abuela tuvo que cruzar el mismo puente por el que se había tirado el viejo para dirigirse a la capital, donde terminó embalando maquinitas de afeitar que llegaban en ferri desde Argentina. Las maquinitas las contrabandeaba don Ramos, un exiliado español que había sobrevivido el atentado al comité del Partido Comunista escapándose por una claraboya para terminar en Buenos Aires pintando bocetos que firmaba como Torres García y vendía por sumas exageradas. Eso le permitió contar con un respaldo para empezar el negocio de las maquinitas cuando el frasco de tinta se secó y el Uruguay recuperaba la democracia.

Volvió lleno de resentimiento. Decía cargar el karma de su apellido que había pasado de las listas de la Santa Inquisición a las listas negras de los militares brutos y por eso nunca se había casado, ni por civil ni por iglesia. Pero a pesar de que mi abuela nunca lo perdonó seguía operando sobre su carácter, la perseguía y le reclamaba todas las obligaciones de una mujer casada. Eso incluía la prohibición de rodearse con mujeres divorciadas o viudas ya que representaban una especie de peligro que solo Ramos podía comprender; pero ella se las arregló incluyendo a mi abuela Luisa en el negocio de las maquinitas y así podían pasar tiempo juntas. Así se conocieron Álvaro Rodríguez y Clara Ramos.

Mi abuelo murió de una cirrosis tiempo antes que nosotros empezáramos a huir de ese país que se había vuelto hostil. Volver a Uruguay lo había liquidado. Siempre me decía que nuestra familia estaba atravesada por el doble exilio y que solo él había conocido el tercero: el exilio sempiterno de quien confirma que el sitio de partida ya no existe.

Un puente excelso en el interior del litoral.

¿Cuándo se coló la literatura? Nos llamamos sus hijos, ¿o no?

Mis padres se casaron jóvenes y los hijos vinieron rápido; una buena cantidad. Con eso llegaron las responsabilidades, el tiempo pasaba a sacudones y así iban acumulando frustraciones. Los inventos de mi padre se acumulaban en una pieza y crecía la esperanza de que existiese ese lugar donde sabrían valorar a los tipos como él. Yo tenía 14 años cuando falsificó una nota con el membrete de un importante club de fútbol donde decía que yo era una joven promesa y solicitaba, por el bien del deporte, que me admitieran en el turno noche del liceo. El objetivo era que yo, un chico inteligente, pensara las estrategias adecuadas para colocar sus ideas en el mercado: para eso necesitaba estar presente en el desarrollo y conocer bien los artículos que se proponía vender. Entre los dos seríamos imparables.

Ese año tuve una profesora de Literatura.

Era una docente haciendo sus primeras armas y no tendría más que 24 o 25 años. Yo amaba su forma de transmitir. Solía proponernos clases al aire libre, en una plaza cercana al liceo, y mis compañeros adultos (anarquistas, madres solteras y trabajadores hastiados de la precariedad laboral) se permitían algunas licencias poéticas que hacían de las clases una experiencia orgiástica. Saltarse los protocolos cuando nadie se está fijando ni tiene puestas demasiadas expectativas es una cosa fácil. Tomábamos vino, compartíamos mate, guitarreadas, pero principalmente leíamos. Trataba a Oscar Wilde como si fuera un tipo más que estaba entre nosotros. Uno que amaba, erraba, sufría, moría. Eso lo hacía cercano. Poco a poco ese deslumbramiento se fue convirtiendo en amor, pero algo de su conducta docente le impedía fijarse en un alumno de mi edad.

Era un chico maduro, que no aparentaba mi edad y todo eso. Pero ella empezó a irse acompañada por Nicolás, el tipo anarquista del programa de la radio comunitaria. Entonces escribí mis primeros versos.

                                               “El ruiseñor vertió otra vez

                                               su sangre en vano”

Yo me había hecho ilusiones y me las habían detonado. El negocio de mi padre seguía cuesta abajo. Había inventado un sistema de parrilleros para departamentos pero resultó ser que una ordenanza los prohibía por alguna razón de convivencia. Luego había inventado unas estructuras complejísimas para hacer ejercicios en las plazas públicas, pero la burocracia estatal tenía sus vericuetos si uno quería acceder con una idea así; además se entendía que el uruguayo promedio, que trabajaba ente 8 y 12 horas, tal vez incluso en dos trabajos distintos, no terminaría en una plaza levantando por docenas de repeticiones su propio peso. El más interesante debido a la crisis económica de principio de siglo era un sistema de embudos y tuberías que permitían llenar las piscinas con el agua de lluvia sin gastar un centavo en OSE. Cada invento pasaba primero por el uso hogareño antes de considerarlo “viable”. Así que mi padre compró una piscina de diez mil litros y la instaló en el patio de casa. Pero en ese país detonado ni si quiera podías esperar algo de la lluvia. La piscina terminó de llenarse en febrero. Cuando sucedió, la vaciamos y nos fuimos a un balneario en la costa.

En mi casa ya se hablaba de fatalidad, de predestinación, de deseo de trascendencia. No sé si lo decía mi padre para justificar su obstinación o mi madre para referirse al fracaso. Pero a pesar de eso en mi casa nunca se dejó de trabajar. En la casa de un obrero sudamericano no hay tiempo para estar sentado, salvo a la hora de la cena. Así que de libros ni hablar. Apenas sí llevaba un pequeño diario donde refería las historias que necesitaba leer.

Yo escribía cartas y cuentos que vendía en el liceo. En cada sitio estábamos poco tiempo. Un tiempo que se consumía muy rápido y su rastro de humo lo colocaba a tanto por folio en los recreos. Pero también ganaba esa especie de orgullo y satisfacción de que mis compañeros valoraran algo que salía absolutamente de mí. Y sabía que algún día, porque me iría de ahí como me iba de cada lugar que pisábamos, cuando ya no estuviésemos, algo de mí seguiría estando.

V

Olor a tabaco. Olor a cerveza fermentada.

Ahora: olor a café que el cocinero preparó. Hace un rato que Manuel me observa; tiene un aire al teniente Kilgore mientras explotan Napalm. Le divierte ver al cocinero alejarse dando patadas en el aire. La calle corrientes entra parcialmente por el enrejado metálico. Su murmullo, asordinado por el escaparate, nos alcanza sin llegar a molestarnos del todo. Por la noche la vida suele invertirse poblando el bar con aquellos a los que el anonimato diurno no les fue suficiente y se acobijan en los pocos espacios que les van quedando.

–¿Noche dura? –pregunta.

No le digo qué estuve pensando. Pero me divierte que no la afecte respirar este aire tempranero a…     

–A escombro hiede –y mira hacia afuera como si estuviese esperando que lleguen las topadoras. Pero cuando lleguen, también harán caer mi habitación en el altillo.

Tiene la copia de un relato que le compartí hace un tiempo y que había prometido leer. Hace un bollo y lo estruja entre las manos.

Cuando lo conocí lo había visto hacer algo similar, pero en ese caso el bollo había volado al tacho trazando un arco demasiado doloroso para la joven escritora que esperaba un halago compasivo y amistoso. Ahora me lo muestra como una metáfora de cómo se ve mi relato, sostiene las supuestas puntas del papel y con un movimiento la hoja vuelve a su estado natural.

–Tenés que llevarlo a esto.

Últimamente todos quieren caer bien. Ser educados, agradables, profundamente contemporáneos. Entonces empiezan a configurarse una serie de representaciones comunes que son obligatorias si uno quiere despertar cierta atención. ¿Pero cómo ser contemporáneos sin dejar de ser genuinos? ¿Cómo ser genuinos sin llegar a ser dañinos? ¿Cómo dañar sin destruir lo más preciado? Somos producto de una época, pero no somos sus promotores.

En Perseverancia, Daney –que no es el Daneri de Borges– aborda el tema de la representación y del estilo contraponiendo dos planos de la historia del cine. Por un lado el travelling de Pontecorvo en la película Kapo; por el otro, un paneo de Mizoguchi en Cuentos de la luna pálida. 

–Fijate que para Daney la moral está justamente en el estilo y no en el tema. Si Pontecorvo hubiese hecho una película sobre cualquier otra cosa nadie decía nada.

Pero en esa época, el error del tipo era querer ser absolutamente condescendiente.

–Encarna una especie de ironía. Algo que avanza en un plano vuelve atrás en otro. Hoy lo hubiesen aplaudido. “¡Qué bello! ¡Qué compromiso! ¡Qué pasión!”

Y ahora nos sentimos mucho más cerca de Daney, pero discrepamos en un punto. Para mí, el problema no está en la moral del estilo. Lo que se trasluce al comparar ambas posturas es una cuestión de autenticidad. Céline fue autentico, nadie se atrevería a cuestionar su obra salvo un imbécil. Porque lo que intentan representar uno y otro son cosas muy distintas. No se trató únicamente de que Pontecorvo haya recurrido a la belleza para retratar la vida en los campos de concentración –lo que le mereció el desprecio tanto de Daney como de Rivette– se trataba, sobre todo, de ponerse él y al espectador en un lugar en el jamás podían estar. Pontecorvo pretendía hablar por otro y por eso no era creíble –no por lo verídico sino desde lo verosímil. En cambio Mizoguchi, al narrar la muerte de Miyagi no intenta ponerse en su lugar. Hace todo lo contrario a Pontecorvo. En su paneo mira la muerte de soslayo, como si no la quisiera ver, como si quisiera que no ocurriese. Lo que está narrando es el terror que le provoca la muerte y lo absurda que le parece la guerra.

–Y eso está en sintonía, amigo mío, con la idea de Godard: no te pongas nunca en donde no estás.

Pero Daney habla de una problemática del cine. Una que parece todavía no estar cerrada. Al menos en el cine argentino donde ser veraz parece más importante que resultar verosímil. Tal vez porque su historia cuenta con menos páginas. No han madurado suficiente los Flaubert o los Lautréamont. O porque no vemos Hollywood con los ojos que debiéramos.

Manuel mirá sobre mi hombro y sonríe. Cuando ambos reparamos que el cocinero ha estado escuchando su rostro se transforma y siente que tiene que decir algo. Titubea.

–Qué bueno que hablen de Daney –dice. Sigue titubeando mientras esperamos que diga algo más–. Su padre fue un actor de reparto, siempre esperando un papel importante. Y cuando llegó, fue el peor de todos. Le tocó ser un judío en los campos de concentración. Esa es la cruda realidad.

Tira una patada tan alta como no hubiéramos imaginado en un cuerpo como el suyo y se aleja.

–¿Todavía crees que esta ciudad no tiene sus joyitas?

Empecé a sentir una especie de esperanza conciliadora. Tal vez sí haya un lugar para cada uno y no tenga que ver con las fronteras. Me acordé que Daney se decía un “hijo del cine” y que nosotros habíamos replicado la frase para llamarnos “hijos de la literatura”.

El título de mi texto se llamaba La ciudad sobre el pantano. Lo que Manuel me estaba diciendo era que no podía quedar simplemente en un relato. Que veía algo más. Tal vez lo que veía era una forma de exorcismo; después calcularíamos su valor intrínseco. Pero qué mejor que lograr una plataforma de escritura para reconciliarme con mi situación y poder narrar desde allí.

–Dejalo fluir. Que la ciudad no te moleste –me dijo. Terminó su segundo café y salió.

Sentí el impacto a las 12:03. Cuando salí a corroborar, algunas nubes poblaban el cielo. Tras el entramado podían verse los pozos turquesa. Ni rastros de sol; pero cuando recordé la hora –la había visto en el televisor justo en el instante del golpe–, miré hacia arriba y allí estaba la circunferencia amarillenta que teñía la nube más espesa.

La ciudad seguía su curso. El semáforo de Corrientes y 9 de Julio se puso en verde y una sucesión de autos cruzó con indiferencia la encrucijada. Miré una cuadra más allá y vi la voluta de polvo trepar entre las columnas de hormigón. Distinguí una ventana que alguien intentaba cerrar. Las topadoras de las que hablaba Manuel estaban cada vez más cerca.

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