Lectores en filosofía (6)

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Dos niños en clase: San Pablo de Tiquina, una pequeña población en las orillas del lago Titicaca (Bolivia) / EFE

El Vivir Bien en la discusión sobre la nueva normalidad. Nuevo capítulo de un ensayo sobre los lectores que se transforman en autores.

Por Julio Cano

Problematizar la normalidad

Si hay un fenómeno que sobresale en estos momentos, a nivel planetario, es el de la normalidad y el cómo (o los modos de) volver a ella dejando atrás (hipotéticamente) las condiciones sanitarias impuestas por el Covid-19 y sus variantes. Hagamos el esfuerzo de problematizar esto siguiendo a nuestros compañeros filósofos en sus reflexiones.

El término “normalidad” ya de por sí es de incierta definición porque hace referencia a una situación que se asume sin demasiados cuestionamientos (y con esto se quiere significar que es aceptada por la totalidad de los implicados). Lo normal es lo aceptado universalmente y, al mismo tiempo, lo que se establece como norma, con acatamientos sin excepciones.

Si ahondamos en esto, si lo problematizamos, deberemos admitir que lo único que admite una universalidad sin cuestionamientos es el conjunto de conceptos lógico–matemáticos. O que, si se trata de cuestionarlos, deberá hacerse, sí o sí, por medio de argumentaciones analítico deductivas. No hay otro método.

Pero no se trata en este problema de ese nivel, sino del nivel biológico y político en el que nos movemos los humanos, en el que existimos. Y todos los ejemplos que podemos aportar de tal nivel muestran palmariamente que no existen consensos universales: ni en el terreno político, ni en el cultural ni en cualquier otro en que se piense. En todos los casos existen posiciones, bien o mal fundamentadas (dejemos esto de lado) que, a su vez, se enfrentan dialécticamente con otras posiciones.

De modo que la normalidad, si por tal se quiere expresar lo que sucedía antes del año 2020 –dicho de manera bastante rústica–, era ese cuadro abigarrado de sociedades y culturas interrelacionadas dialécticamente en un panorama completamente desigual, conflictivo, injusto y enfrentado a un deterioro alarmante en las condiciones del planeta. Avanzando más aún, la normalidad a la que se pretende volver es la del mundo neoliberal.

El problema es muy interesante porque no se agota en esto. Queremos decir: no se agota en la explicación de “normalidad” como la admisión del sistema neoliberal a escala mundial como modo de vida asumido por la humanidad.

Normalidad además, en otra acepción en la que nos interesa detenernos, hace referencia a la forma de vida cotidiana del que lee esa palabra o la oye en boca de alguien. Si reflexionamos un momento, esta acepción de la normalidad es la que emerge de inmediato en los intercambios lingüísticos entre nosotros.

De modo que, al menos, existen dos acepciones de normalidad: la que desea referirse a la humanidad actual y sus condiciones de existencia, y la que hace referencia a la vida cotidiana de quien enuncia esa palabra.

De la primera acepción nos distanciamos dada la imposibilidad de encontrarle un sentido aceptado universalmente.

En el caso de la segunda, la acepción depende de quién la enuncie, es decir de la condición existencial del sujeto. Es una acepción restringida pero es la que resulta, a juicio de nuestros filósofos, más interesante.

Vayamos a una pregunta, entonces. ¿Qué significa normalidad desde el punto de vista de quien lo enuncia? Parece consistir en el conjunto de condiciones que permiten una buena vida. Este criterio de la buena vida, recordamos, se incluye en la Constitución de Bolivia.

¿Y qué es una buena vida?

Dediquémonos un momento a la Constitución de Bolivia:

El Vivir Bien –dicen sus autores, basándose en la cultura y el pensamiento de sus antepasados quechuas y aymaras– es vivir en armonía con la naturaleza, lo que retoma los principios ancestrales de las culturas de la región andina. Con lo cual el ser humano pasa a un segundo plano frente al medio ambiente.

El Vivir Bien da prioridad a la naturaleza antes que a lo humano. Vivir Bien es buscar la vivencia en comunidad, donde todos los integrantes se preocupan por todo; es llegar a acuerdos en consenso, lo que implica que aunque las personas tengan diferencias, al momento de dialogar se llegue a un punto neutral en que todas coincidan y no se provoquen conflictos.

Esto supone respetar al otro, saber escuchar a todo el que desee hablar, sin discriminación o algún tipo de sometimiento. No se postula la tolerancia, sino el respeto. Para vivir bien y en armonía es necesario respetar esa diferencia. Este planteo incluye a todos los seres que habitan el planeta, como los animales y las plantas.

De modo que todos los seres que viven en el planeta se complementan unos con otros.

Vivir Bien es respetar las semejanzas y diferencias entre los seres que viven en el mismo planeta, de una manera que va más allá que el concepto de la diversidad, porque cuando se habla de diversidad sólo se habla de las personas.

(Hasta aquí las referencias a la Constitución boliviana)

Nuestros filósofos argumentan: la normalidad, ¿supone una buena vida, así formulada?

Pero el panorama real y concreto de nuestras sociedades muestra algo muy distinto.

La buena vida puede asumirse como un proyecto a futuro, una utopía. Las sociedades concretas revelan desigualdades e injusticias mayúsculas. Y entonces su vida cotidiana, el basamento específico para la posible normalidad, es ambiguo y contradictorio por donde se lo mire.

En la vida cotidiana la conciencia moral está signada por la problematicidad. Aunque raramente lo advierte está marcada por la competencia entre normas rivales igualmente rectoras que a la vez, y con similar apremio, solicitan al sujeto hacia direcciones valorativas incompatibles. Esto significa que el sujeto no repara en su cotidiana escisión en planos morales heterogéneos, gobernados por sistemas interpretativos antagónicos. Quiere decir esto que la conciencia moral cotidiana se integra por una suma de preceptos que no son coherentes entre sí, con límites un tanto inciertos. Su modo de ser es, pues, ambiguo y contradictorio.

La normalidad no es un fenómeno que se pueda analizar claramente, aunque la percepción cotidiana parezca admitirlo fácilmente. No sólo no se puede analizar, sino que tampoco se puede experimentar con nitidez, ya que permanentemente estamos tironeados por tendencias, gustos, razonamientos, valoraciones, etc., que se nos presentan simultáneamente. La normalidad es, entonces, un fenómeno dialéctico y con continuas contradicciones en su seno.

Podemos concluir diciendo que no existe una normalidad estandarizada aplicable a todos los casos y a todas las sociedades.

Lo que nos parece que existe (dicen nuestros filósofos) es una diversidad social y cultural enorme que puede entrar en conflicto o en armonía con otras diversidades. Por eso nuestros amigos hacen aparecer pasajes de la Constitución boliviana, donde la buena vida es un continuo ejercicio  de confrontaciones en la diversidad. No una panacea en donde hayan desaparecido todas las contradicciones.

Lo que sobrevendrá después de la pandemia es una nueva presencia del anterior estado de cosas, marcado por la confrontación, puesto que el neoliberalismo seguirá presente y seguirán presentes asimismo las luchas contra el mismo.

Sólo desde la ambigüedad presente en esas confrontaciones podremos avizorar situaciones sociales que se acerquen a la normalidad, entendida como acuerdo universal. Esto es utópico, dicen nuestros filósofos, pero es una alternativa fructífera para la acción.

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