Un cuento inédito de Mario Castells

Talión

Por Mario Castells*

A Luis Alberto Cuello y Ariel Petrucelli,

queridos amigos y compañeros

Tatú, el capataz de Tachería, había mandado a toda la sección a la casa. Aprovechando una maniobra de la patronal que no traía insumos ni materia prima agarró a todo el mundo haciendo sebo y nos clavó una suspensión general. Con la malaria que había y sin premios ya, los muchachos estaban como locos. Estaban todos re calientes. Puteaban al Gobierno, a los ingleses, a la gerencia. Varios quedamos en juntarnos en “La mitad más uno” a la salida del turno mañana y así encontrarnos con los del otro turno para que nos vieran los del sindicato. La burocracia se hacía la boluda, quería desgastarnos con la base y no movían un dedo. ¡Por qué iban a hacerlo si ellos no tenían gente en la sección! Así que nuestra táctica era hacernos ver. Capaz que si nos veían inquietos se tendrían que mover un poco; el Polaco y Retamar, por su parte, los de la Gris, estaban sin línea. Después de lo de Sylvester ya no tenían muchas ganas de preparar ningún plan de lucha. Todo eran fierros en sus arengas del mediodía: nos tenían entre la hora de los pueblos y las frazaditas que nos habían entregado a cambio de la liberación del inglés. La Negra pasaba y bajaba línea, es verdad, clarificaba. Ella era la más comprometida con el laburo de base. Pero el cabrerismo estaba picante y había que responder por la seguridad de los delegados y los compañeros y eso los tenía ocupados. Días antes, al Cordobita casi lo llevan puesto: lo habían querido levantar como sorete en pala con una Peugeot 404 gris plateada. El tipo estampó la bici en el pretil del puente y se mandó un clavado olímpico al Saladillo. La temperatura bajo cero no fue impedimento; se la vio venir y se mandó en palomita. Garcilazo se la tenía jurada, el cagón, y ese era un negro ventajero, cebado por Rubeo. Decí que Córdoba sabía nadar. Porque, aunque acá, entre la Isleta, Saladillo y el Paraná, entre el Bajo Ayolas, Pueblo Nuevo y el Bajo no hay quién no sepa nadar, los cordobeses, es sabido, no nadan nada.

A la tarde del miércoles me llegó la paloma de que cambiábamos de planes. No agitaríamos el avispero con el cabrerismo. Todos sabían que nosotros no éramos pro-guerrilleros, nos creían ligados a los sindicalistas de la LSR, viejos remanentes de La Chaira. Nadie sabía qué carajo opinábamos de la coyuntura política más que algunos trazos gruesos. Siempre hablando de premios, de democracia sindical, vendiendo rifas. Para los Perros éramos unos comemierdas. Para la Tendencia: troskos tapados. Decían que estábamos vinculados a Política Obrera. Había todo tipo de especulaciones. Nosotros no le dábamos bolilla a nadie y hacíamos buenas migas con todos los compañeros delegados de la izquierda peronista y marxista. Al entrar al Swift un compañero de la Playada me había reconocido de mi tiempo en Metcon. Como electricista, aunque rancheaba en Tachería, yo tenía vía libre para recorrer todas las secciones y este flaco hizo correr la bola que me conocía de la huelga del 71 en Villa. Por un tiempo casi todos me hicieron marca personal. De ahí salió también que yo… Y era verdad… pero hacía mucho que me había alejado de aquella corriente. Después lo conocí al Monito y por él entré al Partido.

Este enano mal parido era un hueso duro de roer. Mirá que al correntino Verón lo habíamos sosegado escribiéndole mensajitos en los baños. Con solo dibujar la estrella de cinco puntas y la amenaza a sus nombres teníamos a raya a todos los encargados. Pero este culorroto era un psicópata y un convencido. Un liliputiense con alma mula. Hijo de un policía, me habían dicho. Peronio de esos de hacha y tiza. Amigo personal del Pato Santacruz. El muy perseguido extremaba a full sus cuidados. El auto, el trayecto, siempre enfierrado, nunca solo.

Ya varios se la tenían jurada. Había hecho echar al hijo de Monzón que tenía miles de problemas, pobre pibe. La hijita con lupus, siempre enferma. Cuando no lo dejaron entrar, un lunes, supo que el cagón lo había hecho despedir. Los vigilantes de la puerta le habían dicho que se fuera a la casa y que le iba a llegar el telegrama pero Monzón chico no quería saber nada, sólo entrar para bajarle los dientes e irse a su casa conforme. No hubo caso y eso que hasta un delegado de la burocracia se había acercado a la puerta para interceder a favor de él. Sin telegrama de despido no podían dejarlo afuera. Pero los botones tenían orden estricta. Monzón se quedó ahí, re fija, con el bolsito y sus herramientas, esperándolo. Y cuando Simeoni salió, entre otros tantos mulos, nunca solo, se le fue al humo. Pero avivados cayeron un par de cuartitos que salieron como de la lámpara de Aladino y entre todos los botones lo redujeron a la fuerza. Nos metimos nosotros para quitárselo y hubo batahola. Se juntó una partida de canas de adentro y afuera de la fábrica y los del Comando nos querían dar palos, dispararon sus Ithacas y nos pusieron a raya. Pobre correntino, Monzón chico, lloraba como un nene, de impotencia, mientras lo metían al patrullero. El culeado, bien distanciado, no podía controlar ese rictus de burla en los labios.

Con los muchachos del Partido nos encontramos dos días después en la otra punta de la ciudad. El gordo Sánchez nos había sacado de la zona vigilada, nos dijo. Teníamos que estar atentos para que no nos siguieran. Sabíamos que el horno no estaba pa bollos con la gente del sindicato. Cabrera reclutaba lúmpenes del norte de la provincia de Buenos Aires, de Entre Ríos y de Corrientes y los metía en las fábricas como patas ‘e plomo. Pero a algunos los mantenía tapados. El gordo decía que, para él, este era un servicio. Nos teníamos que dejar de joder y ponernos las pilas con las elecciones y ganar el cuerpo de delegados. Si ganábamos íbamos a ganar el sindicato. Si nos dejábamos boludear, vociferó, íbamos a quedar afuera como los huevos. Cada vez que perdíamos la elección por el sindicato, la patronal y la burocracia nos limpiaban el activismo, barrían con los adherentes y simpatizantes. Así que la disposición de arriba era que nos tranquilizáramos y dejáramos al capataz tranquilo.

Me acuerdo que me vine re inflado con la discusión. A la salida de la reunión nos vimos con la Turca, una vieja amiga del barrio que trabajaba de copera en una whiskería de Rosario Norte. Desde mi separación ella solía visitarme en la pensión. Pasábamos lindos fines de semana. Íbamos al Radar, a Bola 8 si tenía franco. Cocinaba rico, la Turca. Me gustaban sus ñoquis. Esa tarde no quise salir y en un momento, evitando una discusión, me preguntó qué me pasaba y le conté. Por casualidad –y vaya que me sorprendió– supe que lo conocía; una amiga suya lo tenía a Simeoni de cliente habitual. Más que eso, lo recibía en su casa en Tiro Suizo. La Turca me dio toda la información necesaria pero ahora no sabía qué hacer con la data. Tenía que elegir entre disciplinarme a la orgánica o prepararle la biaba con los compañeros. Ay, cómo me alegró la vida, hermosa Turca.

Al otro día empecé a visitar a los vagos. Antes que nada lo fui a ver a Monzón. Le dije: Hermano, esta es para vos. Pero la vamos a hacer bien. No podíamos andar regalándonos. A los otros los vi en la cancha de bochas. Ahí estaban Sosa, el Cachi, Palombo, el Topo Ruiz Díaz, Karpun, Tonelotto. Les conté el plan y todos estuvieron de acuerdo.

En los extramuros de Tiro, lindando con el club, por calle Paraguay, antes del descampado estaba la casa de la entrerriana. Nosotros habíamos encanutado el Dodge en el baldío, al lado de una pila de ladrillos que iban a ser las paredes de la casa de la hermana del Cachi, que ya señalaba sus formas en las bases y la hilada de 30 de la capa aisladora. El auto lo había conseguido Tonelotto. Era del cuñado: un pintor de silleta. Caía la tarde invernal y como si fuera un pájaro ígneo el atardecer mezclaba fuego gélido y ardor de venganza. Yo llevé mi 32 Eibar negro empavonado con dos muescas en el gatillo. Siempre lo tenía conmigo y a pesar de varios operativos, la milicada nunca había encontrado dónde lo encanutaba. Como lo teníamos planeado: lo agarramos antes de que se subiera al auto, lo ajusté con el chumbo, le sacamos el suyo, lo redujimos a las trompadas y lo metimos a la cajuela del Dodge.

Salimos por el sur hacia los descampados de San Martín A evitando las calles populosas. Y después, por el acceso sur nos metimos en los lindes del Campo del Once. Algunas parejitas se solían mandar por la colectora del acceso para culear en lo oscuro pero esa vez no había nadie. Lo sacamos del baúl de los pelos; lo amordazamos con un par de medias sucias y lo maneamos de las muñecas por la espalda. Le dijimos que no se quejara porque lo quemaríamos y eché para atrás el espolón del revólver para que viera los plomos en el tambor. Se lo bajé de la cara y le apoyé el caño en la verga. Era de noche y teníamos los rostros tapados. Pero cada vez que nos quería mirar le dábamos un tortazo en la oreja con la mano abierta, especialidad de Sosa. El tucumano era terrible para sacar esos tortazos. Lo llevamos contra una islita boscosa, cerca de un zanjón donde sonaban atronadores los escuerzos en celo y el paso de los trenes cargueros hacia los talleres de Villa Diego. Increíble, ahí nomás, del otro lado, estaba el campo militar: qué mejor lugar para castigar a un mulo que entre las canchitas de la liga infantil, el Campo del Once y las vías de la Vélez Sarsfield.

Monzón lo colgó de los brazos a una horqueta de paraíso sombrilla sin permitirle hacer pie. Decí que no pesaba nada el enano que si no, no le hubiera sido posible aguantar el grito. Cuando estuvo bien disponible agarramos los cinturones y le empezamos a dar. Era música justiciera cómo sonaban los lonjazos en el lomo blanco del mulo. Tremenda cintareada. Le pegamos como a una vaca forajida. Hasta debajo de la lengua le pegamos. Al final le dijimos que éramos del ERP. Le comunicamos que no lo mataríamos esa jornada pero si no renunciaba el lunes a primera hora iríamos a buscarlo. Y la familia lo tendría que velar a cajón cerrado. El tipo lloró como un karãu. Cuando nos convencimos que estaba bien cagado a palos lo dejamos ahí tirado entre la basura y los tártagos, con las ataduras flojas… El Cachi nos esperaba en su casa de Villa Diego Oeste para llevar el auto a lo del viejo Tonelotto. Con los muchachos quedamos que la semana siguiente festejaríamos el cumple de Retamar en la cancha de bochas. Nada de cerdo ni de vaca: dorado a la parrilla, como corresponde. Y un par de gordas de Vaschetti. De alguna manera había que seguir hablando de las elecciones del cuerpo de delegados.

*Mario Castells (Rosario, 1975): Escritor, traductor y editor argentino hijo de padres paraguayos. Publicó, entre otros libros: Diario de un albañil (Caballo Negro, 2021), Bala pombero (Arandurã, 2018), Aparatchikis (Caballo Negro, 2017), Trópico de Villa Diego (emr, 2014) y El mosto y la queresa (emr, 2012).

Post navigation

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *