El fascismo como el mayor enemigo

Ofelia, la protagonista de El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro

Una nueva entrega de Lectores en filosofía. El profesor Julio Cano hoy reflexiona a partir de un concepto de Guillermo del Toro sobre el fascismo y encuentra en el juego de los niños algo parecido a una respuesta

Por Julio Cano,
desde montevideo

Dice Foucault en Dichos y escritos que Deleuze y Guattari combaten contra tres enemigos: uno, los burócratas de la revolución y los funcionarios de la verdad; dos, los técnicos del deseo (psicoanalistas y semiólogos); tres, el mayor enemigo, el adversario estratégico: el fascismo, no sólo el de Hitler o Mussolini sino el que está en nosotros, en nuestro espíritu, en nuestras conductas.

El director mexicano Guillermo del Toro dice sobre el fascismo:

Para mí el fascismo representa el horror último, el más grande, y por esa razón es un tema ideal para contarlo como un cuento de hadas para adultos. Porque el fascismo es, sobre todo, una forma de perversión de la inocencia y, por tanto, de la infancia.

Para mí, el fascismo representa en algún sentido la muerte del alma, como algo que te forzara a hacer elecciones terribles y dejase una marca indeleble en lo más profundo de quienes viven a través de él (…). El fascismo te consume, palmo a palmo, no tiene que ser físicamente, pero sí espiritualmente.

Estos dos textos expresan mucho, señalan nuestros lectores en filosofía, así que vayamos despacio en su consideración.

—¿Y dónde podemos encontrar algún nodo, un cruce de caminos que revele un vinculo conceptual entre ambos textos? —pregunta Andrea.

—En las características de la infancia —señala Gustavo.

Los niños que no están coaccionados por el pensamiento de los mayores elaboran sus pensamientos en red. No significa que partan de cero sino que lo hacen desde lo que los mayores cercanos les van transmitiendo (familia y escuela, fundamentalmente) toda vez que tal transmisión se realice sin imposiciones, es decir, sin generar temor. Y lo que diferencia sus logros es que no otorgan a alguno de ellos un carácter central. Es decir, no lo revisten de poder.

Asi, se van haciendo capaces de resignificar la realidad que los rodea, tanto como su subjetividad, y esto les va permitiendo ir avanzando en la elaboración de su posicionamiento en el mundo. Lo que no significa que lo vayan haciendo sin dificultades ni escollos importantes. Por el contrario, serán capaces de reconocerlos y lidiar con ellos con mejores herramientas.

No podrán tampoco evitar las relaciones de poder, pero las asumirán dentro de un cuadro de dificultades que les es muy conocido. ¿Cuál? El del juego, el juego por el directo hecho de su experiencia y no por competencia.

—La actual sociedad neoliberal conspira y actúa contra esto —señala Matilde, maestra y madre—, y cuando se ve cuestionada en profundidad es capaz de llegar a la directa represión, en cualquiera de sus múltiples manifestaciones.

—Esta situación crítica y represiva —agrega Gustavo— ya se presenta con los rasgos del fascismo. No precisa que se llegue al fascismo político, basta con que emerja en la vida cotidiana. Podemos llamarlo el fascismo corriente, ese del que hablan los autores citados al principio.

Entonces: contra el carácter lúdico de la existencia trabaja el fascismo. Por eso Del Toro dice que es una corrupción de la infancia, una perversión de la inocencia.

En el terreno del juego el fascismo soterrado promueve el disciplinamiento, imponiendo reglas que dejan de ser auxiliares para convertirse en factores decisivos. Y hace de la competencia una lucha por el triunfo aun a costa de la destrucción del adversario. Para el fascismo en su faceta deportiva no hay adversarios sino enemigos.

La competencia como modelo decisivo está presente en nuestra vida cotidiana y contra ella debemos luchar, puesto que asumirla implicará una neurosis alimentada por la presencia del otro como enemigo. (La serie surcoreana de tanto éxito actualmente, El juego del calamar, sirve de buen ejemplo de la competencia al límite de la vida, alimentada por una noción también maximalista del éxito individual).

No es la competencia así entendida la que debe servirnos de modelo social, sino la solidaridad.

Un niño requiere de una vida de actividades que tienen validez en sí misma y que se realizan sin ningún propósito fuera de ellas. El ejemplo más claro de ello es el juego.

En el jugar no existen expectativas de futuro y los tiempos que importan son solamente los acordados entre los jugadores.

Además –y esto es clave– el juego como relación interpersonal tiene lugar en el amor hacia los otros (el afecto se sobrepone a la rivalidad estricta) vinculando fuertemente lo lúdico con lo amoroso.

A todo esto se opone la concepción que podemos llamar fascista. En esta se valida la agresión y la competencia y, al mismo tiempo, se niega el rol básico del amor. Para el fascismo las expectativas en el juego están puestas en el futuro: el final del partido y el triunfo. En cambio en el modelo que defendemos las expectativas se viven en el presente y sólo en él. Es más, para el fascismo el oponente, cuando es vencido, es eliminado.

De hecho en nuestra cultura muchos de nosotros al estar continuamente sometidos a la exigencia de competir, de proyectar una imagen u obtener éxitos en una manera de vivir que es descripta como una continua lucha por la existencia, perdemos la capacidad de jugar.

Se juega cuando se atiende a lo que se hace en el momento en que se lo hace –el juego es una actividad que intensifica el presente, se juega en un solo por hoy, sin expectativas, porque en nosotros hay un presente de la interacción, inscripto en nuestra estructura biológica.

En la actual sociedad, empero, se nos impele a poner nuestra atención en las consecuencias de lo que hacemos. Si nos dicen “debemos prepararnos para el futuro” significa que debemos poner la atención fuera del aquí y ahora.

Pero jugar –legítimamente– es atender al presente, y los humanos existimos en donde está nuestra atención. Un niño que juega a ser un doctor, es un doctor. El jugar no tiene nada que ver con el futuro, jugar no es una preparación para nada. El juego en los humanos mayores es fácilmente perdido porque requiere inocencia total.

De hecho cualquier actividad humana hecha en inocencia, es decir, hecha en el momento en que es hecha con la atención en ella, y no en los resultados, es decir, vivida sin propósitos ulteriores, es juego. Es lo que sucede en la esfera del arte.

Dejamos de jugar cuando perdemos la inocencia y perdemos la inocencia cuando dejamos de atender a lo que hacemos y comenzamos a atender a las consecuencias de nuestras acciones. Ningún sistema social se puede basar en la agresión, porque ella lleva a la separación y, por lo tanto, a la negación de lo social.

Para la filosofía del fascismo se debe valorar la guerra, la competencia, la lucha, las jerarquías, la autoridad, el poder y la apropiación de la verdad. Se vive como si todos nuestros actos requiriesen del uso de la fuerza o como si cada ocasión para una acción fuese un desafío. Continuamente hablamos de controlar y, en los últimos tiempos, de autocontrol.

El fascismo describe una relación social armónica como pacífica, o sea, como la ausencia de guerra, como si la guerra fuese la actividad fundamental, a lo Heráclito.

Hemos presentado suscintamente una dicotomía entre dos maneras de entender la realidad: a una la catalogamos de fascista (aun forzando un poco los términos), a la otra la adscribimos a la inocencia de la infancia cuando aún no se siente condicionada por los criterios de la sociedad.

Falta que nos dediquemos a considerar un asunto medular: las relaciones entre fascismo y la sociedad neoliberal y de mercado. Hay que asumir que no hay entre ellas diferencias sustanciales. A eso iremos en la próxima reflexión.

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