Muratore

Tommaso Benito Dorazio junto a su familia, en Argentina.

El testimonio de Tommaso Benito Dorazio Contini (1924-2017); excombatiente italiano, albañil y prisionero en Buchenwald.

«Muratore

Por Ciro Korol

I

Yo soy un belicista pensioneri. Estuve en el batallón de complemento que llegó hasta Stalingrado. Ahí pasé el invierno en medio de la nieve. Se dormía en carpa. Se nos congelaban los bigotes. La barba parecía de vidrio. Te pasabas la mano por la cara y se sentía que era de vidrio. Abajo de la tienda de acampar de vez en cuando se moría uno, congelado. Teníamos que salir porque no se aguantaba. Era un olor, era un olor; la carne humana podrida tenía tanto olor que no se podía aguantar. Salíamos de la tienda. Pero afuera hacía un frío. Así estuvimos tratando de dar batalla en pleno centro de la ciudad hasta que los rusos nos hicieron un círculo, nos cercaron y nos llevaron a un campo de concentramento.

II

Nos salvamos porque éramos italianos. A los alemanes si podían matarlos, los mataban. Los alemanes habían hecho mucho destruggio a la población civil, a los chicos, a las mujeres, a los ancianos. Hacían toda clase de sacrificios: agarraban a los prisioneros y los metían entre las ruedas de los tanques y salía toda carne molida, parecía salido de una licuadora. Le hacían muchas cosas de cobarde.

Los rusos cuando entraron en Alemania hicieron el mismo trabajo con los alemanes.

Con los italianos, no. Nosotros decíamos: “Italianska mangia macarrone”. Con los rusos no había problemas. Nos entendíamos, y ellos te repetían hasta que entendías. Papa se dice Kartofell. Ya llevábamos un año de prisioneros cuando con otros cuatro prigioneri decidimos fugarnos. No sabíamos nada del armisticio. No sabíamos que Italia ya no estaba más con Alemania y con Japón. Por eso nos fuimos otra vez donde estaban los alemanes y resulta que cuando llegamos nos agarran de prisioneros. Esta vez los alemanes.

III

Como venían perdiendo nos llevaron siempre adelante, a Bélgica, Holanda… Como había nieve y los carros armados se empantanaban en medio del fango y se hundían, nosotros teníamos que agarrar con la soga al hombro y sacarlos. Así fuimos llegando hasta Alemania. Primero nos llevaron al campo de svistamento. Ahí lo que les interesaba era saber qué oficio tenías. Yo trabajaba de muratore, hacía todo tipo de trabajo de albañilería. Me mandaron a Lippstadt a trabajar de muratore. Éramos diez muratori italianos que trabajábamos en un campo en el que había como setenta mil personas. Era cerca de Holanda. Había una fábrica tan grande que parecía un estadio. Ahí se producían cañones, metrallas, aeroplanos, todo tipo de armamento. También se hacían barracas para los prisioneros que venían… los cosos, los judíos, porque venían muchos judíos.

A los judíos los alemanes no los pasaban, les tenían mucha bronca.

Cuando venía el bombardeo, mandaban a todos los prisioneros al refugio, pero a nosotros que éramos italianos y a los cosos no nos dejaban entrar en los refugios. Cuando caían las bombas de acá te tirabas allá, de allá te tirabas adentro del pozo; salías de un pozo, te mandabas en otro pozo. Era toda una zona de minas de carbón. Los norteamericanos tiraban bombas arriba de los carbones y cuando se prendía fuego eso parecía un infierno. Se dormía adentro de las barracas, las barracas eran los galpones. Tirábamos un poco de paja al suelo. Se dormía ahí. Todos los días morían siete, ocho. A la mattina cuando venían los alemanes a despertarte, si íbamos a trabajar a las seis, a las cuatro de la mañana ya te levantaban con la culata del fusil. Te empezaban a dar culatazos y te levantaban. Cuando llegamos teníamos toda la ropa del uniforme militar. Los alemanes nos la sacaron, nos sacaron los zapatos. Nos dieron una ropa de fachina, que era una ropa así nomás.

IV

De comida te daban un litro de agua de verdura. Ellos lo llamaban chucrut, pero no era chucrut. Era toda verdura podrida. Cuando encontrabas un yuyito parecía que habías encontrado oro. Daban ochocientos gramos de pan para veinte personas. Te lo daban entero al pan, y nosotros teníamos que cortarlo. Teníamos un alambre: un pedacito de pan a un lado, un pedacito de pan al otro. Cuando cortábamos el pan la miguita que estaba arriba de la tabla hoy te toca a vos, mañana me toca a mi… la miguita del pan.

Cuando venían los bombardeos, los alemanes se refugiaban, y nosotros nos íbamos a buscar la cáscara de papa en la basura.

Pero si te encontraban una cáscara de papa te daban una paliza. Había una mesa así como ésta. El jefe estaba sentado ahí. Te ata las dos manos y te dan con un nervio relleno de plomo. Te daban de un lado y después del otro. El jefe decía: “Dale quince nerviasos”. Cada golpe que te daban tenías que contarlo; si no lo contabas empezaban de nuevo.

V

Yo, como había trabajado de albañil, estaba casi siempre adentro de la fábrica. Me había especializado en arreglar los hornos de ladrillos. A mi me mandaban a repararlos apenas apagaban el horno, con una temperatura de cincuenta o sesenta grados. Cuando salía de ahí parecía un pollito, todo amuchado, todo transpirado. Los jefes me querían mucho porque a mi si me pegaban no lloraba. Me respetaban por eso. Un día estábamos con otro muratore italiano haciendo un galpón de trece, catorce pisos de alto, y el otro se puso a llorar en el andamio. Estaba al lado mío.

Entonces un alemán me dijo: Decile que se calle.

Que se calle.

Yo le dije: Callate. Callate che.

En lugar de eso empezó a llorar más.

Entonces otro alemán me dijo: Agarralo y tiralo abajo.

Yo dije: Cómo voy a tirarlo.

Si no lo tirás vos, te tiramos nosotros a vos, me dijo el alemán.

Estábamos en el andamio haciendo un galpón de doce metros de altura.

Bueno: tuve que agarrarlo, abuchar, y tirarlo al suelo.

Cuando cayó al suelo quedó con los fierros clavados por todos lados.

Murió al instante.

Un paisano mío.

Ese es el que más me dolió que yo tuve que matar.

VI

La esposa de Tommaso prende el viejo ventilador de pie. Sus hélices se aceleran. Las fotos que están sobre la mesa se remueven. Algunas caen al suelo. Tommaso estira un brazo. Todavía fuerte y levanta una foto. Una postal de su pueblo. Su mano velluda de dedos anchos sostiene la foto con delicadeza.

La bronca más grande era con los curas. El regimiento tenía capellanes. Cuando estábamos en el campo de concentramento venían los capellanes con las chicas, con las mujeres, y se divertían con nosotros como cuando vos vas a ver los monos en un parque. Ellos agarraban los pedacitos de panes y nos lo tiraban. Eso hacían los curas.

VII

Yo trabajaba adentro del horno, en la fábrica. Ahí estaban los ingenieros y los jefes; ellos ven que yo tenía voluntad de trabajar, paciencia, y que hacía las cosas bien. Por eso cuando salía de reparar los hornos y estaba todo mojado, me daban el permiso de ir a secarme cerca de los hornos encendidos.

Esa vez vino otro jefe, de otro lado, y vio que yo me estaba secando. Entonce me agarra de las orejas y empieza a darme una paliza de la gran siete.

Claro, yo tenía el permiso del jefe mío, así que me doy vuelta, le doy un puñete y le rompo dos o tres dientes. Cuando hice eso enseguida viene la policía militar, me ponen una soga al cuello, me llevan por toda la fábrica, con todo escrito en un cartel lo que había hecho, que había pegado a un alemán. Luego me meten adentro de un camión y me llevan a otro campamento: el campamento de Buchenwalde.

VIII

Cuando le pegué al alemán me llevaron hasta la otra fábrica que era Buchenwald: ahí era destrucción y muerte. Estaban esos camiones grandes, todos cerrados, y metían cuarenta, cincuenta, sesenta ahí adentro. Te abrían el motor y con el gas del motor te asfixiaban. Cuando los sacaban estaban todos muertos. Te agarraban a vos que estabas vivo y te hacían hacer una zanja. Enterrabas a todos adentro. Todos los días hacían eso.

En Buchenwald estuve un mes.

Ese tiempo era ver morir, morir y morir, no era otra cosa que morir y morir. Te acostabas hoy, mañana ya estabas muerto. No sabías cuándo te tocaba a vos. Ahí estaba el coso de gas. No sólo arriba de los camiones estaban los hornos de gas. Era una pieza de siete, ocho metros de largo, por cuatro, cinco de ancho. Estaba el caño de gas de un lado y te mandaban adentro. Abrían el gas, estabas una hora esperando y luego estaban todos muertos. Ninguno se salvaba. Ahí lo que me salvó de la muerte fue un alemán, un jefe mío, vino ahí y dijo que yo era un obrero especializado, que cuando tuve el incidente él me había mandado a secarme en el horno de fundición y que no había sido por cuenta mía. Les dijo todas esas cosas y así me salvaron.

IX

Cuando estaban llegando los norteamericanos, los alemanes vinieron a las fábricas y nos llevaron a todos caminando veinte kilómetros por un bosque. Estábamos todos los prisioneros juntos, italianos, polacos, belgas, holandeses, todos en mitad del bosque. Era en primavera. De noche nos volvían a sacar del bosque para trabajar en el ferrocarril, mientras estábamos arreglando las vías por las cuales iban a pasar los trenes alemanes; venían los norteamericanos otra vez a bombardear el ferrocarril. En uno de esos bombardeos. Me quedé dormido en lo oscuro de la noche. Cuando me desperté al alba me di cuenta que estaba abrazado a un muerto. Resulta que estábamos en un antiguo cementerio y cuando las bombas cayeron salieron todos los huesos para todos lados. Es una cosa que ahora, bueno, ya pasó, pero en ese momento… ¿Vos sabés lo que es encontrarte abrazado con un muerto?

La primera vez que me encontré con un soldado americano el tipo era un negro altísimo, un oficial que, como Italia había estado en África, hablaba un poco de italiano. Nosotros le dijimos que éramos prigioneri y nos sacamos toda la ropa y ahí nos llevaron. Entonces vinieron los negros africanos, que eran norteamericanos o ingleses y los mandaban adelante, de carne de cañón, junto con los escoceses.

Entré en junio al hospital y salí el 26 de agosto. Ya había terminado la guerra. Entonces me fui a vivir a la casa de una mujer alemana. El marido era prigioneri. Era piloto de avión. La señora tenía un chico. Fueron unos meses muy felices. Estábamos en un pequeño pueblo cerca de Lippstadt. En la misma ciudad donde quedaba el campo; yo conocía bien todo el ambiente. Pero cuando volvió el marido yo me fui a la estación de trenes. Ahí justo pasó una tradutta, un tren, cargado todo de prigioneri. Cuando entramos en Italia nos preguntaron dónde habíamos estado y después nos dieron de comer.

Me fui al pueblo mío. Por mi pueblo había pasado la guerra, estaban todos los campos minados. De la estación al pueblo había tres kilómetros. Al lado del camino había unas viñas y yo tenía una sed que no aguantaba más. Quería un poquito de uva. Cuando estoy por cruzar el alambrado para agarrar un poquito de uva un señor me empezó a gritar de lejos. Y yo digo: “Qué mierda, por un poquito de uva, tanto lío, cómo cambió la gente con la guerra”. Pero el otro se acerco y me dijo que el campo estaba lleno de minas. Me salvé otra vez. Un pie ya había pasado del otro lado del alambrado, pero como el señor me gritaba me quedé con un pie afuera. Unos días después vino otro soldado y murió ahí mismo cuando fue a juntar un poco de uva.

Mi casa no existía más, el bombardamento la había destruido. Yo tenía una esposa y un chico. El chico murió y la señora se salvó. Cuando llegué no había nadie ahí. Me quería ir de vuelta otra vez a Alemania. Entonces apareció un sobrino mío y me dice: No, tío, tu familia está bien, el único que murió fue el chico.

X

Después de lo que había pasado, si estalla otra guerra, que no me toque otra vez. Por eso cuando se abrió la primera inmigración, que la abrió Perón, yo vine. La primera inmigración que se abrió en la Argentina. Me vine acá. Cuando llegamos a embarcarnos y estábamos mostrando los pasaportes había gente de Napoli, Sicilia. Les dabas, por ejemplo, diez mil, veinte mil, y te daban un pasaporte falso. Todos se querían ir de Italia. Cuando llegamos a Buenos Aires nos vinieron a recibir Evita y Perón. Porque Perón había estado en Italia, hablaba el italiano bene. Vino a darnos la bienvenida. Y resulta que arriba del barco había nacido una nena. Entonces Perón y Evita le hicieron de padrinos. Yo les di mi pasaporte al oficial de la Aduana y me mandaron a la reconstrucción de San Juan. Después del terremoto San Juan estaba destruido. Ahí yo tenía que estar dos años, si me gustaba me quedaba, si no me gustaba el Gobierno argentino me tenía que dar la plata para volver a Italia. Pero me gustó y mandé a buscar a la familia. Pero me vine acá a Rosario, donde mi señora tenía un tío que era verdulero. Porque si mi señora venía a San Juan y veía todo destruido, peor que en Italia, se iba querer volver. En cambio acá en Rosario no había habido ni guerra ni terremotos.

XI


Lo que a mi me gustaría es que no haya nunca más guerra. La guerra es una cosa que no tiene piedad, destruye todo aquello que pasa por la vida. Eso es lo que yo querría: que no haya más guerra. Antes cañones, ahora hay armas nucleares; de las armas nucleares no se salva ni la mosca.

XII

Alrededor del campo de concentramento había un tejido de tres metros de alto. Éramos tres que teníamos un poco más de comida, y teníamos un poquito más de fuerza. De noche, los soldados alemanes que cuidaban de prisioneros eran tipos a los que les faltaba un brazo, les faltaba un ojo o una pierna. Estaban heridos, no eran soldados, por eso cuidaban de los prisioneros. Entonces nosotros le habíamos hecho un agujero al tejido de noche y salíamos por ahí. Íbamos a afanar harina, íbamos a afanar trigo. Había un muchacho que trabajaba en la fábrica de cerveza: con él nos íbamos a afanar cebada.

Una noche, cuando veníamos de vuelta con la bolsa arriba del hombro, teníamos todavía que cruzar un puente, porque había un río. No había otro modo de cruzar el río que no fuera por el puente. Y justo cuando vamos a cruzar aparece un soldado alemán. Cuando nos vio se dio cuenta que éramos prigioneri, y el tipo enseguida mete la mano para sacar el revolver y matarnos. Nosotros teníamos una lima que la había hecho en la fábrica, mientras los alemanes no vigilaban.

—¿Para cortar el cerco de alambre?

No, para matar. El alambre lo cortábamos con la tenaza. La lima estaba enterrada bajo tierra. Cuando salíamos de noche la desenterrábamos y me ponía la lima como un puñal. Esa noche, mientras el alemán abría la bolsa del otro muchacho, yo agarro la lima y se la clavo atrás. No dijo ni ah. Lo agarramos y lo tiramos al río y seguimos Si nos descubrían nos mataban a los tres.

Así que maté a un alemán con una lima.

Se la clavé en la espalda y listo.

*Muratore significa albañil, en italiano

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