El barrio de los dioses

El barrio de los dioses

por Marina Damiani

La esposa del futbolista me pide discreción. Todos mis clientes del barrio residencial Le Glorieux se parecen entre sí. Son directos y ofrecen dinero para que oculte información que ocultaría sin necesidad de un soborno y después preguntan cómo está la vida que no llevo, la vida que me inventé para no ser visto como lo que soy. Respondo como quien da una contraseña y después sigo siendo el mismo de siempre. Saben que esa vida es de mentira, yo sé que saben que es de mentira y ellos saben que yo sé que saben. Sin embargo preguntan cómo está la novia que no existe y yo digo que bien, con su madre, por ejemplo, pasando unos días en Italia, en un pueblo a orillas del Mediterráneo.

Entonces estos hombres y estas mujeres e incluso estos niños bestiales asienten en silencio y miran como dioses que no pueden conceder milagros y hablan del peinado que quieren, del color que quieren, del perfil que quieren resaltar y en todo lo que dicen uno descubre que están llenos de Destino. Cuando empiezo a sacar mis peines y tijeras, invariablemente, les cuento algo del afuera, alguna historia sencilla que viví o que observé o que imaginé en las calles de París, cualquier cosa que los confunda y que los obligue a hablar. Entonces dicen, bestialmente, lo que de verdad está pasando, qué necesitaba en el fondo aquella vieja que se arrojó a las vías del metro en la estación Abbesses, qué quería de verdad el adolescente sirio que se encadenó en la Place de L’Alma. 

Para entenderlos hay que olvidar el éxito que tienen con la pelota, las empresas, las películas, la política, las canciones o los libros. Están acá porque son dioses, sencillamente. ¿Que la Metáfora no entró en el siglo? Miren entonces a la mujer del futbolista, que no come y engorda, que come y engorda, que se queda en silencio y engorda, que habla y engorda, que haga lo que haga engorda y engorda como un globo inflado por el payaso del mundo, dice ella, trabajando duramente en construir algo con las poquísimas palabras que tiene, lográndolo con creces, ciertamente, como un loco pobre, como un moribundo analfabeto, como una diosa.

Refuerza la idea: estoy soplada por el payaso del mundo, dice. El futbolista pasea junto a su perro gran danés por los jardines de Le Glorieux. Desde el salón los vemos caminar entre los robles y parece que ese hombre de dos metros está reflexionando. Pero la reflexión de los dioses es un invento de las personas. El futbolista llega hasta la pileta y mira su reflejo en el agua. O quizá mire algo en el fondo o la hoja podrida de un roble. O tal vez no mire nada y su mente esté poblada de sombras. Ella sigue:

—El problema fue llegar a China sin que nadie se entere. Sin que nadie me vea.

—Por dios, querida, ¿a China?

Sonríe. El futbolista y el gran danés entran en la casa. Él se deja caer en el sillón, como si estuviera muy cansado, como si estuviera muerto, y el perro se acomoda a sus pies; está excitado y la cabeza de su gran pene danés parece la nariz roja y redonda de un payaso. Se frota en la pierna del futbolista, una larga y gruesa pierna asegurada en cincuenta millones de euros, pero él no hace nada, no se da cuenta, está metido en la luz de su celular y nada del mundo puede sacarlo de ahí. El perro lo hace lentamente, como si quisiera que el hombre no lo descubra. Tal vez él lo sabe y lo desea; tal vez todo sea correspondido, a la manera en que se corresponden los animales y los dioses. 

El gran danés, que se llama Búfalo, va y viene sobre la pierna izquierda, restregando la húmeda y caliente nariz de un payaso que probablemente sea el payaso del mundo, ese que sopla y sopla el cuerpo de la mujer que sigue hablando de la clínica a la que fue en China, del serio y amarillo doctor que le dijo que nunca había visto un caso semejante, una forma tan severa de una enfermedad tan extraña, dijo el chino ante la mujer inflada como un globo, asombrado pero sin el entusiasmo que ella esperaba encontrar en un científico ante un ejemplar tan especial como yo, dice ella, mirándome en el reflejo del espejo:

—Nunca se entusiasman los chinos. A dónde tendrán la sangre esos chinos. Qué cosa.

—Es otra cultura —le digo, trabajando en un nuevo remolino de su nuca y mirando de reojo el espejo, en donde el Búfalo sigue haciendo el amor. Ella se mira a sí misma, aplaude dos veces, plaf plaf, y se enciende una luz muy blanca.

—Se había hecho de noche —dice, conjugando los verbos como sólo un dios muy confundido puede conjugarlos. Todavía hay una luz débil de un sol que persiste sobre las fuertes murallas de Le Glorieux. Todavía el emir de Qatar y los raperos puertorriqueños toman lo que sea que están tomando junto a las canchas de pádel. Todavía la escritora norteamericana lee Le Monde en la terraza del bar. Todavía el hermoso y marmóreo primer ministro polaco nada en la pileta. Pero aquí se había hecho de noche, plaf plaf, luz y el gran danés que se detiene por un segundo, temeroso de que la dueña de su pierna lo haya descubierto, y después prosigue.

Ella nunca hace preguntas. Sin embargo quiere saber cosas y entonces asegura:

—Algún día quisiera saber por qué me aparecen tantos remolinos.

No lo hablamos, pero está empezando a perder pelo, y todo indica que en poco tiempo deberá empezar a usar una peluca. Erik sostiene que estoy en la obligación de hacérselo saber, que tengo que estar atento a su reacción, tomar nota de su gesto, pero Erik es un moralista, un catedrático moralista de la Sorbona que sólo conoce a los dioses a través de libros. Para él los dioses están muertos, tan muertos como la piedra, tan muertos como las estrellas, tan muertos como el futuro muerto, dice Erik, que también, a veces, es un poeta.

De pronto un agudo gemido de mujer y después las graves risas del mejor futbolista del planeta: jó, jó, se apura, absorto en la luz del teléfono, y mira rápidamente hacia donde estamos nosotras. Explica algo, pero no lo entiendo. Sólo su mujer parece comprender su lengua. Lo justifica:

—Se la pasan mandando pornografía.

—Un segundo más, ay este bucle, qué hermoso —digo—; y ahora sí, vualá.

—Vualá —repite ella, desde muy lejos.

Llegan a la sala los golpes de su hijo, que mata el tiempo con sus criadas en el segundo piso. Ese chico nunca habla, excepto en mis sueños y en algunas de mis pesadillas. ¿Qué hizo ahora el horrible diablo?, me preguntó Erik, que le teme a los niños, una noche en la que desperté gritando. Soñé que lo comía, soñé que mi padre lo asaba y me servía su mano. Ay tu padre, dijo Erik en duermevela, ay tu padre y los asados y todo ese campo que lo envuelve. Y luego cerró los ojos para dormir definitivamente y la noche quedó sola para mí y el sonido de los barrenderos del barrio latino y el sabor dulce de la mano asada del pequeño dios se transformaron en mi propio campo, del que quiero escapar, del que quiero que Erik vuelva a salvarme.

—Recitame ese poema, por favor, el poema del hombre que sienta a la belleza sobre sus piernas…

Pero él ya roncaba el pesado ronquido de la cátedra, de las ideas que sostiene en la cátedra y en los pappers y en los simposios y en su pequeño estudio de nuestro piso de la rue Saint-Jacques al que acuden a toda hora jovencitos y jovencitas, en su mayoría jovencitos, que vienen a escucharlo hablar sobre la lenta muerte de los maestros, sobre la extrema vejez de los maestros que se aferran a la vida a fuerza de químicos o recuerdos para morir, cuando no dan más, a los pies de algún monumento construido por ellos mismos.

El futbolista se sienta en la silla que desocupó su esposa. Es tan alto que su nuca me llega al mentón. Sigue en la luz de su celular, mirando goles que le hizo a un equipo de africanos vestidos de naranja. Quiere que remarque otra vez la línea que tracé a lo largo de sus sienes. Y un poco de color, dice ella. Okey, darling, y la maquinita empieza a zumbar y el perro Búfalo viene a hociquearme los tobillos y el pequeño dios entra en la sala como una pelota pateada por su padre, ululando y perseguido por dos hermosas y agitadas jóvenes que tienen las mejillas coloradas.

Y el niño quiere subirse al lomo del perro que sigue hociqueándome los tobillos, y las criadas quieren sacarlo de ahí, y la mujer del futbolista quiere decirles algo, y todo sucede a las puertas de mi culo y una canción que cantaba mi madre a sus alumnos del jardín de infantes sobre una chiva que no quiere salir de ahí viene a mi cabeza.

Pero yo no canto, soy un profesional y mi mano no tiembla y ahí está la línea, perfecta, le digo al futbolista que ahora juega a un juego en donde hay una caricatura de sí mismo que esquiva meteoritos. A mi espalda la fila de animales, dioses y lacayos, sigue tensando los hilos que los unen hasta que la inflada diosa madre aplaude dos veces, plaf plaf, y las luces se hacen todavía más blancas y después bufa y se aleja por fin, soltando la red, que se desploma a mis pies: Búfalo corre hacia el jardín, el niño cae al suelo, las criadas lo recogen y se lo llevan y ella, la mujer inflada, me mira en el espejo:

—Ahora el color —dice—, no te olvides del color.

Definitivamente se había hecho de noche. En la terraza del bar, a la luz de las lámparas, la escritora norteamericana conversa con el primer ministro polaco, un negacionista, según Erik, un judío nazi que deberíamos guillotinar en cualquier esquina. El emir qatarí y los raperos dejaron la fuente. Si fuera por Erik también deberíamos guillotinar al emir y a los raperos puertorriqueños. O tal vez los raperos puertorriqueños tendrían que guillotinar al emir y después pasar el resto de sus vidas en la Île du Diable. Dice ese tipo de cosas, Erik, cuando sale de su estudio y se sienta en el balcón a tomar vino en compañía de sus jóvenes y generalmente pálidos alumnos que nunca le llevan la contraria. Después les habla, con la falsa cercanía de quien cuenta un sueño, de los indios de Santiago del Estero, del ferrocarril que se clavó en nuestro mapa como un cuchillo, del pueblo en los que todos tienen sed y de mi padre, indio y sediento, y entonces sus alumnos miran para adentro, intentando ver un ejemplar de otra especie, y se reencuentran con mi imagen, con la fisonomía del rubio coiffeur de los dioses, y Erik explica:

—Su madre era alemana.

Le doy amarillo a un mechón de la frente de este dios joven y cansado. Guardó su celular en el bolsillo y ahora mueve el pulgar en el aire. Su esposa nos mira; ya guardó su identidad detrás de su gesto y ahora mueve la cabeza en el aire. Mientras guardo mis peines y tijeras en el estuche tengo la certeza de que se quedarán en silencio, suspendidos, hasta que yo regrese. Exactamente como le sucede a Erik con los dioses que siempre o casi siempre lo esperan en sus libros, esos dioses que no están vivos ni muertos, que se hunden pero no se ahogan, esos dioses que permanecen en el fondo, encerrados en el fondo de cada cosa y de cada palabra a la que no pueden acercarse.

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