Grieta de tiempo en la pared del día

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Fotograma de Hugo (Scorsese)

Resulta más digerible la eternidad que un millón de años, porque la eternidad no acontecerá jamás y un millón de años tienen fecha de vencimiento

Por Mariano Mussi

Hace poco mi hijo León, de seis años, me preguntó la razón por la cual llamamos como llamamos a los días de la semana. Intuí, creo que bien, que no se refería a quiénes eran honrados por esos nombres: la Luna, el Sol, Marte, Júpiter, Venus. La pregunta iba más por el sentido completo de esa sucesión redonda y recurrente de siete nombres insólitos. León lidiaba con la idea de un tiempo que se repetía.

Los niños y las niñas tienen una peculiar manera de percibir el tiempo. En ocasiones suelen ser impacientes y tienen razón en serlo. Mucha razón. Me permito sugerir que, antes de tildar de impaciente a un niño o una niña, consideren la proporcionalidad temporal. Es, tal vez, la manera más sencilla de entender que el tiempo no transcurre igual para todos: para un niño o niña de seis años, un mes es el 1,36 % de su vida, mientras que para un adulto de cuarenta es apenas el 0,2 %. A tiempo adulto, el niño de seis que espere su cumpleaños el próximo mes, esperará, subjetivamente, medio año.

Pero creo que la impaciencia de las infancias tiene más que ver con la temporalidad. De manera general, la temporalidad es el tiempo hecho cultura. Desde chiquitos aprendemos lo que la temporalidad de nuestra cultura significa. La temporalidad produce signos, es decir: señala algo. Y una de las cosas que señala es la repetición. Sobre eso me preguntaba León: ¿Por qué hay lunes y martes y miércoles? Uno de los perfiles de la temporalidad es este carácter cíclico. Es cierto que el fundamento de la repetición viene de la mano de fenómenos bien concretos, independientes de la cultura, como el ritmo circadiano o el ciclo de las estaciones. Pero también es cierto que las experiencias con eventos planetarios tienen distintas escalas temporales. Lo que el común de nosotros percibe es el fluir de los eventos más cotidianos. El frío del invierno y el sopor del verano se repiten en nuestra experiencia una y otra vez, idénticos dentro de lo que podemos percibir. Sólo nosotros parecemos cambiar. Y en eso que cambiamos encontramos una pista que nos sugiere que tal vez, en algún momento, no haya un próximo lunes para nadie.

¿Cuál es la pista? En algún sentido puede ser la certeza de nuestra fecha de caducidad individual. Los seres humanos sabemos que vamos a morir. Pero el asunto no queda sólo ahí. Los fenómenos planetarios que percibimos todos los días también cambian. Los continentes se mueven a velocidades de hasta 10 centímetros por año. La Luna se aleja de la Tierra. Hoy, el satélite está 18 veces más lejos que cuando se formó, hace 4.500 millones de años. Desde la perspectiva (¿la experiencia cotidiana?) de la Luna o de los continentes, nuestra existencia es una película en cámara ultrarrápida. Es lo que ocurre en el fondo de la historieta de Tom Gauld, “conversación entre dos rocas”:

–Hola. –Hola. / –¿Hace mucho tiempo que estas acá? –Un ratito. / –No es un mal lugar. –Nop. / –Fue bueno hablar con vos. –También con vos. / –Nos vemos. –Cuidate.

Visto con atención, el chiste es terrorífico. Los ciclos del tiempo, los días, meses y años, no son para siempre. Al menos una parte de los seres humanos se da cuenta de eso y uno hace, justamente, un chiste. Porque es casi seguro que el historietista no transcurre su día a día pensando en el fin. Tiene una agenda, real o mental, de lo que hará durante el día, o la semana, o el mes que viene. Casi todos tenemos una agenda que se extiende por un período de tiempo en el futuro. Proyectamos a un mes, un año, diez. Cuanto más adelante intentamos prever menos nítidas son las imágenes de ese futuro aunque, siempre, parte de lo mismo que se repite. Los ciclos del tiempo son los ciclos del dinero, el trabajo, la cultura, la historia. Eso es lo mismo que se repite billete tras billete, dato tras dato, mientras las rocas tienen su conversación milenaria.

Supongamos que todos y todas tenemos al menos dos posturas ante el tiempo: por un lado esa agenda de la que hablamos (la agenda de la cultura, la que tiende a repetirse, o más bien reiniciarse, ciclo tras ciclo); y por otro lado sus futurizaciones (1), los modos en que cada uno se imagina a sí mismo en el futuro y, también, el tipo de futuro que imagina en el más remoto de los porvenires. El futuro de cada uno de nosotros como especie o, mejor, como comunidad. Y esto es importante: futurizar no es levantar un dedo y declarar “pensemos en las generaciones que vienen”, sino reconocer los momentos en que concretamente, en cada uno de nosotros, surge ese pensamiento. Tampoco es reflexionar sobre “las generaciones futuras” así, sin más. No me refiero a un “futuro” sin precisiones, sino a uno bien concreto: las generaciones que vengan dentro de 100 ó 200 años. O 50.000 años. Es posible que esto produzca una sonrisa en el lector o la lectora, nos resulta más sencillo pensar en la “eternidad” que en un número preciso de años. Tal vez sea una artimaña de la cultura para poder recibir dentro de sus ciclos cerrados la pesada pregunta por lo que vendrá. Al tiempo cotidiano le resulta más digerible “la eternidad” que un millón de años, porque la eternidad no acontecerá jamás y un millón de años tienen fecha de vencimiento.

La temporalidad –el tiempo hecho cultura– se opone, en parte, a las futurizaciones. La agenda del día a día ordena el tiempo en repeticiones de lo mismo mientras niega la posibilidad de transformación radical. Todo se repetirá del mismo modo, del modo en que son las cosas, hasta que un asteroide acabe con la vida en el planeta o las convulsiones del cambio climático nos barran con un maremoto. Medimos el tiempo compelidos por la urgencia: el trabajo, el salario, la crianza, la dura lucha contra las más miserables de las existencias, como transitar una noche con 40°C debajo de un techo de chapa. Como irse a dormir con hambre. Lo mismo que se repite, adivinará quien lea, son las relaciones de poder. Para quien vive del trabajo de los otros, ningún futuro alternativo le interesa.

Sin embargo, es desde la cultura del tiempo repetido donde son posibles las futurizaciones. Se imagina un futuro desde figuras, vectores, flujos de posibilidades que cada uno de nosotros percibe habitando la agenda de lo cotidiano. Es en ese cotidiano donde las tecnologías de la información y la comunicación juegan un papel central. Como si la capacidad tecnológica humana apuntase a una mirada más amplia y compleja sobre el tiempo, en la medida en que más amplia y compleja se presenta la red de relaciones en el mundo. Con un smartphone, casi todos lo sabemos, podemos acceder no sólo a información sino a percepciones sobre lo que ocurre en casi todo el planeta. Y sostengo “percepciones” porque detrás de cada producción audiovisual hay otros y otras manipulando cámaras y editando: creando subjetividad. De pronto vemos un video sobre cómo se produce la salchicha que estamos comiendo. Dos años de sequía en la pampa húmeda. Una pandemia. Una laguna que desaparece. Hablar del calor que hace es nombrar tácitamente la quema del Amazonas. La red de relaciones que percibimos –y su temporalidad anticíclica– se cuela en la charla cotidiana. Las imágenes nos llegan de las decenas de videos que vemos. Y no sabemos, ni siquiera se nos ocurre pensar si eso ocurrió un lunes, un miércoles o un domingo.

El tiempo cotidiano crepita. Entre lunes y lunes, la selva amazónica pierde 154 km². Caemos en cuenta, entonces, de que no hay nada que se parezca a un reseteo del tiempo, no hay ninguna promesa de un “para siempre”. Cuando vemos el río Paraná seco, con sus islas en llamas, vemos el tiempo en la escala de los acontecimientos planetarios, esa red de relaciones de la que, cuanto más sabemos, más extraña nos parece. Nuestro hogar es una explosión nuclear en cámara lenta.

Voy a detenerme en este punto: el momento en que, en cada uno de nosotros, se hace patente la posibilidad de que no haya un próximo lunes. Eso no nos ocurre en un estado de meditación. Nos pasa mientras cumplimos con la agenda de la repetición. Vemos el incendio cuando vamos a trabajar, pensando en las cuentas y la comida de los chicos y los días que faltan para las vacaciones, si tenemos la suerte de poder pensar en esto último. Es realmente difícil manejar el conflicto entre la premura del día a día y nuestro destino como comunidad. La perspectiva de futuro, desde casi todos los pronósticos de la ciencia, es bastante oscura. No sabemos qué hacer. ¿Es posible volver a la repetición sin que quede ningún sufrimiento? ¿Se puede, como los personajes de Orwell en 1984, olvidar y olvidar que se ha olvidado?

No sabemos qué hacer, pero sí hacemos algo positivamente: sentimos. Nos sacuden las emociones. “Lo peor les pasará a mis hijos. No: a los hijos de mis hijos. Les pasará a mis nietos.” Tememos. Se sacuden nuestros valores. ¿De qué vale cualquier cosa en un mundo que se cae a pedazos? Afortunadamente el pensamiento es discontinuo y pasamos a otra cosa. Se afloja el nudo en la garganta. El tiempo se resetea. El miedo, la tristeza y la soledad no tienen buena reputación. No son estados deseables, claramente, pero eso no significa que no tengan algo importante para decir, algo que tal vez debamos aprender de estas emociones. Me aventuro a sugerir que tal vez la clave no consista en expulsarlas de nuestras experiencias sino en todo lo contrario, en hacerlas presentes. Hablar de la tristeza, el miedo y la soledad que sentimos cuando vemos arder las islas; que sentirnos así no sea algo reprobable. Nuestra tristeza es importante. No es ninguna chiquillada, o es precisamente eso: una enseñanza de las infancias.

La intimidad radical que implica hablar de lo que sentimos es un buen comienzo si aceptamos que nadie sabe de manera absoluta qué hacer. Tampoco creo que haya una sola respuesta: soy vegetariano, pero esto no se trata de convencer a nadie de que no como animales. Se trata, a mi entender, de hacer posibles otras experiencias. Si lo que sentimos es importante, entonces podremos dedicarle algún tiempo. Hay algunas pistas y ninguna receta.

Morton, activista y crítico literario norteamericano, propone al arte como un modo de pensar más allá del tiempo cotidiano. No se trata de panfletos sobre pingüinos, sino de representarnos a nosotros mismos en y como parte de ese entramado de red tan contradictorio, inesperado y sorprendente. El poema, pero también la tinta del poema, la hoja, la luz del sol que la ilumina, la silla plástica sobre la que reposa quien lee: el poema es parte del mundo, trae una parte de la tierra al lenguaje. El arte abre posibilidades múltiples y diversas que impactan en nuestro tránsito cíclico: una cantante lírica entona un aria en la calle, a hora pico, y decenas de personas se detienen y callan. Están en otro mundo de posibilidades, fuera de la recurrencia. Tal vez sepan que ese momento no volverá, que es posible que escuchen esa aria otra vez pero que nunca les impactará de la misma manera. La agenda cotidiana se fractura y gotea música.

La ciencia es otra buena manera de elaborar lo que sentimos. No me refiero a la ciencia académica, esa entidad encarnada por científicos profesionales en sus laboratorios y universidades que no requiere, en ocasiones, más que del prestigio de su autoridad para afirmar lo que afirman. Me refiero a un modo del pensamiento humano, posible y accesible para todos y todas que, ante la ansiedad de lo desconocido, es capaz de generar preguntas (hipótesis), imaginar modos de probar lo que se afirma (método) y desplegar explicaciones (teoría). Un modo del pensamiento que parte de la emoción –la ansiedad ante las islas en llamas– para desplegar preguntas –¿por qué se incendian?– métodos –¿cómo puedo estar seguro de que realmente se incendian por el cambio climático y la actividad ganadera?– y teoría –la actividad agroexportadora es la responsable de la quema–. Elaborar conocimiento no es una tarea que resulte necesariamente aliviadora: la ciencia puede revelarnos una realidad compleja e inesperada. De hecho, cada revelación científica hace un poco más extraño y misterioso al objeto de su investigación. Cuanto más sabemos, más descubrimos que no hay una sola respuesta. Al mismo tiempo, proponer una explicación probada científicamente nos posiciona ante un deber: ¿Puedo no hacer nada con esto que sé? El pensamiento científico nos responsabiliza, nos separa de la dimensión cotidiana y nos permite vislumbrar lo que puede estar esperándonos. Al contrario de lo que comúnmente se cree, la ciencia es de raíz emocional, parte de experiencias subjetivas; la pregunta y la explicación científica son inseparables de la experiencia concreta de quien las elabora.

Podría responderle a León: los días de la semana son útiles para organizar nuestras tareas más comunes pero, realmente, no existen. Si pensamos en los otros, y los otros y otras que vendrán, y los que vendrán después, la experiencia cotidiana del tiempo es una trampa. Oculta los verdaderos peligros que penden de un hilo sobre nuestras cabezas, peligros que son difíciles de ver porque movilizan nuestros miedos y ansiedades, nos llevan a territorios inseguros o, mejor dicho, nos muestran que la seguridad cotidiana es tremendamente precaria. Ese temor se reproduce en políticas que hacen a un lado la pregunta por el futuro para centrar la acción en el terreno de lo cotidiano. Una montaña de litio es una extraordinaria posibilidad de generar divisas, ingresos que inclusive pueden ser distribuidos con justicia, pero que dejarán a toda una provincia sin agua en unos pocos años. Lo mismo ocurre con los monocultivos. Un rulo de ironía donde generar divisas garantiza acabar con el hambre en un territorio donde es cada vez más difícil cultivar una hortaliza. El capitalismo, afirma Heller, invierte medio y fines. Pero: ¿qué política a futuro es posible si nos es tan difícil lidiar con el miedo?

No se trata, como sarcásticamente lo propuso un dirigente de derecha, de vivir la incertidumbre. No hay tal incertidumbre: los fenómenos planetarios son cada vez más intensos y masivos. Se trata en parte de valorizar lo que sentimos, hacer real la congoja y el miedo, compartirlo con los otros y comprender que son sentimientos valiosos. Desde ese lugar de valorización a la acción hay un paso.

Parafraseo: si usted es capaz de sentir en su propia carne el sufrimiento de los otros y el temor por nuestro futuro, usted es mi hermano, mi hermana. Usted ya es un revolucionario.

  1. Para un estudio de los conceptos de “futuridad”, “futurización” y “futurabilidad” ver Gatto, Ezequiel. Futuridades. Ed Casagrande. 2010.
  2. Thimoty Morton, Hiperobjetos. Harvard Uniersity Press, 2010.
  3. Agnes Heller, Teoría de las necesidades en Marx.

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