Mimo y a la olla

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Inauguración. A Jorge Llonch lo acompañó su esposa, la vicegobernadora Rodenas. Foto: Santa Fe Cultura

La muestra «Guiso de Artistas», en Ciudad Lavardén, ofrece a quien se anime a visitarla la posibilidad de acceder a «la carne y la sangre» de no sabemos qué.

Por Andrés Maguna

No sé si estuve en un panteón o en un parnaso. Me resulta muy difícil, si no imposible, desambiguar conceptos y desambiguarme. Sé que no lo soñé, pero no puedo asegurar que fuera una experiencia real. En todo caso, algo se quebró en mi psique y las partes se rompieron. Tal vez ya no tenga arreglo. Me siento como el gato de Schrödinger y no sabré si estoy vivo o muerto hasta que alguien abra la caja. ¿Cómo llegué a esto? Trataré de explicármelo mientras aún me encuentro en la oscuridad de la paradoja cuántica.

Para empezar, datos concretos: el jueves pasado, 14 de julio de este año, 2022, visité la muestra Guiso de Artistas que se montó (inaugurada el martes 12) en la Sala de las Miradas de Ciudad Lavardén, ex Plataforma Lavardén, ex Sala Lavardén, ex Sala Evita, y apenas entrar me saltaron a la vista diez enormes fotos, cinco sobre cinco, rostros en primer plano, alineadas sobre un panel de dos por cuatro metros.

Son las caras de personas que conozco o conocí, y pude comprobar sus nombres porque están señalados al pie, seguidos de un entreparéntesis que define la o las ramas del arte a las que se dedicó o dedica dicha persona. Por ejemplo: Fulano de Tal (escritor, músico, tramoyista, compositor y dibujante). Debajo un entrecomillado con una cita, supuestamente textual, de algo dicho o escrito por esa persona convertida, por el simple pase mágico de la fijación de su imagen y algunas de sus palabras, en personaje. Y nada más. Ni lugar ni fecha de nacimiento, o si está viva o no.

Cuando me acerco para leer los textos se pierden los contornos del rostro retratado, porque las fotos fueron impresas con una técnica, artística, de ampliación de pixelado con círculos, y al alejarme para captar bien la cara ya no puedo leer los textos, así que debo alejarme un par de metros para entender de quién se trata (a quien se retrata), y acercarme a treinta centímetros para leer a quien se nombra y se cita.

Así, acercándome y alejándome de ese primer panel, me asomo al resto del salón y me asombro de la inmensidad del espacio cuyas paredes y columnas están cubiertas de multiplicados paneles con sus dos hileras de fotografías: algunos tienen cuatro, otros ocho, otros diez, doce, veinte. Trato de hacer un cálculo, deben ser unas 300 fotografías, o más.

Empiezo el recorrido. Me decido por una técnica: elijo un grupo de un panel y primero me acerco y leo los nombres uno por uno, luego me alejo y miro los rostros, también uno por uno. Va todo bien hasta que luego de leer cuarenta, cincuenta nombres, para luego asociarlos con las caras, se me despierta la curiosidad por ver cómo fue definida determinada persona entre los paréntesis, por lo que debo acercarme otra vez, y a poco de este agregado de movimientos a mi técnica me dan ganas, en casos puntuales, de saber lo que expresa la cita entre comillas, sobre qué tema, o si es una opinión o una soberana estupidez. Entonces caigo por el vórtice de una primera vorágine mental, roto el dique que contenía y ordenaba el flujo de mis saberes y experiencias en correspondencia con ciertas realidades de mi historia y mi propiocepción.

Trato de captar, diferenciar cuáles de las moléculas de los componentes del guiso me provocan cierto tipo de alucinaciones, un poco de delirio paranoide, ansiedad, angustia y confusión espacio-temporal. Reflexiono así: desde niño me aficioné al arte y desde entonces (tengo 58) dibujo, pinto, hago esculturas e instalaciones, escribo y me someto a la autocrítica para ensayar la crítica, basándome en el sostenimiento de soportes estructurales de mi propia imaginación y fruto de lecturas, relatos audiovisuales y la asistencia a la infinita y continua puesta en escena de eso que damos en llamar realidad de la vida cotidiana. Digamos existencia.

Por ello puedo, y pueden otros, llamarme artista, o crítico de arte, o cronista, comentarista de arte. De hecho, en diarios, revistas y radios llevé a cabo (o no llevé a ningún lado) cientos de críticas, comentarios, crónicas y entrevistas, en su gran mayoría sobre obras de representación escénica y películas. En especial de la ciudad en la que viví y vivo, esta Rosario de la que se extrajeron, con un misterioso método, los nombres de los integrantes del guiso, pastiche o collage, como quiera definirse la muestra de marras.

Por esto, de cada diez caras, de cada diez nombres, yo reconocía a ocho, por tratarse de amigos, familiares o alguien que conocí por haberlo entrevistado o escrito sobre él, o ella, o sobre su obra. Con cada una de esas ocho caras yo tenía una historia, grande o pequeña, pero historia al fin. Podía elaborar un relato, esbozar una anécdota o dar una referencia basada en algún tipo de acercamiento. Siéndome además inevitable ensayar una multiplicación con los miles de artistas (conocidos o desconocidos para mí) que no fueron distinguidos, o fueron discriminados, en la selección final e impresa. Fue entonces, al tomar conciencia de esto, que me surgió una pregunta: ¿estarían mi foto y mi nombre entre tantos aquellos otros? Apremiado, pero no atribulado, apuré el paso y revisé todas las paredes, todas las columnas, y regresé al punto en el que estaba. No figuraban ni mi cara ni mi nombre. Suspiré aliviado, y me pregunté por qué sentía alivio. Así me di cuenta de que en muchas de mis visiones de cada foto no sabía si determinado artista estaba vivo todavía, a sabiendas de los casos innegables porque me constaban o eran fallecidos célebres, aquellos que viven aún en la memoria de unos cuantos. Por ello cuando quise organizar, clasificar de alguna manera en grupos, tenía: vivos, muertos que viven, vivos que están muertos, e indefinidos, dudosos, o de paradigmático carácter. Esto no me sirvió de referencia para saber quién o qué era yo, en mi función o disfunción, mientras una catarata de recuerdos entremezclados con imaginarios futuros truncados caía sin solución de continuidad a medida que seguía recorriendo la demencial exposición, la muestra que no demuestra lo que muestra, en su exceso inabarcable de sentido y fin.

¿Respondería a la megalomanía de un sector de la sociedad de una ciudad del interior que, con desembozadas ínfulas, se nombra a sí misma como Cuna de Artistas? ¿Pero qué ciudad de millón de habitantes no es cuna de artistas? ¿Cuál habrá sido la semilla de la que nació el emprendimiento de la ardua faena de elaborar una lista odiosa para muchos de los ausentes e incómoda para unos cuantos de los figurantes vivos y en actividad?

Norberto Campos – Fotos Cecilia Véscovo «Señales en la hoguera»

Poco antes de llegar al final de mi recorrido apareció la foto de Norberto Campos (1941-2003), hombre de teatro, y no pude evitar el recuerdo de cuando en 1999 rechazó un premio Magazine denostando a su creador, Carlos Bermejo, hombre de la televisión (su foto también está) que año tras año, antes de cada entrega, repetía que sus premios no significaban mucho, que sólo eran «un mimo, un homenaje a los artistas». (Curiosamente, el ministro de Cultura de Santa Fe, Jorge Llonch, utilizó las mismas palabras que Bermejo para referirse al Guiso de Artistas). El Petiso Campos la tenía clara: no deseaba recibir un mimo a la fuerza, un homenaje por el mero hecho de «ser artista». Y lo dijo claramente en una entrevista que concedió a El Ciudadano:

“En el momento en que más necesitados estamos de gestos concretos, nos ofrecen mimos, nos apoyan con menciones y homenajes. Elogios vacíos de la gente más careta. Parece una joda”.

Llegado al último panel me percato de que estoy ante el “panteón mayor”: Angélica Gorodischer, Liliana Herrero, Niki Nicole, Ethel Koffman, Martha Lozano, Myriam Cubelos, Silvina Garré, Alma Maritano, Cristina Prates, Juan Carlos Baglietto, Roberto Fontanarrosa, Litto Nebbia (¿por qué le habrán puesto doble t?), Alberto Olmedo, Cholo Montironi, Franco Luciani, Adrián Abonizio, Héctor de Benedictis, Reynaldo Sietecase, Néstor Zapata, Enrique Llopis, Chiqui González, Jorge Llonch (sí, el mismísimo titular de la cartera de Cultura provincial), Fito Páez, Clide Tello, Marta Subiela, Carlos Vaccaro, Fabricio Simeoni y el citado Campos. Y ahí pensé que el resto no era un panteón menor, sino un parnaso. Uno y otro arbitrarios antes que azarosos, porque Rosario no es Atenas por más que sus habitantes la sintamos como “el mejor lugar para vivir”.

Antes de llegar a las puertas que dan a la calle, un cartelón (ahora le dicen plotter) exhibe un texto explicativo que concluye diciendo, inexplicablemente: “Por último, decirles que quisimos inaugurar este Guiso de Artistas hace más de un año, pero todos sabemos a qué nos obligaron las circunstancias de la pandemia y la consecuente cuarentena. Porque nunca es tarde, nunca lo será. Y hoy aquí estamos, brindando con todos ustedes.” (Las negritas son del original).

Bueno, así fue como salí a la calle Mendoza buscando aire fresco aunque no fuera de Cuyo, afectado y bajo los efectos del mareo por las resonancias superpuestas y mi maldita sensibilidad, mis manías de recordar y mis delirios de asociar.

Llonch debajo de Llonch y Fito Páez. La rosarinidad megalomaníaca al palo. Foto: Santa Fe Cultura

Al llegar a mi casa, tratando de encontrar alguna respuesta a las preguntas que se me iban acumulando, busqué en Facebook y Google noticias de los medios, posteos de la inauguración, y me hizo pensar mucho (aún lo sigue haciendo) lo que declaró en la ocasión el ministro Llonch, acompañado de su esposa vicegobernadora (ambos lucían, atentos a la ocasión, como auténticos rock stars):

“Acá está la sangre y el cuerpo, como metáfora, de lo que es un trabajo colectivo y cultural de lo que define a Rosario”.

Como metáfora, esas palabras me sonaron a burda misa pagana celebrada por un funcionario que, involuntariamente o no, juega a ironizar burdamente sobre el sacerdocio, como también juega con el dinero de nosotros, los contribuyentes, sus mandantes, para prodigar y prodigarse mimos y honores insulsos.

Pero no quiero levantar el dedo admonitorio, y ya me agoté en el uso de la primera persona. Sólo diré, para ir finalizando, que muy pocos artistas llegan a ser «profetas en su tierra», que la poesía pasa por las personas y nunca es al revés, que las elites y camarillas se arman con listas que fomentan la exclusión, que las voces autorizadas terminan siendo voces autoritarias, que la indiferencia es una de las formas de la censura, que el tiempo vuela a una velocidad inestimable y las cambiantes mareas de la historia nos llevan y nos traen, hagamos lo que hagamos, de aquí para allá, de la visibilidad a la invisibilidad, a todos, los sujetos, artistas o no, en solitario o en colectivos, pertenezcamos o no a la sociedad, cualquier sociedad. Así resulta entendible que haya quienes disfruten de la caricia que los deposita en una olla hirviente, y quienes los feliciten por ello, por haber sido elegidos, con la sana envidia de los que esperan su turno para ser bendecidos, homenajeados, reconocidos y cocinados al fuego crepitante de los aplausos de compromiso.

También se entiende que el guiso no alcance para todos; lo que no se entiende es por qué se ofrece a la vista de quienes nunca podremos degustarlo. Como si nos dijeran: «Seremos felices y comeremos perdices, pero no podremos compartir el festín con ustedes porque no estarán aquí».

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Plural: 5 Comentarios Añadir valoración

  1. Mirta dice:

    Aplausos, no te conocía, te agradezco la nota

  2. brxnxtx dice:

    Que acusen golpe por una nota tan moderada en el tono, teniendo en cuenta todo lo que se podría decir, y tan transparente en su honestidad es otra prueba de que los funcionarios no hacen cultura.

  3. Luciana dice:

    Me encantó, opinó lo mismo… Y no creo que para sentirse *uno artista* necesite la aprobación de gente que no tienen gusto artístico (que no distingan).
    Y el favoritismo no es arte

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