Carta a la hija en momentos de agonía

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Lautaro Lamas encarna a un hombre que sufre por la culpa en Poder hablar, unipersonal escrito y dirigido por Bruna Pradolini. Nueva y grata sorpresa de la cocina chica del teatro nacional

Por Andrés Maguna

El hombre, que está solo y espera la visita de su hija, se llama Storani. Es un tipo de más de cincuenta años y habita un miserable monoambiente. Transcurren los últimos minutos del año y está sentado en la única silla del lugar ante una desvencijada mesita, sobre la que hay, a un costado, una sidra de las baratas sin descorchar y dos viejas copas plásticas mal lavadas.

Al comienzo de la obra, que se titula Poder hablar, Storani se encuentra repasando una carta que le escribió a su hija, su primogénita, la luz de sus ojos, en un papel que ya está pringoso de tanto toqueteo, relecturas y enmiendas. Va leyendo en voz alta, haciendo correcciones con una birome, muy enfrascado en su tarea, hasta que lo sobresaltan ruidos de fuegos artificiales. Mira su reloj pulsera y cae en la cuenta de que dieron las 12, o las 24, o la hora cero del nuevo año.

Entonces se levanta, se asoma por la ventana, saluda al aire, y enseguida encara hacia un espejo muy hecho mierda que tiene apoyado sobre el suelo contra la pared. Toma un peine y comienza a acicalarse, acomodándose la ropa. Le habla a su imagen reflejada, se habla a sí mismo en tercera persona, se da ánimos tipo “qué pinta, Storani”, y cuenta unos billetes con los que piensa pagar una pizza que encargó a un delivery. Mirá el reloj y expresa con gestos su ansiedad ante la inminencia de la llegada de su hija. El público, situado “dentro” del monoambiente (disposición de butacas en derredor de la escenografía, en cercanía), empieza a intuir que la hija nunca llegará, sabiendo además, de antemano, que la obra es un unipersonal que dura alrededor de una hora.

Pero Storani está convencido de que su hija pasará a saludarlo, que podrá compartirle la sidra berreta recién salida de la heladera (transpira, condensando humedad, eso se ve) y la pizza, que finalmente llega y Storani mantiene tapada en su caja de cartón sobre la mesa.

En lo infundado de su entusiasmo comenzamos a comprender que Storani no está bien de la cabeza, y por lo que dice se puede interpretar que padece un trastorno límite de la personalidad. Luego, cuando empiece a ensayar una imaginaria conversación con Nila (así se llama su hija), nos quedará claro que es un tipo roto que transita la agonía de su desarreglo, su trauma afectivo. Porque sabe que estuvo mal, que como padre cometió errores de esos que se tildan de imperdonables. Podemos empatizar con él o no, pero no podemos dejar de reconocer que le pasa lo que a muchos, o lo que a cualquiera le puede pasar: sufrir por la culpa.

En la dramaturgia ideada y escrita por Bruna Pradolini (también la directora) radica la profundidad de la pintura y el retrato del personaje que encarna el actor Lautaro Lamas. Profundidad en el sentido de indagación descarnada (sin parcialidad moralizante) de la naturaleza del alma humana como ente propio, con exclusividad, del universo de las relaciones afectivas que nos constituyen como sujetos.

El registro de esta obra que aparece en el horizonte, proveniente de Casilda (de donde es Pradolini, factótum del Teatro Dante), recuerda al que practicó Eduardo Tato Pavlovsky con Camaralenta (Historia de una cara), escrita en el exilio y estrenada en 1981, en la que un boxeador retirado, otro tipo roto y trastornado, habla de sí mismo en tercera persona y con personajes imaginarios.

La interpretación, la encarnación que lleva adelante Lamas, denota obsesivos ensayos, y el resultado de ese trabajo desemboca en que no dudamos (los espectadores) de que el actor y su personaje son la misma persona.

Asistí a la función del viernes 10 de marzo, con la ola de calor golpeando fuerte esta ciudad de Rosario, isla del infierno por esos días, a la preciosa sala del Teatro del Rayo con su mágico aire acondicionado, y formé parte del público (44 personas) que se sorprendió y pudo conmoverse con Poder hablar (se estrenó en Casilda en 2021 y el año pasado se presentó en algunas ciudades de Santa Fe y Entre Ríos).

Luego de los aplausos tras el final, Lautaro Lamas saludó con modestia, agradeció la concurrencia destacando que había gente querida y colegas a los que admira (pude notar que estaban Omar Serra y Vilma Echeverría, entre otros nombres conocidos de la escena local), e invitó a compartir lo que quedaba de pizza y sidra. Pero no me quedé, y me fui pensando en la puesta, en lo que me había pegado, acordándome de la obra de Pavlovsky, hasta que me llegó el recuerdo del texto que escribe Ego (el personaje del crítico gastronómico de Ratatouille) luego de probar la comida preparada por la rata protagonista. Y como se ajusta mucho a lo que sentí tras ver la obra de Pradolini y Lamas, además de ser un escrito ejemplar, transcribo completa la crítica de Ego a continuación:

“En muchos sentidos, el trabajo de un crítico es fácil. Ofrecemos muy poco, y aun así estamos por encima de quienes ofrecen su trabajo, y a sí mismos, para que los juzguemos. Prosperamos con la crítica negativa; es divertido escribirla y leerla. Pero la amarga verdad que los críticos debemos afrontar es que en el gran esquema de las cosas la típica porquería tiene probablemente más sentido que la crítica que así la califica. Pero hay veces en que un crítico se arriesga realmente, y es cuando descubre y defiende lo nuevo. El mundo es a menudo severo con el nuevo talento, las nuevas creaciones. Lo nuevo necesita amigos. Anoche experimenté algo nuevo, una comida extraordinaria que provenía de una fuente inesperada. Decir que tanto la comida como su creador hicieron que cuestionara mi idea de lo que es la cocina de calidad es quedarse muy corto. Hicieron que se tambalearan mis cimientos. Nunca he ocultado en el pasado mi desprecio por el famoso lema del chef Gusteau: Cualquiera puede cocinar. Pero soy consciente de que solo ahora entiendo lo que quería decir. No todo el mundo puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista puede provenir de cualquier lugar. Es difícil imaginar orígenes más humildes que los del genio que cocina ahora en Gusteau’s, y que es, en opinión de este crítico, ni más ni menos que el mejor chef de Francia. Volveré pronto a Gusteau’s, con hambre de más”.

Cerrando: nunca supe, ni creo que sepa cuál es mi idea del teatro de calidad, y tampoco me arriesgaría a la definición del concepto de “gran artista”, pero sí puedo dar mi opinión respecto de lo que vi, escuché y sentí ese viernes en el Teatro del Rayo: los genios del arte escénico pueden inspirar una puesta mínima, sincera en sus sencillas pretensiones, y a sus realizadores para hacerlos alcanzar insospechadas alturas creativas.

El “plato” que ofrecen Pradolini y Lamas es como la polenta con salsa y queso, o la lengua a la cacerola, por citar ejemplos de comidas populares caseras de estos pagos (algo así significa la ratatouille en Francia): su encanto radica esencialmente en la dedicación puesta en su preparación, pues sus ingredientes son básicos, simples, y se elaboran siguiendo la tradición oral, ya que sus recetas nacieron de inspiradas experiencias culinarias de antaño, cuando la necesidad tenía más cara de hambre que de hereje.

En la cocina chica del teatro, entonces, pudimos encontrar algo nuevo que se hizo con gastadas herramientas y utensilios, siguiendo viejos preceptos, vagos pero fuertes mandatos de realización escénica de la más pura y auténtica tradición regional rioplatense. A la hora de calificar, entonces, ¡cinco tenedores para Poder hablar!

FICHA

Autora y dirección: Bruna Pradolini. Actuación: Lautaro Lamas. Asistencia de dirección: Claudia Dichiara. Asistencia técnica: Germán Lo Giudice.

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