Más allá del ojo de Dios

Universalis Cosmographia, el primer mapa que nombró a América

Decolonizando el filosofar: de Dios al Ego, del Ego a la Historia

Por Julio Cano

Acordemos, en principio, no concebir la filosofía como una tarea centrada únicamente en analizar propuestas elaboradas a la interna de la Academia, sino como una actividad en tránsito, abierta a las actividades sociales y patentizada como proceso continuo. Es lo que implica referirse a  ella como “filosofar”. Es, en rigor, lo que dice Kant: no se puede enseñar filosofía sino enseñar a filosofar.

Los pensadores y activistas de la corriente decolonial estarán plenamente de acuerdo en esta presentación de la disciplina con una estructura gramatical transitiva. Como veremos, no es solo en lo concerniente a los temas filosóficos que se hace necesario apelar a esta modalidad sino, además y especialmente, en lo concerniente a la propia forma de ser de la filosofía.

Comencemos por discutir la universalidad en la tradición filosófica occidental proponiendo maneras “otras” (decoloniales) de pensarla. Este análisis insumirá más de un artículo.

La universalidad en la tradición filosófica occidental presenta un momento decisivo con la aparición del pensamiento de Descartes. Desde ahí hasta nuestros días se irá elaborando un filosofar que, partiendo de una base geopolítica eurocéntrica, defiende un planteo que trasciende la misma y pretende validez y vigencia mas allá y por encima de condicionantes históricos y sociales, es decir: un planteo que defiende un estatuto metafísico para la universalidad (tanto como para el resto de las demás categorías filosóficas) e ignora tales condicionantes; ignora la geopolítica que está en su base.

En la filosofía occidental existe una larga tradición acerca de lo universal, pero  su problemática contemporánea parte específicamente de Descartes y sus categorías, que inauguran una nueva etapa. Ese es el motivo central por el cual ahora presentemos nuestro punto de vista decolonial confrontándolo con el punto de vista cartesiano.

Descartes (1596-1650), fundador de la filosofía moderna, entiende lo universal como un conocimiento eterno, no condicionado por el espacio-tiempo. El conocimiento así caracterizado era hasta ese momento en el que escribe (primera mitad del siglo XVII) propiedad exclusiva de Dios. Un conocer calificado precisamente como equivalente a la mirada de Dios. O, si se quiere, una visión secularizada de la teología. Descartes pone al yo (ego) donde antes estaba Dios, un giro filosófico decisivo ya que con él se inaugura la modernidad. El ego pasa a ser el fundamento del conocimiento con lo cual todos los atributos de Dios son rediseñados en torno al sujeto. Pero para exigir un conocimiento que se exprese en un sujeto y que, al mismo tiempo, se encuentre más allá del tiempo y el espacio (en el ojo de Dios), hay que desvincularlo de la corporeidad y del espacio; hay que colocarlo en coordenadas que no dependan de ninguna determinación espacio/temporal. Será entonces un sujeto sin cuerpo y sin materia. Se inaugura con ello un nuevo dualismo entre conocimiento y cuerpo. Ese dualismo es un eje fundamental constitutivo del cartesianismo y, por ende, de toda la filosofía moderna. El dualismo es quien permite situar al sujeto en un no-lugar, con lo que se vuelve secundario y, en algunos casos, hasta se diluye el vínculo dialógico con los otros sujetos. Entonces, el solipsismo, al mismo tiempo que el dualismo, forma parte orgánica de la filosofía de Descartes. En rigor, son sus dos pilares constitutivos.

Como se ha señalado, se inaugura en Descartes una postura —la ego-filosofía— que es, simultáneamente, una ego-política del conocimiento (que no es otra cosa que una secularización de la cosmología cristiana). En esta concepción, el sujeto de enunciación queda escondido en lo que el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez ha llamado la “Hybris del punto cero”: un exceso en donde el sujeto portador de esa filosofía  provista de una universalidad impoluta no tiene sexualidad, género, etnicidad, lengua, clase ni localización epistémica con escuela o tendencia alguna ni relación de poder con centro alguno. De ahí que este autor califique a este posicionamiento como un exceso (Hybris). Es más, se procesa la verdad del conocimiento desde un monólogo interior, desde una filosofía sin rostro concreto ni historia. Desde un “no lugar”, precisamente. Donde la Historia no existe (ni la historia individual ni la Historia entendida como conjunto de procesos sociales).

Ese solipsismo cartesiano va a perdurar hasta hoy, esa filosofía sin rostro del punto cero que será asumida por el conocimiento científico desde el siglo XIX y que continua presente, siendo caracterizado como universalismo abstracto.

Lo que permanece mas oculto aún en esta filosofía es el eurocentrismo puesto que no se reconoce ningún anclaje espaciotemporal. No se admite ningún lugar de emergencia del pensamiento (sobremanera el pensamiento racional). En realidad, no emerge en ningún momento, no existen momentos de emergencia de la enunciación racional, pero se la comprende como clave de bóveda de todo racionalismo.

El cartesianismo es la más típica de las filosofías modernas. Es, por antonomasia, la filosofía de la Época Moderna. Constituye su base teórica, al igual que la la revolución científica que le es contemporánea.

Si uno sigue el desarrollo de la filosofía moderna, verá que ninguno de sus autores hace referencia al lugar de enunciación, su locus. Los resultados de sus especulaciones son presentados inmersos en una generalidad abstracta en la cual lo dicho o escrito no se encuentra comprometido con situaciones epistémicas previas.

Si todo esto aparece para el lector como una serie de planteos abstractos, muy alejados de la realidad, tengamos presente que la metodología que se utilice en un trabajo filosófico o científico es, siempre, un elemento de primer orden. Luego, la generalidad a priori otorgada por Descartes a la universalidad forma parte indiscutible del significado filosófico del término.

“El filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel nos ha recordado —dice Ramón Grosfoguel— que el ego cogito cartesiano (el «yo pienso, luego soy») está precedido por 150 años del ego conquirus imperial, del «yo conquisto, luego soy» (…) Lo que Dussel nos dice con esto es que la condición de posibilidad política, económica, cultural y social para que un sujeto asuma la arrogancia de hablar como si fuera el ojo de Dios, es el sujeto cuya localización geopolítica está determinada por su existencia como colonizador/conquistador, es decir, como Ser imperial”. (Grosfoguel, en Descolonizando  los universalismos occidentales).

De manera que el mito dualista y solipsista de un sujeto autogenerado, sin localización espacio-temporal en las relaciones de poder mundial, inaugura el mito epistemológico de la modernidad eurocentrada de un sujeto autogenerado que tiene acceso a la verdad universal, más allá del espacio y el tiempo, por medio de un monólogo, es decir, a través de una sordera ante el mundo y borrando el rostro del sujeto de enunciación, es decir, a través de una ceguera ante su propia localización espacial y corporal en la cartografía de poder mundial.

Lo que va a perdurar como la contribución más permanente del cartesianismo hasta hoy  es la filosofía sin rostro del punto cero (…) Aún cuando algunas corrientes, como el psicoanálisis y el marxismo, hayan cuestionado estas premisas, todavía producen conocimiento desde el punto cero, sin cuestionar el lugar desde el cual hablan y producen conocimiento. Esto es fundamental para nuestro tema, porque el  concepto de universalidad que va a quedar impreso en la filosofía occidental a partir de Descartes es el del universalismo abstracto.

Abstracto en dos sentidos: primero, en el sentido del enunciado, de un conocimiento que se abstrae de toda determinación espacio temporal y pretende ser eterno; y, segundo, en el sentido epistémico de un sujeto de enunciación que es abstraído, vaciado de cuerpo y contenido y de su localización en la cartografía del poder mundial, desde donde produce conocimientos, para así proponer un sujeto que produce conocimientos con pretensiones de verdad, como diseño global, universal para todos. Es este segundo sentido de un sujeto abstracto el que ha continuado vigente hasta nuestros días, el de la ego-política del conocimiento.

Todo esto supone una concepción epistemológica que es el fundamento (o pretende serlo) de las actitudes políticas de la Europa que se embarca en la conquista de nuevas tierras. Es un fundamento que resulta apremiante consolidar dado que la realidad de la propia Europa (occidental) surge al unísono con tales conquistas. Digamos que se dan una serie de hechos y concepciones teóricas que se hilvanan en torno al año 1492 y que concluyen por concretar un modelo civilizatorio que es el que choca (literalmente) con los pueblos y culturas de Abya Yala (nombre que designa a nuestras tierras según un dilatado uso, referido tanto por los conquistadores como por los habitantes originarios). Lo que llegó de Europa no fue un Modo de Producción únicamente (el capitalismo en su etapa mercantilista) sino una Civilización, como bien lo ha explicado Grosfoguel.

Dentro de esa concepción, por lo que venimos diciendo, la universalidad del modelo eurocéntrico es una de las grandes argumentaciones, teóricas, políticas y culturales, que se busca imponer a los hombres no-europeos que habitan culturas y territorios disímiles entre sí y que viven como un trauma esa concepción universalista y unitaria, que se le impone desde afuera. El imaginario americano elabora todo esto a su modo, llegando a configurar una realidad que no corresponde sino en parte con la de los conquistadores. Lo elabora dentro del “pensar fronterizo”, como dicen los pensadores decoloniales. (El pensamiento fronterizo nos ocupará específicamente más adelante, ya que es una pieza clave en la conceptualización decolonial).

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