Ni santos ni pecadores

Foto: Laura Packer

La obra Crepuscular. Como una luz en primavera, escrita y dirigida por Rody Bertol, aborda temas existenciales sin asumir riesgos. Dos actores y cinco actrices incursionan en la “corrección teatral”.

Por Andrés Maguna

Calificación: 3/5 Tatitos

El sábado pasado, 21 de septiembre, volví a sentir con pena que era impermeable al Día de la Primavera. Que la magna fecha no volvería a calarme el espíritu como en la infancia y la primera juventud, pero igual le puse onda desde el despertar, y me levanté temprano, me cebé unos mates y regué las plantas. Luego trajiné ajeno al tiempo de la juventud, un poco preocupado por los incendios en el valle de Punilla (mi hermano Tomás vive en Los Cocos), y planificando el día sobre una cita prefijada: a las 21, en La Orilla Infinita, vería la obra número 40 de Rody Bertol, Crepuscular. Como una luz en primavera.

A las 20.40, mientras sacaba la moto me puse a memorar los últimos dos trabajos de Bertol que había visto, El arbolito rojo y Ure. Un provocador entrañable, las cuales tenían algo en común que hacía que no me cerrara la propuesta teatral, algo que me raspaba, o empañaba el acceso al goce de la puesta. Algo que se escondía de mis intentos por cercarlo con palabras. Tal vez viendo Crepuscular pudiera cercar, rascar o desempañar ese algo, así que me subí a la moto esperanzado y enfilé hacia el extremo este de la República de la Sexta, atravesando diametralmente el Parque Independencia, cuando el viento tibio me trajo efluvios florales, vegetales, dándome un pantallazo de Día de la Primavera juvenil, atravesando la coraza de los años. Súbitamente embriagado, me lancé a cantar un añejo tema de Los Náufragos: “Era una noche de primavera / y yo tirado en la catrera, / fumé mil puchos mientras pensaba / qué estará haciendo mi peor es nada”.

Llegado a la sala a las 21 en punto, me sorprendió ver una larga fila de personas que esperaban su turno para acceder a la boletería, embotelladas, distendidamente pacientes, hasta el largo y angosto pasillo de acceso al inmueble en que se montó La Orilla Infinita. Volví entonces a la vereda y me prendí un Liverpool, justo cuando también salía una madura pareja hombre-mujer que había sido “rebotada” por estar las localidades agotadas. Ella le decía a él: “Claro, esto es lo que pasa con el teatro independiente…”.

Dentro, las sillas de plástico negro dispuestas para el público eran 58, y 58 fueron los minutos que duró la puesta en escena, como si un meticuloso orden superior imperara sobre las posibilidades de error. Porque todo parecía estar exactamente en su lugar, hasta las cabezas de los espectadores. En el espacio escénico unas luces puntuales perimetraban un micrófono antiguo colgando desde lo alto, en el centro, y siete sillas blancas, ultrapulcras, a un costado, en pareja línea a un metro de una pared lateral de ladrillos vistos. Tanto el micrófono antiguo como las sillas, son “de diseño”, es decir “especiales”, además de lucir impecables.

A las 21.15 entran en escena los siete del elenco: Lorena Salvaggio, Estela Argüello, Diego Bollero, Laura Fuster, Florencia Echeverría, Ignacio Niche Almeyda y Pamela Di Lorenzo, en fila india equidistante, y ocupan al unísono las siete sillas. Dan la idea de ser la misma persona separada en siete cuerpos, porque los siete están descalzos, visten holgadas prendas de un blanco impoluto y manejan una gestualidad emparentadora.

En una punta de la fila, la primera cara en hablar dice a viva voz a qué le tiene pánico, y continuando sin pausa, la cara que está al lado también se expresa, de la misma manera, sobre lo mismo (“pánico a…”), y luego lo hace la tercera cara, y la cuarta, en orden y ensayada continuidad, hasta la séptima. Luego, la primera actriz que habló se pone de pie y se explaya, por momentos tomando el micrófono, sobre cuestiones existenciales, como el trascurso del tiempo biológico, la soledad, la pérdida y la recuperación del deseo, los trastornos de la afectividad vinculados con las relaciones amorosas (pero no las parentales), de la misma manera que lo van haciendo sucesivamente, en orden, los otros seis personajes. Y en eso se van los 58 minutos, en esos “solos actorales”.

Foto: Laura Packer

En notas a la prensa, Bertol contó que el guion de la obra, fragmentaria por definición, fue armado sobre la base de anotaciones en un cuaderno que había ido haciendo, en divergencias de su pensamiento, mientras trataba de armar otra obra que no iba para atrás ni para adelante. Reflexiones de tono quizá pirandelliano respecto de “la hora del caos”, esos momentos en los que no es ni de noche ni de día; las horas crepusculares.

Ese texto fragmentario tiene sus bemoles, yendo de lo enfático a lo intimista, y aunque se percibe la unicidad confesional, el juego dramatúrgico termina siendo difícil de seguir, por lo inconexo discursivo y la alternancia, métricamente repartida, entre lo profundo y lo banal. O sea, por momento se pone aburrida, por momentos concita el interés. En medidas parejas.

El equilibrio forzado de las acciones también se aplica en el uso repetitivo de algunos recursos, siendo el más claro ejemplo la aparición de una musiquita enternecedora, de fondo, promediando cada uno de los “solos actorales” con la clara intención de sensibilizar el ánimo del espectador, predisponiéndolo con el subrayado sonoro a una empatía melanco.

Esto de la musiquita enternecedora me hizo dar cuenta de qué era lo que me había “raspado” en las dos obras anteriormente citadas: la aviesa o desembozada pretensión de sensibilizar con artificios de la dramaturgia, algo así como el “querer hacer llorar”, pero no de risa, porque el humor, especialmente en esta pieza teatral, brilla por su ausencia.

En fin, que no pude entender el porqué de “como una luz en primavera” del título, ni muchos otros conceptos vertidos por los intérpretes, y viendo las caras de muchos del público noté los esfuerzos que hacían por captar el sentido de lo que se decía, como me sucedía a mí. A la par que me dejaba llevar por la “corrección teatral” de las actrices y los actores (Bertol, en ese sentido, pulió al extremo el concepto de dirección actoral, al punto de que se podría decir que es de “laboratorio” por su asepsia y su procedimiento), como por la iluminación de simetrías exactas, hiperestudiadas (otra “marca” de Bertol) y todos los aspectos técnicos cubiertos con dedicación milimétrica.

Tras el final el público aplaudió con ganas, pero sin exagerar, salió Bertol a saludar con su elenco, y volví a la primera noche de primavera del año, ya pensando en esto que escribo y recordando lo que había dicho la señora rebotada: “Claro, esto es lo que pasa con el teatro independiente…”. ¿Qué habrá querido decir? ¿Que el teatro independiente rosarino siempre llena sus funciones? ¿Que las salas son pequeñas? ¿Que no banca los impulsos por asistir de última hora? ¿Que no es improvisado? ¿Que ella y su marido perdieron el tren de la modernidad? Como sea, por imprevisión se perdieron una obra en la que Bertol (uno de los “padres fundadores” del teatro independiente rosarino de la actualidad) y sus siete intérpretes exponen un trabajo “conceptual” de difícil asimilación, complejo en lo hipertextual, con una pulcritud exacerbada, con puntilloso respeto por las formas puras y llanas del arte dramático ancestral.

FICHA:

Título: Crepuscular. Como una luz en primavera. Dramaturgia y dirección general: Rody Bertol. Elenco actoral: Lorena Salvaggio, Estela Argüello, Diego Bollero, Laura Fuster, Florencia Echeverría, Ignacio Niche Almeyda y Pamela Di Lorenzo. Edición de sonido: Ariel Sánchez. Diseño de luces: Ignacio Almeyda. Operación de luces y sonido: Nacho Chazarreta. Asesoramiento de vestuario: Lorena Salvaggio. Fotos: Laura Packer. Prensa y difusión: Pamela Di Lorenzo. En La Orilla Infinita, todos los sábados de septiembre, octubre y noviembre 2024.

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