Genio y figura de Darío Lencina, arquero multicampeón con Los Murciélagos
Por Sergio Albino
La niñez es el momento oportuno para tener héroes. De allí el éxito de Super Hijitus, Batman, el Hombre Araña, El Zorro, la Mujer Maravilla o Martín Karadagian como producto de consumo de la infancia. Esos héroes son capaces de hazañas que nos deslumbran y nada mejor que la inocencia de la niñez para el deslumbramiento. En mi caso no me impresionaban demasiado quienes desbaratan los maléficos planes del profesor Neurus, El Guasón, el Capitán Monasterio, los nazis o la Momia. Mis héroes tenían superpoderes para hacer maravillas con una pelota de fútbol. Bianchi, Houseman, Maradona, Ischia, en ese orden, fueron quienes ocuparon ese lugar hasta transformarse en leyendas. Lo que hicieron en una cancha se transformó en sucesos fantásticos que se agrandaban con mis relatos sucesivos.
Como todo lo buena dura poco, aquella niñez pasó a velocidad supersónica y la adultez fue apagando aquella capacidad de asombro. Mis héroes quedaron allá por finales de los ´70 y principio de los ´80 del siglo pasado creyendo que sería imposible volver a experimentar ese sentimiento de idolatría por alguien. Ni siquiera los jugadores de Vélez, campeones de todo, lo lograron (es cierto que en contra de ellos jugó el hecho de que Carlos Bianchi fuera el técnico de aquel equipo y Carlos Ischia su ayudante de campo).
Pero sorpresas te da la vida, cantaba Rubén Blades en su tema Pedro Navaja, y sorpresas me dio la vida desde el lugar que menos esperaba. Mis héroes de la niñez eran de carne y hueso (en el caso de Houseman más hueso que carne) pero prácticamente inaccesibles. El héroe siguiente fue un pibe del pueblo, un amigo, un compañero de futbol: Darío Lencina.
Ser amigo de una leyenda es una sensación extraña. Sobre todo cuando tu amigo-leyenda sigue siendo el mismo ser humano simple, humilde y bondadoso en una sociedad donde la mayoría de los individuos está esperando su momento de gloria para mostrarnos su superioridad. Mi amigo es un distinto, en la cancha y en la vida. “Se juega como se vive” dijo algún sabio futbolero, y el flaco Lencina, mi amigo, me lo demostró con creces.
Lo conocí allá por los noventa del siglo pasado en una escuela secundaria agraria orientada a la floricultura, actividad emblema de nuestro distrito (Escobar, provincia de Buenos Aires), donde él era un estudiante adolescente y yo un joven profesor. El fútbol fue el nexo conector de nuestras vidas. Torneos organizados por el colegio nos encontraron adversarios más de una vez. El pibe tenía una personalidad y una calidad notable. Era chiquito de edad y grande de estatura. La diferencia física, muy notoria en aquel momento, la sorteaba con esa calidad que tienen los diferentes. Llegó su último año de cursada y coincidimos como estudiante y profesor. El amor por el fútbol hizo que rápidamente estuviéramos en la misma sintonía. A pesar de la diferencia de edad nos hicimos amigos gracias a una pelota de fútbol. Darío jugaba en las divisiones inferiores de Villa Dálmine y estaba en la puerta de la primera división cuando, en un partido de reserva, una mala caída le produjo una fisura en una vértebra lumbar y su sueño de jugador profesional se esfumaba en un instante.
Sorpresas te da la vida: cuando Darío empezaba a llorar su pena, apareció otro fútbol a rescatarlo y darle el lugar que merecía y esa maldita lesión le estaba quitando. Comenzaba el siglo XXI y el fútbol 5 para ciegos empezaba a desarrollarse en el país. Escobar tenía su equipo que entrenaba en el club Boca del Tigre, el técnico del equipo necesitaba un arquero para poder entrenar y le preguntó a Aldo Lencina, padre de Darío que trabajaba allí, si no conocía a alguien que pudiera ayudarlo ocupando el puesto. Aldo le comenta a su hijo la oferta y Darío va a probar suerte. (En fútbol 5 para ciegos el arquero tiene visión normal y es quien organiza a los defensores). Su experiencia como volante central y organizador del equipo en su etapa de Dálmine lo convirtió rápidamente en un arquero extraordinario. A la par seguíamos jugando en el potrero y consolidando una amistad que solo la pasión puede lograr. Paralelamente cursaba el profesorado de Ciencias Naturales que después mutó a Educación Física. Seguramente esa vocación docente también nos unió.
Pasaron un par de años y lo convocan para la selección nacional. Argentina había sido subcampeona en los dos primeros mundiales que había conquistado Brasil. El tercer mundial se iba a desarrollar en Río de Janeiro y Darío sería el arquero del equipo. En un campeonato sorprendente y contra todos los pronósticos los finalistas fueron Argentina y España. La suerte empezó a torcerse y fue campeón del mundo. Mi amigo era campeón del mundo. Hasta ayer jugábamos en el potrero y ahora era el mejor defendiendo la albiceleste. Ese momento me demostró la estatura humana de Lencina. A la vuelta de Brasil todos los medios de Escobar querían una nota con él y sus palabras fueron: “…mis méritos son del pueblo donde me crié y aprendí lo que sé. Que esté en este lugar es circunstancial…”. En ese mundial comienza la leyenda de Los Murciélagos.
El siguiente paso eran los juegos paralímpicos de Atenas 2004, donde ganaron la medalla de plata cayendo por penales un final que empataron 0 a 0.
Escobar dejó de tener equipo y Darío emigró a Rosario donde la ARDEC (Asociación Rosarina de Deportes para Ciegos) comenzaba a desarrollar el deporte de la mano de Claudio Monzón, y allí fue campeón nacional derrotando 2 a 1 a River en una final jugada en Tunuyán, Mendoza.
Llegó el mundial 2006 y un nuevo desafío estaba en puerta, con el agregado de que Argentina era la anfitriona; el Cenard (Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo), la sede de los partidos. Allí vi por primera vez un deporte que me cambió la percepción de la vida. El fútbol era más solidario aún. Es más, sin confianza en el compañero era imposible jugarlo y vi a Darío no solo atajando sino guiando a sus compañeros dentro y fuera de la cancha. La consagración definitiva llegó en la final. El eterno adversario. El clásico rival. Las tribunas reventaban. Quedó gente afuera. Empezó el partido y fue un monólogo de Brasil. El flaco se agrandó en las dos primeras pelotas y empezó a atajar todo, hasta un penal. Los axiomas del fútbol se cumplen siempre y gol que se erra en un arco se lamenta en otro. Silvio Velo, sanpedrino, mejor jugador del mundo, Maradona de los ciegos, en una jugada aislada gambetea a dos defensores y pegándole de tres dedos al segundo palo desata la locura. Argentina era bicampeón mundial con Darío como figura. Ese equipo fue tapa de la revista olé bajo el título: “Siga el Braille”.
Pasaron los años, una nueva medalla paralímpica llegó al país, esta vez en Pekín 2008. Un nubarrón en el horizonte del futuro aparecía porque los jugadores se iban retirando y no había recambio. Otra vez el tamaño humano de mi amigo se hizo presente y asumió como responsable de una escuela de fútbol para niños ciegos desarrollando una tarea que hasta entonces no existía. El éxito fue tal que algunos alumnos de esa escuela después fueron sus compañeros en Los Murciélagos.
Mi admiración era tan grande que por aquellos años formaba parte de una banda de rock and roll llamada Espantapájaros y compuse un tema dedicado a sus proezas.
Su entrega y generosidad es tan grande que cuando se comenzó a desarrollar el fútbol femenino para ciegas, él se hizo cargo de la tarea como primer DT del equipo: esas chicas fueron campeonas del mundo en Birmingham el año pasado y Gracia Sosa la mejor jugadora del mundo.
Hoy después de más de 20 años en el arco de Los Murciélagos, Darío Lencina es tricampeón mundial, quíntuple medallista paralímpico, con seis presencias en Juegos Paralímpicos y varios años como mejor arquero del mundo.
Mi amigo es una leyenda y un regalo de la vida.
Mi amigo fue mi alumno y mi maestro;
compañero en el fútbol y en la vida.
Es un intocable de los nuestros,
nunca se la cree y nunca olvida...