Suceso extraordinario en el recital de la cantante y compositora cubana mexicana, en la Lavardén, como cierre del Festival de Artes Escénicas Rosario 2024
Por Andrés Maguna
El miércoles pasado, 16 de octubre, después de la siesta me senté frente a la compu para empezar a escribir algo sobre el Festival de Artes Escénicas Rosario (Faer), cuya cuarta edición, que había empezado el sábado 12, concluía esa misma noche con un recital doble, de la cubana mexicana Leiden y el dúo rosarino La Perilla, en la sala Lavardén.
Tenía mucho en la cabeza, porque había visto, ese sábado, en el Centro de Expresiones Contemporáneas, una obra unipersonal chilena, Vuela alto, y a renglón seguido, tras una breve pausa, en el mismo CEC, la puesta performática multimedial Cam girls, en tanto que el lunes 14 asistí en Refi a la representación de Fuga. Ensayo sobre la pertenencia, proveniente del Valle de Punilla, y el martes 15, además de asistir a la presentación del libro Territorio experimental, de Melisa Martyniuk (ver entrevista acá), en Mal de Archivo, pude ver La casa suiza en el Centro Cultural Parque de España.
Antes de ponerme a escribir se me dio por buscar información sobre Leiden, de la que nada sabía, en plan de decidir si iría o no a la noche a la Lavardén, pero antes de enterarme de que es la nieta e hija putativa del poeta cubano Roberto Fernández Retamar, o de escuchar alguna de sus canciones en Youtube, un posteo en Facebook acaparó mi atención: “Como no ocurría desde hace muchos años, esta mañana en la Provincia de Santa Fe el gobierno de Maximiliano Pullaro desató una cacería política con allanamientos a domicilios particulares y detenciones que tuvieron como objetivo a dirigentes sindicales y referentes de Amsafé Rosario, ATE Rosario y la CTA Autónoma Rosario”.
Cambié el enfoque de mi búsqueda y empecé a enterarme de algo de lo que había pasado y lo que estaba pasando, cuando apareció un mensaje de wathsapp en el grupo que tengo con mis tres hijes: “vengan a la San Martín!!!”, seguida de una foto en la que se veía a manifestantes entre banderas y pancartas, en la misma plaza. El mensaje era de la más nueva de mis hijas, Zoe, que no suele convocar al pedo, así que puse “Yendo” en el grupo, miré la hora (18.05), apagué la compu, saqué la moto y partí raudo hacia la San Martín.
En el camino, hecho de calles y semáforos, me puse a pensar en el Faer, en la naturaleza intrínseca del teatro independiente, que resulta ser el teatro que me interesa cubrir desde la crítica y la crónica, porque el otro, el teatro comercial, que sólo puede existir si da ganancias en metálico, cuyos trabajadores generalmente son empleados en lugar de realizadores, desde el vamos (su origen) me parece un mero bien de cambio, una mercancía cuya calidad y valor se miden de acuerdo a gastos y recuperación de gastos, entradas vendidas y capacidades ociosas, precios, difusión pagada y consenso preestablecido. El negocio del arte, el arte de comerciar. Y ahí la crítica no entra, porque la crítica no se mancha (no se puede comprar ni vender), más allá de que la crónica, su prima menos escrupulosa, a veces coquetee con la elegancia de lo aparente, de lo que dice valer más por arbitrarias y mezquinas cotizaciones.
En eso llegué a la plaza San Martín y me mezclé entre la gente, y fui encontrándome con mi hija Zoe y sus compañeres de la Escuela de Teatro Ambrosio Morante, luego con viejos compañeros de diarios y radios en las que trabajé, mi hijo Fidel, mi sobrino Gastón, amigos y conocidos, con los cuales, entre la música de percusiones combativas y voces que llegaban desde un micrófono, altoparlantes mediante, conversamos y compartimos información respecto de los allanamientos, las detenciones y el plan de amedrentamiento del Estado para imponer su horrible, insolidaria ideología.
Me dio buena espina reconocer, entre los que estaban en la plaza, varios rostros que había visto en mi asistencia a las funciones del Faer, un público conformado mayoritariamente de “gente del teatro independiente”, ya fueran simples espectadores o trabajadores interesados. Y no sé por qué me vino a la cabeza un dato citado en el libro de Martyniuk, al hablar del nacimiento del teatro independiente, en 1930, cuando Leónidas Barletta crea el Teatro del Pueblo, estableciendo principios que derivarían en formas posibles de la relación entre teatro y política:
“El Teatro del Pueblo se autoproclama independiente prohibiendo por estatuto recibir todo tipo de ayudas económicas o tener vínculos, ya sea con el Estado como también con empresas y/o terceros, que entorpezcan la actividad del grupo. Si bien durante los primeros años su actividad se desarrolla principalmente en los espacios que la municipalidad les cede en varias oportunidades, se encargarán de dejar bien en claro que este hecho no significa ningún tipo de compromiso con los gobiernos de turno” (pág. 23, op. cit).
“Los del Teatro del Pueblo tenían prohibido recibir ayudas económicas, o tener vinculaciones que condicionaran su actividad artística, su militancia teatrera…”, empecé a reflexionar, pero en el corrillo en el que estaba en ese momento, en la plaza, rodeado de estudiantes y docentes en pie de lucha, el tema eran los allanamientos, los atropellos a la intimidad, las intimidaciones. Así que me guardé mis pensamientos sobre el teatro y puse atención a lo que decían otros, fuera de mi mente.
Al rato, ya en casa, autosatisfecho por el ínfimo “movimiento político” que había ejecutado, volví a mis ideas, un tanto obsesivas, sobre un tema que suelo definir como: “El éxito no pasa nunca por la habilidad o la facilidad para hacer dinero. Los fracasados no suelen ser los pobres, sino los ricos, porque piensan que darse la buena vida significa tener, poseer algo material, en desmedro de aquello que podríamos llamar bienes espirituales o conciencia afectiva”.
En esa línea, el teatro independiente, el “del pueblo”, sería el que niega políticamente los postulados del capitalismo, y contribuiría con su “conciencia afectiva” al enriquecimiento “espiritual” mutuo (realizadores y espectadores) de las personas. Creo que por ahí transita la cosa, el ejercicio de la sensibilidad de dar (crear, decir, escribir) y de recibir (espectar, escuchar, leer), e intentando practicar esa gimnasia desde la crítica tamizaré, a través de las líneas que le quedan a este texto, las experiencias y lecturas a las que pude acceder en el Faer, siguiendo la dirección que el relato decidió tomar, es decir de atrás para más atrás, adelantando en reversa.
Estoy en casa el miércoles a la noche, sin haber escrito una línea sobre el Faer, disperso entre las noticias políticas y las del suicidio de Liam Payne, o las del genocidio palestino, y se me ocurre buscar en Youtube muestras de lo que hacen Leiden y el dúo La Perilla. Lo primero que aparece son sendas versiones de “Tonada de la luna llena”, del venezolano Simón Díaz (Caetano Veloso la incluyó hace 30 años en Fina estampa). Escucho ambas, me gusta lo que escucho, miro la hora (21.30), e impulsivamente apago la compu, me calzo las zapatillas, saco la moto y parto raudo hacia la Lavardén.
Llego 21.50, dejo la moto en la vereda del súper frente a la Lavardén, y veo que sale de la sala un conocido. Mientras cruzo la calle, apurado, lo saludo y le pregunto si vino a ver a Leiden. “Sí, pero me tengo que ir. Andá tranquilo que acaba de empezar”, me dice. Aflojo el paso y entro al teatro, Leiden está terminando el primer tema. Me siento, y miro en derredor. Me sorprende la poca cantidad de espectadores: 75 en una sala con capacidad para 360.
Leiden saluda, dice que es su primera vez en Rosario, que está muy contenta de estar cerrando el Faer con su “chow”, y cuenta un poco de su vida, que se recibió de socióloga y que estudió en La Habana, habiendo compuesto un tema para la “ciudad del Malecón”, que interpretó a continuación.
Con una alegría contagiosa, Leiden, solita su alma sobre el escenario, dio su chow como si estuviera sobre el escenario de un estadio, frente a un público de miles. Y me pareció que los 75 que estábamos allí, viéndola, escuchándola, caímos enseguida rendidos ante su simpatía, y fuimos embargados por la nítida belleza de su voz, limpia y clara como el agua que se vierte en un cántaro. Que éramos 75 privilegiados.
Tras desgranar un puñado de canciones, mechándolas con explicaciones y conceptos de su posicionamiento ideológico en favor de la lucha de las mujeres (luego me enteré de la increíble labor que lleva adelante con mujeres encarceladas en México), Leiden dijo que había llegado el fin y se despedía, pero unos tímidos pedidos de “otra, otra” la hicieron sonreír, y dejando la guitarra a un costado encaró a capella, frente al micrófono, la “Tonada de la luna llena”. Cantó un par de versos, y alejándose del micrófono siguió caminando lentamente, sin dejar de cantar, hasta sentarse al borde del escenario, para luego descender por una de las escalerillas, caminar frente al público de la primera fila, y encarar por el pasillo de las butacas en el que yo me hallaba, sobrecogido por una emoción inexpresable, que me pareció compartir con todos los presentes.
A contraluz (las luces de la sala seguían apagadas) vi que Leiden, mientras caminaba cantando, levitando su voz y levitándonos con ella a los que la escuchábamos, iba acariciando con extrema suavidad y delicadeza brazos y hombros de quienes estaban sentados junto al pasillo por el que discurría, en dirección al fondo de la sala. Aunque sabía que recibiría “el toque” de Leiden, no estaba preparado para lo que me provocó, pues el roce de un segundo de sus dedos sobre mi hombro derecho me sacudió por dentro con una onda implosiva de amor universal. Por un instante me sentí “reseteado”, me volví creyente de la magia del arte.
Luego Leiden siguió bordeando las últimas de butacas vacías, y al fondo de la sala, invisible tras las cortinas y la oscuridad, morosamente fraseó el último verso. Cesó su canto arrobador. Por unos segundos, cinco, seis, hubo un silencio total, como si nos costara despertar de un sueño profundo, y luego sí, estallamos en aplausos.
Volviendo en moto a mi cueva trataba de procesar por qué me había conmovido tanto el toque de Leiden, y llegué a la conclusión de que nunca podemos prever aquello que, inmaterial, se suspende cual vuelo de colibrí, cual mano que acaricia, sobre las fibras más sensibles de nuestra alma, allende la psique, y cambia la nada por un todo, el no por un sí.
Dos noches después, el viernes 18, en la fiesta callejera por los cuarenta años de la Escuela de Teatro Ambrosio Morante, me encontré con Mayra Sánchez y David Gastelú, los organizadores del Faer, a quienes había visto en noche de Leiden en la Lavardén, y me confirmaron que también se habían sentido “tocados” en ese final con “Tonada de luna llena”.
Aunque suelo decir que trabajar de crítico teatral me hace sentir “solo como perro malo”, esa noche de la Morante, rodeado de gente que bailaba al son de Girda y los del Alba, tuve el conforto de sentirme acompañado, avancé hacia un cálido fulgor de familiaridad en el objeto de mi labor de crítico, en este caso las obras que había visto en el Faer, sobre las que escribiré en una próxima nota, ahora sí libre de los prejuicios y viciosas obsesiones contra los que luchaba antes del “toque de Leiden”.
Es justamente lo que sentí en Chile Matucana 100.. una noche hermosa, nos cantó sus versos con esa bellísima voy. Canto con el alma y nos abrazo a cada uno en una gran noche , donde me sentí privilegiada