Vélez Sarfield, campeón del fútbol argentino
Por Sergio Albino
Domingo 15 de diciembre de 2024. Amanezco con el cuerpo dolorido. Mi casi sexagenaria anatomía está abollada. Seguramente el cercano viaje a Santa Fe, a ver la final de la Copa Argentina de mi querido Vélez Sarsfield, sea la causa. O quizás el resultado adverso ante un rival que no se presentaba peligroso. Siempre me sorprendió de qué manera lo anímico repercutía en lo físico, y lo estaba experimentando una vez más a través del fútbol.
La locura moderna del espectáculo constante hace que hoy, cuatro días después de la derrota en una final, juguemos otra final. Más importante para nosotros, porque los futboleros queremos ganar el campeonato largo, el histórico. Estoy relativamente tranquilo porque el equipo jugó buen fútbol durante toda la temporada, y teniendo en cuenta que hace un año estábamos jugando una final para no descender, lo de hoy, salga como salga, es ganancia. Igual espero una muestra de coraje de los jugadores porque otra derrota sería dolorosamente humillante. El “pecho frío” brotaría de todas las voces, y no sin razón.
Almuerzo temprano y me embarco rumbo a Liniers cumpliendo todos los rituales acostumbrados. Primero, la vestimenta: alpargatas negras, pantalón verde, camisa de jean y gorra negra. Segundo, el transporte: tren diesel desde Escobar a Villa Ballester, transbordo a tren eléctrico desde Villa Ballester a Migueletes y colectivo 21 desde Migueletes a Liniers. Tercero: visita a la panchería Vélez Sarsfield, de mi amigo Cristián Alberganti, a cebar unos mates y charlar de la vida con él y los parrilleros Manuel y Lorenzo. Las cábalas en días como hoy son de estricto cumplimiento. No quiero ser el responsable de la derrota de mi equipo.
Al rato cae por la panchería el Melli, amigo de hace unos días en el aciago viaje a Santa Fe. Había salido a correr unos kilómetros para mitigar la ansiedad. “Aguantame que me baño y vamos al partido. Hay que entrar temprano porque hoy el Amalfitani explota” me dice convencido, y yo pienso cuánta razón tenía el Diego cuando nos contaba que el fútbol es el deporte más lindo del mundo. Un punto de unión para el amor humano. Hace un rato éramos desconocidos y ahora somos como hermanos. Como me pasó con Alberganti compartiendo una película de fútbol hace una década, y también somos como hermanos.
El Melli vuelve de punta en blanco con la remera que se compró para la final perdida con los santiagueños. Es evidente que él también necesita una revancha. Siguiendo con mi ritual saludo con abrazo a Manuel, Lorenzo y Alberganti, en ese orden, y nos encaminamos a la entrada. El Melli se encuentra con el uruguayo, un amigo del club, que le dice que no fue a Santa Fe porque sabía que perdíamos y que esta dirigencia es peor que la anterior y que se tienen que ir todos porque ninguno sirve. El Melli se aleja y me invita a seguirlo. “Este chabón es mufa”, comenta, advirtiéndome de la negatividad del sujeto. Estoy seguro que estar al lado de alguien así en un momento límite no debe ser sano y me decido por la salud. Lo perdemos entre la muchedumbre y sigo mi ritual, voy hasta la capilla del club y converso con San Cayetano. Charlo con el santo y le explico que los sucesos de la película El Secuestro no fueron nada personal, que era por Vélez. Así como él era el espíritu del barrio, el club era el cuerpo del barrio. “Mens sana in corpore sano”. El Melli me esperó paciente sabiendo que cumplir las cábalas es fundamental para lograr el objetivo. Seguimos rumbo a la tribuna, trepamos los escalones detrás del arco y nos sorprendió el marco de gente que tenía el templo. Estaba casi llena.
El árbitro Tello y sus colaboradores salen a hacer un reconocimiento del terreno y el ingenio popular juega su partido. Desde las tribunas, en lugar de putearlo como es habitual, comienza a bajar un cantico original y gracioso: “olé… olé… olé… Telló, Telló”. El referee sonríe y mueve su cabeza celebrando la ocurrencia.
Los vecinos de tribuna conjugan los inconfundibles estereotipos del hincha. El viejo que conoció a Amalfitani y te cuenta de cuando la cancha era un bañado y cómo rellenaron y construyeron esa mole de cemento, la piba que con celular en mano te va dando los detalles de formaciones de equipo y noticias de Talleres contra Newells, el experto que tiene todas las estadísticas y te explica cuántos goles tienen que hacer los cordobeses en caso de empate de puntos para quitarnos el campeonato, la familia que va por primera vez a la cancha con un bebé y no tiene idea de cómo es la cosa. Típico de finales.
El clima era de una tensa calma hasta que aparece José Luis Chilavert, micrófono en mano, para hacer una proclama que seguramente convence hasta al uruguayo mufa de que hoy vamos a ser campeones. Las sensaciones son por momentos indescriptibles y contrapuestas: ansiedad, alegría, esperanza, temor, todo en una coctelera que convierte al corazón en una bomba de alta presión.
Por fin salen los jugadores a la cancha y comienza el show del Chiqui Tapia y compañía. Nos fumigan con un gas tóxico, como todo el campeonato, con una dudosa justificación de fomentar la fiesta. Pienso que estos individuos no deben haber visto la serie de Cromañón o peor, la vieron y no les importa ¡Cómo extraño los papelitos!, genuina expresión popular. Cuando se disipa el humo, el verdadero espectáculo brilla ante mis ojos, es la gente con sus sonidos y sus colores, esos que justifican la existencia de este juego. Los que lo hacen posible, los que hacen explicable lo inexplicable. Nuestros héroes forman una rueda donde seguramente en una arenga íntima se prometen dejar hasta el último esfuerzo para hacer que la fiesta culmine con felicidad plena.
Rueda la bola y los primeros minutos son tensos en la tribuna y en la cancha. Los jugadores parecen no encontrar los espacios para jugar. Nos miramos con el Melli, intrigados. Otra vez los rivales se cierran en defensa y buscan que nos equivoquemos. Táctica que usaron Estudiantes de La Plata y Central Córdoba de Santiago del Estero en las dos finales perdidas en el año.
Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, el equipo toma las riendas del juego y comienza el festival de pases de derecha a izquierda y de izquierda a derecha a los que no tienen acostumbrados los muchachos de la V azulada. La presión sobre el arco de Huracán es creciente. El arquero tapa un par de pelotazos hasta que el gol cae por su propio peso, y al rato el segundo, y nos abrazamos con el Melli, con el viejo, con la piba, con el experto, con la familia y hasta con el bebé. El éxtasis del fútbol. Estamos bordeando la gloria.
Huracán no patea al arco en todo el partido y poco a poco nos vamos inundando en las aguas del campeonato. Escalones abajo lo veo a Pepe Arancibia, amigo desde la escuela primaria, con los hijos y el nieto saltando y gritando. Bajo y me estrecho en un abrazo con el que sintetizamos medio siglo de amistad y pasión por los colores. Unos metros más allá esta Brandon, el hijo de Alberganti, coprotagonista de El Secuestro mirando al cielo y gritando: “Daleeee campeó…Dalé campeoooooooooooon”. Me abrazo con él, con el Melli, con todos los que andan cerca. Conocidos o desconocidos. Hasta que alguien suelta “es para los putos que nos odian” y yo, sin razonar las consecuencias en esta sociedad violenta, lo contradigo: “No flaco, no te confundas, no nos odian, nos envidian”, y al darme cuenta de la imprudencia de corregir a alguien en público, y esperando la piña, recibo como respuesta una sonrisa: “Tenés razón, campeón”, y me abraza saltando y festejando.
Nos envidian porque somos el único club de barrio que llegó a lo más alto del fútbol mundial. Nos envidian porque tenemos el mejor estadio del futbol argentino. Nos envidian por tener el mejor semillero. Nos envidian por ser un club social antes que una pasión futbolera. Nos envidian por ser una familia, con todo lo que eso acarrea (peleas y reconciliaciones, pero siempre siendo parte del clan). Nos envidian ser una de las pocas sociedades civiles deportivas sin convocatoria de acreedores en una historia centenaria.
José Amafitani, ejemplo de conducción con honradez, marcó un camino. Los dirigentes sucesivos con la masa societaria, con aciertos y errores, lo continuamos. “Cada pibe que entre al club es un campeonato ganado”, “El cemento es mudo pero elocuente” son las pintadas en las paredes de mi club en palabras del prócer. Palabras que me representan y me enorgullecen. Orgulloso campeón por ser la consecuencia de un proceso y no por el milagro del dinero.
La realidad es que Vélez es el campeón del fútbol argentino por mérito propio. La única verdad es la realidad, dijo algún filósofo político alguna ve(le)z.