Entre ríos de imágenes

Foto: www.ficer.com.ar

Crónica de un viaje a la sexta edición del Festival Internacional de Cine de Entre Ríos

Por Fernando G. Varea

“El Paraná, señor de los ríos”, posteaba en Facebook el realizador Gustavo Fontán junto a una foto indicadora de que se encontraba contemplándolo, tras arribar a la ciudad del mismo nombre el día de inicio del FICER (Festival Internacional de Cine de Entre Ríos). Ese río es el mismo que en Rosario se encuentra al Este y que en Paraná luce rodeado de arboledas, extendiendo su influencia sobre un paisaje plácido y cargado de historias que se respiran en calles levemente sinuosas, donde asoman algunas casas antiguas e históricas escuelas. Ese entorno natural, que ha sensibilizado a tantos artistas de la región, afloraba en el mismo festival, que desplegó sus actividades del 11 al 15 de diciembre.

La programación de esta sexta edición del FICER fue un deleite. En las películas argentinas seleccionadas prevalecía un medio tono y un nivel bastante parejo de calidad (incluyendo algunas que los rosarinos pudimos ver en diversas funciones en Cine El Cairo, como El castillo, El viento que arrasa, La mujer hormiga, El aroma del pasto recién cortado y Algo viejo, algo nuevo, algo prestado, más otras que no llegaron a nuestra ciudad como Elda y los monstruos y Todo documento de civilización), generalmente antecedidas por cortos entrerrianos. El criterio cinéfilo llevaba a que, por ejemplo, una película documental de la salteña Daniela Seggiaro (Senda india), una ficción del entrerriano Maximiliano Schonfeld (Sombra grande) y una coproducción dirigida por la actriz franco-senegalesa Mati Diop (Dahomey) –aunque exhibidas en distintas salas– confluyeran al explorar experiencias de pueblos originarios de diversas partes del mundo.

Curiosamente, películas extranjeras que en otros festivales acapararían la atención, como La luz que imaginamos, de la india Payal Kapadia (que poco antes había conseguido dos nominaciones a los Globos de Oro y era destacada como la mejor del año por la revista británica Sight and Sound), o Grand Tour, del portugués Miguel Gomes (quien había preferido proyectar aquí y no en el Festival de Mar del Plata su film, premiado en Cannes), más allá de que convocaron a muchos espectadores en las cómodas salas del shopping Las Tipas, no parecían despertar la alegría de otros eventos más vinculados a lo local y lo afectivo. Como la presentación en el salón del Instituto Autárquico Audiovisual de cuatro cortos en 16 mm de la santafesina Marilyn Contardi, proyectados por Fernando Martín Peña. Esas películas breves devolvían a la vida registros de décadas atrás de la capital santafesina, del pueblo Zenón Pereyra e incluso del poeta Juan L. Ortiz, con su andar y su (des)peinado tan particulares. La función empezó con unos zumbidos y Peña debió aclarar de dónde provenían: los celulares de los asistentes, aun silenciados, imponían su omnipresencia. A partir de ese incidente, no fue pequeña la proeza de lograr que todos tuviéramos –durante la hora que duraron las proyecciones– los teléfonos apagados o en modo avión (esto último tenía su lógica, ya que entregarse a la visión de esos cortos significaba indudablemente un viaje, sosegado y melancólico, por el tiempo). El último de los trabajos exhibidos, al reunir registros en blanco y negro de un jardín de infantes sin sonido, agregaba el plus del silencio devocional ante esos destellos de la memoria. A Contardi y su marido Raúl Beceyro, presentes en la sala, se los vio entusiasmados, disfrutando el contacto con el público, mayormente joven.

Fernando Martín Peña. Foto: www.ficer.com.ar

El acontecimiento tenía puntos de contacto con la proyección de tres cortos en súper 8 del cineasta y educador Jorge Surraco (uno sobre una leyenda regional, otro sobre la ciudad de Federación y otro sobre la poesía de Juan L.), con el documental de Enrique Bellande La vida a oscuras (sobre la pasión de Peña como coleccionista y preservador) y con Sombra grande y su galería de habitantes de pueblos entrerrianos de distintas generaciones entrelazando conversaciones, rutinas y encuentros sociales, partiendo de un poema y de los misterios de una lengua chaná que resiste en la voz de un anciano indígena (cuya hija, después de la función, celebró el film).

Esas expresiones artísticas podían ligarse también a un par de espectáculos organizados en la sala grande de La Vieja Usina: Selva Almada y otros poetas leyendo textos delante de una gran pantalla, en la que se sucedían imágenes editadas por el joven santafesino Milton Secchi (uno de los programadores) con un fondo sonoro generado, al mismo tiempo, por el músico Ernesto Romeo, y, la noche siguiente, las maravillosas voces de la acordeonista Marcia Müller y la guitarrista Silvana López casi interactuando con registros audiovisuales de Linares Cardozo (1920-1996) y Miguel Zurdo Martínez (1940-2011). Schonfeld advertía el riesgo que implicaban esas apuestas artísticas que, sin embargo, no transmitieron improvisación sino creatividad, belleza y emoción (escuchar Canción de cuna costera me retrotrajo, de pronto, a los años de mi infancia).

La coherencia incluía el hecho de que una sección se denominara Correntada Cine Argentino, que Gustavo Fontán presentara un mediometraje titulado Los ríos (además de ofrecer con Gloria Peirano un taller de escritura), y que Rodrigo Moreno acompañara un film suyo de hace unos cinco años, Una ciudad de provincia, en el que se detiene en gestos y detalles de la vida cotidiana de una localidad entrerriana, colándose en las conversaciones de dos pescadores, de un grupo de risueños adolescentes y de dos chicas que van en moto, explotando ideas con sentido lúdico y hallando allí cierta nobleza difícil de encontrar en las grandes ciudades. De este director porteño podría haberse exhibido su más reciente y celebrada Los delincuentes, pero, por su argumento y sus locaciones, hubiera desentonado.

Foto: www.ficer.com.ar

Y si a Moreno lo acompañaba su madre Adriana Aizemberg era porque la experimentada actriz había trabajado en Plata dulce (1982), dirigida por el entrerriano Fernando Ayala (1920-1997), de la que estaba prevista una función nocturna al aire libre que debió suspenderse por una impetuosa tormenta –la audacia de la naturaleza, una vez más–, concretándose la noche siguiente, con el público divirtiéndose al descubrir similitudes con la Argentina actual (diversión algo agria, claro está). “Soy la única del elenco que vive”, la escuché exagerar, en un momento, a Aizemberg, quien, en el marco del festival, recibió una distinción de manos del gobernador Rogelio Frigerio y otras autoridades.

En el 6º FICER hubo también películas infantiles por la mañana, un rincón con espejos y fotografías destinado a recordar a la actriz Tilda Thamar (1921-1989, nacida en la localidad entrerriana de Urdinarrain), una réplica del mural sobre cine argentino realizado por el artista plástico Andy Riva (cuyo original se encuentra en la sede de DAC, en CABA), un Mercado audiovisual del que participaron varios rosarinos, y un par de charlas abiertas al debate: la que pude presenciar reunía, en el luminoso espacio del Centro Provincial de Convenciones, a programadores de festivales de distintos puntos del país (Festival Play, Festifreak, ASUFICC, Beija Flor, Flaherty). “El problema son las audiencias”, “Lo importante es cuestionarse”, “A veces la propuesta de llevar adelante un proyecto puede venir de alguien que no es del palo, incluso del ámbito de la política, como ocurrió con el FICER” fueron algunas de las cosas que se dijeron, en medio de reveladoras anécdotas. Como moderador, el crítico Luciano Monteagudo señaló, atinadamente, que, en las condiciones actuales, festivales “chicos” como éste resultan alternativas más que deseables ante los “grandes” (el BAFICI, el de Mar del Plata), envueltos en recortes presupuestarios, indefiniciones y drásticos cambios de autoridades.

Adriana Aizemberg. Foto: www.ficer.com.ar

Los asistentes podíamos dar fe también de la generosidad del FICER. A los beneficios brindados a realizadores, periodistas e invitados (para poder concurrir sin demasiados gastos ni complicaciones), hay que agregar dos datos sorprendentes: todas las funciones eran gratuitas y excedían la ciudad de Paraná, ya que varias películas se exhibían simultáneamente en 24 sedes distribuidas a lo largo de la provincia.  

El apoyo oficial es indudable, extraño en estos tiempos. Probablemente sea el motivo por el que el certamen no estuvo atravesado por discursos encendidos, aunque, en la ceremonia de clausura, la ganadora Daniela Seggiaro habló de la “oscuridad” que estamos viviendo y Rodrigo Moreno (en representación del jurado que había integrado junto a Romina Paula y Carolina Monti) destacó la vitalidad de la cinematografía argentina “en un momento en el que es atacada de manera absurda y maliciosa por el poder de turno y sus seguidores”, generando fuertes aplausos. Se sumó la exhibición a sala llena, el último día, de la casi profética Puan (2023), con la presencia de sus directores Benjamín Naishtat y María Alché. 

Detrás de estos logros hay, además de ministros y funcionarios, algunos nombres a destacar: Eduardo Crespo, director artístico del festival (¿habrá pensado este joven sonriente y afable, cuando empezó a registrar humildemente pequeñas historias de su ciudad natal que lleva su mismo apellido, que años después terminaría dirigiendo un exitoso festival cinematográfico en su región?); Tomás Dotta, productor general, encantadoramente amable; Schonfeld, presidente del Instituto Autárquico Audiovisual de Entre Ríos, sensible y seguro de sí mismo, como lo viene demostrando desde hace poco más de una década con sus películas; un activo equipo de colaboradores, cumpliendo distintas funciones. Vale recordar que Crespo se desempeña en el cargo que, en las primeras ediciones, estuvo en manos de la realizadora Celina Murga, quien este año ofreció un taller de actuación frente a cámara y permaneció todo el festival, yendo de un sitio a otro con serenidad provinciana, ocasionalmente acompañada de sus hijos.  

Fotos: www.ficer.com.ar

Mientras en la TV y los diarios Entre Ríos era mencionada solo por los delitos cometidos por un senador provincial, en Paraná se vivía una suerte de fiesta popular, razonablemente más atenta al cine que al glamour. Durante cinco días, en el espacio al aire libre dentro del predio de la Vieja Usina –poblado a la noche de carritos con bebidas y propuestas gastronómicas–, en los intercambios para conseguir financiamiento para desarrollo de proyectos y en las colas para ingresar a las salas, se confundían gozosamente tonadas, inquietudes y expectativas de realizadores, productores, técnicos y estudiantes de Entre Ríos, Córdoba, Santa Fe, Misiones, Corrientes y Formosa. Una riqueza que, asimismo, devolvían las películas viejas y nuevas, largas y cortas, tendiendo un gran abrazo imaginario a la vera del río.

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