Fresco de la cultura en Rosario durante el 2024
Por Andrés Maguna
Resulta que el domingo 29 de diciembre me agarró existiendo y cedí temprano al impulso de escribir algo sobre el año del calendario gregoriano que termina, con ganas de pasarme al seguimiento del calendario chino, pues marca que el próximo año, serpiente de madera, empieza el 29 de enero, y eso me daría más tiempo para trajinar en una memoria anual de la actividad cultural y artística en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina.
Claro que recordar entraña peligros, y al desandar recorridos transitados durante 2024 por la ciudad que me adoptó y me sostiene espiritual, familiar, hogareñamente, me saltan con sus fauces abiertas los monstruos y demonios que evité nombrar, que ignoré, que decidí cancelar. Sin embargo, no les temía entonces y no les temo ahora, y por eso trataré de que esta memorabilia sea, cuando menos, un pantallazo panóptico de la totalidad de mis idas y venidas por muestras, exposiciones, presentaciones, conferencias, salas teatrales, espacios culturales, cines, parques, plazas, paseos, ferias, fiestas, festivales, reuniones, encuentros, y demás, e incluyendo lo que leí, lo que vi, escuché y probé en soledad. En ese marco, no puedo dejar de mencionar que me llamó la atención la incidencia creciente del consumo de alcohol sobre el consumo de arte y cultura, la formación y ampliación de comunidades artísticas, culturales, intelectuales que le dieron mayor espacio al signo cohesionante de las bebidas alcohólicas, hecho que tal vez coadyuvara a la delegación del pensamiento crítico en la diletante y ligera opinión infundada, el conocimiento ya expresado o escrito, la cita repetida, el lugar común de los académicos, la artificialidad propia del status quo del algoritmo y sus acólitos. (Un status quo en el que no tienen cabida los textos literarios, en especial las críticas o las crónicas, dos de las herramientas básicas que serán necesarias para salvar a la humanidad de cualquier apocalipsis en ciernes).
Crítica y crónica
No estaba en pedo el viento que criticó el modo en que plasmaban su obra Paint’s no dead sobre los silos Davis los artistas Florencia Meucci y Manuel Cucurell. Pero a partir de ese momento, una vez materializado el anhelo pollockiano del viento, empezó a jugar la crónica esquizo borracha de pensamiento achatado y uniforme coincidiendo, sin dar lugar a la disidencia u opinión en contrario, en que ese “accidente” se debía a un “error” y había provocado un “enchastre”.
A la sazón, lo que sucedió luego transformó ese “escándalo cultural del año” en una divisoria de aguas muy loca, en la que los dos bandos enfrentados coincidían en dos cuestiones esenciales: era un error que había que subsanar, y una “tradición cultural de Rosario” que se debía “respetar”, surgiendo tardíamente algunas pocas voces advirtiendo que los rosarinos “merecíamos” un debate en torno del tema.
La tradición de Rosario como faro cultural y artístico del interior comenzó a tomar cuerpo durante los albores del siglo XX, cuando las clases acomodadas de comerciantes, empresarios y terratenientes, en andas de la Revolución Industrial, comenzaron a usufructuar con éxito el talento, los saberes ancestrales, la creatividad y la desesperación (razón de ser de la “mano de obra barata”) de las dos grandes oleadas inmigratorias que llegaron entre 1890 y 1910, compuestas mayoritariamente por italianos. Y el poder político, ejercido históricamente por dichas clases acomodadas, desde la ley Roque Sáenz Peña (1912) se las ingenió para captar la voluntad de las masas estableciendo como posibilidad cierta la ecuación del “ascenso social por medio de la cultura del trabajo”. En esa fragua empezó a tornearse nuestra particular “cultura política rosarina”, exigiendo “respeto” de los privilegios de los poderosos por parte de la clase obrera, y premiando con distinciones y nombramientos a quienes fueran “merecedores”, es decir los sujetos más obedientes y “respetuosos” del orden social y las “tradiciones” preestablecidas. Con el correr de la vigésima centuria, el marco del ascenso social fue polarizándose en la posesión de riqueza, patrimonios materiales, como único medio de ocupar un lugar en la punta de la pirámide, y la tradición cultural rosarina, cimentada en las dádivas y donaciones de los ricos, y sus colaterales acciones de la política, empezó a centrarse en el cuidado y la conservación del “legado”.
Hasta que un viento recio, con ínfulas de artista, sucumbió a un impulso y pintó con rosa unos silos reconvertidos en museo, diciendo “el arte es una de las propiedades de las fuerzas de la naturaleza”, poniendo en entredicho la observancia ciega del “merecido respeto de las tradiciones culturales rosarinas” y abriendo una brecha insalvable entre tirios y troyanos, en una de las batallas de una “guerra cultural” que tiene como característica principal la ausencia de la crítica y la autocrítica, sin relato ni crónica que pudiera ayudar, pues la “cultura de la prensa y/o el periodismo” parece haber sucumbido a la interdicción ciega y sordomuda de las redes incomunicantes regidas por la IA.
A la vez, durante todo el 2024 se persistió en el automatismo programado de manifestaciones de una cultura zombi, siendo preciso resaltar la definición de zombi: una persona que está muerta, pero parece viva. Y los zombis no leen, aunque simulen hacerlo, ni mucho menos escriben, porque en sus mentes yertas solo hay lugar para la indiferencia, la que no lleva, no puede llevar, a acciones del pensamiento, quedándoles a mano el único recurso de la acción refleja, y su repetición. Así, una pintura viva que elige su propio camino, cuyo espíritu creativo cede a la provocación de la materia inerte y se derrama derrochando color sobre objetos, animales, plantas y personas, se convierte al instante en un “error” y su hermosa obra sólo puede ser vista como “un enchastre”.
El 2024 tal vez quede en la memoria como un año durante el cual fue propiciada una agnosia (del griego ἀγνωσία: “desconocimiento; incapacidad de procesar la información sensorial) colectiva, un año plagado de “reconocimientos” y “distinciones” para con uno mismo, o el otro espejado, en la búsqueda de esa replicación ilusoriamente infinita de los espejos enfrentados. Un año, también, en el que se vio desbalanceada la relación entre el deseo y su satisfacción, con la voracidad consumista en un opuesto por el vértice con los intentos de recuperar lazos sociales, confraternales, perdidos ante el avance de los nuevos y esquizofrénicos paradigmas promulgados por decretos de supuestas necesidades y urgencias.
Esto pudo verse en la Cuna de la Bandera en las masivas concurrencias a convocatorias planificadas por el Estado, como las Noches de las Peatonales, la Feria Internacional del Libro, el Festival de Poesía, la Feria Anual de Colectividades, los Carnavales, las Fiestas Patrias, entre muchas otras, como también en la multiplicidad de lanzamientos de iniciativas culturales, inauguraciones, presentaciones, ciclos, muestras, exhibiciones, premiaciones, en su gran mayoría con barras de bebidas pagadas por los auspiciantes y organizadores o a “precios populares”.
El difícil arte de cultivar la pobreza primordial lógica, la que entiende que el dinero y la acumulación de dinero conducen inevitablemente a páramos de una soledad insoportable, se vio menoscabado, y de un año para otro los grupos de jóvenes que pululaban en la vía y los espacios públicos expresándose artísticamente, jugando alegres y compartiendo abiertamente su libertad de pensamiento, se vieron recluidos en cientos de bares y birrerías, empinando los codos para resetearse una y otra vez. Los cronistas de la cotidianidad de la cultura rosarina no tuvimos otra que morir también (“la quedamos”, como se dice ahora) y convertirnos en zombis, dudando de la elección de la pobreza como medio de enriquecer el alma, dejando que la practicidad del arte sintético, la lógica absurda y reduccionista de la IA, se hiciera cargo de recuerdos y asociaciones simbólicas, y asintiendo cuando alguien dice “Martín Ron es un crack” o “el nuevo mural de los silos Davis es una verdadera obra de arte, la que la ciudad merecía”, negándole al propio Ron su estatus real de esforzado y honesto trabajador de la plástica visual, y a su obra sencilla y básica, de fácil apreciación y efímera significación, la posibilidad de encontrar su fundamentación en la iconografía popular a la que adscribe, su destino de postal indeleble.
Parece haberse borrado el debate en torno del “buen gusto” y el “mal gusto”, y por eso la auténtica aberración de cuatro esculturas en el bar El Cairo sólo fue señalada en chistosos posteos en redes, sin saberse los nombres de los autores, mientras turistas y rosarinos se sacan fotos con un Fontanarrosa que se parece a Osvaldo Soriano en sus últimos momentos, un Messi y un Di María hermanados por la camiseta argentina que no se parecen a ninguna persona conocida (mucho menos a ellos mismos), y una Lucha Aimar, también con la camiseta argentina, con una desemejanza que da miedo.
Cuando se descubrió esta última estatua, en las postrimerías del agnóstico 2024, estaba presente Luciana Aimar, siendo filmada en el postrer momento de su encuentro con su imagen de jugadora de hockey estelar y maravillosa, y se puede apreciar en ese registro audiovisual, tras una fracción de segundo de genuino susto, el ataque de risa del que fue presa, que tuvo su correlato con el desbarranque en la hilaridad de una de sus acompañantes.
En su edición del 30 de diciembre el diario La Capital, a tono con todos los medios y portales, tituló: «Luciana Aymar y una obra con “la pasión y el amor de cuando jugaba”», y ya está, eso (esa horripilancia) pasó a ser una obra de arte incuestionable hecha con el mismo amor y la misma pasión que por jugar al hockey tiene esta rosarina insigne de la cultura deportiva.
Claro que hubo excepciones confirmando la regla para el cultivo del arte según los parámetros expuestos (el crecimiento exponencial del teatro independiente rosarino es una de esas excepciones), pero fueron eso, excepciones confirmatorias de la continuación de una tradición que está terminando de vaciarse de sentido, y que se niega al análisis de esto que le pasa apurando fondos de vasos, copas y botellas, o haciendo caminar la yema del pulgar por una cinta infinita de luz, ignorando y silenciando el empuje de las nuevas generaciones de artistas, e invisibilizando la naturales y espontáneas manifestaciones artísticas y culturales que siempre florecieron, florecen y florecerán.
En resumen, a vuelo de cronista el año cultural rosarino 2024 puede ser visto como un laberíntico hormiguero en el que miles y miles de individuos fuimos y vinimos de una ilusoria salida a otra, atraídos por oropeles, bombos y platillos, bajo los efectos de una borrachera colectiva que nos dificultó el reconocimiento de evidentes señales indicativas de la ubicación de sensibles e inmateriales tesoros de la ilimitada creatividad humana, del buen humor natural del arte y de los regocijos en la cultura común y corriente.
M0raleja: Nunca te pintes de rosa (y ni se te ocurra el rojo rojito claaaaaro).