
La obra Mal de amores, dirigida por Luciana Di Pietro, vista por un sexagenario voluntarioso

Por Andrés Maguna
Hace poco, el viernes 22 de agosto, un señor sexagenario, de Rosario, fue a ver una obra del teatro independiente, llamada Mal de amores, en el Teatro de la Manzana. Había leído que se trataba de una puesta en escena “inmersiva” y había escuchado por ahí que era una “comedia liviana”, y aunque desconfiaba de la palabra “inmersiva”, porque de algún modo implica la participación activa de los espectadores, se dijo a sí mismo que andaba con necesidades anímicas de comedias livianas, y por eso estaba ahí, sentado entre treinta personas, en su gran mayoría mujeres jóvenes o de mediana edad, dispuesto a relajarse y, tal vez, reírse.
A los pocos minutos de comenzada la obra el sexagenario de Rosario cae en la cuenta de que le costará identificarse con la problemática y los personajes, pues se trata de una pintura generacional de tres amigas treintañeras de clase media acomodada que pasan una noche juntas, dirimiendo un par de conflictos de índole amorosa con ayuda de algunos del público, al que consultan cada tanto.
A pesar de que hace un esfuerzo (trata de recordar cómo era él a sus 30), esmerándose por imaginarse mujer (tarea que le demanda un compromiso agotador), el sexagenario no puede engancharse. Y cuando la trama vira hacia el tema de Tinder y las relaciones de Tinder, dándose por sentado que todos los presentes tienen o tuvieron una cuenta en Tider, comprueba que es un sapo de otro pozo, y no sólo porque nunca tuvo ni tendrá cuenta en Tinder, sino porque le parece una manera fría, poco afectiva, de vincularse con otra persona.
Aclaremos que el tipo tiene hijes de esa generación retratada, con los que mantiene un diálogo fluido y sincero, y que su naturaleza de padre que se hace cargo lo ayudó a fortalecer una propensión a la empatía con el ser humano. Además, aunque sufrió unas cuantas derrotas y fracasos relacionales-amorosos, y terminó siendo un solterón solitario, no desarrolló ningún tipo de misoginia ni se considera un lisiado afectivo.
Y también podemos tener en cuenta que el sexagenario imaginario trabaja de crítico teatral en una revista digital de la ciudad.
La obra avanza a trompicones en su argumento exageradamente liviano, basado en conflictos insustanciales e intrascendentes, y el crítico sexagenario, aunque percibe risas ocasionales, una buena predisposición de los del público, no se puede enganchar, como nota que les sucede a algunos espectadores de las dos primeras filas, los más interpelados con preguntas por la actrices, que responden cohibidos, incómodos. Resisten a la defensiva la propuesta de inmersión. En un momento dado, una de las tres amigas, a la que las otras dos ya le contaron que su pareja le es infiel y que atraviesa el dilema de seguir los consejos antagónicos de una y otra amiga, comienza a preguntar individualmente a algunos espectadores: “¿Vos que harías?”.
Tras preguntar a uno de la primera y a otra de la segunda fila, quienes responden con titubeos en volumen inaudible, la actriz dirige su mirada a nuestro crítico sexagenario y lo intima: “¿Y usted, señor, que haría?”. Él, que no temía ser preguntado por estar cobijado en las penumbras de la quinta fila, se sorprende, y mira con gesto automático hacia atrás, como queriendo materializar a otro “señor” que sabe que no hay. “No mire para atrás, a usted le estoy preguntando”, le espeta la actriz, y el tipo entonces la mira a los ojos y se pone a pensar en una respuesta. Durante los 7 u 8 segundos de incómodo silencio que le insumió sopesar la pregunta, la mente del hombre, en su esfuerzo por ser cortés y sincero, reelaboró la cuestión así: “¿Qué haría si fuera una mujer de treinta años, de asumida identidad lesbiana, a la que le acaban de contar sus dos amigas bisexuales que su pareja la engaña, apurándola ambas a que decida entre dos cursos de acción a tomar?”. Y contestó con voz firme y clara: “Lo pensaría bien”. La actriz preguntona, sin salirse de su personaje, luego de dos segundos exclamó: “¡Cómo que lo pensaría bien! ¡No hay tiempo para pensar, hay que decidir ahora!”. Y enseguida volvió a preguntar entre las dos primeras filas: “¿Vos que harías?”.
La obra siguió su curso, con las tres amigas yendo, luego de compartir un cigarrillo de cannabis, a un boliche danzante en plan de que la engañada “se quite un clavo con otro clavo” con la contribución de la ingesta indiscriminada de alcohol. Nuestro héroe sigue sin poder entrarle a la propuesta, tal vez, piensa, porque no está de acuerdo con la construcción de la psicología de los personajes (revisten estereotipos demasiado generales) y porque comprueba que el ida y vuelta con el público no funciona, quizá en virtud de las sentencias apodícticas que jalonan el texto dramatúrgico, dando por sentadas como verdades lo que para él son conceptos erróneos que esconden una negación a la profundización ponderativa.
A los 42 minutos de comenzada Mal de amores acontece, con cierta precipitación, el final. Los espectadores aplauden con calidez, las actrices saludan, agradecen, y sube a escena Luciana Di Pietro, la directora, para decir unas palabras.
Mientras se alejaba del Teatro de la Manzana nuestro hombre cotejaba lo que había visto y oído con otras dos obras dirigidas por Di Pietro, La hija sin cabeza, que había presenciado en la misma sala, en marzo, y La sal, en Espacio Bravo, en abril. Estas dos obras le habían parecido, siendo muy distintas, excelentes, auténticas joyas escondidas, reveladoras de un talento creativo ágil y dinámico, con guiones de gran sinapsis. “Que es justo, el guion, lo que no funciona en este caso… –reflexionaba– O tal vez no está dirigida a todo público, y sería lo que se llama una obra de nicho. Qué difícil se me va a hacer escribir la crítica. Ya no estoy para estos trotes”.
(Nota del autor: El lector no tendrá dudas sobre la identidad del crítico sexagenario de Rosario, y entenderá que el uso de la tercera persona más que un recurso estilístico resulta un subterfugio liso y llano. Además, como nunca publiqué mis críticas de La hija sin cabeza y La sal, me pareció indecoroso que el primer texto sobre una obra dirigida por Luciana Di Pietro que saliera en estas páginas, con una calificación de dos Tatitos, fuera ésta, siendo que las otras dos fueron valuadas en su momento con cinco Tatitos cada una. Razón por la cual se inscriben al pie de este texto las fichas técnicas de las tres obras, y aprovecho este paréntesis para exponer dos breves fundamentaciones crítico-calificatorias:
1. La hija sin cabeza sitúa a tres hermanas en una casa sitiada por una inundación, y por la llaga de un trauma inexpresado. La madre está en la casa, y aunque no se la ve ni se la oye también participa como personaje, lo mismo que el agua, que va avanzando, tomando partes de la vivienda, achicándola. Con muy variados recursos que se notan surgidos de un armado dramatúrgico sobre bases originales, incluida la utilización de máscaras y extraños artilugios escenográficos, las tres actrices conducen hacia un origen revelador la gran cantidad de aparentes delirios que terminan siendo la solución de varios misterios, o la explicación de unos cuantos por qué que se van sembrando en las cabezas de los espectadores. También exhibe pinceladas de escenas musicales de apropiada belleza, junto con instilaciones de dosis justas de comedia, de grotesca comicidad. El final, luminoso, es como un moño dorado de un paquete escénico atrapante.
2. En La sal se relata el encuentro de dos hermanas en el hogar familiar de la infancia de ambas, en una ciudad a la vera del mar, con la idea de arrojar en el mar las cenizas del padre. La relación entre ellas está marcada por un contrapunto picante, y se pelean y se amigan varias veces en un diálogo a través del cual van cotejando recuerdos, revelándose la verdadera naturaleza del padre muerto, el trauma inmanente generado por su figura, así como la presencia fantasmática de una madre viva por la que ninguna de las dos hermanas siente afecto. Con textos que oscilan entre el desatino casi absurdo y el drama poético, se va propiciando el camino a una creciente respuesta de la hilaridad. Y también exhibe una sólida construcción sobre basamentos de exploraciones dramatúrgicas de libre vuelo. La obra va derecho al punto ascendiendo gradualmente su clímax, y termina en lo alto de algo muy difícil de lograr: un buen drama psicológico que apela al chiste para dar alas a la historia y a los espectadores.)
FICHAS:
Título: Mal de amores. Calificación Belbo: 2/5 Tatitos. Autora: Najla Raydan. Dirección: Luciana Di Pietro. Actúan: Cecilia Tesei, Virginia Esparza y Najla Raydan. Asistencia general y técnica: Macarena Goicoechea. Vestuario: Fiorella Belisomi. Realización de escenografía: Marcelo Goicoechea.
Título: La Sal. Calificación Belbo: 5/5 Tatitos. Dramaturgia: Vanina Frustagli y Tincho Zaragoza. Dirección: Luciana Di Pietro. Actuaciones: Vanina Frustagli (Conga) y Macarena Goicoechea (Suplicio). Producción: Mentira Compañía Teatral. Vestuario: Lorena Fenoglio. Técnica (sonido y luces) y asistencia general:Laura Giliberti.
Título: La hija sin cabeza. Calificación Belbo: 5/5 Tatitos. Dirección: Luciana Di Pietro. A partir del texto de: Paula Luraschi. Supervisión de dramaturgia y escena: Cristina Carozza. Actuaciones: Paula Luraschi, Sol Falcón y Ornella Rossi. Técnica y asistencia de dirección: Virginia Esparza. Vestuario: Lorena Fenoglio. Escenografía: Ornella Rossi y Aron Bojanich.