

Por Susana Sherar
En una conversación con los psiquiatras del hospital Saint Anne en 1972, que se publicó bajo el título Je parle aux murs (Hablo a las paredes), Jacques Lacan dice que el discurso del capitalista (una especie de anexo a sus cuatro discursos: el del amo, el de la histérica, el de la universidad y el del analista) excluye las cuestiones del amor*. Esto es posible gracias a una pirueta donde el discurso del amo modificado en su fórmula muestra que se puede gozar sin obstáculos. Este sistema puede incluso recuperar las cosas del amor para sacar ventaja: produce y crea productos para continuar la acumulación del capital.
Contrariamente, el discurso del analista, que pone freno al goce, se sostiene en el amor; “amor de transferencia”, lo llamó Freud, un amor como cualquier otro, con su parte de real y su parte de ilusión.
Contemporáneo al discurso del capitalista de Lacan, pero en las antípodas, David Friedman, teórico americano muy de moda en los años 70, dice que la idea central del libertarianismo es que la gente debe poder vivir de acuerdo a sus propios deseos. Dice: “Nosotros rechazamos totalmente la idea de que la gente debe ser protegida por la fuerza contra ellos mismos. Una sociedad libertariana no tendrá leyes contra la droga, los juegos de azar, la pornografía”.
Era en 1973, escribe eso en The machinery of de freedom, texto que tuvo mucho éxito en su momento. Esta profusión de goces anunciados en el 73, hace mas de 50 años, se produjo realmente.
“¿Qué efecto tiene sobre los individuos si esos goces son realizados? Siguiendo a Hegel y a Marx, podemos decir que los sujetos están en competición, en lucha, puesto que no tienen ninguna razón de respetar a los otros. El otro es utilizado como un medio normal de procurarse el goce. Esto se observa en la sociedad, en las empresas, en las asociaciones, con el desarrollo del odio y la lucha entre competidores. Lo que muestra que estamos en el registro de una moral sadeana (digna del marqués) es la dureza de las relaciones en el mundo del trabajo, en el mundo familiar y aun en el mundo asociativo”**.
Si se trata de una empresa, ésta pide, por definición, un rendimiento. Es lo que define el discurso del capitalismo, a partir del cual Marx conceptualizó la plusvalía. Pero en la esfera médico-social, sorprendió a todos porque es más aberrante: el “objeto” es una población en dificultad, dependiente (discapacitados, enfermos, niños, viejos), de la que se ocupan los Estados. Hoy la política en gran parte del mundo es la de achicar el Estado: hay que recortar, cuestan muy caro, la deuda, etcétera. Disminuir el personal se impone como primera medida.
Esto tiene múltiples consecuencias –que sería demasiado ambicioso tratar de agotar– en la vida de los seres hablantes que vivimos en sistemas capitalistas, pero desde el lugar del psicoanalista, trabajando tanto en institución como en su consultorio, se pueden leer algunas a través de síntomas actuales.
El burn-out que apareció como epidemia hace unos veinte años dio lugar a un sintagma: sufrimiento en el trabajo. Hay servicios que se ocupan, muchos libros que aparecen escritos por sociólogos, psicoanalistas, filósofos. Ciertos sufrimientos encontraron un nombre.
El sujeto viene con la etiqueta que le ha puesto la sociedad (el médico, el patrón, el marido) y que le sirve de nominación: “Hice un burn-out”. Esto ataca, con la misma realidad que un virus, cualquier clase social, cualquier puesto de trabajo, con signos específicos. Si bien la escuela de psicoanálisis fundada por Lacan no “hace clínica” (o sea: generalizar y clasificar) no se puede desconocer que los signos de esta patología no se nombran pura y simplemente como “depresión”. ¿Por qué? Su especificidad es que lo que la desencadena son los lazos sociales pervertidos en el lugar de trabajo. Enfermos por un amo que desconoce la dimensión subjetiva, que no la puede ver, porque si la ve, la lógica en la que está inscripto no se sostiene; pierde su lugar de amo.
Este cuadro aparece con síntomas específicos, como el (gran) cansancio atribuido a la cantidad de trabajo, o a la presión que su cumplimiento ejerce sobre el sujeto, la angustia concomitante, se siente un “trapo”, y él sabe, a partir de una “paranoia razonante” cuál es el problema: el Otro, ese amo que hace sentir, aun sin abrir la boca, una necesidad de rendimiento, palabra mayor en el managering de hoy, que equivale a la posibilidad de que él quede en el lugar del trapo, o en el placard (vertiente francesa para decir que no se lo puede echar pero que no sirve para nada).
El trabajador es evaluado de acuerdo a una escala normativa construida para eso y por los mismos que la ponen en ejercicio, simulando cientificidad. Es más, se pide al trabajador de autoevaluarse. Para quien tiene una tendencia propia a la desvalorización, su propio “ojo” se vuelve perseguidor, porque no puede separarse de su propia mirada asociada desde siempre a un super-yo tirano.
En todas las esferas se vive hoy el sufrimiento, que afecta a muchos, pero algunos llevan la huella de una desconsideración anterior, profunda, infantil, que aparece en el discurso del paciente ligada a la situación actual, a un punto de no retorno, en muchos casos no dialectisable: no se puede trabajar en esas condiciones. Es ahí donde “explotan”, se enferman, o se “despiertan”.
Angélique, 48 años, es escribana, entró a la sociedad donde trabaja como socia, y por una decisión personal pidió ser asalariada. En el origen de esta decisión estaba la ilusión de que su trabajo se acotaría, que los deberes y derechos estarían más claros. Se equivocó, era una tentativa de solución para su síntoma. Hoy, cuando se atreve a pedir una organización distinta, con un empleado más, con un límite, le dicen que todos están recargados de trabajo. Incluso una empleada con un cáncer y otra con otra enfermedad crónica, que no dicen nada, no se quejan. Sería entonces un problema de Angélique, que tiene que curarse, considerando que está enferma de otra cosa. Ella dice: “No tienen en cuenta el sufrimiento, en ningún caso”, y no le proponen tampoco ni pizca de soluciones para una organización del trabajo más conveniente para ella. No la escuchan, ni les interesa.
Volviendo de vacaciones y debiendo retomar su puesto en esas condiciones, sueña que encuentra en su buzón la carta de despido. Su marido le dice que es lo mejor que le puede pasar. Yo expreso mi acuerdo. Ella no. El psiquiatra le propone una licencia, ella no acepta. Redobla el tratamiento antidepresivo. Resiste para convencerse que no está enferma. Pero quizá, porque su queja empezó hace poco a dirigirse a un analista, al mismo tiempo se postula para otro trabajo que su formación en derecho le permite: attachée de justice***, que en su lectura literal en francés sería algo así como “atada a la justicia”. En vez de poner el cuerpo, buscando una justicia donde no la va a encontrar, va a intentar hacer una tarea más encuadrada por la demanda de un juez, en el Tribunal de Casación, en vez de verificar decenas de veces sus escrituras y no poder poner punto final a una exigencia eterna de performance.
No es seguro que su minuciosidad surperyoica, derivada de una falla narcisista, la deje tranquila. Pero con este cambio de lugar en el Otro apostamos a que algo cambiará para ella. En cuanto al patrón, reemplazará a su asalariada para que la rueda siga girando…
Isabelle era empleada de limpieza en un geriátrico. Su fragilidad psíquica se transparenta desde que empieza a expresarse y su rasgo paranoide aparece… Empieza a quejarse diciendo que hace casi tres años que está con licencia luego de un enfrentamiento con su director. Después de veinte años de trabajar allí (lo cual ella revindica), un día ve llegar al establecimiento a un nuevo compañero, un hombre con quien le era imposible trabajar: su “violador”.
En su juventud ella tenía una relación con un hombre al que, después de lograr dejarlo, denunció por violaciones reiteradas y violencia. La queja quedo sin efecto. No la escucharon. Las vueltas de la vida hacen que el mal encuentro se produzca en el lugar de trabajo. Pide una cita con el director y le explica la situación, pensando que la ideología más feminista que ha tomado la sociedad francesa estos últimos años la iba a favorecer. Vuelve a encontrar una oreja tapada, le dicen que no se puede hacer nada, que es problema suyo, etcétera, etcétera. Ese mismo día va a ver al médico, quien le cree y le da una licencia que se volvió de larga duración. Larga pero no eterna, y su idea es reinsertarse en otra institución. El miedo es volver a encontrar a Otro u Otra que no la escuche. Ella sabe que quejas tendrá siempre, y que le hace falta un otro comprensivo, que pueda poner un poco la falta de su lado, ¡que se descomplete!
“El que se quemó con leche cuando ve a una vaca llora”… Es todo lo que puede hacer. Quizá los “quemados” lleguen, en el mejor de los casos, a poder sostenerse de un otro diferente, una escucha que no lo juzgue, que le hable desde otra lógica, y hacer entonces encuentros más soportables en la realidad, lo que suele suceder… Lo cual tendría el efecto de una pomada cicatrizante.
* J. Lacan: Je parle aux murs, Ed. Seuil, página 96.
**P-C. Cathelineau: filósofo, psicoanalista. Sitio de ALI: “Quelle est la place du discours capitaliste parmi les autres discours?”.
*** Attachée de justice: oficial de justicia.