

Por Juan Facundo Besson
Vuelta del justicialismo y los cercamientos
El retorno del justicialismo en 1973 no fue un simple acontecimiento electoral: fue, con todas las letras, el intento de un pueblo por volver a ser artífice de su destino. Perón, tras dieciocho años de proscripción y golpes cívico-militares, reaparecía como un viejo fantasma que los liberales de toda laya hubieran preferido mantener en el exilio. No regresaba solo un hombre, sino un proyecto de Nación que en su esencia buscaba recuperar la autonomía frente a una estructura mundial que empujaba a la Argentina a la dependencia y al atraso, en ese reparto unilateral de la división internacional del trabajo. Había un diagnóstico claro: el desarrollismo de la década anterior, con su mezcla de apertura selectiva al capital extranjero y de nacionalismo declamado, había demostrado ser apenas un maquillaje. Lo que se construía con la mano del Estado se desarmaba con la mano invisible del mercado y sus socios locales. El crecimiento sin control soberano era, como bien se comprobó, una ilusión efímera.
Perón entendía –y Gelbard lo aplicó– que sin un sector productivo de carácter nacional fuerte, sin industria propia y sin regulación del capital externo, la Argentina era apenas un territorio administrado por agentes de intereses foráneos. De allí surgió el entramado de leyes del período: la N° 20.557, que limitaba el ingreso de capital extranjero; la N° 20.568, que buscaba fomentar a las PYMES; la N° 20.545, orientada a proteger el trabajo y la producción nacional; y la N° 20.560, destinada a impulsar la promoción industrial. Este plexo normativo pretendía ponerle freno a la colonización económica y apostar por una industrialización con sello local.

El problema era que el “sector industrial nacional” resultó un mito más que una realidad. Los empresarios medianos, que en teoría debían ser el motor del modelo, prefirieron muchas veces apostar a la especulación y al refugio en divisas antes que invertir en serio en el desarrollo productivo. Mientras tanto, los grandes conglomerados –la “oligarquía diversificada”– seguían controlando los sectores dinámicos de la economía, particularmente aquellos vinculados a bienes intermedios y de capital (Basualdo, 2006). En otras palabras: queríamos fabricar el auto nacional, pero dependíamos del importador de autopartes, claramente el Estado empresario que se propuso necesitaba a los privados.
El Estado intentó también intervenir en el sistema financiero. La Ley N° 20.520, que nacionalizó los depósitos, otorgó al Banco Central la potestad de orientar el crédito según las prioridades del desarrollo nacional. Fue un intento serio de democratizar el acceso al financiamiento y de quebrar el poder de los bancos privados. Pero, como todo lo que se hace a contramano del poder real, tuvo un alcance limitado: el aparato estatal carecía de fuerza suficiente para compensar la retracción de la inversión privada, y el tan mentado sector productivo nacional demostró tener más miedo que vocación transformadora.
En los números, el proceso justicialista parecía rendir: el PBI creció, el desempleo bajó y el consumo obrero se expandió gracias a una mayor participación de los asalariados en el ingreso. Sin embargo, la inflación –ese monstruo que nunca se deja domesticar del todo– reapareció con fuerza en 1974. El Pacto Social, que en un primer momento había logrado congelar precios y salarios en una especie de tregua de papel, empezó a tener problemas.
La política se encargó de lo demás. La muerte de Perón, el 1° de julio de 1974, abrió la puerta a un proceso justicialista encabezado por Isabel Martínez, una figura que la historia oficial redujo a caricatura, burla y odio, de propios y extraños, ocultando que bajo su gobierno se consolidaron medidas estructurales de gran calado. Como explica Julio Carlos González, secretario Legal y Técnico del gobierno derrocado y preso político durante siete años, los verdaderos motivos del golpe fueron
“destruir la Argentina técnica, industrial y científica construida por Juan Domingo Perón entre 1945 y 1955 (…) Los británicos estuvieron detrás del golpe. Cuál fue la obra de Perón entre 1973 y 1976: Ley de Promoción Industrial, Ley de Promociones Mineras, Ley de Transferencia de Tecnología (…) También se dictó algo muy importante: Ley de Contrato de Trabajo y el fuero sindical, como también el Seguro Nacional de Salud. Eso, por supuesto, nadie lo dice” (González, 1983).
Estas leyes no fueron papel mojado: Kissinger llegó a convocar a una conferencia de prensa para exigir que la Argentina derogara la Ley de Transferencia de Tecnología, lo que muestra hasta qué punto el proyecto chocaba con el orden económico mundial hegemonizado por Estados Unidos y Gran Bretaña. A la vez, Isabel Perón impulsó la nacionalización de las bocas de expendio de combustibles, que pasaron a manos de YPF. Con ello se cortó un privilegio colonial: mientras la estatal debía depositar los impuestos a los combustibles en 48 horas, Shell y Esso –amparadas por su poder transnacional– retenían los montos durante 45 días sin pagar intereses. La medida supuso un golpe directo contra el corazón del lobby energético británico y norteamericano (González, 1983).
En el plano financiero, el logro fue aún más notable: entre 1973 y 1976 no se contrajo un solo empréstito. La deuda externa, que ascendía a 5.189 millones de dólares cuando asumió Cámpora, se mantuvo en igual nivel al momento del golpe, habiéndose incluso pagado los intereses. “Lo más importante –explica González– es que no se tomó ningún préstamo”, salvo la excepción de un decreto de Ítalo Luder que autorizó la emisión de bonos por 200 millones de dólares en la plaza de Londres (González, 1983). Una política que contrastaría violentamente con la hipoteca colonial que inauguraría la dictadura financiera con Martínez de Hoz.
A pesar de estas medidas, la interna peronista –con una cúpula radicalizada de vertiente marxista y una derecha que buscaba disciplinar a sangre y fuego– convirtió el escenario en un campo minado. La ofensiva empresarial se materializó en la creación de la APEGE en 1975, que congregó a los sectores más poderosos de la economía para exigir a viva voz el fin de toda reforma que alterara la “seguridad” de sus privilegios.
El Rodrigazo de junio de 1975 fue un gran golpe de desestabilización. La devaluación masiva, la liberalización de tarifas y el ajuste feroz demolieron el salario obrero en cuestión de semanas. Allí nació lo que algunos economistas llamarían “bimonetarismo social”: los sectores de ingresos medios, como profesionales y cuentapropistas, corrió hacia el dólar como si fuera una estampita contra el demonio inflacionario, mientras los obreros industriales vieron evaporarse su poder adquisitivo y su capacidad de acceder a bienes básicos. La fractura social ya estaba hecha. Y sobre esa fractura, los liberales construyeron el relato de la “inevitabilidad” del golpe militar.
Pero detrás de la coartada económica había un objetivo político claro: desmantelar la obra del tercer peronismo. La dictadura no cayó del cielo ni vino a “ordenar” el país; vino a dinamitar la Argentina industrial, técnica y científica, a liquidar los avances en legislación laboral, salud y soberanía energética, y a reinstalar el modelo de dependencia. Isabel Perón se negó a renunciar y pagó con cinco años de prisión política antes de exiliarse en Madrid. Su caída no fue solo la de un gobierno: fue el punto de quiebre de un proyecto nacional que todavía hoy espera su realización.
En marzo de 1976, las Fuerzas Armadas se presentaron como los cirujanos dispuestos a extirpar el “tumor” de la inflación y la inestabilidad. Pero lo que hicieron fue reinstalar a la Argentina en su rol de colonia prolija: disciplinar al movimiento obrero bajo las premisas de la doctrina de seguridad nacional, desmantelar la industria nacional y abrir las puertas al endeudamiento externo como mecanismo de dependencia estructural. El golpe no fue la consecuencia de la “crisis” sino la ejecución de un diseño mucho más profundo: restaurar la subordinación, reducir el proyecto nacional a escombros y colocar a la economía argentina en la grilla de manual del Fondo Monetario. Todo lo demás fue apenas el decorado.
El llamado “fifty-fifty” de Perón, aquel principio de justicia social por el cual los trabajadores y las empresas debían repartir equitativamente los frutos del trabajo nacional, no era una mera consigna retórica. Era una propuesta concreta de distribución del ingreso que desafiaba la lógica de acumulación concentrada y cuestionaba el control extranjero sobre sectores estratégicos de la economía. H. S. Ferns, historiador británico, documenta que antes del ascenso de Perón al poder, en su primera presidencia, Argentina absorbía entre el 40 y el 50 por ciento de todas las inversiones británicas fuera del Reino Unido, lo que evidencia el peso de nuestro país en la economía global y, a la vez, la incomodidad que generaba en Londres (Ferns, 1972). Estas cifras, por sí solas, ilustran la magnitud de los intereses que el justicialismo tuvo que enfrentar y la determinación del Estado argentino por recuperar un margen de autonomía que se había perdido en décadas de dependencia económica. No es casual que, en paralelo a los movimientos de descolonización de India y otros enclaves británicos, la Argentina justicialista ejerciera un efecto perturbador sobre los antiguos imperios europeos, demostrando que el control económico no se limitaba a la posesión territorial, sino que se extendía al dominio sobre la capacidad productiva y tecnológica de un país.

Fuente: Elaborado con datos del INDEC.
La herida británica con Perón venía de antes y no era superficial: las nacionalizaciones impulsadas durante su primer gobierno habían demolido la columna vertebral del poder económico inglés en la Argentina. En pocos años, los ferrocarriles, las compañías de servicios públicos y buena parte de las inversiones que constituían la médula del imperio informal británico en el Río de la Plata pasaron a manos del Estado argentino, dejando a Londres con la sangre en el ojo y con una estructura patrimonial prácticamente desmantelada. La respuesta británica no fue frontal, sino que siguió la lógica de la aproximación indirecta que Basil Liddell Hart había teorizado: en lugar de atacar directamente el núcleo del poder justicialista, se buscó influir sobre sus puntos débiles mediante maniobras discretas, sutiles y acumulativas que minaran la capacidad de acción del adversario. La diplomacia, la presión económica y la acción de agentes secretos se convirtieron así en herramientas de un cerco estratégico: inducir moderación cuando Perón y sus aliados mostraban audacia, colocar obstáculos cuando avanzaban demasiado y orientar decisiones de terceros hacia los intereses británicos (Ferns, 1972). La ironía histórica es que, mientras Perón diseñaba un modelo económico independiente, soberano y justo, Londres aplicaba con precisión quirúrgica una estrategia de aproximación indirecta: no necesitaba confrontar de frente al proyecto nacional, sino debilitarlo paso a paso desde sus flancos, neutralizando cualquier intento de consolidación que pusiera en riesgo su antiguo predominio.
El exilio de Perón no significó desconexión con la realidad nacional. Sus comunicaciones con intelectuales y líderes políticos, como una carta a Scalabrini Ortiz, reflejan una visión clara del enemigo real y de la necesidad de tratar a la política argentina como una extensión de la lucha secular contra la dominación británica (Perón citado en González, 2004). Perón no veía simplemente la política interna como un juego de poder; comprendía que cada decisión económica, cada nacionalización y cada reforma social eran capítulos de una contienda histórica contra la intervención extranjera. La incomodidad que esto generaba en Londres se tradujo, décadas más tarde, en una guerra económica, política y mediática cuidadosamente planificada para desestabilizar al país, y que encontró su expresión más dramática en los años previos al golpe de 1976.
Regresando a los setenta, vemos un hecho claro en la nueva estrategia anglosajona: la interceptación de armas provenientes del Reino Unido en 1974 no fue precisamente un “descuido aduanero”, sino la postal obscena de una guerra soterrada que Londres venía ensayando contra la Argentina desde hacía décadas. Ya lo había anticipado con elegante frialdad el historiador inglés H. S. Ferns, quien, entre sorbo y sorbo de té, diagnosticó que “como no sea mediante una guerra civil devastadora, resulta difícil imaginar cómo puede deshacerse la revolución efectuada por Perón” (Ferns citado en González, 2004). Una cita académica, claro está, pero que sonaba más a manual de instrucciones que a reflexión erudita. Y vaya si los estrategas imperiales tomaron nota: si la Argentina justicialista no se dejaba domesticar con editoriales, ni con diplomacia, ni con presión financiera, entonces había que pasar a las vías rápidas: contrabando de armas, sabotaje económico y, llegado el caso, terrorismo puro y duro.
El sainete del 18 de abril de 1974 fue una radiografía quirúrgica de cómo operaba el imperio británico en la Argentina bajo la máscara diplomática. Ese día, un tal Micke John Bishop, diplomático de la embajada de Su Majestad, fue sorprendido en pleno Puerto de Buenos Aires recibiendo un cargamento nada discreto: 17.500 proyectiles calibre 9 mm, prolijamente embalados para surtir pistolas, fusiles y ametralladoras. La operación no se realizó en un galpón mugriento ni en una lancha de contrabandistas del Riachuelo, sino en el rompehielos Endurance de la Marina Real británica (González, 2004). Sí, el mismo buque que, años más tarde, tendría actuación destacada en la Guerra de Malvinas de 1982.
La Corte Suprema de entonces, invocando la Convención de Viena sobre la inviolabilidad de las valijas diplomáticas, ordenó en tiempo récord la liberación del diplomático cazado in fraganti y del capitán del Endurance1. Y lo insólito: las municiones secuestradas fueron devueltas a la Embajada británica, como si se tratara de un cargamento de té extraviado y no de proyectiles de guerra (González, 1983). El comunicado oficial británico, digno de figurar en un manual de cinismo, rezaba que “lamentaban no haber cumplido con los trámites ante la Cancillería argentina”.
El episodio no fue aislado: a fines de 1975 se registró el secuestro de otro envío de armamento, ametralladoras marca Stirling provenientes de Gran Bretaña y consignadas a un organismo del Estado argentino que no dependía del Ministerio de Defensa ni de las Fuerzas Armadas, lo que evidencia la complejidad y discrecionalidad de los canales de provisión de armas en aquel período y pone de relieve la injerencia directa y el respaldo que desde Londres se promovía hacia ciertos actores del accionar terrorista interno, contribuyendo a la escalada de violencia que caracterizó los últimos años de la década de 1970 (González, 2004). Esta estrategia no se limitó al plano logístico o militar, sino que se extendió a dimensiones culturales, académicas y mediáticas, desplegando un entramado de influencia que buscaba modelar la percepción del conflicto interno, reforzar la legitimidad de determinados grupos y generar un entorno social y político favorable a los intereses británicos. De este modo, la combinación de intervención directa, apoyo encubierto y difusión cultural constituyó una forma temprana de poder blando aplicada a la Argentina, cuyo objetivo no solo era proteger intereses económicos y geopolíticos, sino también condicionar decisiones estatales, moldear la política de seguridad y defensa y profundizar la fragmentación interna que finalmente facilitó la crisis institucional y el golpe de 1976, mostrando cómo la acción extranjera podía entrelazarse con la violencia interna para influir en la trayectoria política del país.
El episodio del contrabando de armas no solo ilustraba la injerencia británica, sino que también mostraba cómo incluso una fuerza interna reducida podía tener efectos desproporcionados cuando contaba con apoyo externo. En efecto, los efectivos de las organizaciones armadas eran, en términos absolutos, escasos –entre 400 y 500 combatientes del ERP y entre 600 y 800 de Montoneros en su momento de mayor fuerza (García Martínez de Murguía, 1995)–, cifras marginales en un país de millones que, sin embargo, se veían amplificadas gracias al “combustible” externo suministrado por operaciones como las del Endurance y otros envíos encubiertos. Este patrón revela un hilo conductor evidente: el contrabando de armas en los setenta y la ofensiva militar de 1982 no fueron hechos aislados, sino capítulos de una misma política británica hacia la Argentina, que combinaba intervención directa, apoyo logístico y estrategias culturales y académicas para moldear la política interna y consolidar la dependencia estructural del país bajo nuevas formas. Como sintetizan los “Tratados de paz por la guerra de Malvinas” (González, 2004), el saldo final fue desocupación y hambre, mostrando que la manipulación externa operaba tanto a través de la violencia interna como mediante la acción militar directa, dejando al descubierto la continuidad del control británico sobre la trayectoria política y económica argentina.
La falsa guerra interna fabricada no se desplegaba en un único frente, sino en varios escenarios paralelos. Tenía su capítulo bélico, con atentados meticulosamente planificados y asesinatos selectivos; su capítulo periodístico, donde la maquinaria mediática exportaba tergiversaciones al por mayor; su capítulo político, con legisladores de alquiler prestos a levantar la mano contra los intereses del propio pueblo; y su capítulo económico, servido a la carta con desabastecimiento, sabotaje y vaciamiento sistemático. La receta estaba completa: cuatro jinetes del Apocalipsis puestos al servicio de la City londinense.
En ese engranaje de demolición se insertaron bandas parapoliciales bajo la denominación de Triple A: un veneno dosificado desde los sótanos de la inteligencia estatal para asfixiar al movimiento que había vuelto al poder tras dieciocho años de proscripción. Operaban como un ejército en la penumbra, integrado por policías, espías y lúmpenes de alquiler, con la misión de castigar a la militancia considerada “incómoda” y sembrar terror en la periferia de la guerrilla. Su marca distintiva era la confusión: nunca quedaba claro si la amenaza provenía de un comisario enmascarado, de un matón al que lo marcaban como sindical o de un coronel jubilado; lo que sí quedaba claro era el mensaje: cualquier desobediencia interna podía costar la vida.
La Triple A no fue únicamente el brazo armado de la mal llamada derecha peronista, sino también un mecanismo de disciplinamiento político interno, una herramienta de cercamiento que arrastró al justicialismo hacia una disputa intestina sin sentido, cuando la guía era clara: “Modelo Argentino”2, mientras la verdadera ofensiva –militar, económica y geopolítica– avanzaba en la penumbra. Fue una operación quirúrgica: fragmentar desde adentro, erosionar la legitimidad del movimiento y, de paso, fabricar la coartada perfecta para quienes aplaudían el “orden” que se impondría en 1976. La mal llamada derecha peronista, digitada desde los subsuelos del Estado, actuó como verdugo doméstico; la dictadura posterior apenas se limitó a sentarse en esa mesa ya servida.
En ese entramado, la violencia política no fue un fenómeno aislado ni caótico: funcionó como preludio y legitimación del desmantelamiento económico que seguiría. Cada atentado, cada asesinato selectivo y cada acto de intimidación dirigidos contra sindicalistas, militantes y dirigentes estudiantiles cumplían un doble propósito: desintegrar y disciplinar a la comunidad y preparar el terreno para la implementación de políticas que, sin oposición organizada, podían arrasar industrias, salarios y derechos. La Triple A, al ser parte responsable de fragmentar al justicialismo y aterrorizar a la población, abría la ventana para que luego los arquitectos del plan financiero aplicaran su receta de endeudamiento y vaciamiento sin contrapeso.
El libreto nunca dejó lugar a dudas: había que dinamitar todo atisbo de Patria Justa, Libre y Soberana. No era improvisación ni torpeza, sino la aplicación disciplinada de un guion colonial con siglos de vigencia: un Río de la Plata reducido a granero barato, a mercado cautivo, a proveedor de carne congelada y cerebros en fuga. La destrucción del aparato productivo no fue azarosa: fábricas estratégicas cerraron bajo argumentos de “reestructuración”, laboratorios de investigación quedaron inactivos y universidades sufrieron un vaciamiento sistemático de docentes y estudiantes.
La maquinaria colonial y semicolonial se puso en marcha con la precisión de un reloj suizo: exportar materias primas a precio vil, importar manufacturas a valores de usura, tapar el agujero con deuda externa y transferir el costo al consumidor convertido en desocupado. El contraste con el tercer gobierno de Perón es escalofriante. Con una deuda heredada de 6.000 millones de dólares –el 70 por ciento exigible entre 1973 y 1976– el justicialismo pagó puntualmente sin recurrir a nuevos créditos. Pero tras la muerte de Perón y el desaguisado financiero-económico de la Dictadura en 1983 la deuda ya rozaba los 39.000 millones de dólares, según el Banco Central. Lo que parecía un número frío, en la práctica significaba el control absoluto del país por acreedores externos, mientras la economía real sufría recesión, inflación y desempleo. Los bancos extranjeros, intermediados por funcionarios locales, habían logrado la obra maestra: transformar una nación con industrias en pie en un territorio de deudas impagables, donde cada política económica tenía que pasar por el filtro de la aprobación financiera internacional.
La Argentina de la deuda y la antesala de Malvinas
La Argentina soberana fue reemplazada por la Argentina colonial de la deuda, de los vaciamientos y de los empréstitos “patrióticos” con comisiones para funcionarios de turno. Harguindeguy lo confesó sin rodeos: “vamos a regresar la Argentina al 3 de junio de 1943”. Es decir, al día previo a la revolución nacionalista que luego catapultó a Perón, al estatuto cómodo de semicolonia británica. Ni el contrabando de armas de 1974 fue un episodio aislado: fue la prueba de que la guerra contra el movimiento nacional no era simbólica, sino concreta, librada con balas, portadas de diarios, traiciones de sectores de la partidocracia y deuda obscena. La política militar y financiera se articulaba de manera inseparable: la represión garantizaba la imposición de modelos económicos que, de otro modo, habrían enfrentado resistencia social y sindical, y la deuda se convertía en instrumento de coerción y dependencia externa.
La dictadura autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional” abrazó con entusiasmo poético las finanzas internacionales. Endeudarse no era una necesidad, era un gesto de soberbia: nada exhibe más “capacidad de gestión” que comprometer el futuro mientras el presente se tambalea. Giambiagi y Frenkel (1984) muestran con cifras demoledoras: de 7.900 millones de deuda en 1976 se pasó a casi 18.500 millones en 1981. Pero lo crucial no era solo la magnitud, sino la naturaleza del endeudamiento: créditos para financiar la fuga de capitales, sostener un tipo de cambio ficticio y generar ganancias rápidas a inversores locales y extranjeros. Dornbusch y De la Torre (1982) advertían que la estructura era insostenible: intereses de corto plazo sobre capital improductivo, refinanciaciones eternas y un ciclo de dependencia que convertía al país en rehén financiero.
La represión política fue la garantía de esta ingeniería económica. El terror social aseguraba la pasividad necesaria para desplegar una arquitectura de saqueo: controles de precios cosméticos, informes oficiales que hablaban de “disciplina fiscal” mientras el Tesoro se hundía en deuda externa, y banqueros internacionales cobrando con puntualidad religiosa. La “tablita” de Martínez de Hoz, que fijaba un dólar artificial frente a una inflación galopante, fue invitación abierta a la especulación: créditos externos fáciles, ganancias rápidas, fuga asegurada. Cuando el castillo de naipes se desplomó, el Banco Central estatizó la deuda privada: socializar pérdidas, privatizar ganancias. La independencia económica quedó sepultada bajo toneladas de pagarés y memorandos bancarios.

En ese marco, la aventura de Malvinas no fue un arrebato, sino parte del libreto mayor. La guerra “sucia” interna disciplinaba al pueblo; la guerra externa ofrecía distracción y cobertura para la estatización de deudas y el vaciamiento financiero. Estados Unidos y Gran Bretaña aplaudían: no había mejor garante de sus intereses que un régimen que combinara represión política con endeudamiento sistemático. La estrategia era doble: dentro del país, el miedo y la militarización aseguraban la sumisión; fuera del país, la deuda y la dependencia abrían mercados cautivos y aseguraban la hegemonía financiera extranjera.
Así, el proyecto era claro: retrotraer a la Argentina al escenario semicolonial, donde la deuda externa funcionaba como grillete económico, la represión como grillete político y la fuga de capitales como mecanismo de vaciamiento. La tríada perfecta borraba de un plumazo independencia económica, soberanía política y justicia social. Cada medida, cada decreto y cada cifra era un acto de colonización moderna, cuidadosamente articulado para perpetuar el control de intereses foráneos y locales, mientras la memoria histórica y los derechos de los trabajadores se convertían en escombros de un pasado incómodo.
Llegar a 1982 fue asistir al clímax de una tragicomedia nacional escrita con tinta extranjera y actuada en Buenos Aires por un elenco de uniformados de cartón pintado. Era el último acto de un sainete financiero que había comenzado en 1976, cuando la dictadura decidió abrir de par en par las puertas de la economía a la especulación y a la usura internacional, bajo el disfraz de “modernización” y “disciplina fiscal”. Mientras los militares creían refundar la Nación con decretos-leyes y balas, el monstruo de la deuda externa devoraba sin pausa los recursos del país, dejando a los hogares argentinos con salarios pulverizados y las Siam vacías. El “milagro económico” de Martínez de Hoz no era otra cosa que un espejismo construido con humo de laboratorio y marketing ideológico, celebrado en Wall Street y la City londinense, pero vivido en carne propia cómo miseria por millones de trabajadores. Los bancos internacionales, lejos de alarmarse por la inconsistencia de aquel experimento, se mostraban entusiasmados: prestaban como si financiar a un ilusionista torpe que sacaba conejos de un sombrero agujereado fuese la mejor inversión de sus vidas.
La economía argentina de aquellos años podría ser estudiada como un catálogo de desequilibrios deliberadamente inducidos: inflación persistente, déficit fiscal estructural, desequilibrio en la balanza de pagos y una fuga de capitales que alcanzó dimensiones obscenas. En medio de ese escenario, un grupo selecto de conglomerados empresariales –Bunge & Born, Macri, Fortabat, Techint, Pérez Companc– se benefició con créditos externos generosos que jamás tuvieron intención de devolver. Para eso estaba el Estado, convertido en garante de sus negocios, dispuesto a absorber los pasivos privados con la excusa de “proteger el sistema financiero”. Fue Domingo Cavallo, al frente del Banco Central, quien perfeccionó los mecanismos de esta verdadera alquimia financiera, a través de instrumentos como el seguro de cambio, que transformaron deudas privadas en obligaciones públicas. El resultado fue una transferencia monumental de recursos desde el conjunto de la sociedad hacia una élite empresarial: la deuda externa saltó de 7.900 millones de dólares en 1975 a unos 45.000 millones en 1983 (Olmos, 2000). En términos históricos, se trató de la reedición del modelo de la Generación del ’80, cuando el capital británico impuso sus condiciones sobre un Estado incipiente: la deuda como mecanismo de subordinación y pérdida de autonomía.

Fuente: Elaborado con datos del BCRA y Banco Mundial.
Y como si todo esto no alcanzara, cuando la olla económica estaba a punto de estallar, apareció la cortina de humo más costosa de nuestra historia: la guerra de Malvinas. En el cálculo desesperado de la Junta, nada resultaba más útil que agitar banderas y encender la mística nacional para esconder un default inminente. La aventura militar costó más de mil millones de dólares (Kissinger, 1984) –recursos suficientes para financiar durante años un plan de desarrollo industrial serio–, mientras en las islas los soldados argentinos enfrentaban al ejército británico con botas de cartón y armamento deficiente. Al mismo tiempo, los acreedores internacionales cobraban puntualmente sus intereses desde cómodos sillones en Nueva York o Londres. Como señalaron Dornbusch & de la Torre (1982), la deuda externa funcionaba como un instrumento de disciplinamiento económico. Y Malvinas no hizo más que reforzar esa función: el sacrificio popular puesto como garantía de pago, la sangre de los conscriptos convertida en colateral de bonos soberanos.
Deuda y Guerra
Lo ocurrido entre 1976 y 1983 demuestra que la dictadura no sólo disciplinó cuerpos mediante la represión: también disciplinó la economía mediante la deuda, atento a la Argentina para la posteridad. La deuda externa se incrementó por la necesidad del gobierno de financiar operaciones de especulación, como así también compras de armamento pensando en el conflicto del Beagle con Chile y los gastos de organización del Mundial de 1978, mientras se estatizaba la deuda privada mediante decisiones del Banco Central bajo Domingo Felipe Cavallo.
Durante la guerra de Malvinas, las reservas del Banco Central se trasladaron a instituciones financieras internacionales para proteger los activos frente a posibles embargos británicos, mientras se aplicaban controles cambiarios y restricciones a la compra de divisas para preservar liquidez. La conjunción de factores políticos, económicos y militares configuró un sistema en el que la deuda externa se transformó en el eje de un mecanismo de no retorno. Lo que vino después –las privatizaciones, la convertibilidad, la “normalización” con el FMI y los bancos en los años noventa– fue la continuación del mismo libreto, con nuevos protagonistas pero con idéntico argumento: socialización de pérdidas, concentración de ganancias, perpetuación de la dependencia.

Roberto Alemann, Ministro de Economía de Argentina entre 1981 y 1982, tuvo una gestión marcada por políticas de endeudamiento externo y una falta de transparencia en la administración de los recursos. Durante ese período, Argentina experimentó una serie de desembolsos de deuda externa provenientes de bancos internacionales y organismos multilaterales, utilizados para financiar el déficit fiscal y las políticas económicas del régimen. La acumulación de deuda externa, combinada con políticas económicas inadecuadas, llevó a una crisis financiera que resultó en el colapso de la economía y en una pérdida significativa de confianza en el sistema financiero internacional. El análisis de los actores internacionales, la Comunidad Económica Europea (hoy Unión Europea), los bancos, el flujo de divisas, la cronología de los desembolsos y el historial de Alemann revela una gestión financiera que priorizó intereses externos y sectoriales sobre el bienestar económico de Argentina.
Durante el conflicto del Atlántico Sur en 1982, la política económica argentina se vio atravesada por tensiones internas y externas que marcaron de manera profunda el rumbo del país. El mencionado, Alemann, presentado como garante de la ortodoxia liberal, dejó claro que la guerra no le interesaba: “la economía no puede alterarse por una aventura política” (Solanet, 2004). Su respuesta fue la de siempre: ajuste fiscal, devaluación y ampliación del IVA, incluso sobre alimentos y medicamentos. En paralelo, la Comunidad Económica Europea, actuando en solidaridad con el Reino Unido, aplicó sanciones económicas que incluyeron la prohibición de importar productos argentinos y la suspensión de preferencias comerciales previamente otorgadas, mientras que el Reino Unido, al enfrentarse directamente con Argentina, ejercía un embargo de facto sobre productos estratégicos. El impacto de estas medidas fue inmediato y severo: el peso se desplomó un 321 por ciento en seis meses, la inflación se mantuvo en torno al 7 por ciento mensual y las exportaciones de productos agrícolas, carne y materias primas estratégicas se vieron gravemente afectadas, evidenciando la vulnerabilidad estructural de Argentina frente a decisiones económicas colectivas de potencias europeas ( Simonoff, 2015; Bernal, 2014). Lejos de generar preocupación en los círculos financieros, la ortodoxia económica recibió elogios: Martínez de Hoz calificó a Alemann y su equipo como “mis mejores muchachos”, anticipando el continuismo ideológico que luego encarnaría el menemismo.
El contexto interno se agravó por la movilización social contra el régimen militar. El 30 de marzo de 1982, la Confederación General del Trabajo liderada por Saúl Ubaldini organizó manifestaciones masivas en varias ciudades, donde la represión produjo víctimas como el sindicalista José Benedicto Ortiz. Este rechazo popular se produjo en paralelo al aumento acelerado de la deuda externa y al debilitamiento del mercado laboral, generando presión sobre la Junta Militar y sobre la capacidad del gobierno de sostener sus políticas económicas y bélicas simultáneamente.
Para suplir lo que el presupuesto no cubría, el régimen apeló a la fe popular: el Fondo Patriótico Malvinas Argentinas. Una colecta masiva que recaudó 54 millones de dólares en efectivo, oro y bienes donados con ingenua esperanza. Pero los chocolates y abrigos enviados por los ciudadanos rara vez llegaron a las trincheras: se perdieron en depósitos, se destruyeron o quedaron atrapados en la ineficiencia logística. Como recuerda Solanet (2004), el desembarco en Malvinas costó menos que lo recaudado en donaciones, prueba irónica de que la dictadura prefirió administrar lingotes antes que garantizar una correcta preparación. El pueblo creyó que financiaba a los soldados; en realidad, financiaba la farsa de una dictadura que nunca creyó que los británicos vendrían.
Malvinas fue el episodio donde la represión externa contra un enemigo extranjero y la represión interna mediante la hipoteca financiera se encontraron. La derrota militar sirvió de catalizador: legitimó hacia afuera el vasallaje financiero y consolidó hacia adentro la narrativa de un país quebrado que debía aceptar, sin discusión, las condiciones impuestas por los acreedores internacionales. El vínculo entre deuda y guerra fue funcional y estructural. Malvinas ofreció al régimen la posibilidad de justificar endeudamiento adicional, disfrazado de heroísmo, y consolidar la dependencia frente al bloque anglo-estadounidense. Tras la derrota, la economía entró en caída libre: hiperinflación, fuga de capitales y reservas vaciadas. La democracia heredó no sólo la tragedia social, sino también la camisa de fuerza de la deuda, que trepó un 364% en siete años, pasando de 9.700 millones en 1976 a 45.100 millones en 1983.
La intervención del Fondo Monetario Internacional fue central en el manejo de la crisis. Entre 1982 y 1983, Argentina accedió a préstamos y acuerdos de Stand By que exigían condiciones sobre el mercado cambiario y el control de divisas, mientras se negociaban vencimientos de deuda para mantener la estabilidad relativa de la economía durante el conflicto. Sin embargo, las sanciones internacionales y el aislamiento financiero derivado de la guerra limitaron la capacidad de maniobra del régimen militar y profundizaron los efectos de largo plazo, contribuyendo a una crisis persistente que se prolongó durante décadas y desembocó en hiperinflación a fines de los 90 y principios de los 2000. Tras el cese al fuego en Puerto Argentino el 14 de junio de 1982, la Argentina acumulaba aproximadamente 2.000 millones de dólares en atrasos de deuda externa, iniciándose de inmediato un proceso de renegociación con acreedores internacionales.
La deuda externa argentina nunca fue un simple número en un balance ni un error de cálculo de ministros distraídos. Fue, y sigue siendo, un mecanismo de dominación tan eficiente como invisible, un grillete moderno que aprieta la soberanía nacional con la misma fuerza que los fusiles y decretos de la dictadura. Malvinas, esa epopeya mal planificada y mal financiada, mostró hasta qué punto la entrega podía disfrazarse de gesta heroica: la sangre de los soldados, esa moneda impagable, sirvió de aval implícito para los acreedores internacionales. La herencia de esos años no es solo amarga; es corrosiva: una deuda ilegítima, un aparato de subordinación estructural y una derrota militar que no cerró el ciclo, sino que lo profundizó.
El financiamiento de Malvinas fue una tragicomedia con tres actos. Primero, la ortodoxia liberal: la deuda como sostén de un modelo de especulación, represión y concentración de riqueza. Luego, la colecta patriótica: chocolates, abrigos y fervor popular transformados en una billetera improvisada que jamás llegó a las trincheras. Finalmente, la derrota: la épica militar y la contabilidad bancaria se miran y se dan cuenta de que no pueden sostener un país quebrado.
Pero antes de que los discursos oficiales y los himnos de victoria lograran ocultar la realidad, se cocinaba un cuarto acto menos visible pero mucho más significativo. Mientras la atención nacional se concentraba en la épica militar y las ceremonias de la derrota, se desarrollaba una coreografía financiera, con garantía petrolera en la que los verdaderos protagonistas eran bancos y empresas extranjeras. La deuda externa no solo servía como látigo contable; era también la llave que abría las puertas a la explotación de recursos estratégicos, permitiendo que intereses foráneos decidieran sobre nuestras reservas sin que nadie en Buenos Aires levantara un dedo. La épica heroica, por más rimbombante que fuera, no podía ocultar que la soberanía estaba siendo negociada en oficinas, no en las trincheras.
De acuerdo a lo mencionado, vemos una prueba de abordaje fundamental: “El informe Griffiths” de 1975, el cual ya había detectado sedimentos promisorios en la zona, similares a los de las cuencas San Jorge y Magallánica. Para los británicos, esta era la versión geológica del oro líquido: una excusa perfecta para perforar sin permiso y, de paso, recordar quién manda. Mientras los cancilleres argentinos se felicitaban por supuestos logros diplomáticos y la prensa aplaudía, los Barclays–con un pie en la deuda externa y otro en los yacimientos–ejecutaban su jugada maestra. Nada más poético que un banco inglés perforando el suelo marino de nuestras islas mientras reestructuraba nuestra deuda externa.
YPF, la joya petrolera estatal, fue víctima de un saqueo silencioso: áreas cedidas a empresas privadas nacionales y extranjeras sin contraprestación, mientras el suministro de combustible para nuestras fuerzas se mostraba ineficiente o, peor aún, comprometido por la operación clandestina de Astra, beneficiando al enemigo. La soberanía, esa palabra que se repetía en discursos inflamados, se convirtió en un juego de espejos: grandiosa en el escenario, pero irrelevante en la práctica, porque un banco y una petrolera decidían nuestro destino económico desde Londres.
Se completaba así el triángulo infernal: la guerra militarizando y asegurando la usurpación, el petróleo como botín económico y la deuda externa como cuerda para ahorcar cualquier autonomía. La derrota y la “victoria diplomática” se confundían en un mismo acto de comedia: mientras un banco inglés ajustaba contratos de deuda, exploraba y extraía muestras del lecho marino de nuestras islas. La lógica es devastadora: los recursos estratégicos se privatizan o se transfieren al extranjero, y la soberanía se intercambia por un espejismo de normalización internacional (Kornbluh, 2004).

Las áreas de explotación petrolera en torno a las Malvinas, hoy. Fuente: La politicaonline.
Tras la derrota, los barones del petróleo renegociaron sus contratos en condiciones ventajosas, con la bendición de la dictadura y de gobiernos democráticos posteriores. La transición democrática no restauró la soberanía, sino que consolidó la deuda externa como instrumento de encadenamiento: un “chaleco de fuerza financiero” que limita cualquier política de desarrollo independiente (Machinea & Sommer, 1990). Las investigaciones de Olmos documentaron la magnitud del fraude y la colusión entre bancos y organismos internacionales, evidenciando la transferencia regresiva de recursos desde la ciudadanía hacia una élite financiera concentrada (Olmos, 2006).
Y llegamos al presente, con el Barclays Bank elegido como coordinador global para la reapertura del canje de deuda argentina, mientras es también principal accionista de Desire Petroleum, una de las petrolera que pretende explotar hidrocarburos en nuestras islas. En otras palabras, nuestro dinero de las reservas financia la extracción petrolera en Malvinas, con la complacencia de funcionarios locales que parecen más interesados en contentar a la City de Londres que en proteger la soberanía nacional.
La repetida tibieza de los gobiernos argentinos ante la consumación del despojo en Malvinas tiene una explicación: más allá de las declaraciones rimbombantes, la necesidad de normalizar la deuda externa impide actuar soberanamente en política exterior. Esta sujeción invisible condiciona nuestros destinos, poniendo en evidencia que, mientras un ministro firma contratos con un banco inglés y otro guarda silencio, la patria se convierte en un tablero de ajedrez manejado desde fuera.
En definitiva, la historia se repite con desgarradora claridad: la deuda externa sirve de excusa, la explotación de recursos –petróleo, y la pesca ya consumada– se convierte en botín, y la soberanía se reduce a una ilusión decorativa. Argentina encara su mayor desafío geopolítico desde la independencia, mientras su dirigencia continúa entreteniendo al público con discursos heroicos en plazas, desde el ala progresista, al infame con elogios a Thatcher, mientras firma concesiones estratégicas. Arnold Toynbee advertía que los pueblos que no enfrentan con seriedad sus desafíos están destinados al fracaso; lamentablemente, Argentina parece haber asumido esa advertencia como doctrina.
El conflicto bélico y la deuda externa no son hechos aislados: forman un engranaje estructural de subordinación. La base de Mount Pleasant asegura la presencia estratégica británica en el Atlántico Sur, mientras la deuda limita cualquier maniobra económica soberana, creando un círculo de dependencia que combina derrota militar, presión financiera y transferencia regresiva de riqueza. Entre fines de los 70 y comienzos de los 80, esta subordinación se articuló con otros conflictos geopolíticos, como el del Beagle, evidenciando la vulnerabilidad argentina frente a la manipulación militar, diplomática y económica.

Así, Malvinas, la deuda externa y el petróleo no son episodios aislados: son piezas de un mismo tablero en el que la soberanía se negocia, se entrega y se simula recuperar. Cada préstamo, cada pozo, cada derrota militar conforma un mecanismo de control estratégico que, generación tras generación, mantiene al país en la cuerda floja de la dependencia, disfrazada de heroísmo, patriotismo y normalización financiera. La lección es clara y brutal: mientras no se rompa este engranaje, la historia seguirá jugando con nosotros, y la soberanía continuará siendo un espejismo.
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Notas al pie:
1 El HMS Endurance, “una joya de la inteligencia británica”, fue un buque espía disfrazado de rompehielos que operaba en el Atlántico Sur. A pesar de que su tripulación recolectó una cantidad enorme de información y de que el capitán advirtió repetidamente de la inminente invasión, el gobierno de Margaret Thatcher, absorto en los recortes presupuestarios, hizo oídos sordos a todas las advertencias. Esta negligencia fue tan monumental que, más que una “sorpresa” por la Operación Rosario, el texto sugiere que la invasión fue un riesgo calculado, o incluso una oportunidad deliberadamente ignorada, para justificar una respuesta militar y salvar a la Royal Navy del hacha de los conservadores.
2 El “Modelo Argentino para el Proyecto Nacional”, presentado por Juan Domingo Perón en 1974 como su testamento político, no fue un programa circunstancial, sino la síntesis de una doctrina destinada a garantizar la soberanía del país y la plena dignidad de su pueblo; allí se delineó un proyecto de Nación, donde el ciudadano debía ser protagonista no sólo como votante sino como trabajador, empresario, intelectual o profesional, integrando un Consejo para el Proyecto Nacional que asegurara la verdadera participación popular; al mismo tiempo, se proyectaba una reforma constitucional que institucionalizara estos principios, consolidando una democracia integral capaz de trascender los límites del mero formalismo liberal; en definitiva, el Modelo Argentino constituye una propuesta de desarrollo autónomo, justicia y unidad nacional, una visión que sigue siendo bandera de futuro de una patria libre, justa y soberana.
Bibliografía:
Basualdo, E. (2006). Estudios de historia económica argentina: desde mediados del siglo XX a la actualidad. Buenos Aires: FLACSO-Siglo XXI Editores.
Bernal, F. (2014). El petróleo en la disputa de soberanía (1970–1982). En Malvinas, un anacronismo colonial (pp. 45-58). Buenos Aires: Honorable Cámara de Diputados de la Nación.
Ferns, H. S. (1972). La Argentina: Introducción histórica a sus problemas actuales. Editorial Sudamericana.
García, P. (1995). El drama de la autonomía militar: Argentina bajo las Juntas Militares. Madrid: Alianza Editorial.
González, J. C. (1983). Hostilidades británicas contra los gobiernos de Perón. Buenos Aires: Ateneo de la Unión.
González, J. C. (2004). Los tratados de paz por la guerra de las Malvinas: Desocupación y hambre para los argentinos. Ediciones del Copista.
Kornbluh, P. (2004). The Politics of Oil in Latin America. New York: Routledge.
Machinea, J., & Sommer, M. (1990). Deuda externa y política económica en Argentina. Buenos Aires: Siglo XXI.
Olmos, A. (2006). Todo lo que usted quiso saber sobre la deuda externa y siempre se lo ocultaron (6.ª ed.). Ediciones Peña Lillo-Continente.
Simonoff, A. (2015). Las estrategias argentinas hacia Malvinas (1945–2012): negociaciones y guerra. En C. Giordano (Comp.), Universidad y soberanía. La Plata: EDULP.
Solanet, M. A. (2004). Notas sobre la guerra de Malvinas (1a ed., 1.000 ejemplares). Buenos Aires: el autor.