

Por Juan Facundo Besson
Deuda y guerra: ¿relación de casualidad o causalidad?
La Guerra de Malvinas no fue solamente un conflicto armado, sino un capítulo revelador de la relación entre la deuda externa y la política militar de la dictadura. Desde el inicio, la intervención militar en el Atlántico Sur se financió en un país con un déficit fiscal estructural y una economía sometida a políticas neoliberales experimentales de alto riesgo, como la “tablita” cambiaria de José Alfredo Martínez de Hoz y la apertura financiera que había dejado al país expuesto a flujos especulativos externos (Frenkel, 1985). La inversión bélica, que osciló entre los 400 y 500 millones de dólares en gasto corriente directo, se sumó a un endeudamiento ya crítico, que había pasado de 9.700 millones de dólares en 1976 a 45.100 millones en 1983 (Oliva, 2013). La dictadura, en su afán de recuperar legitimidad y distraer la atención del descontento social, convirtió a la deuda externa en un instrumento silencioso de control: mientras el heroísmo militar se exaltaba en la retórica oficial, los acreedores internacionales aguardaban la cosecha de intereses y el colapso económico que inevitablemente seguiría.
El conflicto bélico en sí mismo tuvo un efecto paradójico sobre la deuda: mientras que la retórica oficial exaltaba la gloria nacional, los acreedores internacionales y los mercados financieros respondían con sanciones económicas, congelamiento de activos y vigilancia estrecha del flujo de divisas. Financial Times reportó que, apenas iniciadas las operaciones militares, las acciones británicas cayeron, la libra descendió frente al dólar y se generó pánico en la City londinense, con pérdidas calculadas en miles de millones de libras por la incertidumbre sobre la cesación de pagos argentina (Oliva, 2013). La reacción financiera no solo reflejaba un temor por la estabilidad internacional, sino que evidenciaba la vulnerabilidad de Argentina ante su dependencia de financiamiento externo y la lógica de la deuda como arma silenciosa: la misma que durante años había permitido la expansión de políticas militares y la compra de armamento sin restricción presupuestaria (Oliva, 2013).
El ministro de Economía Roberto Alemann, con amplia experiencia en la administración pública y profundo conocimiento de los mercados internacionales1, reconoció en 1982 que la política económica previa al conflicto buscaba estabilizar la moneda y controlar la inflación. Sin embargo, el estallido bélico obligó a un giro completo: la prioridad se desplazó hacia la preservación de reservas y el financiamiento del esfuerzo militar (Alemann, 1982). En un contexto de vulnerabilidad cambiaria, con reservas inferiores a los 5.000 millones de dólares reportadas por el Banco Central, la operación en Malvinas se convirtió en un desafío operativo y financiero: la estabilidad económica quedó supeditada a la movilización de recursos líquidos, adquisición de armamento y cumplimiento de compromisos logísticos. La implementación de un cepo cambiario y la restricción del mercado de divisas evidenciaban la estrecha relación entre guerra y deuda; ante la falta de financiamiento externo inmediato, el Estado recurrió a sus propios recursos, acelerando la caída de reservas y aumentando el riesgo de default. La interacción entre deuda y política interna se consolidó como un vínculo ineludible, dado que cada peso tomado en préstamo durante la dictadura condicionaba los márgenes de acción de los gobiernos posteriores (Giambiagi & Frenkel, 1984). (Ver https://riobelbo.com/2025/09/11/prestamos-y-trincheras-la-danza-de-la-deuda/)
Cabe, sin embargo, una digresión necesaria: la narrativa de la “desmalvinización” suele pasar por alto a propósito un hecho esencial. La recuperación de Malvinas por parte de la Dictadura, aunque realizada en el marco de un régimen autocrático, no disminuye la legitimidad histórica del reclamo argentino. Tampoco puede interpretarse la derrota posterior como un paso imprescindible hacia la democracia, que se consolidó más bien como un régimen formal y semicolonial, reproduciendo en diversos grados las estructuras económicas y políticas heredadas del gobierno militar. Los que sostienen que Malvinas quedó “manchada” por la dictadura ignoran que la gesta representó una expresión genuina de soberanía nacional y un acto de valentía frente a una potencia extranjera y la OTAN, independiente de las restricciones internas impuestas por el contexto político de entonces.
Alemann, consciente del laberinto que había tejido, ideó maniobras financieras enrevesadas para esquivar un default formal. Estableció métodos de pago a acreedores no británicos mediante cuentas en la Unión de Bancos Suizos, mientras que los pagos a bancos ingleses eran postergados hasta que Londres decidiera levantar las sanciones. Como él mismo admitió, estas artimañas mantuvieron “prácticamente” intacta la confianza de los mercados, a pesar del conflicto. La ironía no podría ser más cruda: mientras los soldados argentinos luchaban en un frente donde la logística era un desastre, la batalla financiera se libraba en los despachos de Nueva York, Londres y Basilea, donde se negociaban deudas y se preservaban reservas estratégicas.

El endeudamiento durante la Dictadura no fue un accidente, sino una consecuencia de un marco financiero creado por Martínez de Hoz, que fomentaba la especulación y la rápida acumulación de deuda externa. La guerra de Malvinas actuó como un acelerador: el gasto militar no sólo amplificó la necesidad de financiamiento a corto plazo, sino que también incrementó los compromisos externos, que a finales de 1982 alcanzaban los 28.626 millones de dólares (Oliva, 2013). Las sanciones británicas, el congelamiento de activos en Londres y los bloqueos de importación configuraron un escenario donde la deuda se convertía en un arma geopolítica, limitando las acciones del Estado argentino.
La Guerra de Malvinas fue más que un enfrentamiento bélico; fue un espejo de la negligencia estatal y de un país encadenado por su propia deuda. Mientras los ministros de Economía manipulaban cifras y ajustaban presupuestos, miles de trabajadores se arriesgaban en protestas pidiendo “paz, pan y trabajo”. La deuda externa, lejos de ser un mero número contable, se transformó en un látigo invisible que condicionó políticas, estranguló inversiones sociales y obligó a la comunidad argentina a cargar con sacrificios ajenos, todo para mantener felices a los acreedores internacionales. Y así, los soldados argentinos regresaban al país como parias olvidados, despojados por un régimen de ocupación que tenía cautivo los resortes del Estado que los había abandonado. La Dictadura propagaba un “vamos ganando” mientras hacían todo lo posible para llevarnos a una ruina palpable, siendo la entrega e ingenio de nuestros soldados lo que nos mantenía con expectativa de una victoria.

La conjunción de guerra y deuda actuaba como un mecanismo de control social: la propaganda y tergiversación de los hechos inflaba el relato de victoria, mientras la dependencia financiera garantizaba que ningún gobierno pudiera pensar por sí mismo. Feldman (1983) lo expresa con claridad: la deuda externa es “instrumento de control y una ironía persistente que atraviesa la historia reciente de Argentina“. La verdadera derrota, entonces, no se dio en el campo de batalla, donde nuestros soldados tuvieron a mal traer a un enemigo experimentado y con múltiples apoyos, sino en el tablero económico, donde la soberanía fue entregada a los mercados y la valentía de los soldados se vio expuesta al desprecio institucional. Mientras los combates continuaban, los inversores internacionales evaluaban riesgos, especulando sobre un posible default argentino y convirtiendo al país en un juguete en la gran ruleta de la especulación (Oliva, 2013).
La renuncia de Galtieri y la llegada de Bignone no cambiaron nada: la deuda seguía marcando el compás de la política interna. La ironía era desoladora: los héroes cayeron en combate y, en el proceso de desmalvinización, la sociedad entera sufría ajustes, mientras los criminales en el poder se ocultaban tras libros contables. La gestión económica de la Dictadura en medio del conflicto fue un cúmulo de improvisaciones motivadas por la urgencia militar: limitaciones de divisas, un desdoblamiento cambiario, y derechos de exportación, todo para financiar un conflicto mal concebido, si bien legítimo en la reivindicación, sirvió para consolidar un patrón de endeudamiento estructural que mantenía a Argentina atrapada en su propia trampa.
Así, la guerra y la deuda se entrelazaron, resultando en un balance final que reflejaba la financiación de la gesta con dinero que tenía otro destino, exponiendo al país a sanciones y presiones que moldeaban cada decisión política. La sociedad argentina y los soldados pagaron el precio: heroísmo ignorado, dolor silenciado y tragedias personales que llevaron a suicidios y devastación psicológica. La historia demuestra que, a pesar de la propaganda, la recuperación de Malvinas no fue un capricho militar, sino un acto de soberanía de un pueblo y de unos soldados que soportaron una desmalvinización impuesta y la indiferencia de un Estado cómplice del desastre. La democracia que siguió no borró los condicionamientos estructurales heredados: la subordinación económica y la deuda continuaron, pero la valentía de los veteranos y la valoración de la gesta por gran parte de la comunidad argentina quedaron como un testimonio imperecedero de dignidad frente a la barbarie institucional de los entregadores.
La mesa neocolonial de la democracia formal ya está servida
La historia de la deuda externa argentina es la historia de una herida abierta, un tajo que se agranda con cada gobierno que decide administrarla en lugar de cerrarla, y con cada banquero global que olfatea allí el negocio perpetuo de la usura. No hay metáfora más precisa que la de la cadena: desde la última dictadura cívico-militar, que con José Alfredo Martínez de Hoz a la cabeza concibió un experimento de liberalización financiera a la medida de Wall Street y la City de Londres, hasta la primavera democrática alfonsinista, que terminó legitimando y consolidando la estatización de deudas privadas en beneficio de un puñado de grupos económicos locales, la Argentina se vio arrastrada al papel de deudor serial, rehén de acreedores que no se conforman nunca. Como advirtió el propio Aldo Ferrer, “la deuda se transformó en un mecanismo de disciplinamiento estructural, que condiciona las decisiones de política interna y limita la soberanía efectiva de los Estados periféricos” (Ferrer, 1996, p. 211). El alfonsinismo, con su retórica democrática, no hizo más que cumplir con ese guion.
Alfonsín asumió la presidencia en diciembre de 1983 con la promesa de enterrar definitivamente los resabios de la Dictadura, pero uno de los legados más corrosivos del Proceso fue precisamente la deuda: entre 1976 y 1983, como ya analizamos antes. Esa explosión no fue fruto del azar ni del sacrificio del desarrollo nacional para pagar importaciones de bienes de capital, como algunos apologistas quisieron disfrazar, sino resultado de un plan: la bicicleta financiera habilitada por la apertura indiscriminada de los mercados, las tasas subsidiadas para la fuga y la transferencia al Estado de deudas privadas de los grandes conglomerados. Entre los beneficiados estuvieron Techint, Acindar, el Grupo Macri, Bridas, Pérez Companc, y un largo etcétera. Alejandro Olmos, el investigador incansable de la deuda, lo resumió sin eufemismos: “El Estado argentino se hizo cargo de obligaciones privadas que no tenían justificación alguna, sin control parlamentario y en abierta violación de la Constitución” (Olmos, 2000, p. 134).
Cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia en diciembre de 1983, la Argentina emergía de la noche dictatorial con una deuda externa monumental y una promesa democrática que incluía, necesariamente, la recuperación de la independencia económica. El contexto internacional ofrecía una oportunidad inusual: la crisis de pagos latinoamericana había estallado y el llamado “problema de la deuda” ocupaba el centro de la agenda global. Brasil, México y otros países del Sur discutían la posibilidad de coordinar una estrategia común frente a los acreedores internacionales, cuestionando el peso político del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial en las economías de la región. En ese escenario, Alfonsín tenía ante sí una disyuntiva crucial: podía impulsar una auditoría integral de la deuda heredada de la dictadura –una deuda en gran medida ilegítima, contraída bajo coerción y transferida al Estado en beneficio de un puñado de conglomerados privados– o, por el contrario, podía optar por convalidarla en nombre de la estabilidad, la “seguridad jurídica” y la reinserción de la Argentina en el sistema financiero internacional.
El primer ministro de Economía de su gobierno, Bernardo Grinspun, eligió el primer camino. Consciente de la magnitud del fraude y de su impacto estructural, ordenó una auditoría exhaustiva de la deuda privada estatizada durante el régimen militar, instruyendo al Banco Central para que conformara un equipo de peritos que analizara caso por caso. El trabajo fue arduo y precario: los auditores se enfrentaron a la negativa de los grandes grupos económicos a entregar documentación y a una burocracia estatal que operaba como red de encubrimiento. Aun así, los resultados preliminares fueron demoledores. Los informes señalaban que una parte sustancial de las deudas privadas convertidas en obligaciones públicas era ficticia, que existían maniobras de sobreendeudamiento y autopréstamos encubiertos, y que detrás de esas operaciones estaban las principales corporaciones nacionales y extranjeras que habían prosperado durante la dictadura. Lo que emergía era una radiografía del saqueo: un sistema financiero diseñado para socializar las pérdidas del capital concentrado.
La reacción no tardó en llegar. Las conclusiones de los peritos eran una bomba política: implicaban a sectores empresariales poderosos, a funcionarios del Banco Central y a bancos internacionales con vínculos estrechos con Washington y la City londinense. En enero de 1984, el juez federal Martín Anzoátegui, en el marco de la causa impulsada por Alejandro Olmos, remitió un oficio al Congreso de la Nación para que interviniera. Los diputados Adrián Pedrini y Miguel Unamuno propusieron crear una comisión investigadora para determinar las responsabilidades en el endeudamiento. Pero la mayoría radical en ambas cámaras bloqueó la iniciativa. La decisión de no investigar marcó un punto de inflexión: el Estado democrático renunciaba a esclarecer uno de los delitos económicos más graves de su historia reciente.
Las presiones internacionales fueron determinantes. El FMI y el Banco Mundial condicionaron el otorgamiento de créditos a la aceptación del statu quo financiero heredado de la dictadura. Los bancos de Nueva York amenazaban con cortar el acceso a los mercados y provocar un “default aislante”. Frente a ese cerco, Alfonsín, que había confiado inicialmente en la línea soberana de Grinspun, comenzó a ceder terreno. A comienzos de 1985, tras meses de tensiones internas, Grinspun fue desplazado del Ministerio de Economía. Su salida simbolizó la rendición política del gobierno frente al poder financiero. En su lugar, asumió Juan Vital Sourrouille, con un programa de estabilización –el Plan Austral– que subordinaba explícitamente la política económica argentina a los lineamientos de Washington. “Debemos pagar porque somos un país serio”, declaraba Sourrouille, como si la seriedad nacional dependiera de la docilidad frente a los acreedores externos.

Tras la caída de Grinspun, el Banco Central quedó bajo el control de José Luis Machinea, exgerente de Finanzas Públicas del organismo durante la dictadura. Machinea tomó una medida decisiva: convirtió en deuda pública directa las garantías estatales sobre los pasivos privados, consolidando jurídicamente la estatización que Grinspun había intentado desmantelar. A su lado, Daniel Marx, entonces director del área de deuda externa, comenzó una carrera que lo llevaría a ser uno de los arquitectos del Plan Brady2 y del endeudamiento estructural de los años noventa. La continuidad del personal técnico de la dictadura en posiciones clave del Estado selló el fracaso del proyecto de recuperación de la soberanía financiera.
La postura de Grinspun, en cambio, había sido diametralmente opuesta. Para él, la deuda no era un problema contable ni financiero, sino un problema político y ético. Había advertido que ninguna solución técnica podía prosperar sin revisar las causas del endeudamiento y sin denunciar la complicidad del capital local con los intereses extranjeros. Una comisión del propio Ministerio de Economía llegó a recomendar no pagar la deuda heredada, al menos hasta esclarecer su legitimidad; pero el Departamento de Política Económica del Banco Central, encabezado por Carlos Melconian3, sostuvo lo contrario y recomendó cumplir con los acreedores. El presidente optó por esta última línea.
La decisión final de Alfonsín fue, por tanto, política antes que económica. En lugar de sumarse al frente latinoamericano que proponían Brasil y México para renegociar colectivamente la deuda, prefirió “honrar hasta el último dólar”, convencido de que esa obediencia abriría las puertas del crédito y de la respetabilidad internacional. Pero lo que consiguió fue consolidar un esquema de dependencia que hipotecó el futuro. La oportunidad de revisar la estafa fue desperdiciada, y el intento de Grinspun –uno de los pocos gestos de autonomía económica en el inicio de la democracia– quedó sepultado bajo el peso de la ortodoxia financiera. Así, la transición democrática legitimó con su firma la deuda ilegítima de la dictadura, y con ello, buena parte de los mecanismos de subordinación económica que aún condicionan al país.
Ese gesto de “seriedad” tuvo un costo enorme: consolidó la legitimidad de deudas fraudulentas y trasladó a varias generaciones la carga de un endeudamiento que, en términos de derecho internacional, pudo haberse considerado odioso. Alfonsín aceptó cargar al país con deudas que ni siquiera eran del Estado. En ese movimiento se explica también la renuncia a una política económica autónoma: el alfonsinismo fue un régimen democrático condicionado, donde la soberanía formal se estrenaba bajo la tutela de los acreedores globales. El politólogo Guillermo O’Donnell habló de “democracias delegativas”, pero bien podría decirse que la de Alfonsín fue una “democracia hipotecada y semicolonial”.
La presión de los acreedores no se limitó al frente financiero. Desde mediados de los años setenta, ya se comenzaba a configurar un interés explícito de fondos de inversión y petroleras anglosajonas por los recursos energéticos del Atlántico Sur, especialmente en torno a las Islas Malvinas. Los informes Griffith (1975) y Shackleton (1976), encargados por el gobierno británico sin consentimiento argentino, identificaron el potencial hidrocarburífero de las aguas circundantes, señalando cuencas prometedoras para la explotación de petróleo y gas en la plataforma continental argentina y resaltando también la importancia de los recursos pesqueros, consolidando así la percepción de las islas como un enclave estratégico y económico. La derrota militar argentina de 1982 no hizo más que reforzar la ocupación británica y, con ella, el control sobre estas plataformas ricas en hidrocarburos, mientras que el informe del U.S. Geological Survey de 1983 confirmó que la cuenca de Malvinas podía contener reservas significativas de petróleo y gas, consolidando el interés internacional por el área y sentando las bases para la política británica de explotación unilateral de sus recursos naturales. En este marco, aparece Larry Fink4, entonces un ejecutivo en ascenso dentro de First Boston, era parte de ese mundo que olía la oportunidad: un país endeudado es un país vulnerable, y un país vulnerable entrega recursos. No es casual que en los años siguientes el discurso sobre privatización de empresas públicas se instalara con fuerza: la deuda se convertía en la excusa perfecta para avanzar en la transferencia de activos estratégicos.
En este sentido, Alfonsín funcionó como un eslabón de transición. No privatizó masivamente, como sí lo haría Menem después, pero dejó sentada la narrativa de que las empresas públicas eran ineficientes, deficitarias y una carga para el Tesoro. La combinación de deuda asfixiante y déficit de gestión allanó el camino para el remate posterior. Como reconocería años después Domingo Cavallo, otro hombre de la Fundación Mediterránea, artífice del plan de convertibilidad, “la deuda fue el ariete que permitió abrir la economía y legitimar la venta de activos estatales” (Cavallo, 1997, p. 201). Alfonsín, con sus concesiones a los acreedores, puso la mesa para ese banquete.
En el plano geopolítico, la deuda también se convirtió en una herramienta para congelar el reclamo sobre Malvinas. Durante los años de Alfonsín, la diplomacia argentina retomó el discurso de la negociación bilateral con Londres, pero lo hizo en condiciones de extrema debilidad. La prioridad era mostrar al mundo financiero que la democracia argentina era confiable, que no se saldría de los cauces marcados por la banca internacional. En ese contexto, la cuestión Malvinas pasó a ser casi decorativa. Mientras en el Atlántico Sur se consolidaban acuerdos pesqueros y se exploraban proyectos de explotación petrolera bajo paraguas británico, el gobierno argentino optaba por el silencio cómplice. Como señala Lorenz (2006), “la política exterior argentina en los años ochenta estuvo subordinada a la necesidad de conseguir financiamiento externo, lo que limitó cualquier gesto de firmeza en la cuestión Malvinas” (p. 89).
El círculo vicioso fue perfecto: la deuda condicionaba la política económica, la política económica debilitaba al Estado, el debilitamiento del Estado justificaba la privatización, y la privatización abría la puerta a la extranjerización de los recursos estratégicos, entre ellos los del Atlántico Sur. Alfonsín fue un prisionero voluntario de un orden internacional diseñado para que países como la Argentina nunca salgan de la dependencia. Su discurso encendido sobre democracia contrastaba con la docilidad con que aceptaba las reglas del endeudamiento perpetuo. En palabras de Eric Toussaint (2014), “la deuda es la continuidad del colonialismo por otros medios” (p. 17). Alfonsín, con toda su impronta de honestismo y moralina socialdemócrata y masónica, terminó administrando ese colonialismo financiero.
La ilusión de que la democracia podría funcionar como escudo frente a la lógica financiera internacional se desmoronó pronto. El Plan Austral, lanzado en 1985 con bombos y platillos, buscaba frenar la inflación y reordenar la economía, pero terminó siendo una tregua corta, sostenida en parte por los desembolsos externos. Cada negociación con el Fondo implicaba nuevas condicionamientos: ajuste fiscal, control salarial, liberalización comercial. El resultado fue un progresivo desgaste social y político que culminó en la hiperinflación de 1989. Pero lo fundamental es que, en todo ese trayecto, Alfonsín nunca se planteó la posibilidad de una auditoría de la deuda. Se limitó a administrar el problema, como si se tratara de un fenómeno natural e inevitable, y no de una construcción política y financiera deliberada.

El contraste con lo que había hecho en paralelo Ecuador años más tarde, con la Comisión para la Auditoría Integral del Crédito Público, es brutal. Allí se demostró que gran parte de las obligaciones externas eran ilegítimas, firmadas bajo condiciones abusivas o con destino incierto. En la Argentina de Alfonsín, en cambio, la consigna era no abrir esa caja de Pandora. La deuda no se discutía, se pagaba. Y al pagarla, se consolidaba un andamiaje de dominación que perdura hasta hoy. Como señaló Noemí Brenta (2013), “la aceptación acrítica de la deuda generada en la dictadura implicó un retroceso institucional: el Estado de derecho democrático convalidó una estructura de sometimiento originada en un régimen autoritario” (p. 242).
Los nombres detrás de esa dominación no son anónimos. El mencionado Larry Fink, el “tiburón de Wall Street” que luego fundaría BlackRock, era parte de la camada de banqueros que diseñaron los instrumentos de titulización de deuda en los ochenta. Fink comprendió mejor que nadie que la deuda soberana podía transformarse en un activo financiero transable, multiplicando su rentabilidad. No se trataba solo de cobrar intereses, sino de convertir las deudas en papeles negociables en los mercados globales. La Argentina, con su volumen de pasivos y su necesidad crónica de refinanciación, era un campo de pruebas ideal. Décadas más tarde, BlackRock se convertiría en uno de los principales acreedores del país, cerrando el círculo de una historia que empezó precisamente en los años de Alfonsín, cuando se cimentó la arquitectura del endeudamiento perpetuo.
El final del gobierno de Raúl Alfonsín no cortó la madeja: más bien la afianzó, la puso en regla y la convirtió en política de Estado. La deuda externa –esa cifra que algunos presentan como un problema técnico– se transformó en actor político persistente, en condicionante de la práctica gubernamental y en coautor silencioso de decisiones que, en apariencia, versaban sobre economía y que en la práctica definieron la autonomía nacional. Esta es la historia de cómo un país que había combatido por la soberanía territorial en las islas del Atlántico Sur terminó, en la década siguiente, subastando su soberanía económica; una historia donde la legitimidad de la deuda bajo Alfonsín, la relación con el petróleo del Atlántico Sur y la llegada de Carlos Menem se funden en un solo tejido de subordinación.
Hacia fines de la década de 1980, la deuda externa argentina dejó de ser un simple ítem contable para convertirse en un mecanismo de subordinación política y económica que condicionaba cada decisión del gobierno. Sturzenegger con su vocecita aflautada sintetizó esa realidad con una claridad que todavía hiela la sangre: “Cada decisión tomada en Buenos Aires debía anticipar la reacción de los mercados internacionales, como si la ciudad fuera una extensión de Wall Street y no la capital de un país soberano” (Sturzenegger, 1990). Esta constatación no era una metáfora exagerada, sino la descripción precisa de la dicotomía entre soberanía formal y subordinación factual que atravesaba la Argentina de la transición democrática. La política económica y social no se definía por criterios internos, sino por la expectativa de aceptación de los acreedores y organismos internacionales, subordinando derechos ciudadanos y políticas públicas a una disciplina financiera externa que se imponía sin mediaciones.
El impacto de esta subordinación se manifestó con particular crudeza durante el final del gobierno de Raúl Alfonsín. Los programas de estabilización económica –frecuentemente presentados como medidas “técnicas” de modernización– en realidad obedecían a agendas de organismos como el Fondo Monetario Internacional y el Tesoro de Estados Unidos, así como a los bancos acreedores. Frenkel lo resumió sin ambages: “La modernización económica se vendió como un triunfo de la racionalidad, pero en realidad era un ejercicio de obediencia anticipada” (Frenkel, 1989). Las medidas incluyeron recortes del gasto público, flexibilización laboral y políticas de ajuste que produjeron una caída sostenida de los salarios reales, incremento del desempleo y erosión de la capacidad estatal para sostener políticas sociales. En este contexto, la deuda se naturalizó como destino inevitable, y la sumisión del Estado frente a los acreedores pasó a ser rutinaria y técnica, consolidando un clima de impotencia frente a decisiones estratégicas de soberanía.
La cuestión de los recursos naturales, y en particular del petróleo en el Atlántico Sur y la plataforma hidrocarburífera circundante de las Malvinas, dejó de ser un asunto periférico. Tras la guerra de 1982, el Reino Unido consolidó su presencia en las islas, no solo con fines militares, sino también con objetivos económicos estratégicos. Las primeras exploraciones hidrocarburíferas y los acuerdos de cooperación pesquera de los años ochenta delinearon un proyecto económico que buscaba convertir la zona en un enclave productivo bajo tutela británica. La deuda argentina, al drenar recursos fiscales, limitó la capacidad del Estado de implementar políticas efectivas de defensa de la soberanía. La presión financiera se tradujo en impotencia diplomática: reclamar derechos territoriales en un contexto de dependencia económica internacional se tornó imposible, y la prioridad del gobierno era demostrar “seriedad” frente a los acreedores, en resumen, crearon un sistema de juego en el que siempre corremos detrás de la pelota. La prensa, en gran medida, reforzó esta narrativa, describiendo la deuda como un límite objetivo a la acción estatal. Las voces que denunciaban la ilegitimidad del endeudamiento, como la de Alejandro Olmos, fueron relegadas al margen.
La segunda Década Infame
El desenlace del ciclo alfonsinista –hiperinflación, crisis social y entrega anticipada del mando en 1989– simbolizó la derrota de la democracia para garantizar justicia social e independencia económica. La deuda se mantuvo intacta y se sentaron las bases para una subordinación aún más profunda. La llegada de Carlos Menem a la presidencia fue la consecuencia lógica de un proceso previo: aceptación de la deuda como dogma, normalización de programas de ajuste y conversión de la política energética en un mercado explotable por capital privado y extranjero. La democracia (re)nacida en 1983 quedó hipotecada, y la soberanía sobre recursos estratégicos empezó a redefinirse como oportunidad para intereses externos.

Los Acuerdos de Madrid (1989-1990) constituyeron un punto de inflexión en la relación con el Atlántico Sur. Bajo la fórmula del “paraguas de soberanía”, los acuerdos facilitaron la explotación de recursos por empresas británicas y multinacionales, modificando el marco legislativo isleño y habilitando la adjudicación unilateral de licencias por parte del Reino Unido. Como resumió Berardi, los acuerdos facilitaron “los negocios británicos” y constituyeron un impulso para la exploración y explotación por actores externos (Berardi, 2022). La desregulación del área petrolífera y el Plan Houston5 anticiparon la privatización periférica de YPF, consolidando un esquema en el que el petróleo dejó de ser instrumento de soberanía para transformarse en fuente de dependencia y fuga de divisas. Empresas como Astra, Bridas y Pérez Companc6 se beneficiaron de contratos ventajosos mientras la capacidad estatal se erosionaba.
Las privatizaciones del menemismo profundizaron el proceso de concentración iniciado en la dictadura, consolidando un esquema en el que grupos nacionales asociados al capital extranjero actuaron como intermediarios del despojo. Estas firmas, beneficiadas por contratos de exploración y explotación diseñados a su medida, se transformaron en socias menores de las grandes compañías británicas y europeas que ingresaron al país durante los años noventa. Astra fue rápidamente absorbida por Repsol, mientras Bridas –favorecida por licencias en Chubut y Santa Cruz– selló alianzas con British Petroleum, transfiriendo activos estratégicos bajo el ropaje de joint ventures7. Pérez Companc, por su parte, obtuvo áreas clave gracias a su proximidad con el poder político y luego vendió gran parte de su patrimonio energético a capitales extranjeros, cerrando así el ciclo de nacionalización privada de las rentas públicas.
El entramado menemista de privatizaciones y desregulación creó las condiciones para que el capital británico, desplazado formalmente en 1947, retornara por vía financiera y societaria. A través de Repsol, BP y Shell –empresas con fuerte participación de fondos británicos– se consolidó una red de control sobre la extracción, refinación y comercialización del crudo argentino. Los antiguos grupos locales, devenidos operadores de transición, facilitaron esa penetración a cambio de participaciones marginales en la renta petrolera. El resultado fue la reinstauración de un modelo de subordinación energética, en el que el petróleo nacional alimentó las utilidades de corporaciones extranjeras mientras el Estado perdió toda capacidad de planificación. De este modo, la política petrolera del menemismo culminó en la definitiva extranjerización de YPF y en la restauración del vínculo de dependencia con la matriz financiera británica que el país había intentado romper a mediados del siglo XX.
De acuerdo a lo mencionado, el análisis de los Acuerdos de Madrid revela que su alcance no se limitó a Malvinas, sino que comprometió la soberanía argentina en diversos niveles. Según González (2004), los acuerdos establecieron obligaciones recíprocas que abarcaron inversiones privadas, política exterior y control sobre las Fuerzas Armadas. Se consolidaron los derechos británicos sobre las fuerzas argentinas y delimitaron espacios de subordinación estratégica en el Atlántico Sur (González, 2004, pp. 66-70). La coordinación militar establecida en el acuerdo, incluyendo la obligación de intercambio de información con veinticinco días de anticipación, convirtió al Reino Unido en un Estado ribereño de facto y reforzó su control sobre la región marítima y aérea.
El Acuerdo también abordó la explotación de recursos pesqueros, estableciendo intercambio de información sobre flotas, estadísticas de capturas y evaluación de stocks. Esto implicó compartir una vasta zona marítima con Gran Bretaña, desde el Puerto de Camarones hasta las islas Orcadas, lo que tuvo consecuencias económicas significativas. La extracción pesquera anual en el Atlántico Sudoccidental asciende a 2.250.000 toneladas, equivalentes a unos 4.500 millones de dólares al año; en cuarenta años, la explotación alcanzó aproximadamente 180.000 millones de dólares, de los cuales 26.000 millones provinieron de licencias británicas otorgadas a buques extranjeros (Lerena, 2022). La pérdida de control sobre estos recursos consolidó un esquema de subordinación económica, donde la soberanía territorial estaba vinculada directamente a la capacidad de capital extranjero.
El marco legal interno reforzó esta subordinación. La Ley 24.184, sancionada en 1992, garantizó la protección y promoción de inversiones británicas en Argentina, incluyendo la transferencia de ganancias y la intangibilidad de activos frente a nacionalización o expropiación, con indemnización limitada a criterios de “utilidad pública” y compensación económica. El artículo 3° otorgó al Reino Unido el tratamiento de nación más favorecida8, mientras que el Artículo 4° extendió la cobertura incluso a situaciones de guerra o conflictos internos, asegurando la transferencia de utilidades sin restricción (González, 2004, pp. 103-138). Este marco legal, promovido en paralelo con la Ley de Emergencia Económica y Social9 y la Ley de Reforma del Estado10, permitió la liquidación de activos estatales y la venta de empresas y recursos a capital británico, consolidando un esquema donde la soberanía política y económica quedó subordinada a intereses externos.
Las mencionadas leyes, muy poco estudiadas en las Facultades de Derecho, facilitaron la apertura de sectores estratégicos al capital extranjero, en un proceso de privatización y liberalización que incluyó petróleo, gas, agua, telecomunicaciones y banca. La narrativa oficial de modernización y racionalización ocultó la transferencia de poder económico y decisiones estratégicas a actores internacionales. Como señaló Zamora en minoría, “esas inversiones, el control de empresas multinacionales de una parte importante de la economía argentina y la remesa de sus utilidades del país, abonaron la pérdida de la independencia política” (citado en González, 2004, p. 103).
El panorama integral de los años 1989-1992 demuestra que la deuda externa, los acuerdos internacionales y la legislación interna convergieron para producir un esquema de subordinación sistemática. La relación con el Reino Unido y la explotación de recursos estratégicos del Atlántico Sur ilustran la materialización de esta subordinación: la deuda condicionó la política económica, los Acuerdos de Madrid consolidaron el control británico sobre la zona, y la Ley 24.184 garantizó la impunidad jurídica y económica de las inversiones externas. La Argentina de esa época se configuró como un Estado donde la soberanía territorial y económica quedó subordinada a intereses financieros y geopolíticos internacionales, y donde la democracia formal convivía con la subordinación estructural a potencias extranjeras.
El fin de los 90 encontró a la Argentina en un éxtasis de vasallaje autoinfligido, una década conocida por sus “relaciones carnales” con Estados Unidos, donde la dignidad nacional se cotizaba a precio de saldo en las alfombras de la Casa Rosada y, por extensión, de Downing Street11. La cuestión Malvinas, ese perpetuo recordatorio de un desastre militar y de una persistente herida colonial, se había transformado en una suerte de performance tragicómica bajo la batuta del menemismo. La otrora firme demanda de soberanía, forjada en resoluciones de la ONU (esas “resoluciones favorables” que gastaban mucho sin “lograr grandes resultados”), mutó en la llamada “política de seducción”.

La “política de seducción” (que Di Tella bautizó con ese dudoso encanto) se basaba en la premisa, ingenua o rendida, de que los isleños no tenían un “rechazo monolítico” y que el gobierno británico no negociaría sin el beneplácito de sus habitantes (los kelpers, o los algas, en castellano). ¿Y cómo se “cautiva” a un pueblo? Con un abrazo de oso, por supuesto. Literalmente. El canciller Guido Di Tella se hizo famoso por enviar regalos a los isleños, incluyendo cientos de osos de peluche, como si la soberanía pudiera ablandarse con souvenirs de felpa. Era la imagen perfecta: Argentina intentando comprar la voluntad histórica con la candidez de un bazar.
El objetivo era cerrar “círculos concéntricos”: primero la “comunidad internacional” (léase Unión Europea), luego Londres, y finalmente, el plato fuerte, los kelpers (Clarín, 24-11-98). La estrategia de bilateralizar el diálogo, “tal vez cansado de obtener solamente apoyos de la comunidad internacional”, era la justificación oficial para dejar de lado el foro global. Es decir, nos aburrimos de ganar resoluciones, mejor vamos a perder solos en el ring bilateral contra la “diplomacia con más tradición del mundo”. El ejercicio comparativo con Hong Kong –la cereza del postre de esta diplomacia del autodesprecio– era de una brutalidad lógica: ¿Por qué China pudo recuperar Hong Kong y Argentina no pudo con Malvinas? “Porque Argentina no es China y porque Malvinas no es Hong Kong.”12 La respuesta, tan obvia como dolorosa, evidenciaba la asimetría de fuerzas ignorada por quienes pensaron que una invitación a un asado diplomático bastaría.
El clímax de esta ópera bufa13 llegó con la propuesta de soberanía compartida en 1996, intentando “dar de esta manera por cerrado el paraguas de la soberanía”. La soberanía compartida, o condominio argentino-británico, fue una confesión de fatiga, un “ya que no podemos todo, ¿probemos con la mitad?” El Canciller británico, Malcom Rifkind, al escuchar la propuesta en Chevening, simplemente “puso el grabador y repitió la fórmula”: “El Reino Unido no está preparado para discutir la posibilidad de transferir o de compartir la soberanía sobre el archipiélago” (Ámbito Financiero, 14-1-97). Los kelpers, por su parte, se marcharon “con el sentimiento de frustración y engaño” porque esperaban que Argentina renunciara públicamente a sus reclamos, no que insistiera en una cohabitación forzosa.
El cambio de guardia en Londres, con la llegada de Tony Blair y el Nuevo Laborismo en 1997, desató un optimismo ridículo en Buenos Aires. El gobierno argentino, especialmente tras la patinada del Ministro de Defensa Jorge Domínguez (que declaró que después del 1° de mayo “comenzará una nueva fase sobre las Malvinas con un gobierno laborista”), se topó con la pared de ladrillo de la realpolitik. La respuesta laborista, revisada personalmente por Blair y Robin Cook, fue un “no cederá ni un milímetro en los reclamos de soberanía sobre las islas” (Clarín, 24-4-97). Las esperanzas, como las valijas de Menem en su posterior viaje a Londres, volvieron vacías.
La aparición de Blair en el escenario global trajo consigo el fulgor de la “Tercera Vía”, esa ideología de diseño (con Anthony Giddens como gurú) que pretendía ser un “socialismo” adaptado al mercado sin renunciar al Estado de bienestar, un truco de magia política que cautivó a la socialdemocracia alrededor del mundo. En Argentina, la llegada de la Alianza (UCR-FREPASO), con Fernando de la Rúa a la cabeza en 1999, pretendía ser la versión criolla de ese nuevo pragmatismo. Pero en el fondo, los pilares de la política económica y diplomática se mantuvieron: el eje del endeudamiento y la entrega de recursos naturales.
Bajo la superficie de los osos de peluche y las visitas de “reconciliación” de Menem a Londres, que no pretendían avances en soberanía, sino “generar confianza” (La Nación, 22-10-98), el verdadero diálogo con el Reino Unido giraba en torno a la explotación de recursos. La política de no confrontación, de “eliminar todas las confrontaciones con el país europeo (menos las que tienen que ver con el interés nacional definido en términos económicos)”, era la clave de bóveda. En otras palabras: “No me discutas la bandera, que yo no te discuto el negocio.”
El sostenimiento del eje deuda pública y petróleo fue el verdadero “paraguas” que la diplomacia argentina jamás se atrevió a cerrar. La Argentina, bajo el ropaje de la convertibilidad y el endeudamiento serial, se presentaba ante el mundo financiero como un deudor modelo (hasta que dejó de serlo). Este andamiaje financiero era vital para sostener el statu quo y garantizar la “confianza” que Menem buscaba con tanto ahínco.
Mientras la Argentina bailaba el tango de la sumisión con Washington y Londres, la explotación de recursos en el Atlántico Sur avanzaba. La cuestión de las licencias de pesca y, sobre todo, la posible explotación petrolera en la Cuenca Malvinas eran los motores económicos que daban sentido a la guarnición británica (cuyo costo de 115 millones de dólares anuales era, convenientemente, en gran parte pagado por el dinero de las licencias de pesca). El restablecimiento de las comunicaciones con el continente era indispensable si los isleños deseaban desarrollar la industria del petróleo en el área.
El eje deuda-petróleo no es un fenómeno abstracto; tiene nombres y apellidos, especialmente de los bancos internacionales que participaron del festín de la deuda. Durante el menemismo, y la posterior agonía de la Alianza de De la Rúa, la banca de inversión global –Merrill Lynch, J.P. Morgan, Goldman Sachs, Citibank– operaba como estructuradora de la monumental deuda externa argentina. Estos bancos, al inyectar liquidez y confianza en el sistema de convertibilidad, facilitaban la continuidad de las políticas económicas que priorizaban el mercado por sobre la soberanía.
La conexión es simple y perversa: la Argentina, para ser un “país confiable, serio y previsible en el escenario internacional,” (la justificación de la alianza “extra-OTAN”) debía mantener la solvencia percibida y la puerta abierta a la inversión extranjera, incluso si esta provenía del ocupante ilegítimo. Los grandes bancos británicos, como HSBC o Standard Chartered, aunque quizás no fueran los principales tenedores directos de la deuda argentina, participaron del ecosistema financiero global que garantizaba el flujo de capitales y la inversión en el área. El dinero no tiene bandera, salvo la del dólar. La diplomacia argentina, al eliminar todas las confrontaciones menos las económicas, entregaba el flanco marítimo a la explotación, garantizando implícitamente que el dinero del petróleo fluyera hacia las arcas que, a su vez, pagaban a los bancos que prestaban al Estado argentino.
Cuando Fernando de la Rúa asumió con su efímera “Tercera Vía”, la política exterior hacia Malvinas se mantuvo casi por inercia. La Alianza había cuestionado a Menem por no haber calibrado correctamente las asimetrías de poder y había pedido el retorno al foro de la ONU, pero una vez en el poder, frente a una crisis económica inminente, la prioridad fue recuperar la “confianza” de los mercados, y no la épica de la soberanía. La vuelta a la ONU y el respaldo del Mercosur funcionaron más como paliativos discursivos que como estrategias efectivas. Se buscaba configurar una política de Estado –con legitimidad social, continuidad y compromiso–, pero el común denominador para pactar su contenido era la no confrontación y el mantenimiento del statu quo económico con el Reino Unido.
La renuncia de De la Rúa en diciembre de 2001 dejó al país sumido en un vacío institucional y económico de magnitud inesperada. Con un default cercano a los 100.000 millones de dólares y una economía paralizada, Argentina no solo enfrentaba la quiebra del Estado, sino la imposibilidad de sostener políticas soberanas frente a los acreedores internacionales. Las declaraciones de Tony Blair durante su histórica visita a Buenos Aires en 2001, lamentando la situación económica y expresando apoyo a las medidas de ajuste, ilustran con crudeza esta subordinación: el prestigio diplomático no podía reemplazar la capacidad real del Estado de decidir sobre sus recursos y su política económica. Como señaló Joseph E. Stiglitz, la presión del FMI y de los acreedores condicionaba cada movimiento, y De la Rúa, con la espada del default pendiendo sobre su gobierno, no podía actuar sin pasar por el filtro del capital extranjero (Stiglitz, 2002).
De la esperanza a la retórica
El colapso de la convertibilidad14 dejó además una herencia de hiperinflación potencial y desempleo masivo, y fue en ese contexto que comenzaron los primeros intentos del kirchnerismo por articular políticas de reestructuración de deuda. En este sentido el advenimiento de Néstor Kirchner en 2003 abrió una ventana de oportunidad. Su administración heredó la urgencia de normalizar la deuda, pero con un contexto internacional más favorable: la economía mundial estaba en crecimiento y los acreedores buscaban retornos inmediatos, preferibles a prolongar la parálisis de pagos.
La reestructuración de deuda de 2005 se presentó como un triunfo de la soberanía estatal: la conversión de bonos en default por nuevos instrumentos con quitas significativas se vendió como la recuperación de la capacidad de decisión económica del país. Sin embargo, detrás de la retórica triunfalista, se ocultaba una realidad menos gloriosa: los bancos estratégicos –Barclays, Citigroup, HSBC– continuaban operando como árbitros del destino económico de Argentina, articulando intereses financieros y geopolíticos que excedían cualquier jurisdicción nacional. Así, la ilusión de autonomía convivía con la persistente subordinación del Estado a las reglas de la oligarquía financiera internacional.
Como digresión histórica, conviene recordar que la Argentina siempre contó con alternativas para un desarrollo autónomo, aunque no se transitó ese camino y abrazó otra matriz. En este sentido, vale la pena recordarles a los desmemoriados que la experiencia de Juan Domingo Perón, tanto en su política financiera iniciada en 194615 como en su última presidencia (1973-1974), ofrece enseñanzas claras sobre el control estratégico del sistema bancario y la protección de la soberanía económica. La nacionalización del Banco Central y de los depósitos bancarios, hasta entonces en manos privadas, constituyó un mecanismo para impedir la manipulación del crédito y de los recursos nacionales por intereses extranjeros. Como advertía Perón ante la Asamblea Legislativa: “Organizados como un perfecto monopolio, los bancos privados podían imponer su criterio en asambleas sobre los bancos oficiales o mixtos… se confabulaban contra la Nación y se actuaba visiblemente en favor de intereses foráneos e internacionales“.
Durante el tercer gobierno justicialista, la política financiera, articulada por José Ber Gelbard, consolidó un sistema en el que el Estado centralizaba la gestión del crédito y la banca. La Ley 20.520 de Nacionalización y Garantía de los Depósitos estableció que todos los depósitos recibidos por bancos y entidades financieras debían ser transferidos al Banco Central, que se convirtió en depositario y garante de esos ahorros, brindando seguridad a los ciudadanos y evitando que la banca privada utilizara el crédito como instrumento especulativo o generador de inflación. Esta normativa permitió orientar el crédito hacia la inversión productiva, la vivienda, el comercio y los sectores regionales postergados, asegurando que los recursos financieros del país sirvieran al desarrollo económico y social. El Banco Central pasó a controlar el 100% del encaje de los depósitos, supervisando la liquidez de cada entidad, regulando el redescuento y fijando tasas de interés, incluso sobre bancos extranjeros, para garantizar que el crédito favoreciera la acumulación de capital nacional. Perón enfatizaba ante la CGT que “el Estado debía asegurar que el crédito y la inversión no se sometan a los caprichos de los grandes bancos privados, que actúan organizados como monopolio en beneficio de intereses foráneos e internacionales“.
Este esquema permitió fortalecer la capacidad negociadora de Argentina en el comercio exterior mediante la ampliación de facultades de las juntas de granos y carnes, la valorización del peso en un 25% frente al dólar, un crecimiento del PBI del 6,7% en 1974 y la reducción del desempleo al 2,5%, alcanzando prácticamente pleno empleo (Ferrer, 2004). En este contexto, el sistema financiero no se limitaba a ser un simple mecanismo de circulación de dinero, sino que funcionaba como un instrumento de planificación económica y redistribución del ingreso, diseñado para consolidar un mercado interno sólido y proteger el patrimonio nacional.
Dentro de estas medidas, la sanción de la Ley de Subversión Económica (Ley 20.840) en 1973 constituyó un hito jurídico: establecía sanciones para el acaparamiento, el desabastecimiento, la especulación financiera con fines subversivos y el vaciamiento imprudente de empresas, consolidando un marco legal que defendía los intereses económicos del país frente a operadores privados y externos. Tras la muerte de Perón en 1974, la política financiera se debilitó, pero la presidencia de Isabel Perón mantuvo una firme defensa del valor de los ahorros de los argentinos, incluso más allá del impacto del Rodrigazo, intentando preservar el patrimonio de la comunidad frente a abusos económicos y la volatilidad financiera.
Décadas más tarde, durante la presidencia intermedia de Eduardo Duhalde, Roberto Lavagna asumió un papel central, aunque contradictorio, en términos de soberanía económica. Bajo su gestión se derogó gran parte de la Ley de Subversión Económica, eliminando un instrumento legal que había protegido al país del abuso financiero y del vaciamiento de empresas. Esta derogación, promovida bajo presión del Fondo Monetario Internacional y acreedores internacionales, facilitó la negociación de préstamos y canjes de deuda –muchos de los cuales nunca se concretaron plenamente–, pero debilitó la capacidad del Estado para auditar el endeudamiento, sancionar irregularidades y garantizar una salida integral de los compromisos financieros.
El resultado fue una priorización de la liquidez inmediata por sobre la recuperación de activos y la defensa de la autonomía económica, profundizando la dependencia sobre recursos estratégicos, incluido el petróleo del Atlántico Sur, y dejando a la Argentina expuesta a la presión de organismos financieros internacionales y a vulnerabilidades estructurales que todavía condicionan su política económica. Más allá de los rituales, los símbolos y la retórica justicialista, el gobierno de Néstor Kirchner se distanció del programa financiero-económico justicialista, adoptando un enfoque pragmático que buscaba reposicionar al país en el escenario internacional mediante la Tercera Vía y la participación en reuniones de centroizquierda con líderes como Tony Blair, Lula y Ricardo Lagos. En este contexto, la cuestión Malvinas mantuvo un lugar central, aunque las posibilidades reales de avanzar sobre la soberanía eran limitadas, y los gestos diplomáticos –como el acercamiento a los kelpers– buscaban construir confianza y proyectar prosperidad argentina a largo plazo. Cristina Fernández, en ese momento, como primera dama y principal asesora, desempeñó un papel estratégico en la preparación política e ideológica, coordinando la articulación entre los gestos simbólicos, la estrategia internacional y los objetivos pragmáticos de gobierno, evidenciando un desplazamiento de la tercera posición histórica hacia una práctica política más orientada a la gestión y al posicionamiento global.
En torno a lo márgenes antes mencionado, la reestructuración de 2005 estabilizó parcialmente la economía argentina, pero consolidó la subordinación de la política financiera a los intereses de bancos y fondos de inversión, reproduciendo un esquema que Perón había intentado evitar. Incluso los logros del kirchnerismo –recuperación parcial de recursos estratégicos y fortalecimiento de políticas sociales– deben entenderse dentro de este marco: la falta de instrumentos jurídicos efectivos para controlar a los sectores concentrados del poder económico y la continuidad de la dependencia financiera evidencian un patrón histórico persistente. La historia demuestra que caminos no transitados, como la auditoría de la deuda, el control estatal de los flujos financieros y la planificación estratégica de los recursos, podrían haber permitido un desarrollo más autónomo, equilibrando justicia social, crecimiento económico con independencia y protección del patrimonio nacional pensando en un marco regional sólido.
En este contexto, la cuestión de las Malvinas comenzó a configurarse como un elemento estratégico de política exterior. La Resolución 407 de la Secretaría de Energía prohibía a empresas extranjeras explotar hidrocarburos sin autorización argentina; sin embargo, la participación de bancos internacionales como Barclays, que también invertían en empresas con derechos de exploración en las Malvinas, reducía el efecto práctico de estas regulaciones. Esta superposición de intereses creó un escenario en el que deuda y apropiación de recursos estratégicos se entrelazaban, con bancos internacionales actuando como árbitros de soberanía. La convergencia de intereses financieros y estratégicos delineaba un mapa donde el poder económico global condicionaba la política territorial argentina.
El kirchnerismo implementó una estrategia de equilibrio: combinó un discurso nacionalista con medidas legales para controlar la explotación petrolera en la plataforma continental, sin confrontar abiertamente a los actores financieros internacionales. La Ley 26.659, que facultaba sanciones a empresas vinculadas a Malvinas, y las cartas enviadas en 2012 a bancos británicos y estadounidenses ilustran la limitación de la acción estatal: gestos simbólicos de defensa de soberanía coexistían con la dependencia de los mercados internacionales. La deuda, lejos de desaparecer, operaba como un mecanismo estructural de subordinación, condicionando la capacidad real del Estado para decidir sobre sus recursos estratégicos.
La continuidad histórica se manifiesta en la persistencia de la deuda externa como condicionante estructural. La emergencia de Kirchner permitió un respiro macroeconómico y cierta autonomía financiera temporal, pero los instrumentos financieros internacionales permanecieron como limitaciones silenciosas. El caso de Barclays y Desire Petroleum ejemplifica esta superposición de intereses: los bancos no eran meros intermediarios, sino actores estratégicos que aseguraban la continuidad del control británico sobre recursos en disputa. Así, la soberanía argentina, aun bajo gobiernos con discurso nacionalista, se encontraba constreñida por relaciones de poder globales que superan la retórica diplomática.
Durante el período 2003-2010, la reestructuración de deuda, la recuperación económica y la administración de recursos estratégicos en el Atlántico Sur configuraron un modelo híbrido: mientras la administración Kirchner mostraba capacidad de maniobra financiera, la exploración de hidrocarburos permanecía en manos de actores extranjeros, y los instrumentos legales de defensa de soberanía actuaban más como símbolos que como mecanismos efectivos de control. La política exterior, las conmemoraciones de veteranos y la participación en foros multilaterales coexistían con la realidad de que la renta estratégica seguía fluyendo a través de bancos internacionales y corporaciones británicas, reproduciendo un patrón histórico de subordinación que trasciende gobiernos.
La relación entre deuda y política exterior evidencia que la oligarquía financiera y los acreedores externos definieron los márgenes de acción de la soberanía estatal. Cada operación financiera, contrato de exploración o medida legislativa se inscribe en un tablero donde la soberanía se negocia frente a actores que controlan la liquidez, la inversión y la renta natural. En este marco, la narrativa de recuperación de soberanía funciona como ejercicio retórico frente a la persistencia de un entramado financiero que asegura la continuidad de intereses extranjeros sobre recursos estratégicos.
Frente a esta situación, el camino verdadero no consistía en ensayar alternativas retóricas impuestas por economistas del Partido Comunista del Credicoop ni en medidas simbólicas que apenas disimulan la subordinación estructural. Era necesario volver a las fuentes: reconstituir el andamiaje jurídico-financiero diseñado por Perón, restablecer los instrumentos de control del Estado sobre los recursos estratégicos y sobre el flujo de capitales y los ahorros de los argentinos. Esto incluía denunciar los Acuerdos de Madrid, revertir las disposiciones de la Ley 24.184, al no prorrogar su vigencia, y cuestionar todos los memorandos, declaraciones y convenios conjuntos relacionados con las Malvinas que habían consolidado la subordinación territorial, económica y financiera.
En definitiva, la deuda externa, la intermediación financiera internacional y la explotación de hidrocarburos en las Malvinas se entrelazan en un entramado complejo, donde la retórica nacionalista de “los pibes para la liberación”, en la cual muchos confiamos, choca con la realidad de la dependencia estructural. Cada gobierno que intenta mostrar independencia se encuentra limitado por una red de intereses financieros y geopolíticos que trasciende la voluntad local. La recuperación efectiva de recursos estratégicos y la autonomía económica requieren retomar las raíces del proyecto financiero justicialista. Hasta entonces, la narrativa de soberanía permanecerá simbólica, mientras activos estratégicos como el petróleo y los fondos de pesca siguen bajo control de actores externos, reproduciendo patrones históricos de subordinación que se remontan casi dos siglos atrás.

Notas al pie
1 Roberto Teodoro Alemann fue un abogado y economista liberal vinculado al gobierno de Arturo Frondizi, quien lo designó ministro de Economía en 1961 en reemplazo de Álvaro Alsogaray. Desde ese cargo impulsó una política de apertura financiera orientada a atraer capital extranjero y a fortalecer los lazos con la banca europea, en particular con instituciones francesas y suizas. Representante en la Argentina de la Unión de Bancos Suizos, Alemann articuló durante su gestión una estrategia de endeudamiento y liberalización que consolidó la influencia del capital financiero internacional sobre la política económica nacional. Tras la caída de Frondizi, fue embajador en Estados Unidos, donde continuó gestionando el acceso del país a los mercados de crédito externos.
2 El Plan Brady, impulsado en 1989 por el secretario del Tesoro estadounidense Nicholas Brady, fue una estrategia de reestructuración destinada a resolver la crisis de la deuda latinoamericana mediante el canje de los pasivos con bancos comerciales por nuevos títulos, los llamados bonos Brady, que ofrecían quitas de capital o intereses y mejores condiciones financieras. Su objetivo era reducir el peso de la deuda, normalizar las relaciones con los acreedores y reactivar las economías de los países deudores, liberando recursos para la inversión y el crecimiento. En el caso argentino, la adhesión en 1992 permitió reestructurar una deuda externa insostenible, disminuir su proporción respecto del PBI y recuperar la confianza internacional, lo que facilitó la llegada de capitales y el acceso a los mercados financieros, aunque al costo de consolidar un modelo de endeudamiento dependiente de la arquitectura financiera global.
3 Carlos Melconian fue una figura destacada de la Fundación Mediterránea, el think tank cordobés que, junto con economistas y políticos como Domingo Cavallo, José Luis Manzano y Juan Schiaretti –quien luego sería secretario de Industria de Menem–, funcionó como laboratorio ideológico y técnico del proyecto neoliberal que se consolidaría en los años noventa. Desde ese espacio, Melconian compartió la visión de que la estabilidad debía alcanzarse mediante la apertura económica, la disciplina fiscal y la plena inserción en el mercado financiero global, legitimando intelectualmente la reestructuración del Estado y la subordinación del país a la lógica del capital transnacional. La Fundación Mediterránea, nacida al calor del poder empresario cordobés y del clima desregulador de la dictadura, se convirtió en una usina de cuadros para el menemismo, donde Melconian aportó su perfil técnico y su discurso de modernización económica, que terminó sosteniendo un modelo de dependencia y endeudamiento estructural.
4 Larry Fink (1952), fundador y director ejecutivo de BlackRock, representa una de las expresiones más visibles del poder concentrado del capitalismo financiero global: al frente de la mayor gestora de activos del mundo, maneja recursos que superan el PBI de la mayoría de los Estados, ejerciendo influencia decisiva sobre gobiernos, bancos centrales y corporaciones sin ningún tipo de control democrático. Su retórica sobre la sostenibilidad, la inclusión y el “capitalismo responsable” contrasta con la práctica de BlackRock, cuyas inversiones se orientan hacia sectores extractivos, contaminantes y especulativos, consolidando procesos de concentración de riqueza y de captura de políticas públicas. En ese sentido, Fink encarna la contradicción estructural del capitalismo contemporáneo: presentar un rostro amable mientras profundiza las desigualdades y debilita la autonomía de las sociedades frente al mercado financiero.
5 El Plan Houston, presentado por Alfonsín en 1985, se amparó en el discurso desarrollista para legitimar lo que en realidad fue una claudicación: la apertura del petróleo argentino al capital extranjero bajo la forma de “asociaciones” que debilitaban a YPF y erosionaban la soberanía energética. Este desarrollismo de la entrega, que se presentó como modernización y autoabastecimiento, consolidó la dependencia estructural del país y allanó el camino a la privatización de los noventa, mostrando que tras la retórica progresista se escondía la subordinación de los recursos estratégicos a las lógicas del mercado global.
6 Ver la investigación: Basualdo, E. M., & Barrera, M. A. (2015). Las privatizaciones periféricas en la dictadura cívico-militar: el caso de YPF en la producción de petróleo. Desarrollo Económico, 55 (216), 279-305.
7 Los joint ventures son asociaciones entre empresas que, sin perder su autonomía jurídica, comparten capital, tecnología y riesgos para desarrollar un negocio común. En el ámbito petrolero argentino de los años noventa, este mecanismo fue clave para facilitar la penetración del capital extranjero, especialmente británico y español, bajo la apariencia de cooperación económica. Compañías como Bridas y Pérez Companc establecieron joint ventures con corporaciones como British Petroleum, Amoco y Repsol, cediendo participación en áreas estratégicas a cambio de financiamiento y acceso a mercados internacionales. En los hechos, estos acuerdos funcionaron como una vía indirecta de transferencia de soberanía energética, pues permitieron que las firmas nacionales actuaran como intermediarias del despojo, abriendo la puerta a la extranjerización total del sistema petrolero argentino.
8 El tratamiento de nación más favorecida (NMF) es un principio del comercio internacional que obliga a un Estado a extender a todos sus socios las mismas ventajas o beneficios comerciales que conceda a cualquier otro país, garantizando igualdad de condiciones y evitando discriminación.
9 La Ley de Emergencia Económica (Ley 23.697), sancionada en 1989 junto con la de Reforma del Estado, declaró la emergencia administrativa, económica y financiera, y otorgó al Poder Ejecutivo amplias facultades para renegociar contratos, eliminar subsidios, suprimir regímenes de promoción industrial y reducir el gasto público. Bajo el pretexto de estabilizar la economía y frenar la hiperinflación, funcionó como el marco legal para desmontar regulaciones estatales, desproteger sectores productivos y sociales, y abrir paso a las políticas de ajuste y privatización que caracterizaron a la década de los noventa en Argentina.
10 La Ley de Reforma del Estado (Ley 23.696), sancionada en 1989 al inicio del gobierno de Carlos Menem, otorgó al Poder Ejecutivo facultades extraordinarias para reestructurar, intervenir y privatizar empresas públicas, bajo el argumento de modernizar el Estado y superar la crisis económica. Fue la herramienta central del programa de ajuste y liberalización de los años noventa, permitiendo la venta de sectores estratégicos como YPF, Aerolíneas Argentinas y ENTEL. Su aplicación marcó el inicio de un profundo proceso de desestatización, concentración económica y pérdida de soberanía en áreas clave, consolidando el modelo neoliberal en Argentina.
11 Downing Street es una calle en Londres, famosa por albergar la residencia oficial del Primer Ministro británico (número 10) y del Canciller del Tesoro (número 11). En tono crítico, se la puede describir como el epicentro del poder político británico, donde se toman decisiones de alcance global tras puertas cerradas, muchas veces en beneficio de élites, mientras la mayoría de la población queda al margen de su influencia real.
12 La devolución de Hong Kong fue menos un acto de justicia histórica que una rendición política del Reino Unido ante la fortaleza ascendente de China. Londres, consciente de que sin los Nuevos Territorios el enclave era inviable, cedió bajo la presión de Pekín, que combinó poder económico, legitimidad nacionalista y firmeza diplomática. La Declaración Conjunta de 1984 maquilló una retirada imperial bajo el lenguaje de la cooperación, pero en realidad evidenció la impotencia británica para sostener su presencia en Asia frente a una China en expansión. El principio de “un país, dos sistemas” fue la fórmula elegante que encubrió el retorno inevitable del territorio y la derrota simbólica del último vestigio colonial británico en Oriente.
13 Una ópera bufa es un tipo de ópera cómica que surgió en Italia en el siglo XVIII como contraparte de la ópera seria. Se caracteriza por tramas ligeras, humorísticas o satíricas, personajes arquetípicos (como sirvientes astutos o nobles ridículos) y situaciones exageradas o absurdas. Musicalmente, combina arias ágiles, dúos y coros, a menudo con ritmo rápido y melodías pegadizas, buscando provocar risa y entretenimiento más que solemnidad o reflexión profunda.
14 La convertibilidad es un régimen de tipo de cambio fijo en el que la moneda local se ancla a una divisa extranjera de referencia, garantizando su convertibilidad plena a dicha paridad. Este esquema exige que el banco central mantenga reservas internacionales suficientes para respaldar la base monetaria, limitando su capacidad de financiamiento monetario del déficit fiscal. En el caso argentino, la Ley de Convertibilidad de 1991 fijó la paridad uno a uno entre el peso y el dólar estadounidense, con el objetivo de anclar expectativas, controlar la inflación y estabilizar la economía, aunque implicó una pérdida de flexibilidad en la política monetaria y cambiaria frente a choques externos y asimetrías estructurales de la economía.
15 La política financiera del peronismo, iniciada en 1946 bajo la presidencia de Juan Domingo Perón, transformó profundamente el sistema bancario argentino con la nacionalización del Banco Central y la reorganización del régimen de depósitos bancarios, trasladando el control del crédito y las divisas del sector privado y extranjero al Estado. Estas reformas, consolidando la doctrina justicialista, permitieron que la política financiera se vinculase estrechamente con la política económica nacional, promoviendo el desarrollo industrial, la redistribución social y la protección del mercado interno. El Banco Central, reorganizado con directores representantes del Estado, la producción y el trabajo, concentró la planificación del crédito, garantizó todos los depósitos y canalizó recursos hacia la inversión productiva, fortaleciendo la soberanía económica. La reforma incluyó el control de cambios, la potenciación de la banca pública –Nación, Industrial, Hipotecario y Caja Postal– y la utilización estratégica de reservas para importar bienes de capital, rescatar deuda externa y nacionalizar servicios públicos, consolidando al sistema financiero como instrumento central para la promoción del bienestar general y la autonomía económica del país.
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