
Diario de Tokio, segunda entrega

Por Félix Leonel Peralta
Septiembre de 2025
No necesito vender mi alma. Ya está adentro mío.
Mañana tengo que pagar el alquiler y todavía no tengo trabajo. Vengo postergando escribir estas líneas desde hace dos días. Ni recuerdo qué quería escribir antes. Pero espero, a partir de ahora, tener algún que otro orden como para brindar una experiencia más secuencial.
Recién vengo de una barbería en Oji, barrio central de Kita, mi distrito. Venía con una pinta de náufrago tremenda. Ahora camino de acá para allá con mi cara redonda al descubierto, cosa que no me agrada para nada. Mientras volvía a casa tuve una llamada relacionada con una entrevista que tengo mañana. La chica del otro lado del teléfono me pedía un formulario que nunca vi en el mail que me mandaron. Esto, lamentablemente, lo entendí al rato de hablar con ella, fuera de la llamada.
En Horifune, mi barrio, se escuchan truenos.
Sorprende lo mucho que los nipones aún utilizan las líneas de teléfono fijo. Es una pesadilla, porque casi siempre tengo que lidiar con una interferencia o el bullicio incesante de una oficina de empleo en plena faena del otro lado del auricular. Espero que este dato sirva para desmitificar el mito que eleva a Tokio como “la ciudad del futuro”. Todavía hay un montón de dinámicas que son del siglo pasado. ¿Para qué arreglar lo que no está roto?, piensan. El problema está en que algunas cosas sí lo están, pero parece que nadie pretende cambiarlas. No por el momento.
Otro ejemplo son las cabinas telefónicas que están por todas partes. Al principio pensé que eran fumaderos individuales. Por lo que vi en You Tube es más fácil mantenerlas que quitarlas. “La ciudad del futuro” para nosotros puede seguir siéndolo, no lo niego. Sin embargo, la mitad de las máquinas expendedoras que veo en las calles son viejas, bien mantenidas pero viejas.
Recién, mientras no tenía qué escribir y ya mostraba claros signos de divague, me llegó la noticia de otra entrevista para el miércoles. Será la décima que tengo. Aunque con la particularidad de que será en persona y tendré que ir con mi currículum. Y aquí otra vez lo tradicional se me impone: tengo que llevar mi historial laboral escrito a mano. En japonés, obviamente. No es la primera vez que escribo kanjis, cuando fui a la municipalidad a registrar mi nuevo domicilio también lo tuve que hacer. Todo es un aprendizaje, me repito, todo es un aprendizaje. Recuerdo las palabras de mi abuela cuando le conté sobre mi postulación como recepcionista de un hotel. Me dijo que tenía un buen presentimiento. Aún no recibí ninguna respuesta como para confirmar su predicción.

Hasta podría decir que extraño esa entrevista, la del hotel, porque fue la mejor. La japonesa que me atendió por teléfono en realidad no era japonesa, sino una latina hija de japoneses. A este tipo de personas se la llama nikkei (日系). A Marya, la latinojaponesa, no le conozco el rostro. Pero le guardo cierto cariño. Comenzamos nuestro primer contacto telefónico hablando en inglés y, con tan solo decir que vengo de Argentina, ella no dudó en seguir nuestra charla en castellano. Fue un alivio. Luego tuvimos una segunda entrevista, hecha por videollamada, completamente en japonés. En el tramo final ella vuelve al castellano, a pesar de que también había una tercera persona con nosotros, cuya cámara estaba apagada y no pronunció ninguna palabra.
Ahí te das cuenta de que no tenemos nada salvo nuestro modo de hablar. Es la única herencia que te va a acompañar vayas donde vayas, sea cual sea tu situación. Eso le dije una vez a Jake, mi compañero de casa, y él estuvo de acuerdo. Tendría que hablar de muchas cosas que todavía ni mencioné. Pero ahora tengo que pensar cómo encarar las dos entrevistas. Para el miércoles tengo que conseguirme camisa, pantalón de vestir y zapatos. Espero no tener problemas con la ropa, debido a mi contextura. Aunque desde que me fui de casa habré bajado algunos kilos.
Los truenos siguen apareciendo, uno tras otro. Apenas pasaron once minutos de las seis de la tarde.
***
Me acabo de quedar sin posibilidades de anotarme al examen que reprobé en julio. Creo que mencioné algo sobre el examen pero no dije nada sobre que lo había reprobado. Me quedé a cuatro puntos de conseguirlo. Y de tanto estar con la mente en búsqueda de laburo se me borró. No sé que decir, salvo que lo rendiré el próximo julio. Quién sabe lo que pasará hasta entonces. No voy a dejar de estudiar. Cada día repaso unos 100 kanjis, más o menos. Algunos días con más ganas, otros con menos. Esta ciudad está llena de símbolos, no digo nada nuevo, ya lo dijo Barthes en un librito que tengo en mi riñonera y que leo cuando voy de acá para allá.
Ahora sí, voy a hablar de Jake, mi compañero de casa. Este muchacho no se llama así, su nombre lo voy a mantener en suspenso, aunque hay muchos de los que van a leer estas líneas que ya lo conocen, porque hice chistes con su nombre real en mi fiesta de despedida en Rosario. Jake es un indio graduado en administración de empresas, un tipo que al principio se presentó como una persona distante, que no buscaba generar algún tipo de relación conmigo porque no es “de esas personas que necesitan tener amigos”. Pero rápidamente comenzó a hablarme sobre su trabajo como tutor de inglés, el cual lo tiene bastante ocupado. Casi nunca está en casa, labura cinco días de siete y pasa afuera muchas horas. Se va a la mañana y vuelve a la noche. Es un tipo muy recto, no bebe ni fuma y se la pasa haciendo ejercicios adentro de su habitación, la 202, que está al lado de la mía. Y siempre está dispuesto para charlar, el supuesto “no buscador de amigos”.
En nuestra primera conversación a solas me comentó sobre un “cliente” (así le dice a los alumnos, cosa que a mí como profesor de oficio me irrita) que trabajaba en una gran empresa de animación japonesa. Tras decir esto autocelebró su cualidad de persona honesta y me comenta que le dijo a este tipo que los títulos de su compañía están mal llevados, que no puede crear personajes entrañables para luego matarlos innecesariamente. Sí, estas fueron sus palabras. Ya no lo pude tomar tan en serio desde entonces. Jake, en el fondo, quería hablar de animé. El estudio donde trabajaba su cliente era Wit Studio y el animé en cuestión era Shingeki no Kyojin (traducido en inglés como Attack on Titan). Le dije que no había visto mucho, así que no podía opinar, pero no perdí oportunidad en dar gala de mis conocimientos y gustos. Él, como era de esperarse, me los elogió. Recuerdo que estábamos en la cocina y yo hacía unos fideos de sarraceno, conocidos en Japón como zoba.
Volviendo al presente: después de los truenos, sobrevino una lluvia leve. Escucho a Jake hablar en inglés con unos amigos que conoció durante su posgrado en Canadá. Uno es mexicano y otro es chileno. Se la pasa hablando con ellos y con su mentor canadiense. Tiene dos mentores, por lo que me dice. Otro día hablaré más sobre sus peculiaridades. Ahora me toca dormir en el suelo, no porque esta sea una habitación tradicional, sino porque mi cama se rompió. Como algunos japoneses que me crucé en el transporte público, esta cama no soporta extranjeros, menos si son gordos.
***
Recién terminé de desayunar. Me llegan respuestas de solicitudes en las que no recuerdo haberme postulado. En cada nueva propuesta aparecen diferentes protocolos. El primero en aparecer fue un sello que el banco me pidió para abrir una cuenta. Esto pasó el mes pasado. En este país no se utiliza firma manuscrita. En cambio se usa un sello con el nombre escrito en caracteres nipones. Normalmente suelen tener cuatro ideogramas. Pero al ser extranjero mi nombre ocupa mucho más espacio. Cuando fui a la oficina de correos, donde pude hacer mi cuenta bancaria, me recomendaron ir a una tienda que está al lado del museo nacional de billetes y sellos de japón.
Craso error, confiar en la amabilidad burocrática de este país.
Cuando les comenté a mis compatriotas que viven acá, todos me comentaron lo mismo. El sello sale unos mil yenes en cada local de Don Quijote, cadena polirrubro muy conocida, y se hace en el día esperando apenas una hora. En la tienda al lado de museo nacional tuve que esperar veinticuatro horas y me salió catorce mil yenes. Cuando me enteré no supe qué cara poner.

Vino Nomura a cobrarme el segundo mes del alquiler, después de estar hablando con Jake sobre la situación de su marido, al que hace poco le descubrieron un cáncer. Comentó que los medicamentos le hacen perder el apetito y, sumado al calor, le provoca náuseas, sobre todo cuando va en el transporte público. Nomura y Jake se llevan muy bien. La seriedad de mi compañero de casa la tiene encantada. Es como nuestra abuela. Hoy nos trajo dulces. Cuando llegué de Argentina le traje unas medias de Messi besando la Copa de Mundo.
Mi casera quedó encantadísima.
Con respecto a la entrevista que tuve hace unas horas, creo que me fue bastante bien. Salvo una sola pregunta que le pedí a mi entrevistadora que reformule, el resto fluyó bastante. Es para trabajar como guía en el mirador Shibuya Sky. También me postulé como personal de limpieza en un complejo de oficinas. También en Shibuya, el maldito centro, el lugar donde me encontré con los compatriotas rosarinos. Debo admitir que le estoy haciendo mala idea a esa zona. La considero súper genérica, globalista en un mal sentido.
En fin, estoy por salir con destino a Ueno a comprar ropa, tengo un gran gasto por delante. Cómo amo Ueno, tiene algo del barrio Once de Capital Federal, algo también de la calle San Luis de Rosario, que me gusta mucho y me hace sentir bastante cómodo.
***
Me rechazaron en la entrevista del mirador Shibuya Sky. El martes, cuando fui a Ueno a comprar ropa volví con las manos vacías. No encontraba talle. Para colmo la lógica de la ropa de acá es diferente y al principio no la entendí. Tras consultar a Chat GPT pude darme una idea. La cosa es que los japoneses utilizan las mismas nomenclaturas que nosotros a la hora de clasificar los tamaños de sus prendas, pero con la diferencia de que cada talla en japón equivale a la medida inmediatamente anterior de la que conocemos en Argentina. Es decir, el talle S japonés es el XS occidental; el L es el S; el XL el L y así. Pero esto no termina acá, muchas tiendas de ropa no rotulan los talles grandes con la acumulación de X que conocemos (XL, XXL); sino que lo que hacen es agregarle números a L.
Por eso yo dejé de ser XXL y pasé a 3L.
Y eso que algunos kilos perdí.
Por suerte el miércoles encontré la tienda de Ropa Sakazen en Ikebukuro, que tiene ropa para gordos. Cada vez amo más este distrito, donde está también el Roobik Bar que mencioné la otra vez, donde cada vez que voy vuelvo con la satisfactoria sensación del descubrimiento.
Ayer, después de comprar mi nueva camisa y pantalón de vestir, que un poco me hacen sentir como un estudiante de secundaria, me encontré con un parque llamado Minami donde pude tirarme al pasto después de una mañana lluviosa. El lugar, como casi todo en esta ciudad, estaba impecable. Al principio no sabía si podía tocar el pasto con las zapatillas. Luego vi que el resto las tenía y procedí a pisar. El verano se está yendo de nosotros, o nosotros nos vamos de él y se lo pasamos como una pelota al hemisferio sur, mi hogar.
Pensaba en esto y en mi familia mientras miraba el cielo. De pronto escuché una guitarra. Miré a mis costados y nada, era el parlante de la cafetería ubicada a la derecha del parque. Yo esperaba ver a un guitarrista, pero fui engañado por mis sentidos y mi deseo de escuchar música en vivo.
El miércoles también fui a una oficina de trabajos. No tengo mucho que decir, salvo que era enorme y los postulantes éramos mitad extranjeros, mitad ancianos. Es sorprendente la cantidad de personas grandes que trabajan en este país. Por eso cuando llegan a edades avanzadas terminan perdiendo altura y postura. No pueden dejar de trabajar. Me acordé de Nomura y me alegré de que ella no trabaje, aunque no escapa de tener problemas como cualquier persona viva en este mundo. Por lo menos no usa andador ni está completamente encorvada. Hace unos días trajo unas fotos de su juventud y Jake no dejó de señalar lo preciosa que era. En la foto aparecía con pelo corto tal cual lo lleva ahora y ostentando, en un cuello largo, un collar de perlas hermoso, con mucha clase. Su cara brillante y cálida. En las fotos aparecía con una muchacha rubia claramente occidental. Esa era su amiga que, en unos días, iba a venir de visita desde los Estados Unidos. Con ella trabajaron en un restaurante de ramen.
De la oficina de trabajos salí con unas instrucciones para postularme en una cadena de combinis, es decir supermercados que están abiertos las 24 horas. La mujer que me atendió era amable y muy correcta. Me trató con un respeto que no había experimentado nunca antes. Se refirió a mi como Peraruta-san y sentí como si fuera la primera vez que lo escuchaba.
Me dijo que había un supermercado muy cerca de casa que andaba buscando gente. Que debía conseguir un permiso para manipular alimentos y no mucho más. Esta vez no quiero preguntarle a Chat GPT, le voy a preguntar a un colega profesor de un instituto de Buenos Aires que estuvo laburando en un supermercado de este tipo.
***
Hoy tuve mi primera entrevista presencial en Shibuya. Es para trabajar en una tienda donde venden reproducciones de cuadros y fotografías famosas. Es en un shopping de 10 pisos, cada uno ocupado por un solo negocio, salvo los primeros pisos que dan a la calle y que son de comida. Caí con mi camisa y pantalón de vestir. No tenía zapatos pero no puedo comprarlos. Eso me lo hizo notar Jake cuando me vio salir: primero me dijo que me veía bien, luego fue a los detalles. Siempre va a trabajar con maletín y trajeado como buen hombre de negocios. Las viejas del barrio lo adoran y lo saludan al pasar. El tipo tiene su presencia, hay que admitirlo.
Cuando llegué a Shibuya empezaron a sonar truenos. La lluvia era inminente y yo tendría que haberlo sabido. Cuando empezó a gotear fui a un súper a comprar un paraguas. De casualidad fui a uno de esos locales en los que posiblemente termine trabajando detrás del mostrador. Una vez en la calle tuve que buscar el lugar de la entrevista. La red de mi empresa me jugó una mala pasada, o el GPS, no lo sé. El puntero que representa mi posición no se quedaba quieto. Se movía para todos lados. Esto provocaba que yo diera vueltas y vueltas sin saber a dónde iba, pisando charcos y esquivando autos que desparramaban el agua de las calles hacia las veredas. Por suerte estuve rápido en poner mi mochila en mi pecho, como para que no se moje mi currículum escrito a mano. Aunque mi ropa quedó completamente empapada; mi camisa blanca, mi pantalón negro, todo, todo empapado.
Al final pude encontrar el lugar, pero antes de entrar fui al edificio de enfrente a fumar un cigarro en un fumadero que había en el octavo piso. Estos fumaderos están repletos de extractores de humo y dos o tres ceniceros enormes en el medio. Cuando entré se iban dos personas y ahí estaba solo fumando. Viendo cómo las personas del edificio me miraban, como un pez nadando en una pecera de humo.

Una vez saciado el vicio me fui al baño a peinarme y acomodarme la ropa. Por suerte pude estirar las arrugas que tenía la camisa y las mangas, que ahora estaban un poco más secas. Faltaba una hora para mi entrevista, pero igual me resolví a ir a Shibuya Loft, donde quizás en un futuro (espero) trabaje.
Cuando me encontré con el encargado, me sentí un ridículo al verlo en chomba y vaqueros. Con el tipo hablamos más de una hora, me preguntó mucho sobre qué me parecía Japón y por dónde estuve. Le comenté un poco de mi experiencia, no con la misma soltura que hago acá, obviamente. Todo sonrisitas y comentarios boludos. Él me habló de Messi y Maradona, como siempre pasa. Yo le dije que el Diego era mejor que mi compatriota rosarino y asintió. En parte es lo que pienso pero el tipo ni me respondió y comenzó a hablarme del Nápoles y de cómo el 10 los sacó campeones. Así que supuse que era fan de nuestra ya fallecida leyenda.
El tipo debía tener unos cincuenta y pocos. Cada tanto me hablaba del trabajo y mis posibles funciones, pero no paraba de decirme cosas sobre la comida de Tokio, sobre si había conocido aguas termales o sobre a qué lugares ir y a qué lugares no. Entre los que no, estaba el irritable Shinjuku y mi amado Ikebukuro.
Cuando mencionó las jornadas de 6 horas de laburo me emocioné. Encima turno de mañana. Era perfecto. A cada rato me preguntaba si tenía dudas. Cuando no sabía qué más decir, me puse ver a mi alrededor para comentar algo sobre el negocio.
Vi un cuadro y lo vi muy similar a la tapa de un disco de los 80. Se lo dije.
Así es, me dijo. ¿Te gusta Tatsuro Yamashita?
Sí, lo escuchaba, en pandemia.
El tipo se sorprendió y recordé la esperanza que me daba este disco cada mañana del 2020. Lo ponía luego de levantarme resacoso de tanto aislamiento. En ese momento vivía con Bruno y el Tío Gus. Cada uno la pasaba como podía, encerrado en nuestras respectivas piezas. En ese marzo todavía había un remanente del sol veraniego y en conjunto con la música japonesa de los ochenta y las películas de Wong-kar Wai pude hacerles frente a esos primeros meses antes de que mi psiquis se desmoronara el día que cumplí veintiséis.
Ahora ese disco titulado For you me estaba dando una nueva oportunidad. Nos quedamos hablando un rato de la música de Yamashita y le hablé también de que me gustaba mucho también la obra de la mujer del cantante, Mariya Takeuchi, que es una artista mucho más conocida que él en Occidente por su hit “Plastic Love”.
Increíble increíble, decía el tipo.
Dame el trabajo por favor, pensaba.
Cuando terminé salió el sol y le mandé cinco audios a mi madre emocionado con la entrevista. También a mi abuela. Hace rato que tengo la costumbre de anunciar las buenas noticias, primero, a las mujeres que más amo.
***
Hoy no quiero salir de casa para nada. Es más, si pudiera quedarme en mi pieza lo haría. Pero mi cuerpo no me lo permite. Tengo que comer, tengo que beber y tengo que fumar. Hoy también no para de llover.
***
Vine de fumar un cigarro afuera de casa. Tengo que caminar dos cuadras hasta el estacionamiento de un combini. En Horifune no hay fumaderos cerca, entonces se recurre a improvisar uno.
Ahora sí, voy con la historia del primer sábado del mes que tanto vengo anticipando. Hace seis días decidí dar una vuelta por las librerías que se encuentran por la región de Kanda. No sé lo que quería buscar pero lo hice más que nada porque me sentía algo frustrado con mi búsqueda laboral y necesitaba caminar.
En Kanda pasé por dos zonas muy famosas. La primera es Akihabara, conocida como la zona preferida para buscar tecnología y artículos relacionados con hobbies en general. Allí no encontré mucho pero me metí en varios shoppings a ver cómo la gente gastaba su plata en muñecos, cartas TGS y disfraces de series muy conocidas. También pasé por tiendas de electrónica a ver celulares y computadoras, solo para hacerme una idea de a cuánto estaría una compu mejor.
Entré a una librería de cuatro pisos. Era enorme. El primer piso (lo que nosotros conocemos como planta baja) estaba orientado a las revistas y a los cómics. En la segunda a manuales de computación y manuales en general. Me sorprendió ver a tantos japoneses buscando libros sobre lenguajes de computación y esas cosas. Hasta su acercamiento con la tecnología lo hacen desde lo tradicional. Esto para mí es un sueño. Ver que se siguen haciendo infinitudes de revistas me hace soñar con algún día poder ver mi nombre en una de ellas. Escribiendo no sé qué, eso no importa.
En el tercer y cuarto piso se encontraban los libros convencionales de cualquier librería que se precie de tal. Policiales, históricos, romances y lo que, difusamente, cada país llama literatura nacional. El formato de libro en Japón últimamente es muy irregular. Antes eran muy similares entre sí, con un formato muy pequeño, que era el que tenía en mente antes de venir. Pero de los nuevos hay de todos los tamaños y formas. Algunos más grandes, similares al formato que conocemos en Occidente, otros aún más grandes, que se parecen más a los libros de arte plástico y fotografía.
Como en muchas librerías de Argentina, la sección de poesía de cada librería está escondida. Escondida porque cuenta con solo dos hileras y no mucho más. Acá en Japón ponen los libros de poesía junto a los libros de teoría literaria. Lamentablemente no encontré mucho para ver, salvo unas antologías de poetas contemporáneos demasiado caras para mi gusto.
Después me dirigí caminando hacia Jimbocho, el barrio de los libros usados. Da la casualidad que dicho barrio está en la zona más cara de Kanda, distrito que ya de por sí es caro. Recuerdo que cuando a Luciana le comenté que me quería mudar ahí un poco más se me rio en la cara, diciendo que estaba loco. La entendí al ver esos edificios enormes, a los banqueros saliendo como hormigas, a la gente de a pie haciendo filas interminables en los cajeros. Y también vi mucho prototipo de joven bohemio de buen vivir dando vuelta.
Acá deben estar los recitales de poesía que estoy buscando, pensé.
Pero no, solo vi bares, cabarets y mucha gente en grupo yendo y viniendo por la noche del sábado. Ya era tarde así que solo pude ir a una librería de usados. Ahí encontré una serie de revistas que me hacían recordar a las ediciones de Centro Editor, cada una de ellas estaba dedicada a la vida de un poeta.
Entre ellos busqué el nombre de Ryuchi Tamura, poeta que traduje para la Belbo (ver aquí). Pero nada. Igual me quedé con el nombre de otro poeta por el que voy a volver pronto, quizás mañana, para llevarme su antología: Mamoru Kikuta. En la contratapa pude ver su foto y algo en su mirada me atrapó. El resto de los poetas en sus fotos aparecían rígidos, acartonados; adoptaban la típica mirada de bohemios o catedráticos que parecen querer atravesar a su futuro lector con el fin de esconderse de ellos mismos. Por su parte, la foto de Kikuta, cuya mirada era seria pero vidriosa, parecía haber sido tomada de casualidad en una comida. Se lo veía relajado y melancólico a la vez.
Como de costumbre, no pude encontrar mucho en Internet sobre este poeta al volver a casa. Salvo una traducción de un poema suyo en inglés en una antología online titulada Poemas contra la guerra. Afortunadamente, pude encontrar la versión original del poema y pienso traducirlo ahora, por qué no. De alguna forma tengo que pasar el tiempo.
***
La primavera en este mundo
Mamoru Kikuta
En el patio de casa
las flores del jacinto y el azafrán
silenciosas abren su corazón
a pesar de que florecen dulcemente
¿por qué mi corazón está triste?
Las violetas florecen
al patio vienen gorriones, tordos
a pesar de que picotean semillas felizmente
¿por qué mi corazón duele?
El néctar de una flor
que un tábano vino a absorber
¿por qué se ve como un avión de reconocimiento?
¡Un corazón triste!
En mi pacífico
patio donde se conectan la tierra y el cielo del planeta
aún están enterradas minas debajo del suelo
esperando aflorar con pétalos de sangre.
En el cielo donde los pájaros vuelan libremente
los bombarderos también vuelan sobre áreas urbanas
lo que a lo lejos vi como un racimo de violetas
en verdad es el espectáculo de los pueblos ardiendo en llamas.
La primavera en este mundo es triste.
***
Medio bajón el poema ¿no? Leí su versión en inglés afuera de la librería y entonces todo me conmovió mucho más que ahora al traducirlo. Mejor será volver con mi relato.
La noche de Kanda estaba hermosa y yo tenía muchas ganas de caminar por ahí. Así que me fui a dar una vuelta para ver si encontraba algún barcito interesante. Pero no, nada. Jimbocho se ve que es solo para buscar libros y ya. Aunque me entraron ganas de hablar con los jóvenes que atienden la librería. Hay algo en su conversación despreocupada que me hace pensar que quizás son entusiastas de la lectura, no sé por qué. La próxima me voy a acercar.
Después de marearme un poco entre líneas y vagones, caí de vuelta a Shinjuku por mi revancha. Pero otra vez lo mismo: supuestos guías que aparecen de la nada para ofrecerme putas y strippers. Esta vez yo estaba más sólido. Los africanos y japoneses captan un rotundo «NO» dicho en inglés. Caminé hasta la entrada de Kabukicho que es una zona conocida por haber sido un hervidero de yakuzas en los ochenta. Tomé una foto y me fui para donde siempre tenía que haber ido.
Obviamente a Ikebukuro.
Allí lo primero que hice fue comer un ramen chino cuyo caldo era rojo como la bandera patria de los dueños del restaurante. Me senté en una barra con mi pedido hecho previamente en una máquina que está en la entrada. Esperé mi plato mientras tomaba un vaso de agua. El local con sus paredes grises y su rock de los 80 japonés me parecía que había pasado tiempos mejores. Aun así, la pulcritud y el orden son una constante. Pero hay algo de envejecer con decencia que aparece como síntoma urbano en muchos lados. Cuando llegó, abarqué la comida con respeto, porque sabía que era picante.
Después de comer salí a las calles de Ikebokuro. Pensé inmediatamente ir a Roobik Bar pero quise dar unas vueltas ya que la noche recién comenzaba. Chicos y chicas de veinte iban y venían en grupos y solos. Muchas personas con valijas de acá para allá, no necesariamente extranjeros. Fui hacia la zona de los cines TOHO para ver su cartelera, pero nada me convenció. En una esquina del monumental complejo había dos chicas de unos veintipocos sacándose fotos entre sí. Parecían trabajadoras no necesariamente sexuales, pero sí de esas que trabajan como host.
Estaban vestidas como lolitas góticas, tal como estaba de moda en los 2000, época en la cual yo estaba súper fanatizado con el anime. Actualmente la moda de Japón está bastante estandarizada a causa de la influencia coreana. La moda es usar ropa pastel y sin ningún tipo de accesorio ni inscripción. Es medio triste ver esta tendencia, porque los japoneses siempre fueron muy desenfadados con su estética. Los horarios fuera de la oficina eran la oportunidad de mostrarse al mundo tal cual como uno es. De ahí vienen las famosas fotos de ancianos decrépitos vestidos de colegialas, o de colegialas mismas simulando heridas con la cara manchada de sangre. Seguro deben seguir existiendo lugares donde esto aparezca más asiduamente. Pero se ve que todavía no estuve en el lugar correcto.
Pasé al lado de estas dos chicas sin querer molestar mucho pero mirando lo suficiente como para saciar mi curiosidad. Luego fui encarando hacia el bar, pero tuve otra parada intermedia. La oscuridad de un local de videojuegos me llamó la atención. Este es el Mikado Game Center, un arcade especializado en recreativas de los 90. Entré porque tenía esa mística que supe conocer en mi infancia. La iluminación, suficiente como para que nadie se sienta ofuscado, venía de las pantallas de rayos catódicos que proyectaban gráficos de diferentes calidades y generaciones. En el primer piso solo había juegos de música donde podías simular tocar la guitarra, un tambor gigante o simplemente seguir el ritmo propuesto por la computadora con los abstractos botones circulares del tablero. Yo fui por uno de esos últimos. Era un juego que proponía diferentes situaciones cotidianas como afeitarse, jugar al ping pong, hasta más particulares como practicar un arte marcial o más bizarro, como exorcizar una casa siguiendo un patrón musical. Dicha música poca veces tenía voz y eran sonidos digitales no analógicos. Por sí sola no llama mucho la atención. Pero la propuesta de reacción y acción es satisfactoria. La saga que pertenece a este juego la conocía desde chico. Se llama Rhythm Tengoku, algo así como El cielo del ritmo. Es gracioso porque en español me suena a un mal título de un programa de bailanta por cable. Una posible competencia a Pasión de Sábado.
Estuve jugando una media hora gracias a una moneda de 100 yenes. El juego era muy fácil. Eran ya las once y media de la noche. En el piso donde estaba, el de los juegos musicales, había gente más joven que yo dando vueltas por ahí. O divirtiéndose o esperando algo o a alguien. Chicas y chicos emparejados riéndose. Una chica con la raya del pelo al medio miraba cómo su novio o amigo se dejaba sus buenas monedas en una máquina de garra con la esperanza de sacar un peluche. Ella festejaba cada tentativa de victoria, a él se lo veía frustrado. Ambos tenían el pelo negro azabache y vestían discretos, “a lo coreano”. El muñeco en cuestión era una Kuromi, es decir la sobrina gótica de Hello Kitty. El bicho tiene los mismos ojos de botón que la gatita que conocemos, pero su atuendo es más villanesco. Hasta su expresión es maléfica. La chica ponía la mano sobre el hombro del chico. Él intentaba, intentaba, pero la garra en el último segundo se desprendía de Kuromi a la altura de sus ojos.
Todo es timba en este país, pensé.
Una vez que la pareja se cansó de intentar me acerqué a la máquina y pensé en meter una moneda de 100 yenes a ver si tenía suerte. Dicen que estás máquinas están programas para que cada cierto números de intentos la intensidad de la garra que eleva y transporta el premio agarre mayor firmeza.
Quizás era mi chance para tener una Kuromi.
Desistí y me fui para el segundo piso del local. Allí me enconré un escenario maravilloso. Un centenar de arcades de pelea y una multitud de personas jugando. Filas y filas de máquinas con el mismo juego y preparadas para enfrentamientos en tiempo real. En los extremos de las hileras había relatores animando la situación con su micrófono y una consola de audio para ir nivelando volúmenes. Se ve que se armaban torneos todas las noches y la fauna era estupenda. Hombres y alguna que otra mujer entre los veinticinco y cincuenta años. Todos reunidos para ser rivales entre sí. Para ver quién el es mejor en Street Figther, King of Figthers, Teken o similares.
Estaba extasiado por lo que veía. Era realmente un aguantadero de viciosos por los videojuegos. Encima había un pequeño fumadero donde pude fumarme el puchito de la noche. Entre ellos había otro extranjero aparte de mí, de unos cuarenta y cinco años, con lentes y entradas. El tipo se estaba preparando para competir con una chica que parecía la novia de unos de los más jóvenes de ahí. No vi su enfrentamiento pero estaba intenso, por las expresiones del resto. El clima era muy tranquilo, no había hinchadas ni gritos. Sí unos tímidos aplausos al final, seguidos de algunos omedetou.
***
Al llegar a Roobik House lo encontré bastante lleno. Ya-san, el dueño, me reconoció pero me dijo francés en vez de argentino. Yo me reí y lo corregí. Luego recordó mi primera vez y me dijo que era un buen bebedor, me dijo que era “fuerte”. Yo le agradecí tras pedirle una cerveza. En ese momento se me acerca un tipo de la misma edad que Ya-san a hablarme sobre Argentina.
En primer lugar hablamos de la comida. A mí no me sale otra cosa que decir que nuestra gastronomía es una mezcla de herencias italianas y españolas. Que me perdonen mis compatriotas pero en mi familia se come puro fideos, empanadas árabes y yántara. También hablé de la llanura, sin mencionarla. Hablé de dónde venía por negación. De donde vengo no hay montañas, y estiré mis manos con las palmas boca abajo como para dar a entender lo plano de mi tierra. Luego pensé en el asado y les comenté que era lo mismo que la barbacoa y no pude evitar pecar de soberbio al decir que ésta última se queda chica ante la abundancia de nuestra parrilla.
Por suerte esta vez el tema no viró hacía el fútbol, materia en la que soy muy ignorante, y nos pusimos a hablar sobre música. Este hombre al que voy a llamar El Muerto estaba muy entusiasmado con el tema. Me dijo que era fanático de Los Gatos. Ahí sí pude hablar de un coterráneo que da gusto, Litto Nebbia. Le comenté que fue uno de los primeros en tocar rock en español, que antes las bandas de rock argentinas cantaban en inglés. En ese momento me preguntó cuál era el idioma nacional. Si era el español o el inglés. Para la mayoría de los japoneses América es sinónimo de Estados Unidos.
Estábamos en el medio del bar, cerca de la barra y de los sillones. El Muerto estiró sus manos sobre una pequeña mesa redonda donde había un cenicero repleto y agarró una tablet por la cual se pasaba música por los parlantes del local. Puso La Balsa y empezó a enunciar a los cuatros vientos que era música Argentina. El resto de personas apenas miró, salvo Ya-san, que festejó muy animadamente mientras servía tragos.
Miré alrededor y vi mucha gente, la mayoría japoneses, jóvenes, con remeras de rock internacional o sin estampa alguna. También estaba dando vuelta la novia de Ya-san que era una japonesa de unos treinta que ponía una voz muy chillona y era igual de animada que su novio. En unos sillones había un grupo de tres chicos y una chica tomando cerveza y mirando cada tanto para donde estábamos nosotros. La chica tenía el pelo rubio teñido y tomaba vodka con soda. El resto tomaba cerveza.
Entra más gente al bar. Ya-san no duda en presentármelos. Era una pareja de músicos nipones, un chico alto y afro y una muchacha más bien petisa. Ya-san los presentaba como unos grandes músicos y a mí me presentó como un amigo argentino. Ante mi sorpresa, la chica se me puso a hablar en español. Se llamaba Tekila y su novio Taira.
Me comentó que trabajaba en un bar de comida mexicana y tenía dos compañeros, uno mexicano y otro argentino. Me comentó que amaba la cumbia y era dj del mismo género. A la vez con Taira y otro chico más tocaban en un power trío de rock progresivo muy sacado, como demostraron después y luego pude ver por Youtube. Yo estaba encantado con ellos. Mientras más ecléctica sea la gente más la quiero cerca. Me dijeron que sus influencias eran del progresivo de los 70, pero creo que decir eso sería encasillarlos en un sonido demasiado alejado de la verdad. Para m{i tienen algo entre stoner y glam noventero de a ratos. El formato de tres personas los hacen sonar con un descaro que no es posible con más integrantes. Esa es la magia innegable de los tríos musicales.
Por un momento me olvidé de El Muerto, que se puso a hablar con otros. Tekila tenía un castellano muy bueno. Hablamos de cumbia largo y tendido y traté de introducirla al hermoso mundo de la cumbia santafesina. Se la definí como más romántica, más melancólica que la porteña, de la que conocía el tema Me vas a extrañar, de Damas Gratis. Sin dudarlo desenfundamos nuestros celulares y comencé a mostrarles temas que escuchábamos desde el parlante de nuestros pequeños aparatos cerca de la barra. Recuerdo que sonó Adicto a tu piel de La Contra y alguno de Los Palmeras. Quería poner unos de Mario Luis pero los consideré demasiado tranquilos. Ella abría sus ojos y saltaba de la alegría y yo me aceleraba pasando más y más temas mientras tomábamos nuestras bebidas.
Entonces reapareció El Muerto a hablarme de música folklórica. Extrañamente empezamos a hablar de Víctor Jara y de Violeta Parra. No pude evitar mencionar al hermano poeta de esta última y dije una frase cliché cuando mencioné que los Parra era una familia de artistas. Qué se yo cuándo escuché eso. Capaz que lo leí en Wikipedia. La verdad es que no conozco a otro Parra más allá de estos dos. También le dije que a Jara le habían cortado las manos. Pero quedó raro porque no sabía cómo hablarles sobre las dictaduras latinoamericanas. Así que me detuve ahí y seguí con otra cosa y puse La Máquina de Hacer Pájaros como para unir a mis tres nuevos amigos.
La presenté como una banda de rock progresivo argentina. Tekila y Taira fueron por los instrumentos que hay entre los sillones. El Muerto me habló de Yupanqui y yo le retruqué con mis favoritos: Ramón Ayala y Horacio Guaraní. Mientras hablaba con El Muerto veía a la pareja tocando y queriendo sacar Hipercandombe con dos guitarras. La música siempre haciendo lo suyo. Hay veces que pienso que más alegría me da este arte que la escritura y la poesía. Hay algo innegable para mi juicio: el músico es el único actor de nuestra vida social que guarda cierto heroísmo y respeto en el común de la sociedad. Lo dijo nuestro cieguito bibliotecario: la música es un arte superior ante las otras ramas. No hace falta entender nada, ni explicar nada, porque en la música toda interpretación es posible. Es quizá el último resabio de magia que nos queda. Por eso quiero tanto a los músicos, me han sabido dar hogar antes que los poetas y narradores lo hicieran mucho tiempo después. Y ahora lo vuelvo a sentir con esta parejita. Si fueran poetas en vez de músicos, la cosa sería mucho más difícil y lenta. Se tornaría una larga discusión sobre autores y que esto y lo otro para medirse entre ambas partes el conocimiento. Con El Muerto, Tekila y Taira solo bastó mencionar un género musical y dos artistas locos para pasarla bien.
¡Que viva la música!
Después de poner La Máquina quise aprovechar la situación de tener el poder en mis manos, es decir, la tablet con el Spotify abierto, y puse un tema de una banda japonesa llamada The Fishmans. Es una banda con apenas tres discos y considerada de culto. Pero quise saber si era un culto foráneo de internet o si había una resonancia en el bar que estoy adoptando como segunda casa. Por suerte sí. Al instante Ya-san y El Muerto reconocieron el tema y se sorprendieron. Tekila y Taira, más cercanos a mi edad, no conocían a la banda pero ya entregados a sus instrumentos se pusieron a sacar riffs de guitarra y bajo respectivamente. El resto de las personas del local iba fluctuando. Ya eran las tres y media. Hacía rato que mi tren había zarpado y el plan era quedarse hasta el amanecer.
En el centro del bar me encontraba bailando y cantando el tema de los Fishmans que puse a reproducir en la tablet. Se llama “Baby Blue”. Es un ritmo reggae en batería, bajo y guitarra en el que irrumpe una voz triste sin llegar a ser desgarradora. El tema habla sobre la neurosis que le imprimimos a los buenos momentos sin poder disfrutarlos lo suficiente por no apagar la televisión que tenemos encima de los hombros. En medio de un abrazo con la persona que amo no puedo entregarme, sino rezar para que no se aleje como lo ha hecho tanta gente antes. De esto habla el cantante en una canción que es más bien relajante, alegre. La música inexplicable, como siempre, puede hacernos sentir alegres y tristes a la vez.
Mientras bailaba el tema de los Fishmans se me acerca la rubia que estaba tomando cerveza en los sillones. Se contagió de mi baile y se puso a bailar un rato conmigo. Vestía una chomba de mangas largas de rayas verde inglés y verde olivo que parecía el uniforme de un equipo de rugby y vaqueros que le quedaban un lujo. El baile es una facultad que no termino de exprimir porque me cuesta bailar de a dos. Pero hay algo en mi forma de moverme que resulta atractiva, es como una suerte de pavoneo involuntario que muchas veces me ha funcionado para acercar a mujeres, el tema es que los pasos siguientes aun no los tengo muy pulidos.
La rubia se fue al baño y cuando volvió no dudé en hablar con ella. Era una chica de mi edad, que amaba la música. Era vendedora por teléfono de insumos para empresas y no era tokiota sino de Saitama, una prefectura que queda cerca. Los fines de semana estaba siempre libre, me dijo, y su banda favorita era Los Eagles. Luego hablamos de videojuegos porque ella era fanática de la serie Metal Gear. De nuevo una hermosa coincidencia. Algo que para mí era un culto que compartía con muy pocos en mi infancia, aquí es como mirar “Casados con hijos” o leer Patoruzú. Le pregunté si le gustaban otros juegos y me dijo que no. Que enganchó con esa serie porque en su casa había una consola y bueno, se enganchó. Después le conté un poco de mi experiencia con los barrios de Japón, con los supuestos peligros. Y la rubia me dijo que una vez en Shinjuku le ofrecieron drogas y quedó bastante descolocada, así que ella tampoco era tan fan de este barrio.

En un momento volvimos a hablar de música y le comenté que la última película que vi en mi país era Linda Linda Linda. Una peli donde cuatro japonesas forman una banda de rock para un festival en su colegio secundario. Ella me dijo que no la había visto pero que conocía la canción de los Blue Hearts titulada de la misma manera. También me dijo que cuando iba al colegio tocó una canción de la misma banda para un festival. Quizás alguna compañera de la secundaria que sí vio la película propuso hacer ese tema. No sabe, dice. Yo recién ahí me di cuenta de que la rubia me gustaba. Al principio el sentimiento emergió tímidamente, hasta que rompió el cascarón cuando ella se fue a cantar a la barra junto a Ya-san y otros chicos que con una guitarra comenzaban a tocar los clásicos temas japoneses que no deben faltar en ningún fogón.
No conocía ni uno.
El saber que la rubia me gustaba me puso nervioso. Tarde, me dije, ella ya estaba volviendo a retomar conversación con los suyos que quedaron rezagados en el sofá. Tarde tarde tarde. No solo por no haber aprovechado el envión de la sorpresa y la conexión repentina, sino porque ya eran las cinco de la mañana. Era hora de irme, estaba muy borracho y El Muerto llevaba tres horas roncando en un sofá. A cada rato la gente pasaba al lado suyo y le hacía reverencias como si fuera una tumba.
Luego de que se fueran Tekila y Taira, saludé a la Rubia, a Ya-san y me fui. Era de día ya y yo estaba más que contento. La mayoría de personas con las que hablé esa noche eran japoneses y pude conectar con ellos. Volví a las seis a mi casa, me acosté y me quedé completamente dormido.

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