Sobre Lumbrera, un libro de poemas todavía inédito de Federico Rodríguez.
Por Félix Leonel Peralta
1. Ayeres
Puede que la generalidad de registrar todo esconda una premisa macabra. Quizás tenemos miedo a perder lo que estamos dejando de ser. Muchos queremos que lo poco que somos sobreviva en algún archivo. Por algo adoptamos un gesto en cada foto que nos sacan. Algo en nuestro rostro que nos diferencie del resto de personas que aparecen en la composición, que nuestros ojos sean un marco dentro de un marco. También ocurre lo mismo cuando hay una cámara filmando. En los documentales desfilan un sinfín de personas anónimas que, cuando tienen su momento en el centro del fotograma, no pueden disimular su entusiasmo. Luego de tanto tiempo bajo este sol, sobre esta tierra, lo humano parece labrar su camino más como fantasma que como un ser vivo. ¿Qué será aquello que nos sobrevivirá?
Siguiendo este pensamiento, el fenómeno constante de una ilusoria hipercontemporaneidad acrecienta la deuda que tenemos con nuestra historia, porque tendemos a ignorarla cada vez más. Y no estoy aludiendo a nuestro derrotero nacional, cosa nunca para nada sencilla, sino a historias más cercanas. Por eso quisiera arriesgarme a un pequeño ejercicio de especulación y remembranza.
En Rosario, hace menos de diez años, en los pasillos de las bibliotecas y en los patios de los ciclos literarios de entonces se respiraba un aire diferente. Se vivían pequeñas pujas que en la actualidad son tácitas o directamente inexistentes. Muchas de éstas solo nacían de la necesidad de antagonizar con un semejante o directamente porque sí, para geder. Pero estas pujas no me valen más que para mencionarlas muy tímidamente. La que me interesa a mí es una tensión que brotaba a la hora de pensar cómo encarar el oficio poético. Para esto voy a esbozar dos respuestas que reconozco en aquel Rosario de la primera mitad de la década del Diez.
Una de las tendencias que aparecieron como respuesta nació de aquellas personas que, movilizadas por la poesía de diversos autores como Aldo Oliva, Elliot, Baudelaire, Rimbaud, Pizarnik, se prestaban a escribir versos con un lenguaje altisonante y solemne. Poesía urbana, nocturna, de mirada bruja que ornamenta el paisaje visto con piedras preciosas, con referencias míticas, con grandes océanos y atronadores fenómenos meteorológicos (véase tormentas, ciclones, lluvias torrenciales). Repito, poesía urbana. El referente era claro. Los y las poetas de esta escuela no querían ser confundidos con las viejas generaciones que practicaban una triste vanguardia de tintes surrealistas. Se sentían atraídos por la complejidad del lenguaje y querían tensarlo lo más posible, darle esa preciosidad dariana que tanto nos conmueve hasta el día de hoy, pero queriendo bajarla de las torres custodiadas por dragones, traerla a los territorios de los hombres de a pie. Esto también era una decisión política, porque muchos de estos escritores se profesaban abiertamente de izquierda. No era para nada raro que cada tanto ostentaran algún antepasado obrero que en sus versos se desprendía de toda la tragedia densa y asfixiante de Boedo para revestir la figura del trabajador —sobre todo en el momento que desarrolla su oficio— de unos laureles propios de un semidiós. No podría pensar en un grupo fijo. Más bien en grupúsculos cercanos a la academia y algunas editoriales que hoy ya no parecen existir.
Como una suerte de antítesis, también surgía por la vereda de enfrente otro grupo más joven que el anterior. En este encontramos gente que opta por un lenguaje más coloquial y directo. Sus referentes son más claros. Podríamos pensar en Juana Bignozzi y Joaquín Giannuzzi como pioneros, pero sería imprecisar el pasado con las vistas del presente. Más acorde sería traer a colación las figuras de Fabián Casas, Cecilia Pavón, Fernanda Laguna, Martín Gambarotta, Juan Desiderio, más cerca de nuestro presente Mariano Blatt, entre otros. Es llamativo que muchos de estos nombres son de la misma generación de muchos de los representantes de los solemnes mencionados arriba. Pero más allá de esta coincidencia, pensemos en el motor del quehacer poético. Estamos ante un mismo objeto: la ciudad, la forma en cómo el yo poético transita en ella. En este sentido encontramos el mismo contexto espacial, pero la forma de abordarlo es diferente. En este grupo interesa mucho más la inmediatez, el hecho de que ven la metáfora como una distancia innecesaria. Para ellos la escritura no es una actividad somera que necesita sumergirse en la contemplación más profunda para así llegar al éxtasis creativo y desde ahí tratar de recuperar imágenes suprahumanas con símbolos que muchas veces no se comprende desde dónde parten y su silencio no termina de ser lo suficientemente autosuficiente como para valerse por sí mismos. Estamos ante poetas que no se escudan en lo complejo, sino en lo simple. Personas que quieren representarse primero a sí mismos y colateralmente a aquellos que se sientan similares a lo que su escritura representa. Como bien observa Tamara Kamenszain, en estos poetas sobrevuela una inocencia ininterrumpida que se proyecta en una puesta al desnudo de su intimidad. Abundan los poemas sobre el amor, la amistad, que se sirven de imágenes muy familiares para quien auspicia como lector. Esta cercanía encuentra como principal influencia extraliteraria las redes sociales. Desde el surgimiento de éstas, una gran parte de la forma de comunicarnos consiste en autorrepresentarse en “perfiles” que están disponibles para cualquier persona que cuente con una conexión a Internet. Aquí también resuenan las palabras de Josefina Ludmer, quien, anticipándose a nuestros tiempos, ya aseveraba que, en la actualidad, a parte de la literatura no le importa escindir aquello que es real o ficción dentro de las escrituras que se presentaban bajo un halo de cotidianeidad, porque la manera de comunicarnos —cada vez más indirecta, rápida pero no simultánea— también fue deviniendo en la autorrepresentación como forma de comunicarse con el otro.
Detengamos ya el análisis de una coyuntura pasada, suficiente. Quiero que ustedes, queridos lectores, tomen estas palabras como un preliminar para acercarnos a la poética de Federico Rodríguez y Lumbrera, su último libro de poemas. Considero necesario entender desde dónde parte la búsqueda personal del escritor para entender la riqueza de su madurez. Sus contemporáneos, más cercanos al primer grupo torpemente definido, a su manera, quisieron sonar altisonantes, querían corporeizar lo que vivían, con el fin de hacer un espejo distorsionado de sí mismos. Mientras que nuestro poeta, silbando bajito, persistió con su lirismo y, en el silencio de la década que nos separa de la época narrada, pudo ver mejor. El trabajo del último libro de Rodríguez se torna más íntimo, sin caer en el coloquialismo del segundo grupo. Aún persiste el deseo de querer elevar el lenguaje del día a día a algo más trascendental, pero desde un lugar mucho más humano y, huelga decir, con una o que otra verdad queriendo salir entre sus versos.
2. Retrovisor/Espejo
Pero basta de errar por especulaciones históricas. Direccionemos la mirada hacia un terreno estrictamente textual. Antes de leer lo nuevo de Rodríguez decidí releer su Retrovisor/Espejo, editado por La Pulga Renga en el año 2012 en la ciudad de Rosario, Santa Fe. Dicho libro está segmentado en dos partes. A cada una le corresponde una palabra del título ya mencionado. Retrovisor apela a un comienzo más bien intenso, en busca de un cierto golpe de efecto para su posible lector. La disposición de los versos no es la convencional, hay más libertades en sangrías y en la cantidad de palabras que tiene cada verso, que varían enormemente aun en un mismo poema. Hay ciertos párrafos que toman un patrón de orden escalonado como buscando una lectura más detenida, irregular. En otros, muy pocos, se coquetea con efectos visuales propio del concretismo. A continuación un poema:
Segundo, minuto, prisa, calma, significan
Quizás tiempo
O tal vez
Miedo
O tal vez
Quizás tiempo
Signifique ausencia, humo o encanto
(Federico Rodríguez, 2012)
El efecto visual de comenzar y terminar un único párrafo con los versos más largos le exige al lector interpretar más allá de lo estrictamente formal. Una petición tácita de distancia con el poema para así poder, quizás, contornear los ojos y vislumbrar un reloj de arena que en su ineludible parsimonia expresa el vaciamiento de las horas. El tiempo en esta parte del libro es un tema crucial. Se encuentra en la obsesión con el paso de las horas, la continua apelación a recuerdos del pasado y en la arbitrariedad cruel frente al destino humano que Rodríguez le adjudica a los dioses. Por momentos también es muy sexual, orgásmico; en sus poemas encontramos brotes de vida irreales. La aparición de animales transformándose en accidentes geográficos es un claro ejemplo de esto. Uno de los puntos más álgidos es el poema dedicado a Fabián Polosecki, periodista que pasó de la redacción de la revista Fierro a conducir en televisión su propio programa, conocido como El otro lado.
No hay dudas de que esta primera parte posee sus aciertos, pero también algún que otro exceso. Estos poemas de juventud tienen por momentos una voracidad creativa que engulle al referente y lo termina opacando hasta al punto de tornarlo oscuro para quien lo lee, ocasionando que haya imágenes que no remitan a nada claro y solo parezcan ejercicios retóricos. Existe cierta tendencia en este primer libro de querer ensalzar la experiencia compositiva con alusiones a escritores canonizados o al empleo de ciertos sentimientos mayúsculos que parecen más convenciones a cumplir que ecos de la temática general del libro.
En cambio, en la segunda parte, el verso se vuelve más uniforme. Más clásico. Y dentro de los poemas comienzan a emerger figuraciones más autorreferenciales. La escritura se torna territorial, se construyen espacios y se los reviste con intervalos de tiempo (momentos del día, estaciones, se menciona una casa, un hogar). Se trae a colación un “yo” que algo espera entre el devenir de su cotidianeidad. El hombre es una tardanza, diría Arnaldo Calveyra, mientras que “el hombre” de Rodríguez es pura anticipación.
Cabría preguntar a qué se debe dicha expectativa. Posibles respuestas aparecen en cada uno de los poemas que componen esta segunda mitad. Quizás pueda ser la escritura en sí, o la continuación de una inspiración que quedó a medias tintas, o la implosión de un mundo injusto que ya no puede continuar y se debe destruir para que algo vuelva a comenzar. Puras especulaciones que dotan a este conjunto de poemas de un pulso más claro, errante y sincero.
“Cuando todo nazca…”, utiliza el último poema como un latiguillo y enumera objetivos que solo se podrían cumplir en el campo de lo sensible. “Cuando todo nazca…” repite este comienzo en unos cuantos párrafos más y concluye que de esta forma “el mundo seguirá bailando”. Y así termina su primer libro con aires de promesa. Queda finalmente ver hacia dónde se encauzaron las preguntas y los imperativos en su más reciente trabajo.
3. Lumbrera
Todo irradia algo
que aún no sé cómo nombrar
Lumbrera
Rodríguez, en su nuevo libro, baja la mirada para volver a levantarla, vacilante en su proceder, pero precisa en sus conclusiones. Ya no define, sugiere. El autor traza los lineamentos de una nueva búsqueda al mismo tiempo que se responde preguntas del pasado. Mientras se escribe, la vida pasó y pasa, los territorios de espejo vuelven a aparecer. “El hogar” vuelve en los nuevos poemas, se expande, se enriquece. Esto se debe al despojo de cualquier ilusión autobiográfica dentro del poema. Salvo por algunas dedicatorias a nombres propios, el resto de la escritura de Rodríguez encuentra un amparo en lo universal. El territorio de sus poemas es inespecífico, puede ser interpretado como cualquier lugar, o, en términos cercanos a los de Blanchot, a una ausencia que posibilita la intervención del lector y de su capacidad para recuperar estos espacios a medida que avanza la lectura. Por otro lado, esto dota al libro una cuota de fantástico. La poca precisión a la hora de describir espacios dentro del poema le permite caer en un terreno de abundancia y variedad. Montes, ríos, patios, islas, entre otras cosas que rodean o son parte un mundo secreto que es tanto cotidianeidad como revelación a la espera de ser descubierta.
El primer poema comienza con la siguiente declaración: “Aún creo en la eléctrica conexión/ entre/ el silencio y la palabra”. Rodríguez, fiel a sus adscripciones poéticas (aquel primer grupo que mencionamos al principio), anhela conocer un estadio complejo tanto de la vida como del lenguaje. Aún persigue una infinita riqueza que una vez alcanzada es difícil de describir. Afortunadamente, se dejaron atrás los momentos altisonantes y efectistas. Ahora el poeta escribe con mucho más detenimiento. Gracias a esto, el devenir tanto del hombre como del mismo mundo que lo rodea se detiene o genera más bien la ilusión de no concluir. Este milagro secreto, que solo es posible en la literatura, es uno de los más notables hallazgos de Lumbrera.
Baja la tarde,
es una araña, púrpura,
que nos rodea
casi como
una ola a punto de romper
De “Lumbrera“
Sus métodos se aguzaron, y ya no buscan una validación estética ni esbozos de verdades personales que se quieran presentar como tautologías. Ahora se proponen ideas como al pasar. El presente, nos propone reflexionar Rodríguez en su nuevo libro, está construido con reminiscencias que nos conducen a otros lugares que ya no están, pero que aún persisten. Como, por ejemplo, la historia personal que muchas veces se confunde con las visiones propias del sueño. Lumbrera le gana un round a la nostalgia, hay una constante celebración del presente, una alegría que no se quiere esconder recorre la primera parte del poemario.
En su segunda parte tenemos una serie de poemas que se titula “Sincronizado con los objetos”. Aquí hay una programática interesante. Para esto quisiera traer unas palabras de un cierto artículo de Boris Groys que leí hace poco. En dicho texto se señala la necesidad, en la literatura actual, de “querer ocupar una voz”. Esta voz generalmente alude a un sector étnico, o una identidad sexual o hasta la búsqueda de ser el representante de una generación. Para Groys, las nuevas escrituras buscan legitimidad en su capacidad de representar individualmente una porción de lo social. En cierta forma, ya quedaron atrás las grandes novelas del siglo XIX que presentaban una pluralidad de voces y de discursos interactuando entre sí, antagonizando o simplemente conviviendo al mismo tiempo, en un mismo espacio. En cierta forma, propone Groys, ese ecosistema de personajes y discursos de la gran novela de escritores de la talla de Balzac, Tolstoi y Dostoievski se puede encontrar de una forma acrítica y arbitraria en Internet, con su criterio para popularizar y legitimar historias a través de la dualidad del me gusta/no me gusta. Pero ese es un frente de discusión que no abriremos por aquí. Quisiera que tengamos esta lectura de coyuntura literaria cerca: la necesidad de ocupar un espacio de representación de un conjunto de individualidades similares entre sí diluye la oportunidad que nos permite la escritura de un espacio de comunicación diferente, más trasparente.
Encuentro en esta serie de poemas una distancia con el fenómeno actual. La llamada “sincronización con los objetos” de Rodríguez no recae en una extensión de su subjetividad hacia aquellos que lo rodean. El yo poético no utiliza a los objetos como instrumentos, sino que permite que los objetos lo utilicen a él como una herramienta de conocimiento. Lo inanimado actúa en el poeta como en el espacio que comparten ambos entes. Pensemos en la conocida escena de Chunking Express de Wong Kar-wai, cuando Qiwu, uno de los dos agentes de policía que protagonizan el largometraje, recolecta latas de ananá en conserva que tuvieran como fecha de vencimiento el primero de mayo de 1994. Esto lo hace porque esa es su fecha de cumpleaños y el ananá es el alimento favorito de una novia que lo acaba de abandonar. El plan de este personaje es comprar por treinta días una lata de conserva con la esperanza de que su chica vuelva. Esta operación infecta de subjetividad al objeto, lo embruja con una historia personal. En cambio, los poemas de Rodríguez proponen todo lo contrario, como si la riqueza que nace de una estufa o un vidrio roto lo interpelaran del mismo modo que un paisaje natural. He aquí una de las claves de su originalidad.
Finalmente, el texto concluye con una serie de “Ensayos” dedicados a amigos que son escritores, compañeros tanto de la vida como del oficio. Las alusiones en este apartado no buscan validar la palabra escrita, sino conmemorar el encuentro con el otro, la belleza compartida o la respuesta a una pregunta que nunca sabremos precisar. Como mencioné antes, aquí encontramos las únicas cuotas de autofiguración del libro. La única forma que la escritura se permite referenciar a un afuera del texto es a través del afecto, como si no importara el exponerse salvo como parte de algo más grande, sea esto familia, sea esto amistad, compañerismo.
En los años aludidos al principio de esta nota, Rodríguez fue uno de los organizadores de A Cuatro Voces, uno de los ciclos literarios más longevos que conocí. En las noches del evento veía pasar a una multitud de escritores y escritoras con estilos muy variados y de todas partes del país. Muchos de los participantes y asistentes cuadrarían muy perfectamente en las observaciones que hice al principio de este texto. Los poetas solemnes y los poetas coloquiales convivían en un mismo lugar. Los segundos fueron muy duramente criticados pero el tiempo les está dando parte de la razón. Justamente ellos responderían a lo que Groys llamaría “literatura que quiere ocupar una voz”. Sin embargo, se debe reconocer que el valor de este tipo de poemas reside en encontrar un rastro de belleza y reflexión en lugares insospechados. No hace falta hundirse en paraísos artificiales o resucitar los mitos grecorromanos para escribir. Hay una suerte de democratización que supo llegar a otros lugares que una poesía más elevada no pudo. Con esto no quiero decir que una debe sobreponerse a la otra. Creo que las tendencias inevitablemente fluctúan, se pierden, reviven.
¿Por qué traigo esto de nuevo? Porque creo que hay otras influencias en este segundo libro y vienen de esta segunda tendencia. Se evidencia una intención de trabajar más con lo cercano, con una ligereza que antes no había. Y a pesar de que anteriormente dije que la inespecificidad de su espacio poético le brinda un enorme valor universalista, no puedo dejar de pensar en la voz de estos poemas como íntima, confesional, con ciertas reminiscencias a Juan Manuel Inchauspe que muchas veces nos invitaba a conocer las sombras de su casa.
En conclusión, celebramos las intenciones claras de este nuevo libro que consigue presentar mediante la escritura una propuesta más rica y provechosa. Lumbrera da un paso rotundo hacia un adelante que solo el tiempo y la escritura de Rodríguez podrá precisar. Y todo esto se logró gracias a un ejercicio de humildad por parte del poeta. Esto le permitió entender su lenguaje personal, que se podría interpretar como un susurro pausado y único repleto de verdades. Está en ustedes, lectores, encontrarlas dentro del entramado lleno de vida que esconden estos versos. Por otra parte, cabe mencionar la fidelidad del autor para con su búsqueda. Al final, los propósitos siguen siendo los mismos, pero el refinamiento del oficio poético ha dado sus frutos. Y qué afortunados seremos cuando el libro se publique, y todos puedan tener la posibilidad de leerlo.
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