
“Escribo estas notas casi sin releer, como si tratara de arrancármelas en crudo”, dice el autor de este testimonio de inmersión en el reino de En busca del tiempo perdido

Por Leandro Llull
I
La idea de que el párrafo proustiano responde a la forma orgánica de rosa. Mar de pétalos de centro incierto, que según cómo se muevan intensifican o renuevan su perfume. Uno no los lee por igual dos veces. Pero el cambio es imperceptible, como si se tratara de una fuente en cuyo fondo se desplazan las sombras de los peces como placas tectónicas y ese movimiento afecta las superficies de las frases que nos rozan. Repetición kierkegaardiana. El cambio se da tanto en lo interno como en lo externo, sin que sepamos qué se alteró de una lectura a otra. Así la novela se hace infinita: manteniéndose siempre en su línea de flotación, abriendo y cerrando las compuertas de sus pétalos para que entre el aire y entregue la seda que había estado confinada a sí misma, capa sobre capa.
II
Trascendencia del persistente interés del narrador por la publicación de su artículo en Le Figaro: alcanzar visibilidad. No se trata de un reconocimiento banal, de salón, sino de la llegada al punto de inflexión mortal: creerse escritor. A partir de ahí es que la escritura comienza, con la desilusión y la insatisfacción de haber alcanzado la oquedad de la figura. Una talla demasiado grande o demasiado pequeña, de un traje prêt-à-porter que siempre le queda incómodo al deseo. Estar a la altura es caer. Y después del fracaso comienza el arrastre de la piel contra el suelo de la lengua. No se es por tanto escritor cuando uno descubre que está escribiendo la novela, como en las últimas páginas. La función aparece mucho antes, al desvanecerse la imagen y quedarse el yo ciego, sin ideal.
III
Madalena. El pinchazo ocurre en el texto: se viaja con el narrador a través de su lengua, se entra en su cerebro, se está otra vez en su pasado que es a la vez el presente suyo, el de la novela y el del lector. Al mismo tiempo, dentro de ese plisado temporal se abre uno nuevo, el propio, donde la consistencia arenosa de la masa juega contra las papilas en la tibieza líquida de la cuchara y entrega en paralelo la mesa de la cocina, con su enchapado veteado en colores cremas y marrones, la luz filtrada por el mosquitero, negra, metálica, y mi abuela en la otra punta preguntando si me gustan las Melitas, las masitas que flotan en la taza y que, mezcladas a la estuosidad del té, corren por mi mente como nereidas de placer en la parte más lejana de la conciencia, durante la merienda. Pliegue del pliegue o pareja de pliegues coetáneos, los recuerdos se realizan a la par, iguales en gestación y distintos en contenido, hermanados por el sabor que reengendró la palabra y su textura.
IV
La absorción de un mundo por el otro, la ficción devorando la vida y la sociedad. No para destruirlo, sino para enriquecerlo, para tornarlo habitable. El reino de À la recherche es la parte que le faltaba al de Proust, su doble fondo. La imagen que Benjamin toma de él para abordar el tedio y la conciencia (dar vuelta el paño de la almohada, dejando a la vista el forro onírico de arabescos) puede ser asimismo usada para regresar a él: revertir el mundo propio manteniendo ambas caras, solo que el que nos aloja ahora tiene una puerta trampa y al final una urdimbre de colores. Ni la vida como obra de arte ni este como reemplazo de aquella; lo creado aportando un suplemento. Entonces, el escriba solitario y reducido a la cama, consumido en la persecución y el traspaso de la frase, admite ser visto como segador que a su vez recoge lo que él mismo siembra al otro lado.
V
¿Quién puede conocer a ciencia cierta cuántas láminas de fibra rodean el corazón de Charlus? ¿Existe alguien capaz de retirarlas a todas una por una sin renunciar ni morir en el intento? ¿Hay un núcleo en él? A partir de sus rasgos superficiales, y sin apartarse de ellos, el narrador sondea las profundidades de un ser enigmático, se pierde en sus corrientes, aprieta los ojos en esa oscuridad para escucharlo mejor. Pero lo hace a una distancia de paisaje, como si alejándose y mirándolo igual que a cualquier otro elemento de una panorámica pudiese reconocerlo igual que a una estrella que entre sus hermanas de plata titila aún más fuerte en el azul nocturno. El secreto de un personaje (léase también figura) no radica en sus inclinaciones, sino en sus aptitudes proteicas del aquí y ahora, de lo concreto, que son eternamente imprevisibles.
VI
Con los años, el rostro de Swann va perdiendo relleno y las redondeces son suplantadas por rasgos secos, al punto de que la piel casi se le pega a los huesos. En sus como si el narrador medita a posibilidad de que, decapándolo, el tiempo lo haya remitido lentamente a sus orígenes judíos, al dejar al descubierto la nariz aguileña. Según esa intuición, el proceso sería el siguiente: recubrimiento del cuerpo para su adaptación social, despojo de las máscaras cuando todo gesto de aprobación ajena carece ya de sentido. Ahora bien, ¿fueron esenciales las sinuosidades adelgazadas?, ¿constituyeron la materia metabólica del ejercicio mundano de Swann?, ¿eran velo o epidermis? ¿No se tratarían de tiempo consumido en vez de extraviado o desvanecido, de lo que se hizo con el cuerpo en el durante?
VII
No es factible concebir la sonata de Vinteuil sin traicionarla; es decir, no podemos imaginar una música en el vacío, ya que siempre dependemos de otras obras y, por tanto, apenas lo intentamos ya contaminamos su identidad con salpicaduras ajenas. Además, si la compusiéramos (como se ha hecho en varias ocasiones) no sería ella, sino una obra nueva; por esto es que tampoco hay modo de tocarla, de interpretar la sonata que los personajes escuchan a lo largo de la novela. En definitiva, es admisible sostener que implica un objeto que no responde a ninguno de los patrones ni a ninguna de las cualidades de la música, en especial, su duración, su desarrollo y su absorción del tiempo, su inevitable hic et nunc. Lo que nos obliga a concluir que representa un ser inerte atrapado dentro del relato, del que jamás experimentaríamos su consistencia. Pero habría que considerar si su verdadera existencia no está en los pasajes donde la misma es reseñada o en los que se cuenta cómo su ejecución opera en quienes la atienden; si su cuerpo no responde al fraseo, al encuentro de las palabras, al fileteo y al flirteo de la lengua al querer transmitir su presencia. La sonata, entonces, devendría el punto de contacto sonoro-vocal entre su existencia inviable y el afán por crearla a través del medio inhábil de la descripción literaria. Así, variación tras variación.
VIII
Las últimas semanas de lectura de À la recherche creí que iba a perder a un amigo. En breve, la voz que me había acompañado tantas tardes después del almuerzo ya no estaría. La experiencia se asemejaba a la del narrador cuando toma consciencia de que ha muerto la abuela, solo que, a diferencia de Marcel con Bathilde, yo iba a poder regresar a escucharlo cada vez que quisiera (mientras volviese a abrir el libro), pero como a esas personas que, luego de haber compartido una prolongada, intensa y eventual convivencia (compañeros de un antiguo trabajo, de estudio, de proyecto, de batallón, etcétera), uno ve cada tanto y las recibe en otra frecuencia, siendo víctima de las nostalgias por los cambios que el tiempo ha estragado en ellas. Me pregunté entonces cómo un texto podía instalarse así en mi mundo, formando parte de él, y la respuesta no tardó en llegar: el efecto hipnótico por el que el narrador ingresa a nuestra vida y se impregna en ella viene del tono y la deferencia. Nos habla como al oído, cuchicheando, sentados en el living de nuestra casa o nosotros en la punta de su cama, íntimos y en divertimento. Sus símiles nos abarcan a través de la primera del plural, sus confesiones y sus retratos y sus chismes poseen la misma naturalidad que la de una sobremesa mientras otros duermen (otros que perfectamente podrían ser objeto de conversación a sus espaldas). El narrador no busca sorprendernos ni halagarnos ni atraparnos en su puño; su postura es la del compañero al que vamos a visitar mientras se repone de una enfermedad no demasiado grave, pero que lo obliga a convalecer. Por eso, después del párrafo final sentí una pérdida irremediable, la del cotilleo con ese al que ya no volvería a oír de corrido contarme su historia, una que todos cargamos encima y que hace de nosotros lo que somos.
IX
Reparar dos segundos en esto, una vez más: un relato basado en las memorias de un muchachito burgués sobreprotegido que intenta insertarse en la aristocracia devaluada y decadente ¿cómo puede resultar atractivo y, sobre todo, atrapante? Seguro habrá una respuesta por cada lector. La mía se torna evasiva. Solo puedo pensar en la aptitud del ritmo y la sintaxis proustianos para captar las intensidades de un encuentro o una experiencia y llevarlas más allá de sí mismas, antes que sus puntos de contacto con las vivencias del lector. En cómo el alcance de una imagen no agota lo por decir, sino que sirve de trampolín para dar lugar a otra, y luego estas, adosadas, engendran una tercera, y así hasta que llega el momento donde la respiración se corta porque ya no se puede sostener semejante altura o profundidad. Un loop de espiral que va arremolinando las palabras y las convierte en una tolvanera densa pero sedosa. Y también la consciencia lateral de que ese ejercicio es el que constituye al escritor, sin que importe un comino el referente. Como si Proust hubiese sabido de antemano que concebir un mundo a partir de ese círculo snob transparentaría el arte de la narración, dejando a la vista lo intrascendente de lo contado frente al acto de contar. Algo así como construir un puente con cerámica: a priori, algo imposible; a posteriori, una prueba de genio.
X
Escribo estas notas casi sin releer, como si tratara de arrancármelas en crudo. Una especie de rastreo de las huellas de la obra en uno, intentando no falsear recuerdos, impresiones, vínculos subterráneos. Es un relevamiento acerca de qué elementos han quedado incorporados estructuralmente en un sentir, en un sensorio, como melodías sueltas que uno pudo retener de una composición mayor. Las frases, los símiles, las miradas, las escenas que han entrado a regir conductas, que las han hecho nacer o las han guiado hacia sí mismas. Veo entonces los campanarios de Martinville moviéndose en el aire como pinos en la brisa y enseguida me viene a la memoria la mañana en que, varios años después de leer esas páginas, desde en un callejón de Toledo, noté que los pinos cuyas puntas la brisa revolvía unas contra otras como coletazos de ballenas verdes afelpadas reconocía en mí un antecedente que estaba por fuera de lo que hasta entonces había vivido. A eso deseaba llegar, al punto en el que un texto se convierte en medida de lo real sin haber tenido experiencia previa.
XI
En el narrador se comprueba un crecimiento a través de la sensibilidad por el arte. Según las sensaciones que él mismo releva, cuando es capaz de disfrutarlas, las obras lo enriquecen, lo perfilan, lo despliegan. En parte, À la recherche debería ser considerada como la novela del desarrollo de una sensibilidad. Aunque no solamente para la construcción de un espectador, un aficionado o, mucho menos, un diletante. Lo que el narrador representa es la relación especular que alguien que intenta crear (contar “la” historia, en su caso) mantiene con el resto del arte. No hay imagen sin reflejo, reflejo sin imagen. La investigación que realizamos y el placer que obtenemos de las obras ajenas implican una trocha por la que accedemos a la que deseamos gestar. En ese sentido, tampoco hay afuera o adentro. La novela se va escribiendo a medida que el narrador se torna hábil de ingresar al arte de los otros, se va conformando con el relato de ese acceso. Su métier es peripatético, no tiene más cuerpo que el propio trayecto.
XII
Cattleyas del escote de Odette, listas para ser abordadas, que antes fueron imaginadas en el forro del abrigo de Swann. La carnalidad de lo vegetal contrastando contra la tela muerta. La flor es andrógina, su morfología le permite ocupar ambos polos del encuentro. Una campana dentro de otra, donde la pequeña, más angosta y alargada, bien puede valer por falo. Pero el color es idéntico y parejo en toda la extensión de pájaro de los pétalos. Si para Deleuze À la recherche es el libro de los signos, este es el ariete entre ellos. «Faire catleya»1 no es una expresión metafórica o eufemística, sino el producto de la presencia de la flor a la que busca reemplazar, aunque siempre quedará trunca, al ser el signo que no enuncia ni retoma ni recuerda, como si solo en la mirada conjunta al corpus de las catleyas existiera su posibilidad de gestarse como tal.
XIII
Szondi,2 sobre Benjamin, en relación a Proust: el primero no le escapa al futuro como el segundo. Desde cierto ángulo, hay un error esencial en su idea, porque pasa por alto la cuestión principal para Marcel, el narrador: devenir escritor. De ahí que Proust no pueda huirle al porvenir porque, precisamente, lo que desea es un futuro, y por más que el recuerdo se convierta en la materia con la cual lograrlo, para nada implica su móvil primordial. El escritor es lo que produce el futuro del libro; o más bien, es el futuro del libro, jamás su antecesor.
XIV
La linterna mágica de Proust y los panoramas de Benjamin, antes que cualquier otra cosa, provocan la presencia de una luz, una tonalidad cobriza acogedora por encima de los colores y las figuras. Especie de celofán tibio que nos atraviesa como un plasma y humedece en cuerpo y alma, no hacia la felicidad sino al sosiego. No importa lo que se proyecte ante los ojos; la fuerza protectora nos acompaña a cualquier sitio o tiempo al que vayamos. La tierra y los días incógnitos son gracias de la imaginación ajena ofrecidas a la fantasía propia como un don: oro, incienso y mirra. Carlomagno o las estepas rusas están bañados por la dorada capa de horno de los sueños infantiles. De eso se trata la invención: ir hacia mundos impropios para encontrar en el trayecto un calor íntimo en el reverso de la piel. Si conozco, no juzgo. Y conozco para amar, lo de aquí y lo de más allá.
Notas al pie:
1 «Hacer cattleya».
2 «El significado de la vivencia no está agotado aún, ya que representa al mismo tiempo la reversión de aquello que en Proust y también en Benjamin emana de la metáfora. Así como el nombre abandona a las gaviotas porque el cielo las divide y la diferencia se hace más patente que eso que las une, en la metáfora dos cosas distintas pierden su identidad consigo mismas, porque debido a una analogía descubierta por el poeta se ajustan una a otra. En Proust, la metáfora sirve para la búsqueda del tiempo perdido, según su propia idea. Del mismo modo que la experiencia de la madeleine, la metáfora también debe elevar al hombre por encima de la temporalidad a través del vínculo que crea entre un instante presente y otro pasado. Así, en Benjamin la comparación puede dar apoyo al recuerdo, cuando busca en el pasado los signos del futuro. Entonces los dos miembros de la comparación se comportan entre sí como el texto vivido respecto a su comentario profético que el recuerdo descifra. Tal se dice del niño goloso de Calle de mano única, que restaura la Infancia en Berlín en primera persona: “su mano se escurre por la rendija de la despensa apenas abierta, como un amante a través de la noche» (Iluminaciones sobre ciudades en Benjamin y otros ensayos, P. Szondi, El cuento de plata, 2016).
