
La “banalidad del Mal”, de Hannah Arendt a Fernando Butazzoni

Por Julio Cano
Banalidad del mal? ¿Puede un ciudadano común y corriente llegar a imaginar y luego ejecutar atrocidades de las peores, como un genocidio? ¿O, por el contrario, quien imagina, elabora y luego ejecuta atrocidades mayúsculas es alguien ya inmerso en la “locura” desde antes de estos procesos, es decir, un enfermo desde sus comienzos, desde su nacimiento mismo? En el terreno político, se llega a sostener que alguien común y corriente puede desembocar en actos criminales colectivos dadas ciertas condiciones sociales y psicológicas.
Estos interrogantes se hicieron muy conocidos sobre todo desde que la escritora Hannah Arendt, alemana residente en Estados Unidos y ciudadana legal norteamericana desde 1951, revistó como reportera en el juicio contra Adolf Eichmann en Jerusalén (abril a junio de 1961). Fue enviada por la revista The New Yorker y es de su autoría la relación entre lo que se suponía entonces el mal social y político por antonomasia, el nazismo, y su vinculación con la normalidad mas directa, aunque el texto que escribió a propósito de ese juicio (Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal) refiere exclusivamente al acusado. Esa suposición, advirtamos, conserva plena vigencia, aunque actualmente se habla de fascismo y no tanto de nazismo para referirse a estas posiciones, de las que debemos decir que no solo no han desaparecido sino que continúan gozando de buena salud.

En la puesta a punto del juicio se desprenden los resultados atroces que derivaron del diligente trabajo del burócrata que era Eichmann. A través de su tarea fue posible trasladar a millones de personas a campos de concentracion en donde fueron aniquiladas. La palabra acuñada, por un jurista polaco exilado en Estados Unidos, para referirse a ese fenómeno, fue Genocidio.
Al día de hoy se ha reactivado la popularidad de la comparación entre el Mal con mayúscula y los ejecutores prácticos de esos asesinatos en masa, y se habla resueltamente de una banalidad del Mal en ámbitos varios, lo que deja en sospecha la liviandad con que, frecuentemente, se enuncia esa suerte de hermanamiento de la maldad por antonomasia con personas comunes y corrientes.
También surgen voces que discrepan con esa equiparación. Por ejemplo, la del escritor uruguayo Fernando Butazzoni. En un pasaje de su reciente Tierra mínima, escribe, refiriéndose al hallazgo en terrenos militares (concretamente en predios del batallón de infantería nº 13 de Montevideo) de un cráneo perteneciente a un detenido-desaparecido:
“Es evidente que el cráneo está movido, así que el cateo debe ser guiado por el sentido común, aunque esconder cadáveres en los fondos de los cuarteles no parece tener vínculo alguno con el sentido común. A fin de cuentas, para buscar lo escondido hay que encontrarle algún tipo de lógica a esas conductas que, por traspasar los límites de lo deleznable, resultan difíciles de desentrañar. Entender el comportamiento del Mal nunca es sencillo porque el Mal no es banal. No existe la banalidad del mal. Es un concepto frívolo, una ocurrencia chispeante aunque errada. Pueden ser banales o grises los malvados, ser lectores de Kant o de Patoruzú, pero el Mal que propician y ejecutan debería escribirse siempre con mayúscula por su envergadura, su profundidad, la pertinaz forma que tiene de anidar en los humanos. Ya han aparecido otros cadáveres sepultados en terrenos de las Fuerzas Armadas y todos pertenecían a personas arrestadas en tiempos de dictadura. Es sabido que no se trató de una decisión tomada por alguien en particular, ya fuera un soldado sanguinario o un oficial fuera de sus cabales. No ocurrió una vez sino muchas, no en un solo lugar sino en varios. Hay un patrón en los procedimientos, de modo que existió, en algún momento, la convicción de que la mejor manera de ocultar los crímenes era cubrirlos con cal y concreto y después echarles tierra encima. El Mal se convirtió en doctrina. Detrás de tal conducta asomaba la certeza de que nunca podrían ser halladas esas sepulturas. Pasarían los años y las décadas y al final todo sería polvo y olvido, de manera que el honor del uniforme quedaría a salvo para siempre. Cuando se pusieran a buscar a los desaparecidos, si es que alguna vez llegaba a ocurrir algo así, no encontrarían nada. Y los mejores lugares para establecer la custodia de ese honor estaban dentro de los cuarteles. Lejos, en los fondos, en esos campos convertidos en pudrideros.” (pág. 83-84).

Esta reflexión de Butazzoni separa a los perpetradores del modelo que se elaboró a fin de ejecutar tales atrocidades. Es tal modelo o patrón el que no puede equiparase nunca con la banalidad ya que es un pensamiento reflexionado, planeado frecuentemente hasta en sus mínimos detalles y, asunto nada menor, llevado a la práctica colectivamente. En el caso desarrollado en el libro de Butazzoni se trata de un modelo pergeñado por militares, personas acostumbradas a las órdenes y obediencias directas, pero puede ser perfectamente factible que suceda en ámbitos civiles, sin mandatos ostensibles que se deban obedecer. Por ejemplo, los innumerables crímenes del racismo en EEUU que traspasaron largamente las prácticas de grupos organizados al estilo del Ku Klux Klan. Ahí, en ese contexto, no había militares con cargos sino civiles unificados por el odio a los afroamericanos. Pero existía un patrón y la búsqueda de señales a revelar colectivamente con las mismas características en todas las atrocidades, en cada uno de los crímenes
Algunas características de la condición humana que tornan poco claros los límites entre comportamientos admitidos y comportamientos considerados fuera de las normas socialmente aceptadas, pueden ir pautando nuestra reflexión; por ejemplo, a propósito de la locura. Podemos plantear una pregunta clásica, hecha visible sobre todo luego de la consolidación del psicoanálisis: ¿Cuáles son los límites entre la razón y la locura? Al día de hoy, ya muy avanzados los estudios de psicología, de psiquiatría y, especialmente, de las ciencias de la mente, podemos contestar que no los hay, puesto que razón y locura poseen rasgos que se solapan, que contienen zonas oscuras simultaneadas, que sufren intensas connotaciones sociales que los hacen históricos en un sentido fuerte, sin que se separen campos entre una y otra. En la actual comprensión de la locura se insertan tantas significaciones diversas bajo la superficie de la imagen, que esta termina por no ofrecer al espectador más que un rostro enigmático. Por cierto que la concepción dualista ha desaparecido, la establecida tradicionalmente entre el bien impoluto y el Mal con M mayúscula.
Debemos advertir que hemos solapado la noción del Mal con la noción de locura, pero esto lo hemos hecho adrede para dejar en claro las ambigüedades que se presentan en la valoración en cada situación. Volvamos al problema del Mal. En su análisis no podemos caer en dualismos simplificadores, ni tampoco otorgarle sustancialidad. El Mal, tanto como el Bien, no son sustancias sino fenómenos que se decantan en procesos. En otras palabras, ambos no poseen un estatuto metafísico, sino que son históricos.
Estamos de acuerdo en que todos los fenómenos humanos son históricos. Es lo mismo que admitir que son procesos. Tanto es así que los desarrollos que muestran las relaciones de los pueblos elegidos por la divinidad para revelar su mensaje o, mejor aún, para transmitir su propuesta de salvación a todos los humanos, son historias (los dos Testamentos bíblicos, las revelaciones innumerables del hinduismo, los discursos de Buda, los textos mayas sobre la conformación sucesiva de los humanos, etcétera). Y si lo son, entonces no están revelados en un nivel trascendente sino en la inmanencia de nuestra historia. La Historia solamente se patentiza en los contextos, en las narraciones que elabora. Y el valor que le demos a esas revelaciones también será inmanente. Lo que digamos del Mal será, entonces, histórico. Cuando se habla de Verdad y Justicia y se enfatiza en las mayúsculas, eso no supone colocarlas en un nivel metafísico, sino que suplantan signos de admiración, nada más. ¿Decirlo así implica trivializarlas, ponerse de acuerdo con la posverdad? Nada de eso, más bien supone indicar que lo que resulta trivial es el discurso metafísico tradicional sobre ambas; es el discurso sobre las grandes propuestas, los grandes valores. Y sus correlatos negativos. Es un Discurso Metafísico que ya ha caducado.
Todos los humanos son históricos y también lo son sus valoraciones. Sus existencias son totalidades que no se integran jamás de manera definitiva, están siempre alejadas de la entropía, y lo mismo se puede decir de sus valoraciones.
En nuestros procesos vitales siempre estamos existiendo y valorando. Colocarse por fuera de las valoraciones no es posible a no ser en los casos patológicos. O en casos como los que estamos analizando, donde la intención de hacer sufrir va mas allá del enemigo aniquilado, llegando a sus seres queridos y haciéndolos sufrir con la “desaparición” del combatiente muerto. Agrego que este comportamiento supone una patología importante. Y, por lo tanto, que es prácticamente imposible que transcurra a través de la banalidad también por esta vertiente de interpretación.
Para hacer algo banal, debemos distraernos, salirnos del camino central de la condición humana marcada por la racionalidad. Y si lo hacemos, no podremos actuar con justeza sobre nuestros actos.
Enviar a millones de personas a campos de exterminio supone razonar al mismo tiempo que poner en juego emociones; así, si según los nazis los judíos son los responsables de la ruina de Alemania y debemos acabar con ellos, no es solamente la emoción la que entra en juego en los ciudadanos alemanes involucrados, sino el juego complejo entre ella, la razón y el deseo. Lo mismo podríamos exponer a propósito del genocidio israelí de hoy en Gaza.
Banalidad según el RAE tiene los siguientes sinónimos: “Insignificancia, intrascendencia, tontería, bobada, bobería, trivialidad, futilidad, nimiedad, simpleza, menudencia”. Como antónimos, el mismo diccionario anota: “Interés, importancia y trascendencia”.
En su exhaustivo trabajo de oficina, Eichmann trabajaba con papeles que referían a personas. Pero él refería esos papeles (que en su mayoría eran documentos que a su vez trataban de historias personales) a otros papeles que hacían opacas todas las historias concretas que estaban detrás, que las invisibilizaban. Ese fue su papel, el de burócrata por excelencia, digno de una novela de Kafka. Y lo burocrático, en él, no fue intrascendente sino trascendente. ¿Puede ser tildado de funcionario dedicado, según sus personales inclinaciones, a trámites banales? No lo creo así. Y existe un dato que lo afirma, aunque sea un dato menor: su prolijidad extrema. Un cuidado responsable por lo que se está haciendo. Aunque esa tarea haya sido encomendada por un allegado directo del demonio, como fue el caso.
No estamos defendiendo que Eichmann haya sido un chivo expiatorio. Tuvo su responsabilidad (que fue mucha) y no podemos, por lo mismo, colocarlo en el muestrario de los personajes crueles por tontería o por tomarse demasiado en serio. Ni en un extremo ni en otro. En cualquier caso lo pondríamos en el camino del medio de los jodidos más jodidos. Pienso que Borges no lo haría parte de ninguna Historia universal de la infamia.