

Por Félix Leonel Peralta, desde Tokio
Estoy por entrar a mi segunda semana en Japón y ya siento que una soga empieza a serpentear alrededor de mi cuello. Cuando llegué a la casa en donde estoy viviendo, en la madrugada del segundo domingo de agosto, Nomura, mi casera, había tachado el monto de mi primer alquiler. Asumí que en lo tachado decía menos porque, como no iba a estar un mes entero, iba a pagar menos. Pero se arrepintió, no sé por qué. O quizás el remito que me dio era viejo y correspondía a valores de otro tiempo. Seguro que es esto último, pero la paranoia es total cuando uno está solo frente al mundo. Hay que estar un poco loco para estar con la guardia alta en una de las ciudades más seguras del mundo. Otro caso de mi locura ocurrió cuando fui al barrio de Tsugamo a contratar una línea de celular. Por un momento entendí que el gordito de Rakuten Mobile me estaba robando la tarjeta SIM de Claro. ¿Qué haría un joven japonés con mi tarjeta SIM de Claro? No sé ahora, pero en el momento casi me levanto y lo agarro de la mano.
Cuando me di cuenta que mi tarjeta estaba ahí, arriba de la mesa, no supe dónde meterme. Bajé la mirada y pedí perdón. El tipo me pasó con otro empleado para que termine lo que quedaba del trámite.
Hace unos minutos volví de Ikebukuro y pude cambiar plata en una máquina. El cambio no fue el mejor pero no tuve problemas con los billetes, salvo con aquellos que eran de monto chico. En cierta manera me alivia deshacerme de los dólares que tengo y tener yenes. Es increíble el poder que tiene el dinero sobre nosotros, sobre nuestra psiquis. Ahora, con más efectivo, me siento tranquilo y motivado a seguir con mi búsqueda laboral.
Hasta el momento tuve cuatro entrevistas, ninguna en persona. Tres por llamada y una por Zoom. Espero concretar otra pronto. Una pende de cómo me haya ido en el examen que hice antes de venir para acá. Cuando rendí en Buenos Aires estaba confiado, había terminado antes que muchos de mis compañeros. Los días anteriores me los pasé con Felipe, en un mano a mano que no teníamos hacía tiempo. Fuimos a bailar y a una presentación en La Libre, entre otras cosas.
Todavía este tipo de salidas no las tengo acá. Hace poco Luciana me invitó a la Bresh de Shibuya, pero no quise ir por lo mal que venía ese sábado 17. Había ido a Shinjuku, el barrio de Tokyo, como dicen, rebelde por excelencia. Y así era. El rejunte de estafadores y cortesanas me abrumó. A toda costa querían que entre a sus locales y yo simplemente buscaba un bar donde poder escuchar buena música y emborracharme hasta que llegara la hora de tomarme el último tren.
En general en todos los lugares de esta gran ciudad reina un silencio que nunca antes había conocido. Me recuerda a las noches que pasé en la casa de mis abuelos en Ibarlucea. Pero ni eso. Figúrense que hasta un pueblo alejado de la ciudad de Rosario es más ruidoso que la enorme metrópolis nipona. Esto se debe, creo yo, a cierto contrato social en el que la regla principal es no molestar al otro. Y la mejor forma de hacerlo es tratar de andar como un ausente, más si estás solo, como yo.
Sin embargo, si estás con alguien, la cosa cambia, al menos para un japonés. En grupo se vuelven ruidosos y risueños. Hasta la gente grande pierde su serenidad y comienza a bromear, hacer chistes y hablar en voz alta. Pero si vas solo tu obligación es desaparecer. Y esto yo me lo tomo personal, porque no quiero ser una molestia. Más en el barrio donde vivo, Horifune, en el distrito de Kita, que es calmo incluso en días laborales.
Me da gracia que el distrito donde yo vivo se traduzca directamente como “Norte”. La periferia lo persigue a uno; “uno no la elige”, dijo Fidel, en una videollamada que tuvimos hace unos días.
***
Leí un ensayito de Agamben que es muy conocido y se llama Elogio a la profanación. De ese texto me quedo con la idea de que lo sagrado es aquello que se separa de los hombres. Puede ser un objeto, una práctica o un lugar. De ahí saca que profanar es emplear algo que anteriormente nos ha sido prohibido.
Un idea similar tengo de este viaje. La idealización de Japón que yo vine creando a lo largo de mi vida se está encontrando con mi nueva realidad adyacente, y la síntesis de este encuentro comenzó siendo mágica pero, con el pasar de los días, la rutina se va imponiendo y con eso la naturalización de muchos aspectos de la vida que en un principio consideré novedosos.
Sé que apenas llevo un mes acá y que todavía hay mucho por lo que sorprenderse. Sin embargo, lo que comienza a tener un halo de divinidad es Argentina. Por el momento son mis gatas las que han ganado un carácter sacro. Sueño con ellas constantemente. Me visitan en sueños como hacían los ángeles en la Biblia. En la vigilia fueron varias las veces que me encontré llamándolas o esperando verlas reposar encima de mis cosas, con esa mirada que parece atravesar todo lo que las rodea.
Con amigos y familia esto mucho no me pasa. El hecho de estar hablando constantemente con ellos vía mensaje de voz o llamada opaca bastante la separación física. Es más, en este tiempo estuve hablando mucho con mi padre. Más de lo que venía haciendo en los últimos años.
Ahora hay algo que contar, hay problemas que compartir y pequeñas victorias que celebrar. Por ejemplo, las entrevistas laborales que estoy teniendo. Cada contacto que hago con una empresa lo celebro, porque es una oportunidad más para hablar el japonés. Es extraño porque en contextos formales me siento mucho más cómodo. No me pasa lo mismo con la informalidad, que no solo usa otras conjugaciones, sino que tiene otro ritmo.
El idioma, como muchos de mis alumnos saben, depende mucho de su marco extraverbal, hasta el punto que una misma oración puede ser validada en escenarios completamente distintos. En la informalidad ocurre en partida doble. Por eso aún me cuesta fluir, porque para hacerlo uno debe tornarse casi monosilábico.
Eso lo entendí en Robik House, mi bar de cabecera, en el distrito de Ikebukuro. De todos los barrios de Japón es el que más fama tiene de zona roja. También está repleto de mafiosos. Sin embargo yo me sentí muy bien. Los bares que hay allí son muy animados y la zona comercial no se te abalanza como me pasó en Shinjuku. No fui perseguido por ningún japonés o inmigrante para que vaya a su bar de putas. Pude manejarme tranquilo. La primera vez que fui era de día y había trabajadores por todos lados, abriendo sus negocios, preparando los locales de comida. El olor a hondashi, un caldo de pescado en polvo, lo sentía por todos lados. Es raro. En un principio me mareaba, pero cuando lo empecé a usar para sazonar mis fideos ya no me producía rechazo. Aquí tienen otra forma de profanar. Una vez que algo se te hace cercano, pierde su magia, y no lo digo en un mal sentido.

Decidí volver a Ikebukuro de noche y terminé encontrando por Reddit una recomendación de cierto bar. El usuario del foro comentaba que el bar es de lo más amigable que conoció, que el interior parecía el living de una casa repleto de sofás con guitarras a sus costados, que las bebidas eran baratas y que el dueño era de lo más amigable. Tenía razón.
Fue mi primera borrachera nocturna en Tokyo. Probé su cerveza (mediocre), su nihonshu (conocido mundialmente como sake, suave y traicionero) y su High Ball (whisky con soda, mi favorito, que conjuga muy bien con el intenso calor). Dentro del bar sonaba música techno y al entrar solo vi japoneses. Fui directo a un sofá, vi las guitarras pero me detuve en las paredes repletas de posters de bandas de rock americanas y niponas que no conocía.
Después pasé a la barra y pude hablar con una chica llamada Chie, que vive cerca de donde estoy parando. Muy simpática. Estaba con una china. Lo consideré un plus: no hay nada mejor que ver un japonés que puede llevarse bien con extranjeros. Chie me preguntó porqué elegí Horifune. Podría haberle hablado de su tranquilidad, de lo amistosa que es mi casera y lo cordial que resulta mi convivencia con mi compañero de casa. Pero solo le dije: porque es espaciosa. Luego hablamos de algunas cosas más, pero yo sentía que me quedaba a media tinta. Era una mezcla de nervios y falta de fluidez. Al rato se fue con su amiga a bailar y nos saludamos con un hasta luego.
Ese hasta luego todavía no llegó. Antes de volver al bar quiero estar tranquilo con el tema trabajo. Pero me gustaría volver a encontrarla porque parecía una loca piola, relajada.
Luego hablé con el dueño del bar. Me regaló un trago y me dijo que yo era fuerte, que tenía aguante con la bebida.
En la barra había un montón de CD’s, mucho de RHCP, Faith No More, Queen Of The Stone Age y esa clase de música que a mi me hace recordar mucho a la Radio X del GTA San Andreas. El tipo a su manera me hacía recordar a Tito de Bar Eterno. Es como si todo el tiempo estuviera viendo una gran noche orquestándose frente a sus ojos. Un surfista de la superficial transcendencia que cada bar del mundo parece querer atrapar. En cada asistente puede salir una futura banda o una futura familia.
Cerca de la puerta vi a unos chicos que estaban armando unas bandejas de DJ y comenzaban a poner música. Pero ya se acercaba la hora del último tren y decidí volver. Así son las reglas en esta ciudad. O te vas temprano o te vas a la madrugada.
En mi primera noche decidí irme. Volveré, le dije al dueño, y salí apurado.
La otra semana, la última de agosto, no fui.
***
Tengo que conseguir trabajo. Estoy pasando muchos filtros de entrevistas pero por H o por B me terminan descartando. A veces es por mi visa, otra por no tener un título universitario completo. La última semana del mes comenzó muy mal. Me encontré con dos compatriotas rosarinos y, lejos de sentir familiaridad, me sentí un poco desolado.
A J lo conozco porque en su momento fue mi profesor particular de japonés. Tiene mi misma edad, pero había comenzado mucho tiempo atrás. Él se vino con la misma visa que yo, la Working Holiday, que dura un año. Actualmente está en su segundo año en este país con una visa de trabajo que consiguió gracias al sponsor de una cadena de restaurantes especializados en curry.
A J le traje algunas cosas que me dio su mujer, que vendrá en diciembre, con la hija de ambos. El trabajo le posibilitó a nuestro querido amigo darle un giro importante no solo a él sino a su familia. El tipo se la pasa laburando y ahorrando para comprar dos pasajes y por fin reunirse con sus seres más queridos. Él no vive en Tokio, sino en una ciudad más alejada. Siempre me pareció un tipo correcto pero muy quejoso, como si vivir fuera un gran sacrificio.
Entiendo que esto proviene de su identificación como evangelista. Creencia que conozco muy bien por mis padres. Esto, en un principio, me hizo sentirlo cercano, porque lo veía como un ser transparente. Como ese tipo de evangelistas que realmente se siente interpelado por el mensaje de Dios y acepta ser separado de cierto placeres y vicios con una entereza que le conocí a pocos, entre ellos a mi padre.
Este tipo de personas son muy raras de encontrar, porque la mayoría de quienes se acercan a la iglesia lo hacen buscando contención o simplemente un lugar de pertenencia. La celebración de los domingos es simplemente una salida más para vincularse con el barrio en el que viven. Tratan de sostener una buena conducta, pero en cierta forma esta rectitud es secundaria. Simplemente ven a la institución “Templo” como un lugar más para buscar esa importancia personal que en otros lados no se les dio. Algunos ven a la Iglesia como una revancha de otros momentos de su vida.
Pero J no, me doy cuenta de la pureza de la gente. No sé si predica, si toca algún instrumento o si simplemente se congrega en su iglesia. No me hace falta saber eso para poner las manos en el fuego por su rectitud.
Cuando nos encontramos acá se mostró, desde el inicio, muy obsesionado con su cuerpo. Comentó lo mucho que iba al gimnasio y lo importante que era para él cuidar su dieta. Además me había adelantado vía mensaje que lo iba a ver muy cambiado con respecto a la última vez que nos vimos en Rosario.
Y sí, estaba más flaco, pero yo esperaba verlo hipermusculado.
Recorrimos juntos el barrio de Asakusa. Un barrio al norte de Tokio muy tradicional. Visitamos el templo Sensou, que es una de las mayores atracciones de la zona. Allí cumplimos con nuestra cuota de turismo, con algunas fotos al lado de estatuas de animales mitológicos. Todo iba muy bien. Fue la primera vez en tres semanas que hablaba enteramente en castellano. Me dio varias recomendaciones que agradecí mucho. Sobre todo con lo laboral: me dijo que me fijara en los carteles pegados en las paredes de las grandes cadenas, que siempre están buscando gente y, efectivamente, no tardamos en corroborarlo. La primera parte de nuestra salida fue estar a la caza de QR de puestos laborales.

El sabor amargo comenzó a aparecer cuando fuimos a comer. Noté que estaba disgustado por el hecho de que el local de Katsuya al que fuimos estuviera atendido plenamente por extranjeros. Apenas notó eso empezó a quejarse y a exigirle a unas chicas rumanas que lo atendieran rápido. Su tono de japonés se notaba malicioso y contrastaba mucho con la amabilidad que conocí en nuestros encuentros en Argentina.
Este nuevo tono no tardó en trasladarse a su español. Yo no le dije nada, ni quise darle rienda suelta a su fastidio con las extranjeras que nos atendían. Trataba de evadir el tema con asuntos más alegres, pero él insistía.
También habló mal de chinos, africanos y hasta comenzó con odiosas comparaciones entre Japón y Argentina. Siempre dejando a nuestra tierra natal como un lugar horrible y maltrecho. Cuando se lo comenté a Lautaro y a Pini, dos amigos que están en Berlín y en Barcelona respectivamente, me dijeron que es algo muy común en los argentinos que emigran. Lau me habló de un sentido de superioridad, pero a mí me parece lo contrario: no hay un signo mayor de inferioridad que renegar de tus orígenes hasta al punto de querer borrarlos.
Con J nos fuimos hacia Shibuya a conocer al otro compatriota rosarino. Este me cayó muy bien y al rato vino su novia japonesa, que era muy reservada. Fuimos a comer sushi y todo el tiempo me obligaban a hablar con ella para probar mi japonés. A ninguno de los dos nos gustaba esa posición y mis dos compatriotas evaluaron que mi entendimiento era excelente pero mi pronunciación un asco.
Agradecí la sinceridad, pero al mismo tiempo me dio bronca.
***
El domingo me encontré finalmente con Lu y fuimos al río que queda cerca de la estación Musashi-Itsukaichi. Ahí la historia fue otra. Nos encontramos con un montón de gente de todas partes del mundo, incluyendo a varios japoneses muy amigables. Pude hablar tanto en japonés como en inglés y obviamente en castellano. Conocí un par de historias de vida, hablé de series de animé, música y hasta de libros. Era una mescolanza hermosa de gente, amparados del sol por un toldo y del hambre por una parrilla.
Y nada salió mal. Hasta me acordé de ponerme protector solar y no flecharme como acostumbro. Al final de la jornada jugamos a un juego a la orilla del río, muy típico del verano. Consiste en reventar una sandía con un bate de béisbol, con los ojos vendados luego de girar sobre el propio eje. La anfitriona se acercó con el bate y no pude negarme.
Entonces me paré y fui.
Me vendaron los ojos.
Giré una, gire dos, tres, cuatro y cinco.
Casí me caigo al suelo
Tenía que avanzar a oscuras.
Escuchaba un montón de indicaciones:
Derecha, derecha, izquierda
go straight, rigth, left
まっすぐ、右、左
Voces de mujeres y hombres de diferentes edades, un domingo soleado comiendo pollo y cerdo a la parrilla. Gente que vino con sus hijos, gente que vino con amigos y gente que vino sola, como yo, para no estar sola por un rato. Así termina mi primer mes en esta ciudad. Con los ojos tapados y con los oídos saturados de palabras extrañas o recién conocidas.
Levanté el bate que tenía en mis manos. Separé mis piernas y di con todas mis fuerzas hacia el piso.
Todavía no veía nada pero escuché aplausos.
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