
Cumpliéndose 25 años de la publicación del primer disco de su banda Asaltimbanqui, El viento, y a pocos días de tocar con la Sergio Ivanovich Orquesta (este sábado 11 de octubre, en La Lengua del Juglar), trío compuesto por él, Mariana Alarcón y Pedro Alfieri, el guitarrista, cantante y compositor Sergio Milioto nos cuenta su vida en relación con la música: «Yo creo que el que no le vendió el alma a ningún diablo, duerme tranquilo, aunque el diablo siga tirando de mí, dice Iggy Pop. ¿Por qué todos quieren ser otro, si es más lindo ser uno? Sería muy feo tener éxito haciendo algo que a uno no le gusta».

Por Fidel Maguna
Sergio Milioto, apodado Manchi, orgulloso habitante vitalicio del barrio Tablada, peronista como su padre y su abuelo sicilianos, ágil conductor de una Guerrero 90 cc, padre de una hija de 18 años (Bianca, la autora de la foto principal de esta nota), tiene 60 años y lleva medio siglo dedicándose a la música. Hace casi veinte años dirige la Sergio Ivanovich Orquesta (llamada así por un personaje de Ana Karenina), banda que supo tener ocho músicos y hoy sube a los escenarios como trío, integrado por él, en guitarra y voz; Pedro Alfieri, en contrabajo; y Mariana Alarcón, en violín y coros. En este punto, para ser franco con los lectores y lectoras, tengo que decirles que, desde la primera vez que escuché a la Ivanovich, el verano pasado, me declaro admirador de su trabajo. Lamentablemente para mí, y para los otros admiradores (que no son muchos, pero sí fieles) sólo tienen un disco grabado (de la vieja formación, no del trío, disponible en Spotify), y sus espectáculos son poco frecuentes, lo que hace que mi condición de admirador, ya de por sí extravagante, sea, también, un poco solitaria: soy un fan de un sólo disco, de una banda que toca muy poco, generalmente para no más de veinte o treinta personas. Pero mi rara condición tiene algunos beneficios: no me costó nada, por ejemplo, poder hablar con el líder. De hecho, me hice amigo suyo sólo cinco minutos después de haberme hecho fan, cuando terminó el concierto en El Aserradero, en febrero de este año, y le dije a Mariana Alarcón, la talentosa violinista de la Ivanovich (y de la Orquesta Sinfónica Provincial, donde también toca Alfieri), que el cantante me había recordado a Buster Keaton:
—Decíselo –me dijo Mariana–, se va a poner contento.
Se lo dije y Milioto me preguntó por qué. Por suerte tenía pensada una respuesta más o menos inteligente, y no por eso poco sincera:
—Porque frenás la humorada –le dije– un instante antes de que dé risa, y todo se pone triste y extraño.
Lo que siguió fue una conversación sobre Keaton y sobre otros cientos de perdedores hermosos del cine, la música y la literatura que, por suerte, hasta hoy no termina. Pero también, y dejando el tono jocoso de lado, le dije a Milioto, esa noche, que escuchar sus canciones me había dado alivio.
—¡¿Alivio?! ¿Por qué? –inquirió.
Esa pregunta no supe responderla, pero ahora, desgrabando la larga entrevista que sigue, y oyendo que él sintió algo semejante al alivio cuando escuchó por primera vez a Tom Waits, me doy cuenta por qué: las canciones que siempre están a punto de hacerme reír o llorar, y que por suerte nunca lo logran, transcurren en la misma ciudad en la que transcurre mi vida, y sus personajes son muy parecidos –si no los mismos– que las personas que hacen que esta ciudad me parezca un lugar habitable. Y esos personajes y esa ciudad (que no es Rosario, aunque muchas veces se parezca, sino la ciudad de los sueños, como dirá Milioto) muy rara vez entran en las canciones hechas por nuestros letristas contemporáneos, generalmente inclinados, atendiendo a las absurdas normas del mercado, a la necesidad de narrar los extremos desde cápsulas de cristal o acero, a definir, a situar al otro en un lugar fijo. En las canciones de Milioto, que él quiere simples, generalmente escritas en primera persona, los personajes y las situaciones aparecen, invariablemente, ante una mirada tierna, lejos del gastado pintoresquismo del río Paraná o del Parque Independencia, pero también lejos de la exagerada lírica etnográfica, sino panfletaria, de los que intentan narrar lo que llaman márgenes: el abuelo italiano del que hereda un reloj y al que recuerda caminando lento por calle Colón; los gitanos que leen la palma de su mano y le dicen que no hay camino; una payasa de circo que se enamora de otro; una bailarina de La Rosa que lo hace llorar; perros y más perros de la lluvia; el botellero que compra y vende de todo menos políticos de mierda; ¡el Camarada Tito!, al que se cruza yendo a la barbería; o el pobre Immhoff, que vive en una pensión, donde hay un cuarto sin luz / y una milonga gris / y gambetea en la radio Maradona:
…y el Negro grita gol
golpeando con el puño
la mesa del salón
la noche está torcida para Immhoff
la ventana es una boca que le habla
y le dice «vámonos»…
Probablemente eso, encontrar a otro habitante del mundo en el que vivo, y en el que intentamos viva la Belbo, me hizo admirador. Con el tiempo, fui descubriendo otras virtudes de mi amigo, entre las que destaca una entrega total (entrega, no sacrificio), genuina y feliz, a la creación artística, generalmente en detrimento del dinero, pero favorable en términos de economía libidinal, otorgándole el don del humor como arma principal para enfrentar, desde la canción, las reglas de un mercado cultural, en estos momentos más que en otros, perverso y pervertido. Porque a diferencia de otros tantos buenos artistas de Rosario, a Milioto –que hoy, entre otras cosas, vende sahumerios en la Plaza San Martín y da clases particulares de guitarra– nunca lo oí caer en la melancolía, en la autocompasión narcisista, en el rencor, ni mucho menos haciendo lobi: sabe que eso es perder el tiempo, acaso su bien más preciado, el que prefiere invertir en vivir con las personas que ama, ganarse el pan, escuchar música y, claro, componer su música, sus historias que quiere sencillas y que logran, al menos para mí, y perdonen la pomposidad, llegar al corazón.
Mateando en el living de mi casa, quise saber, entre otras cosas, cómo hizo para no perder la ternura, cómo logró no apartarse del camino de la composición, qué significa la música para él, cómo piensa la tradición –si es que hay una tradición– de la música rosarina. Me cuenta que acaba de encontrar un CD que grabaron en el 2000 con su primera banda, para algunos legendaria, llamada Asaltimbanqui: se titula El viento y usted, lector, lectora, puede oírlo debajo de esta nota, permitiéndome que me excuse por sólo hablar de las letras de mi amigo, y sin decir nada de la música que hizo, hace y hará (¿qué puedo decir yo, con mi pobre oído de tornero, sobre la música de alguien?). Si más, la entrevista:

¿Cuál es tu primer recuerdo de la música?
Tendría que ir al clima sonoro de la casa de mi infancia. Yo nací en el 65, en Barrio Tablada, calle Necochea. Mi hermana, que me llevaba 16 años, escuchaba a los Rollings, a Sandro. Mi viejo era más folclore y alguna canción italiana que recordaba de sus ancestros, de cuando él todavía vivía en Sicilia. Nosotros tratábamos con mi hermana de buscar qué escuchar. Lo que teníamos al alcance era la radio; escuchábamos a alguien hablando y nos imaginábamos la cara. Entonces había como una libertad para elegir. Estaban Poli Roman y Pili Ponce que tenían El Expreso, que era un programa de música, el único acceso que nosotros teníamos a música de afuera…
¿Recordás algún momento epifánico, en la infancia, con una canción, con una banda?
Sí, con Sandro. Y con otro tema de la época que se llamaba Amor maduro, de un grupo de moda que tenía un hit solo. Y eso fue como que me abrió, no era nada trascendente el tema en sí, pero sí recuerdo que dije: yo quiero esto, mi modo de estar en el mundo va a ser éste. Era muy chico para saber si iba a vivir de eso o si iba a poder o no. No había esas preguntas, sólo la música: la música, eso que no se podía encerrar en ningún lado y que iba transcurriendo en el aire y se terminaba y uno quería volver a sentirlo. Era lo impermanente, diría Freud. Y esto es la música, es lo impermanente.
¿Cuándo empezaste a ver música en vivo?
Lo primero muy importante que vi fue a Queen en Central, en el 81, a mis 16 años. Y eso fue definitivo y definitorio, porque era una banda en vivo de un altísimo calibre, unas luces que nunca había visto en mi vida, una emoción.
Estabas en el corazón de esto.
Claro, claro. Y de ese grupo que iba a terminar como el circo que se va de la ciudad, y ya está, chao, nos vemos y nunca más. Probablemente porque Queen presentaba The Game, que ya era uno de sus últimos discos.
¿Cómo es eso del circo que abandona la ciudad?
Yo ya sabía que esa noche se terminaba, y que era un show en vivo que probablemente no lo iba a ver más. Yo tuve esa sensación. Y, de hecho, nunca más vino ese grupo. En el 81 estábamos hablando de dictadura todavía.
¿Ya hacías música?
Ya había tenido cerca una guitarra. Cacé la criolla de un tío que la trajo a mi casa y yo toqué con la zurda (era zurdo, pero después mi primer profesor, que era medio facho, me dijo: se toca con la derecha, si no hay que dar vuelta las cuerdas) y le dije a mi papá: yo quiero una guitarra. Y el viejo no me dio mucha bola, después cuando vio que venía en serio, me dice bueno, vamos a ver. Mi viejo era un laburante, le costaba mucho. Pero me compró una criolla, y yo no quería tocar la criolla, yo quería ser Brian May, quería ser todo lo que escuchaba, eléctrico. Y empecé a estudiar con el profe del barrio, este viejo facho, Don Paul, que enseñaba máquina de escribir y guitarra. Lo primero que me dijo fue: mirá, acá si no te gusta la matemática, la música no se puede… Yo por dentro decía, ¿cómo, qué tiene que ver? Claro, el viejo se refería, ahora lo entiendo, a las métricas, al tempo, a la alta matemática, y a las cosas ya metafísicas de la música. Hay gente que es buena en las melodías, hay gente que es mejor en los ritmos, hay gente que es buena componiendo letras. Yo creo que lo mío era más la melodía.
¿Y no te alejó de la música, Don Paul?
Para nada, yo sabía que había algo más, que había todo. El viejo ese era el método, digamos, todo bien lento, guitarra clásica. Y yo quería tocar rock and roll. Y ahí aparece otro gran maestro: Jorge Ríos. Viejo del barrio, pero que le gustaba Santana, le gustaban los guitarristas. Cuando Santana era Santana, ¿no? Era mexicano todavía. Ese viejo ya me enseña Muchacha ojos de papel, temitas de Queen, cosas que escuchábamos…
Empezaste a entrar en la cosa, en esto.
Claro, en el lenguaje. El paso a poder cambiar de un acorde a otro lleva mucho tiempo. Los chicos hoy eso por ahí no lo toleran, creen que la música baja desde la estratosfera. Pero no, no, es mucho laburo de motricidad fina.
¿Y ya leías?
Leía partituras al principio, después me di cuenta que no hacía falta.
¿Y literatura?
Vino después.
Terminás la secundaria, ¿y qué hacés?
Terminé en el 83, me salvo por número bajo de la colimba, por suerte. Le digo a mi viejo: yo quiero laburar para comprarme una guitarra eléctrica. Ahí aguantamos un añito más, me compra él una del viejo Ríos, que también arreglaba y vendía. Y ya tenía el pelo largo, había terminado la secundaria de curas, que no me dejaban tener el pelo largo. Escuchaba un poco de metal, Judas Priest, qué sé yo, grupos alemanes, un poco desconocidos. A la vez también estaban los Rollings, estaban los Beatles, pero me parece que me inclinaba más para el heavy, porque veía que los guitarristas eran más faroleros. Entonces, bueno, tenía el pelo largo, muñequera, pero era todo estético, porque a la hora de tocar no pasaba nada porque todavía había que estudiar mucho. Consigo un laburo, cambio la guitarra por una Fender de verdad, eso me eleva el nivel de exigencia a mí mismo, para estudiar más tiempo, hasta que doy con Fito Cobelli, un gran guitarrista de acá, heavy, pero que tocaba jazz, me mostró John Coltrane, me mostró Parker, Miles Davis. Él fue el que realmente me dijo: Ey, acá está la cosa. Era muy exigente, cosa que agradezco, porque yo era medio vago. Fito empieza a exigirme realmente: ¿Vos querés tocar? Tenés que leer esto. Y ahí me encierro ocho horas por día a tocar. Laburaba y tocaba.
¿En esa época empezás a leer literatura?
Ahí empiezo a leer.
¿Cómo?
Empiezo terapia y eso me abre la cabeza.
¿Terapia? Raro, en el 85, un pibe de Tablada yendo a terapia.
Sí, porque ya era un tipo con problemas. De neurosis. Yo ya laburaba en el centro y me había ido a alquilar mi departamento. Y bueno, yo ya tenía problemas por todos lados, qué sé yo…
¿Angustia, por ejemplo?
Sí, ansiedad, angustia.
¿Ataques de pánico?
No, no sé si se llamaba así.
Ataques de angustia le decían… Que siempre fueron lo mismo: ataques de pánico, de angustia, ahora le dicen de ansiedad.
Era angustia, la angustia de existir.
La náusea.
Exacto. Claro, tenías náuseas.
Y sí, del mundo.
Del mundo. Y entonces una compañera del laburo, Fanny, me dice: che, mirá, mi prima es psicóloga, andá, te va a hacer bien, Sergio. Se ve que me vio mal. Me vio mal, muy ansioso. Muy virgo, muy boludo. Andá a terapia.
¿Buena psicoanalista?
Sí, sí, sí. María Inés, muy piola. Mi primera psicóloga.
¿Cuántas tuviste?
Montón, montón.
¿Por qué fue buena?
Pudo poner en relieve que mi verdadero deseo era que me vaya bien con la música. Que era eso lo único importante en mi vida. Lo que yo amaba hacer. Y ahí empiezo a leer literatura. Vi, en la sala de espera de su consultorio, un cuadro de Escher, y empiezo a relacionar todo con su pintura. Venía del inconsciente total eso. Y dije: claro, la música viene de ahí. Del lugar de los sueños. Del lugar de lo reprimido. Empecé a asociar. Bueno, bien, dije: vamos, vamos, con dolor y todo.
¿Ves el cuadro de Escher y entendés que esto, eso que vos escuchaste en tu primera infancia, también está en el cuadro de Escher?
Exacto. Y que eso también está en lo bien que escribía Freud. En el diván. En los poetas beatniks, que es lo primero que empiezo a leer. A Bukowski primero, a Kerouac, Allen Ginsberg. Me acuerdo que uno se llamaba Música de cañería y me llamó la atención por el nombre. Y asociaba los ruidos de las goteras con la música. Ya empezaba la noche, las salidas.

¿Drogas?
Ya había empezado a fumar marihuana con los muchachos. Pero yo, por mi pequeña contextura física, tengo baja presión, entonces ya era medio antihéroe, fumaba y quedaba tirado por ahí.
¿Cannabis, nada más?
Sí. Tuve mucho respeto a mi cuerpo y a lo que me decía el cuerpo en ese momento. Tenía un temor a que me tengan que llevar desmayado a mi casa
¿Y hubo algún momento epifánico en esa época relacionado a la música?
Veo a Virus en vivo, en Space. Con Moura ahí. Ya estábamos en el 86. Y lo vi más de cerca que a Queen, porque era un lugar más chico. No sé, dos mil personas. Y ahí veo a un cantante que incluía moda, que incluía sensualidad, que era interesante, que era como el Bowie argentino. Con una poética argentina. Había algo del tango, ¿por qué no? A pesar de que ellos eran modernos, las buenas letras del rock tuvieron tango. Y Moura con una conciencia social, política, de clase, con un hermano desaparecido, y otro hermano que fue a buscar a Federico al exilio en Brasil, Federico, el poeta. Un poeta. Ese recital fue otro crack, otro gran sacudón. Yo me identifiqué mucho, la verdad.
¿Cómo sigue tu vida musical?
Entonces llegan los años noventa y empiezo a ir a la escuela de Fandermole, que se llama Escuela de Músicos de Rosario. En esa escuela se pretendía enseñar la alta música. Era una escuela bastante bien: había, por ejemplo, expresión corporal, cosa a la que nosotros no habíamos tenido acceso. Fandermole, con su estilo obsesivo y muy exigente, nos daba clase de audioperceptiva. Era demasiado exigente, todo le parecía poco, digamos. Cualquier música era poco. A pesar de que él es reconocido como un gran cantautor, yo creo que La Trova no llegó a la vara tan alta que ellos mismos pusieron. Ellos no son tan novedosos, no son la trova cubana, la trova brasilera… Me suena ahora como algo nostálgico que sigue después de 40 años repitiendo lo mismo, la misma letanía sin ninguna novedad.
¿Cómo era hacer música ahí?
Lo que nosotros proponíamos, si tenía el aval de ellos, estaba bueno. Ahora, si nos corríamos un poco de la institución, ya el diario no hablaba de ti, no hablaba de nosotros. Porque ellos estaban en el poder. Formaban parte del comienzo del poder de lo que conocemos ahora por Cultura rosarina. Un socialismo cultural, mal llamado.
¿Eran obsecuentes?
Y al mismo tiempo se creaban su propia imagen.
La escuela era un mecanismo de validación…
Exacto. Y de que si no era perfecto («correctísimo» decía Fandermole, esa palabra usaba) no estábamos adentro. El arte me parece que es ser honesto. Yo valoro, antes que nada, la expresión sincera de un artista, como decía Luis Salinas, que nunca leyó música. Acá el que no leía, el que no componía según las reglas del Berkeley College of Music no era muy bien visto.
¿Y en la enseñanza de la letrística?
No había enseñanza de letras… Yo tenía mis propios temas, y ellos le cantaban al río, le cantaban al Parque Independencia, no sé. Y Rosario no es ni el rock and roll ni el Parque Independencia.
No estaba ahí el objeto de tu deseo.
No, no de lo que yo tenía para decir. Pero la escuela fue un pivot para poder conocer gente un poco más piola.
¿Y a dónde estaba? Tu deseo, tu pasión, aquellos que más adelante iban a ser tus personajes…
En la noche, la salida. Después de la escuela de Fandermole íbamos a Luna con los muchachos…
¿Entonces hiciste tu primera banda?
En la escuela de Fandermole armamos un grupo, con amigos, que se llamó Rimshot, que era de jazz fusión instrumental. En la escuela nos enseñaron a escuchar jazz, eso fue bueno, porque ahí descubrimos un poco a Miles Davis y a todos los grandes. Pero bueno, ellos parece que no vieron ni siquiera que Jimmy Hendrix era amigo de Miles Davis. Ellos tenían pánico del rock en la escuela. Cuando en realidad, un tipo iluminado como Miles Davis, su primer amigo era un guitarrista que prendía a fuego la guitarra en vivo y la rompía y tocaba como solo los maestros negros pueden tocar.
¿El rock no le gustaba a los de la Trova?
Y ellos, viste, como Pappo diría: ablandaban la milanesa. Eran todas melodías inentendibles, pero mientras más rebuscado, mejor. Está bien, si te sale natural como Hermeto está bien, pero si vos lo forzás se nota… Nosotros éramos los chicos tontos de la escuela de Fander, como que éramos los peorcitos porque metíamos mugre, rock, humanidad. Le errábamos porque estábamos aprendiendo y porque seguimos aprendiendo. Pero, bueno, ellos tenían el grupo Five O’Clock, las cinco en punto, la hora del té.
Y nosotros con eso nos comulgábamos. No, en realidad éramos unos salvajes tratando de dominar nuestro instinto haciendo jazz fusión. Cuando me doy cuenta que eso ya no tenía sentido, habían pasado cinco años de tocar en vivo en un montón de lugares con la banda.
¿Qué quiere decir Rimshot?
Quiere decir el golpe del palo en el redoblante. Teníamos caños, trombón, trompeta. Todo instrumental. En realidad no tenía idea cómo tocar jazz fusión, no era lo mío. Fue como decir: bueno, este mandato es de la escuela de Fander, lo devuelvo y a ver dónde estoy yo. Y ahí estaba medio mareado. ¿Dónde estaba? En el 96 dejo el laburo de oficina y digo: bueno, voy a empezar a dar clases de guitarra. Una apuesta difícil, atrevida. Eso fue una gran liberación.
Imagino que fue entonces cuando escuchás a Tom Waits.
Sí, ya yéndome de Rimshot. Siempre íbamos a las fiestas de la escuela de teatro, que eran hermosas, cuando estaba en calle Córdoba y Mitre, arriba, casa antigua. Y una chica muy piola, Cristina Solís, me dice: «¿Escuchaste vos alguna vez esto?», y pone Franks Wild Years, de Tom Waits, y yo me dije: quiero hacer algo que vaya por el lenguaje este, el lenguaje de los sueños, esta desprolijidad controlada, este ruido controlado. Parecía un tipo que cantaba desde una radio, desde un megáfono, desde una alcantarilla, una mirada del mundo que yo no había tenido, que ahí la empiezo a asociar con Bukowski, con Ginsberg. Fue una revelación, la estética del tipo, un tipo que venía del teatro y de la escritura, un tipo que era actor, que le cantaba, como un monstruo, a los perros de la lluvia, la lluvia, los sin techo, la gente que no tiene nada, las prostitutas, lo marginal, la melancolía, las noches de ansiedad llenas de calor.

¿Descubriste que el mundo estaba lleno de personajes Tom Waits, empezaste a ver tus Tom Waits por las calles de Rosario?
Tiene que haber alguien que los señale, y que señale; yo tampoco creo en el artista que dice: yo no me meto en lo político; todo es político, la ropa, la postura, todo es político, Tom Waits denuncia también, se opone a la mala praxis política.
Habrá sido una sensación de alivio encontrar a Tom Waits en esa época… ¿Entonces empezás a hacer tus propias canciones?
Sí, de alivio. En el 96 empiezo a escribir mis primeras letras y a grabarlas en un portaestudio en casete. Empecé a componer canciones. Los ritmos los hacía con unos tachitos inspirados en toda esta música que ya había empezado a escuchar. Tenía unas máquinas de ritmo viejas que yo las hacía sonar distorsionadas. No me gusta el sonido limpio del todo, lo prístino: me gusta que se note lo humano, lo imperfecto. Si bien el gran maestro de Manal, Javier Martínez, dijo que la máxima libertad surge del máximo rigor, no sé si estoy de acuerdo del todo. O de un rigor que uno pueda tolerar. Me parece que eso es más amigable. Porque si no, la exigencia se nota. Se nota que vos no llegaste ahí y estás queriendo mostrar algo que no sos. Entonces más vale ir conformándose y entendiendo que uno puede hacer esto, hasta acá. Uno se autoriza solo a decir que esto está bueno. Por supuesto que ahí la mirada del otro aparece.
¿Componés solo?
Sí, solo. Y estaba en pareja con la madre de mi hija. Tenía ahí mi espacio, daba clases de guitarra. Tenía como un pequeño estudio muy rudimentario. Todavía no había placas de sonido, computadoras menos. Grababa en un doble casetera. Y en una portaestudio a casete, donde podía grabar cuatro canales. Ahí armaba más o menos el borrador de lo que yo quería decir. Estaban la voz, la batería, el bajo y la guitarra.
¿Primero componés la música?
A veces pasa que sale todo junto. A veces una canción tarda años. O queda un pedazo escrito y un día se convierte en otra canción. A veces, cuando tengo algo que lo tengo que decir, después adapto un poco la música.
A veces se me ocurre primero una melodía. Me inspira mucho el cine, también: Fellini, Scola, Sergio Leone, los italianos primero; después Jim Jarmusch, David Lynch. El humor también. En el 91 se estrena Delicatessen.
¿Te acordás de tu primera letra?
Fue a mi abuelo, cuando muere. Lo veía poco, él ya vivía solo, porque se había quedado viudo. Vivía solo en la casa en la que yo vivo ahora. Parece que vamos a repetir la historia. Pero bueno. El nono era un tipo de pocas palabras, pocas pulgas, pero muy gracioso, muy copado. Llevaba bien la soledad. Se iba al club a jugar a las cartas y se tomaba un fernecito. Vino 10 años antes que mi viejo a hacer la América. Entra a laburar en el ferrocarril, el nono. Mi viejo también. El único que no siguió el mandato fui yo. Otro mandato roto. Bueno, cuando muere, le escribo el primer tema. Mi abuelo deja un reloj de esos que se ponían los viejos para ver la hora del bolsillo y escribo un tema que se llama Tu reloj, que abre el disco El viento (ver abajo): «Cada vez que le doy / cuerda a tu reloj / me acuerdo de vos / caminando lento / caminando lento // cada vez que voy / por la calle Colón / me acuerdo de vos / caminando lento // Y en un aire de jazmines / va tu alma siempre viva / contando historias de tu tierra / que se acercan y se alejan // Cuando te vas por el cielo abierto / tus manos me dan este amor que siento…». Es muy sencillo. A mí me gusta, además de que no soy un gran escritor, me gusta que se entienda y que sea la letra bien sencilla, con un poco de metáfora, pero que vaya así con la música. Porque no hay que decir nada, solo algunos pueden decir algo súper rebuscado y que quede bien. Como Luis Alberto Spinetta, nuestro gran referente,
¿Con esa canción nace tu mundo?
Ahí nace una estética, una forma de decir: bueno, che, yo soy esto, hice esto. Después escribo Te vi en la lluvia, ya canciones más de amor, empiezo a relacionar la lluvia con los perros, con los perros mojados, con los perros de Tom Waits. Perros que están abandonados, los perros sin marca. Pierden el olor, entonces pierden el rastro y le ladran a los autos, porque no sé qué ven ahí. Y no pueden volver, se pierden. Y pierden el olor de la hembra, entonces van caminando como perdidos entre los autos. Yo tengo otro tema que habla de eso: «Voy ladrando entre los autos / espantando sombras / quiero encender la luz…». Además pienso que los animales, y los perros en especial, los gatos también, perciben y saben cuándo la muerte se acerca. Por una casa que alquilé una vez, el hombre que me alquilaba ya estaba viejo, y cuando salió me dijo: Esta mañana estaba todo lleno de perros aquí en el umbral. Y murió a la noche. Don Michelotti. Entonces, ahí escribo algo también que dice: «vienen hacia mí / una vez más / los perros de la lluvia / me vieron bailar // Volviendo de un charco / perdimos el rastro».
¿Y qué hacés con estas primeras canciones compuestas?
Yo estaba en la feria del bajo, vendía artesanías con Carolina, la madre de mi hija; hacíamos velas y lámparas de macramé. Interesante, porque vivíamos bien de eso en ese tiempo. Yo ya tenía mi puñado de canciones, que era como un puñado de arena a la vez, porque eso era todo y era nada. Pero era mi vida; era como yo veía el mundo. Una estética más adulta, determinada, más ordenada quizás, no sé si ordenada es la palabra, más propia. Y había como ya trece, quince canciones escritas. Y digo: esto tengo que mostrárselo a alguien, porque era importante. Entonces, muy tímidamente, le paso el casete a mi querido amigo, el negro Juan Flores. Porque primero pensé en una base, en el bajo, en la columna vertebral de la canción. Dije: vamos a empezar por el bajo. Yo lo conocía de la feria, Juan tocaba con un otro amigo, Sergio Barrilis. Los dos han muerto. Sin ningún reconocimiento y dos grandes músicos. (Es feo que sólo te den un reconocimiento después de muerto: eso no se hace). El Negro era un musicazo, que ya había escuchado todo lo que yo había escuchado, y más.
Es el primero que busco. Le digo: tengo esto, escuchalo, y me gustaría que vengas vos a tocar. Y el Negro al otro día me dice: Me encantaron los temas, qué raro, qué raro, no parece música rosarina. Bueno, mejor, le digo, bien, buenísimo, después llamo a Capurro.
Entonces ahí se empieza a formar esa cuestión de cofradía de actores, músicos, malabaristas, La Asaltimbanqui, que era como una feria, y era un cotolengo también, porque bueno, yo con mi ética flexible, peronista, siempre les di cabida a todos, nunca les hice un examen de ingreso, sabía que necesitaba un par al lado que toquen bien. A los dos ensayos, ya voy y busco una fecha en el Café de la Ópera, en Laprida y Mendoza, el café que ahora es del teatro, pero lo tenía un chabón muy piola, Pablo Delgado. Había pedido una fecha sin saber qué iba a pasar, porque tenía fe, y esto está bueno, aire nuevo, totalmente nuevo, sin precedentes, sin precedentes en la música de la ciudad.
¿Y sin escuela?
La escuela fue esa misma, muchos que hoy tocan en otro grupo, aprendieron con el Negro y conmigo. Nosotros entramos medio por la ventana, no pedimos permiso y empezamos a tocar. A la gente le gustaba, le parecía algo nuevo, teníamos esa desprolijidad, porque había muchos novatos, o sea chicos jóvenes que no sabían tocar todavía. Nosotros, con el Negro Juan, les decíamos: dale, dale. No hicimos lo mismo que hicieron con nosotros, no los dejamos afuera, los dejamos adentro, con todos los riesgos y con lo que nos hicimos cargo después, porque bueno, algunas cosas no funcionaban. Empieza a haber como un cruce de lenguaje entre el teatro, un poco de humor negro, letras, música, malabares. Empezamos a tocar en las grúas del parque de España, a la gorra, todo el año los domingos, todos los domingos, y así nos fuimos a Gesell después, a tocar. Yo siempre que tuve un mango lo volví a invertir en música, no me la fugué…
El Negro Juan, que era una palabra autorizada, me decía «líder», ¡el Negro Juan!, el que mejor sabía lo que era respetar la canción de otro y tocar al servicio de la canción: si vos me tirás un centro para cabecear en el área chica, yo tengo que hacer gol, no te puedo devolver la pelota cuadrada. Tocando en vivo, el Negro sabía qué tocar y qué no tocar, porque lo más importante era que se entendiera el mensaje de la letra. El Negro era una base como un tanque de guerra, que no se movía: entonces cualquiera que se salía, el Negro lo ponía otra vez de nuevo en la carretera, incluso a mí, porque tocar y cantar al principio se me hacía difícil, no tenía la costumbre, ni el hábito, ni el estudio para hacer dos cosas a la vez.
Al público le gustaba, ponían guita, pedían otra; nos empiezan a contratar para casamientos judíos, porque algunas escalas judías tocábamos. Les gustaba la banda. Entonces aparece Roberto Nannini, mi odontólogo, a quien le gustaba la banda, puso guita y fuimos al estudio de All Studio, de ese señor, de Jorge Llonch, y ahí grabamos en cinta.

¿Pagado por el odontólogo?
Él estaba en un momento personal que le vino bien, quedó afuera, estaba medio separándose de la mujer, estaba triste, quería hacer algo, se identificó con la tristeza de la banda, con algo de lo melancólico, de lo agridulce, se sintió acompañado, y pagó el disco El viento, el primero, que es la esencia. Hay cosas desafinadas, hay cosas que están incorrectamente, pero se dejaron, porque era mentira si hacíamos otra cosa.
Eso es de Tom Waits: tocá como si tu pelo se estuviera prendiendo fuego…
Exacto: tocá como si estuvieses en medio de un tornado, tocá como un pigmeo, tocá chiquito. Ese sería el carácter de la obra, de la música, es importante, sube, baja. Ahora lo hacemos mejor.
Yo marcaba algunas pautas bastante abiertas para aquella época, quizá demasiado, porque yo quería la unidad del grupo, y después me empiezo a poner como más exigente en lo musical, y a descartar todo lo que era más escénico, que estaba bueno, pero yo soy músico, y la intervención de payasos y todo eso me parecía que sobraba, quería ser músico. Tuve que tomar decisiones y dar volantazos que fueron en contra de lo que es el mercado hoy. Si nosotros seguíamos por ese rumbo íbamos a ser Los Auténticos Decadentes, y ya estaba hecho, y muchos años antes, porque a mí me encantan Los Auténticos Decadentes, está todo bárbaro, y bailo, pero yo no soy eso, yo fui por otro lado.
¿Cómo venía tu relación con el psicoanálisis? ¿Seguías en terapia?
Venía yendo y viniendo, en el 2000 tuve una crisis muy fuerte, en la que me parecía que no tenía sentido nada, muy existencialista, ya nada era muy importante, entonces tuve que crear algo que me sostenga, y fue Asaltimbanqui.
Te sostuvo, ¿pero un día necesitaste darle más lugar a la tristeza?
Claro, había que dárselo. En el 2006 se desarma la banda, seguir con eso mismo hubiese sido reanimar un muerto. Un día yo decido ponerle fin y hacer un poco de introspección, dejar de tocar un par de años, cuando nace mi hija, Bianca, un nombre italiano, me parece que pega muy bien con mi apellido, mi gringa hermosa, inteligente, sensible, creativa, como su papá, y ahí se arma la Sergio Ivanovich Orquesta. No sabía qué hacer, cómo seguir, pero se iba oscureciendo el panorama de mi mente: menos circo, menos circo y más verdad, y más palabras; menos circo y menos pan, que era lo que la gente quería, entonces la gente me decía: Vos estás loco, boludo, si eso funcionaba. ¿Para quién? Y «funcionar», en esta sociedad, me da miedo. En el arte, ser funcional… Pensaba en emprolijar todo este quilombo, aclarar la voz, estudiar canto, mejorar yo, por supuesto…
Fue una apuesta humana…
Humana, totalmente, cuando nació Bianca ya no estaba la Asaltimbanqui. Eran los albores de la Ivanovich. Ya había leído más cosas: me gustaba Dostoievsky, me gustaban Gogol, Pushkin…
¿Gorki?
Gorki, claro, con sus ex hombres… Parece que ahí me empiezo a identificar más con los ex hombres.
Entraste al mundo ruso, te fuiste de la América beatnik y te fuiste a la Rusia del XIX, XVIII…
Exactamente, sin hacer una música rusa: la Ivanovich tiene más de tango, aparece el swing, aparecen los gitanos…
¿Ahí lograste estár en la ilusión óptica de Escher?
Exacto, porque tiene un montón de ventanitas, son regiones… Muy bien, nunca lo había pensado así: Escher. Exacto, yo en aquella época le pregunté a la psicóloga: ¿de dónde viene la música? De los sueños, del acto fallido, no es la cajita feliz de McDonald’s: viene de los golpes contra la pared, de los desengaños, del país, de nuestro tango, de nuestros inmigrantes, y de todo lo que antes dijimos… Si quiero hacer un tema alegre, lo hago, hago una tarantela, hago un swing, porque también es un homenaje a Oscar Alemán, a todos los que fueron unos maestros, un humilde homenaje, por supuesto, a los gitanos, que siempre los nombré, desde el principio. Yo tenía alguna fascinación de la infancia con alguna gitana que habrá pasado por mi casa, que en esa época había que tenerle miedo, y que alguna vez le di la mano para que me adivine. Después escribo: «los gitanos han venido / a leer en estas manos / mi destino sin camino.» Yo me siento un poco parte de esa cultura. Y yo siento que nunca va a terminar.
¿Cómo ves la escena hoy?
Hoy, a esta altura, no la veo bien, creo que estamos pasando un momento como nación bastante horrible, que me recuerda otros momentos también muy duros de la Argentina, nuestra idiosincrasia igual sigue intacta…
A la escena musical rosarina me refiero…
Ah, musical, claro, mirá: poliéster. Yo veo que el mundo se está volviendo medio frívolo, me parece que se escribe para (siempre hay excepciones) el éxito, para que te vaya bien, para hacer una carrera, cuando en la música no se hace carrera, uno hace música porque es feliz tocando con otro, compartiendo con otro. Charly dice en un tema: «Freud arruinó todo como internet». Y algo de eso es verdad: estar a un click de todo no está bueno, a mí me gusta demorarme para llegar a las cosas, para que el deseo funcione. Yo creo que hoy está bravo el asunto, los chicos dejaron de escuchar por parlante y escuchan en una computadorita, todo digital, como dice la Negra Herrero en un programa que vi hace poco: siento nostalgia por las válvulas, por los parlantes moviendo aire atrás de uno. Yo sintiendo ese olor a válvulas, a música que estaba siendo tocada como si fuera la última vez.
¿Sos un hombre exitoso?
Yo creo que el que no le vendió el alma a ningún diablo, duerme tranquilo, aunque el diablo siga tirando de mí, dice Iggy Pop. ¿Por qué todos quieren ser otro, si es más lindo ser uno? Sería muy feo tener éxito haciendo algo que a uno no le gusta.
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