
«El arte de comprender Malvinas», novena entrega

Por Juan Facundo Besson
El precio de la rendición: Argentina, protectorado económico del Reino Unido
Cuando el Congreso argentino aprobó el Convenio Bilateral de Promoción y Protección de Inversiones con el Reino Unido, allá por noviembre de 1992 (Ley 24.184), se dijo que el país estaba “abriéndose al mundo”. Una década después, cuando ese “mundo” nos había ahogado en deuda, privatizaciones ruinosas y cláusulas leoninas, lo que en verdad se había abierto era la puerta trasera de la soberanía. Ese tratado, conocido como TBI Reino Unido-Argentina1, fue el manual de instrucciones del nuevo coloniaje: una ingeniería jurídica que, bajo apariencia de “cooperación económica”, configuró el blindaje perfecto para el capital británico, justo cuando Londres seguía ocupando las Islas Malvinas y el Atlántico Sur, desoyendo todas las resoluciones de la ONU que exigían sentarse a negociar (Res. 1514, 1960; Res. 2065, 1965; Res. 31/49, 1976).
Mientras los cancilleres declamaban amor por la autodeterminación de los pueblos, el capital británico se autodeterminaba en los yacimientos de Chubut, las góndolas de los supermercados y las arcas de los bancos. Una bandera ondeaba sobre Malvinas, y otra –más invisible pero más eficaz– sobre el balance de British Petroleum, Unilever, HSBC y Diageo. A comienzos de los noventa, la Argentina no necesitaba ejércitos para ser invadida: bastaba con un traductor jurídico y un par de artículos redactados en inglés. Menem y su ministro estrella, Cavallo, vendieron el paquete con entusiasmo de misioneros: “Modernización, confianza, seguridad jurídica”. Lo que pocos advirtieron –porque el lenguaje de los tratados siempre disfraza la dominación con tecnicismos– fue que el TBI no solo garantizaba la inversión, sino el derecho de los inversores a vivir en burbuja legislativa.
El artículo tercero del Convenio, de impecable redacción diplomática, establecía que las inversiones británicas recibirían “trato no menos favorable” que el de los nacionales o que el otorgado a cualquier tercer Estado. La fórmula mágica del trato nacional más la nación más favorecida. Dicho en criollo: si el Estado argentino alguna vez quiso proteger a sus empresas locales con leyes a medida, no podía hacerlo sin extender automáticamente el beneficio a los capitales británicos. Una neutralización anticipada del proteccionismo.
La trampa principal, sin duda, se encontraba en un elemento crucial: el arbitraje internacional. De acuerdo con lo establecido en el artículo 8, cualquier controversia entre un inversor británico y el Estado argentino podía ser escalada a un tribunal arbitral del CIADI si la Justicia local no resolvía la disputa en un plazo superior a 18 meses. Este mecanismo otorgaba a los inversores extranjeros un acceso privilegiado a un sistema de resolución de conflictos que operaba de manera paralela al sistema judicial nacional. Los tribunales del CIADI, vinculados al Banco Mundial, carecían de la transparencia y la jurisprudencia que caracterizan las cortes tradicionales, y su funcionamiento se basa en la falta de opciones de apelación. Esto generaba un ambiente en el que, sorprendentemente, alrededor del 70 % de las decisiones se pronunciaban a favor de las corporaciones, lo que planteaba serias interrogantes sobre la equidad y la justicia en la resolución de conflictos entre Estados e inversores privados.
La técnica jurídica del TBI recuerda las viejas estrategias del imperialismo mercantil del siglo XIX. Aquel que no podía anexar territorios enviaba abogados. Y el Reino Unido, maestro en derecho internacional consuetudinario, ideó una arquitectura legal de dominación sin necesidad de disparar un tiro. El TBI británico con Argentina se firmó el 11 de diciembre de 1990, al calor de los llamados Acuerdos de Madrid, que habían normalizado las relaciones tras la guerra de Malvinas. En teoría, el tratado buscaba atraer inversiones “recíprocas”; en la práctica, la reciprocidad era un eufemismo. En 1993, cuando el tratado entró en vigor, no había ni una empresa argentina invirtiendo en Londres. En cambio, el Reino Unido ya tenía en la Argentina una constelación de corporaciones que figuraban en la Cámara de Comercio Argentino-Británica, esa especie de embajada empresarial paralela que hacía lobby más eficazmente que cualquier misión diplomática.
Entre las joyas del tratado estaba el reconocimiento explícito de que las inversiones británicas podían realizarse también sobre los recursos naturales, el subsuelo y las áreas marítimas donde el Estado tuviera jurisdicción o futura responsabilidad –una fórmula intencionadamente ambigua que, leída con lupa, abarcaba la plataforma continental argentina y, por extensión, el Atlántico Sur–. Era un pase libre al saqueo futuro, adornado con lenguaje de cooperación.

El resultado está a la vista: mientras Londres se negaba sistemáticamente a dialogar sobre soberanía –violando la Resolución 2065 (XX) de Naciones Unidas–, sus empresas exploraban hidrocarburos en el mar austral con amparo del propio convenio argentino. Como diría Jauretche, se institucionalizó “la estructura legal del coloniaje”. Los TBI nacieron en los sesenta, cuando las potencias industriales buscaban blindar a sus empresas frente a nacionalizaciones en el mundo poscolonial. Cada TBI es un contrato internacional entre dos Estados, pero con un tercer beneficiario: las corporaciones. Prometen trato justo, protección ante expropiaciones, transferencia libre de capitales y arbitraje neutral. En papel suena equilibrado; en la práctica, es una asimetría institucionalizada.
Los tratados de inversión imponen estándares mínimos que los Estados no pueden disminuir, estableciendo una serie de principios fundamentales que deben ser respetados. Entre estos principios se encuentran el “trato justo y equitativo”, la “plena protección y seguridad jurídica”, la “no discriminación” y el principio de “nación más favorecida”. Sin embargo, uno de los aspectos más críticos son las “cláusulas de estabilización”, que congelan el marco legislativo nacional en el estado en que se firmó el acuerdo. Esto significa que cualquier intento del Congreso argentino de modificar la legislación, ya sea aumentando impuestos a las empresas mineras o imponiendo requisitos de contenido nacional, podría ser interpretado como una “expropiación indirecta”. Tal interpretación abriría la puerta a demandas internacionales, limitando significativamente la capacidad del Estado para regular y adaptarse a las necesidades sociales y económicas cambiantes. Este escenario genera un contexto en el que los intereses corporativos prevalecen sobre la soberanía nacional, planteando serias preocupaciones sobre la capacidad del Estado para ejercer su autoridad en beneficio del bienestar colectivo.
El caso “Emilio Maffezini vs. Reino de España” (CIADI, ARB/97/7) sentó un precedente escalofriante: cualquier pequeño accionista extranjero, sin necesidad de ostentar una participación mayoritaria, podía demandar al Estado anfitrión en su propio nombre. Esta interpretación, que se ha incorporado tácitamente en varios Tratados Bilaterales de Inversión (TBI), incluido el argentino-británico, transformó la jurisdicción soberana de los países en un auténtico campo minado. Se suele argumentar que el derecho económico internacional es “neutral”, pero esa afirmación es tan engañosa como un espejismo. El derecho, al igual que la economía, nunca es imparcial; tiene un domicilio fiscal bien definido. Y el del TBI argentino-británico se encuentra convenientemente registrado en la opulenta City de Londres, donde los intereses corporativos cuentan con un refugio seguro. En este contexto, los Estados se ven atrapados en una trampa: cualquier intento de regular o modificar políticas en favor del bienestar social puede ser percibido como un ataque a la inversión, dando pie a demandas que ponen en jaque su soberanía. Así, el juego está claramente amañado y el tablero, diseñado para favorecer a los poderosos, deja a las naciones en una situación de vulnerabilidad insostenible.
Recuerdo a Aldo Ferrer, con su aguda visión crítica, quien solía señalar la trampa de los tratados que garantizan derechos al capital sin exigir obligaciones a la producción nacional. El Tratado Bilateral de Inversión (TBI) se convirtió en un símbolo de esta lógica perversa: prometía un futuro de prosperidad y competencia, pero en la práctica entregaba privilegios desmedidos y una humillante subordinación a intereses extranjeros. Fue el soporte jurídico esencial del despiadado proceso privatizador de los noventa, una época en la que se vendía Gas del Estado al precio de una soda y la soberanía nacional se entregaba a cambio de una cena en un lujoso hotel en Davos. Esa ilusión de modernidad encubría una realidad sombría, donde el bienestar del pueblo quedaba relegado a un segundo plano frente a los intereses de unos pocos.
El Estado argentino, en un acto de masoquismo económico, no solo asumió pasivos y vendió activos estratégicos, sino que también firmó tratados que aseguraban a los voraces inversores extranjeros el derecho perpetuo a explotar los recursos del país. Este escenario revela que el neoliberalismo no se limitó a vender el país, sino que lo alquiló a perpetuidad, con cláusulas de renovación automática que prolongan el dominio extranjero. La ingeniería económica británica se mostró más sofisticada que cualquier ocupación militar, logrando que el Congreso argentino se sintiera orgulloso de su adulación al “primer mundo”. Mientras tanto, el Reino Unido, astuto y calculador, redibujaba su mapa de influencia: ya no necesitaba cañoneras ni tropas, bastaban unos fondos fiduciarios y bufetes globales para mantener su control sobre un país que, en su afán de progreso, había entregado su soberanía.
En el sector energético argentino, la historia de British Petroleum (BP) ha tomado giros significativos, aunque algunas dinámicas de control y explotación persisten. BP, que anteriormente controlaba el 60 % de Pan American Energy, ha visto cómo su participación se ha transformado: actualmente, Pan American Energy es administrada en partes iguales por BP y Bridas Corporation, una alianza que une al grupo argentino Bulgheroni con la China National Offshore Oil Corporation (CNOOC). A pesar de este cambio en la estructura de propiedad, la empresa sigue operando el yacimiento de Cerro Dragón, el más grande del país, ubicado entre Chubut y Santa Cruz, y cuya concesión se extiende hasta 2043.
En Cerro Dragón, el petróleo argentino presenta una paradoja preocupante: se extrae bajo bandera comercial británica y a regalías que, comparadas con estándares internacionales, resultarían insultantes, alcanzando solo el 12 %. Además, BP mantiene un interés indirecto en exploraciones en el Atlántico Sur a través de alianzas con empresas como Barrick Gold y Rockhopper Exploration, que prosiguen su actividad en aguas cercanas a las Malvinas. Aunque la estructura de propiedad ha cambiado y se han realizado algunas inversiones en recursos no convencionales en la Cuenca Neuquina, la sombra de una explotación que favorece más a los intereses extranjeros que al desarrollo local sigue pesando sobre el sector energético argentino.
En el sector del gas natural argentino, MetroGAS S.A. –la mayor distribuidora del país por volumen y número de usuarios– surgió en 1992 como resultado del proceso de privatización de Gas del Estado S.E., dispuesto durante el gobierno de Carlos Menem bajo la Ley 24.076. El Estado dividió la empresa pública en dos compañías transportistas y ocho distribuidoras, otorgando licencias exclusivas a capitales privados por 35 años. En el caso de MetroGAS, el consorcio adjudicatario estuvo encabezado por Gas Argentino S.A. (GASA), controlado en más de un 54% por British Gas Group (BG Group), lo que convirtió a la firma británica en la principal operadora de la distribución de gas en Buenos Aires y su área metropolitana. La llegada del capital británico –en un contexto de desregulación y apertura total del mercado energético– simbolizó la nueva orientación económica argentina de los años noventa: un traspaso de los activos estratégicos del Estado hacia conglomerados extranjeros bajo la promesa de eficiencia y modernización.
Con el paso del tiempo, el espejismo privatizador mostró su verdadero rostro: tarifas impagables, redes envejecidas y decisiones tomadas a miles de kilómetros del Río de la Plata. Las promesas de eficiencia se disolvieron entre balances maquillados y remesas giradas a Londres. Fue entonces cuando el Estado, a través de YPF S.A., irrumpió como “rescatista” de lo que antes había entregado. En 2012-2013, la petrolera estatal adquirió el 54,67 % de Gas Argentino S.A., controlando así MetroGAS y desplazando al British Gas Group, un símbolo de la penetración británica en la infraestructura energética argentina. El gesto tuvo un innegable valor político: romper formalmente con el dominio extranjero y reintroducir al Estado en la gestión de un servicio esencial. También trajo cierto orden tras años de desinversión, mejoró la estabilidad financiera de la empresa y permitió retomar obras postergadas, reencauzando parcialmente un sistema que había quedado en ruinas.
Pero la contracara fue menos épica. Bajo el ropaje de la “recuperación nacional”, YPF mantuvo intacta la lógica del modelo privatizador, apenas reemplazando los directorios londinenses por burócratas locales. Las tarifas siguieron atadas a criterios de rentabilidad, las inversiones continuaron sujetas a la especulación y el gas –bien público por excelencia– permaneció subordinado a la lógica mercantil. En lugar de constituir un punto de inflexión, la operación terminó consolidando la administración estatal de un esquema extranjerizante, legitimado ahora por un discurso soberanista. Así, YPF encarnó al mismo tiempo la esperanza y la frustración: símbolo de una soberanía energética posible, pero también espejo de la incapacidad argentina para desmontar, de raíz, la estructura colonial que aún domina sus recursos estratégicos.
En el entramado financiero argentino, el HSBC encarna la persistencia del capital británico en el corazón del sistema bancario nacional. Su desembarco en Argentina a comienzos de la década de 1990, tras la adquisición del Banco Roberts, marcó la expansión de una entidad nacida en Hong Kong bajo dominio colonial británico y reconvertida en una potencia financiera global con fuerte presencia en América Latina. Desde entonces, su historia local ha estado teñida de controversias: investigaciones por lavado de dinero, fugas de divisas y maniobras con deuda soberana acompañaron su trayectoria. Durante los años de la convertibilidad, el HSBC se consolidó como asesor de emisiones de deuda y custodio de activos estratégicos, mientras reforzaba su papel de intermediario privilegiado entre los flujos financieros globales y una economía argentina cada vez más dependiente de capitales externos. Su origen imperial, su papel en la financierización del país y sus vínculos con las redes bancarias británicas lo convirtieron en un símbolo de la continuidad colonial en versión neoliberal.
En 2025, el vínculo entre el HSBC y el enclave británico en el Atlántico Sur volvió a quedar al descubierto. La banca privada del HSBC en el Reino Unido fue elegida por las autoridades impuestas en las Islas Malvinas para administrar el Fondo Consolidado, un portafolio valuado en 400 millones de libras esterlinas, integrado por excedentes presupuestarios generados –según medios como MercoPress– a partir de licencias pesqueras y concesiones petroleras en aguas argentinas. En una asamblea pública celebrada en Stanley, el secretario de Finanzas colonial, Pat Clunie, declaró enfáticamente: “Ni se acerquen a nada argentino o relacionado con Argentina, eso está totalmente fuera de límites”. Esa frase, dirigida al propio HSBC, revela con crudeza el carácter político de la operación: una entidad bancaria con amplia presencia en Buenos Aires se compromete a no invertir ni relacionarse con nada argentino, mientras administra los frutos del saqueo económico sobre territorio nacional. El banco, lejos de incomodarse, se enorgullece de su “ranking PRI de Naciones Unidas” en inversiones responsables, exhibiendo una ética selectiva que tolera el expolio colonial, pero excluye cualquier vínculo financiero con el país víctima del despojo.
Esta escena sintetiza una paradoja mayor: el mismo HSBC que opera en el centro financiero de Buenos Aires y lucra con la deuda, el consumo y la bancarización local, gestiona en simultáneo el fondo soberano del gobierno colonial británico en las Malvinas, estructurado con recursos extraídos de mares argentinos. La entidad actúa así como vehículo financiero del colonialismo contemporáneo, asegurando que los excedentes del saqueo pesquero y petrolero no circulen por ningún canal argentino y se mantengan dentro del circuito financiero británico. La pasividad del Estado argentino y el silencio de las autoridades de Tierra del Fuego ante esta maniobra agravan el cuadro: mientras el Reino Unido fortalece su control financiero sobre el Atlántico Sur, la banca global británica consolida su posición como instrumento de poder geoeconómico, perpetuando –bajo apariencia de gestión eficiente– el dominio que comenzó con los cañones de 1833 y hoy se disfraza de portafolio de inversiones.
La presencia de capitales mineros británicos en Argentina tiene nombre y apellido: BHP Billiton, Anglo American, Xstrata (hoy Glencore) y Vedanta Resources. Estas compañías, todas con sede o raíces en el Reino Unido, aprovecharon un marco normativo favorable a la inversión extranjera para posicionarse en el control de yacimientos estratégicos de cobre, oro y litio. Glencore, sucesora de Xstrata y gerenciadora de Minera Alumbrera en Catamarca, constituye el emblema de esta penetración: con financiamiento del banco inglés Barclays y participación de fondos como BlackRock, fue denunciada por graves daños ambientales y por su rol en la fuga de divisas producto de la exportación de minerales sin valor agregado. Desde los inicios de la explotación en los años noventa hasta su cierre en 2018, Alumbrera funcionó como epicentro del modelo extractivo argentino subordinado a intereses financieros y energéticos extranjeros.
Este entramado económico no se limita al continente. A comienzos de la década de 2010, el vínculo entre las empresas mineras radicadas en la Argentina y la exploración petrolera británica en las Islas Malvinas se hizo explícito. El Grupo Interdisciplinario de Trabajadores Petroleros denunció que las compañías Falkland Oil & Gas, Desire Petroleum, Rockhopper Exploration y Borders & Southern Petroleum –todas ellas con vínculos accionarios con firmas o bancos que operaban en el país– financiaban la perforación petrolera en el archipiélago mediante la plataforma británica Ocean Guardian. Desire Petroleum y Borders & Southern, accionadas por Barclays, compartían intereses con Minera Alumbrera; Falkland Oil & Gas era controlada por BHP Billiton, mientras que Rockhopper mantenía asesoría del banco HSBC. A ello se sumaba la sospecha de que Desire Petroleum operaba como pantalla de Shell o British Petroleum. Así, el capital minero y financiero británico construyó una red transnacional que, bajo distintas fachadas, articuló la explotación de recursos en el continente con la ocupación económica y energética del Atlántico Sur, en abierta violación a la ley argentina 26.659 que prohíbe operar con firmas vinculadas a la exploración hidrocarburífera en Malvinas.
En la actualidad, el resurgimiento minero en la Argentina –con proyectos como Mara y El Pachón, impulsados por Glencore– no solo perpetúa la dependencia de capitales extranjeros, sino que expone con crudeza la continuidad estructural de la subordinación económica del país. Glencore, con inversiones que podrían superar los 20.000 millones de dólares, se consolida nuevamente como actor dominante del cobre argentino, bajo un régimen de incentivos que garantiza estabilidad fiscal y libre disponibilidad de divisas, mientras las provincias, teóricamente titulares del dominio originario de los recursos naturales según la reforma constitucional de 1994, carecen de capacidad real para negociar en igualdad de condiciones con gigantes como BHP Billiton, Anglo American o Glencore. La promesa de soberanía provincial se diluye ante la presión de corporaciones que aseguran rentabilidad externa y mantienen la explotación del subsuelo bajo la tutela de intereses extranjeros. A ello se suma el desoído artículo 41, que garantiza el derecho a un ambiente sano: las concesiones mineras y los proyectos extractivos avanzan con impactos ambientales evidentes, ignorando la obligación constitucional de recomponer los ecosistemas y proteger a las comunidades locales, mientras el discurso oficial se limita a la retórica del “resurgir industrial” y la generación de empleo.
La situación se vuelve aún más crítica con la irrupción de capitales chinos en la explotación de litio, concentrados en las provincias de Salta, Jujuy y Catamarca, que representan hoy el recurso estratégico del siglo XXI. Empresas como Ganfeng avanzan con proyectos multimillonarios, aprovechando la falta de coordinación nacional y la debilidad provincial para imponer acuerdos que priorizan ganancias extranjeras sobre desarrollo local, participación comunitaria y cuidado ambiental. Este nuevo capítulo evidencia que, décadas después de la privatización y la penetración británica en la minería y el petróleo –vinculada incluso con la exploración en Malvinas–, Argentina sigue siendo territorio de inversión estratégica para capitales foráneos, mientras la Constitución funciona como mero ornamento jurídico. El mapa de poder que une Mara y El Pachón con las históricas operaciones en Catamarca y las Islas Malvinas no es casualidad: es la manifestación de un modelo extractivo que consolida la dependencia, desplaza el control local y pone nuevamente a la Argentina a merced de la competencia global por sus recursos estratégicos.
En el terreno del consumo masivo, Unilever, con raíces en Liverpool y Rotterdam, no solo se instaló en Argentina en 1926, sino que ha tejido un dominio casi absoluto sobre las alacenas del país. La verdadera consolidación llegó en los años noventa, cuando adquirió marcas históricas como CICA, Guereño, Lux, Ala y Knorr, apropiándose de clásicos del gusto argentino mientras exportaba ganancias millonarias a sus casas matrices europeas. En paralelo, 1993, el mismo año en que entró en vigor el TBI, Cadbury compró la empresa local Stanien, asegurando que el flujo de capital británico no solo quedara protegido por la legislación, sino que creciera sin trabas fiscales ni regulaciones restrictivas.
A 2025, Unilever sigue siendo apenas la punta del iceberg de un entramado de multinacionales británicas y europeas que inundan el mercado local: Diageo controla bebidas icónicas como Smirnoff y Johnnie Walker, Reckitt Benckiser impone su presencia con productos de limpieza y cuidado personal como Vanish y Dettol, mientras British American Tobacco mantiene su monopolio sobre Marlboro y Lucky Strike. Las góndolas argentinas se encuentran saturadas de marcas como Lipton, Dove, Rexona, Knorr, Hellmann’s, entre otras, cuya producción se realiza en gran parte en Argentina pero cuyos beneficios reales son repatriados al exterior, dejando al país como un simple proveedor de mano de obra y materias primas.
El vínculo con Malvinas no es solo simbólico: muchas de estas empresas británicas, desde AstraZeneca hasta Vodafone, mantienen relaciones estratégicas con el enclave, consolidando la presencia del capital británico en el Atlántico Sur y asegurando beneficios económicos en territorios de soberanía cuestionada. Las ganancias que generan en Argentina se multiplican gracias a la protección del TBI, que garantiza que cualquier conflicto con el Estado nacional pueda resolverse en tribunales internacionales favorables a los inversores. Así, mientras el consumidor argentino paga precios inflados por productos que parecen locales, el capital extranjero consolida un dominio que trasciende el mercado: controla la alimentación, el entretenimiento, las comunicaciones y el bienestar, erosionando cualquier intento de soberanía económica y dejando a la Argentina atrapada en un ciclo de dependencia silenciosa y rentable solo para intereses foráneos.
Este conglomerado económico no surge por casualidad: es el fruto directo de décadas de “seguridad jurídica para el invasor”. La paradoja es grotesca: el Reino Unido ocupa 1,6 millones de km² de mar argentino –más del 52% de nuestra Zona Económica Exclusiva– y al mismo tiempo disfruta del estatus de inversor protegido dentro del territorio que usurpa. Es como si el ladrón, tras saquear la casa, demandara al propietario por cambiar las cerraduras. Mientras los discursos oficiales sobre la soberanía en Malvinas se endurecían para la foto, los gobiernos argentinos de cualquier signo político se inclinaban dócilmente ante los tribunales internacionales, permitiendo que el convenio siguiera vigente como si nada. Desde el año 2000, el propio artículo 14 del TBI habilita su denuncia unilateral, pero ninguna administración, ni liberal ni progresista, tuvo el coraje de ejercerla. Plantarse frente a la City siempre fue “mala prensa” en los salones del FMI y Wall Street.
El TBI, además, entra en colisión flagrante con normas nacionales posteriores, como la Ley 26.659, que prohíbe a cualquier persona física o jurídica operar simultáneamente con entidades que exploten recursos en la Plataforma Continental Argentina y en Malvinas sin autorización estatal. En otras palabras: el tratado bilateral ampara lo que la ley argentina prohíbe, creando un cortocircuito jurídico que ningún canciller ha mostrado interés en resolver. La vigencia del TBI tampoco respeta la Disposición Transitoria Primera de la Constitución Nacional, que ordena al Estado “recuperar el ejercicio pleno de soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur y los espacios marítimos correspondientes”. ¿Cómo se concilia esta obligación constitucional con un tratado que garantiza a los británicos la libre repatriación de ganancias extraídas de esos mismos espacios que, según la Constitución, son argentinos?
El negocio de la “protección de inversiones” no es otra cosa que la defensa de un modelo económico y geopolítico impuesto desde el exterior. Los TBIs funcionan como una infraestructura jurídica heredada del neoliberalismo: su objetivo real es asegurar que, aun cuando un pueblo decida cambiar de rumbo político, los capitales extranjeros queden blindados frente a cualquier decisión democrática. En términos claros: garantizar que la renta se proteja de los votantes, incluso cuando sus propios intereses contradicen los de quienes la controlan.
Argentina ha sido uno de los países más demandados ante el CIADI: desde 2001 acumula más de 50 causas abiertas, muchas derivadas directamente de estos tratados. Cada juicio representa millones de dólares que nunca llegan a escuelas, hospitales ni a la Patagonia esquilmada por intereses foráneos. Después de 2002, el 70 % de los reclamos arbitrales provinieron de sociedades radicadas en Londres o Delaware, con intereses británicos activos en nuestro país. Así, mientras se habla de soberanía en discursos y conferencias, el verdadero poder se ejerce desde los despachos financieros de ultramar, con leyes diseñadas para proteger a los invasores y vaciar la riqueza local.
El Reino Unido, mientras mantiene una apariencia de mesura diplomática, ha profundizado en los últimos cinco años un proceso de remilitarización del Atlántico Sur. En la base de Mount Pleasant consolidó una guarnición de alrededor de 2.000 efectivos y modernizó su infraestructura mediante inversiones en defensa gestionadas por BAE Systems, Leonardo UK y Amentum. Incorporó nuevas unidades de aviones Typhoon FGR4 con capacidad aire-tierra, drones de reconocimiento Watchkeeper y sistemas de radar tridimensional de largo alcance. La renovación del puerto y las pistas de aterrizaje, junto con ejercicios conjuntos de la Royal Navy y la Royal Air Force, refuerzan su proyección sobre el espacio marítimo circundante. En la planificación estratégica británica, la Argentina ha sido reubicada como “amenaza potencial” –en un mismo nivel de riesgo que Rusia y China– dentro del Global Britain Integrated Review (2021 y 2023), lo que marca un cambio de hipótesis de conflicto y justifica nuevas inversiones bélicas. Bajo la retórica de la “defensa de los isleños”, el objetivo real continúa siendo garantizar el control sobre los recursos pesqueros, energéticos y las rutas logísticas que conectan el Atlántico Sur con la futura explotación antártica.
Desde 1982, la ocupación británica sobre las Malvinas y su entorno marítimo ha pasado de limitarse a 11.000 km² de tierra insular a abarcar 1,6 millones de km² de mar sometido a explotación directa. Este incremento exponencial no es casual: se trata de un saqueo sistemático de la riqueza marina argentina. Según estimaciones de la Secretaría de Pesca, en estas décadas se han extraído del Atlántico Sur unas 11 millones de toneladas de recursos pesqueros, cuyo valor supera los 28.000 millones de dólares. Son cifras que eclipsan cualquier retórica diplomática sobre soberanía o diálogo pacífico; los intereses económicos son tan monumentales que ningún discurso oficial logra ocultarlos. Mientras tanto, la Argentina observa cómo se vacían sus mares y se trasladan riquezas estratégicas hacia bancos y empresas británicas, sin que exista un control efectivo ni mecanismos reales de compensación.
Resulta inevitable pensar que todo el entramado iniciado en 1990 no es más que la versión modernizada del antiguo Pacto Roca-Runciman de 1933, aquel que Jauretche definió como la “traducción económica de nuestra derrota moral”. Cambian los hombres, cambian los sellos y los nombres de los acuerdos, pero el guion permanece intacto: convenios desiguales disfrazados de progreso inevitable, que consolidan la subordinación económica de la Argentina frente a intereses foráneos. Cada firma, cada cláusula, es un recordatorio de que la dependencia estructural no solo se reproduce en la política y el comercio, sino que se naturaliza como parte de la narrativa de “modernización” que legitima la extracción continua de recursos nacionales por parte de poderes externos.

El TBI no surgió de manera aislada, sino como parte del paquete de la Ley de Emergencia Económica 23.697, que facultó al Ejecutivo a negociar estos tratados con el pretexto de “promover la inversión extranjera”. En la práctica, la norma legalizó una entrega preventiva de la economía argentina a intereses foráneos, allanando el camino para la privatización de activos estratégicos. Esta dinámica se profundizó con la Ley de Reforma del Estado, que desde mediados de los años noventa promovió la desregulación, la reducción del rol del Estado en la economía y la venta de empresas públicas bajo la bandera del “eficientismo” neoliberal. Desde entonces, Argentina firmó más de 50 TBI, la mayoría con países de la OTAN, todos estructurados siguiendo el molde del “Consenso de Washington”. El resultado fue predecible: un Estado que renuncia a su jurisdicción, una economía que se transforma en sucursal del capital extranjero y un discurso oficial que celebra la entrega de recursos y empresas nacionales como si fueran sinónimo de modernización, mientras se consolidan ganancias que nunca se reinvierten en el desarrollo interno.
Algunos diputados y senadores han intentado reiteradamente derogar o denunciar el convenio. En los fundamentos del Proyecto de Resolución presentado en 2012, se recordaba que “resulta incomprensible, ante la negativa pertinaz del Reino Unido a reconocer nuestros derechos en Malvinas, que se promocionen sus inversiones en territorio continental argentino” (Expte. 7221-D-2012). Ese texto –ignorado por la mayoría– advertía que las cláusulas del acuerdo eran “inconvenientes al interés nacional y en colisión con nuestra soberanía”. Tenía razón. Y, sin embargo, el tratado sigue vigente, renovándose automáticamente cada doce meses, como si fuera un débito en la tarjeta.
El periodismo económico suele refugiarse en la palabra “confianza”, como si bastara con repetirla para que la historia desaparezca. Pero ¿qué confianza puede haber entre un país ocupado y su ocupante? La llamada “seguridad jurídica” no es más que la inseguridad de los Estados ante el poder del dinero: un miedo que se traduce en renuncia, pasividad y legalización del saqueo. Mientras los capitales perforan el suelo argentino y llenan las góndolas de productos británicos, financian al mismo tiempo exploraciones ilegales en Malvinas. BP, Rockhopper, Falkland Oil & Gas, Desire Petroleum: todas con sede en el Reino Unido, todas vinculadas a las islas y, en muchos casos, compartiendo inversionistas con conglomerados que operan legalmente en el continente. Así, el Atlántico Sur se convierte en una empresa integrada, donde los dividendos no reconocen fronteras, pero las banderas sí, y donde el control efectivo sigue estando en Londres.
El TBI se presenta como garante de la inversión, pero la evidencia demuestra su verdadera función: blindar los capitales extranjeros frente a los Estados, no frente a las crisis económicas. Entre 1993 y 1998, las inversiones británicas en Argentina aumentaron un 35 %, y luego cayeron más del 50 % durante la crisis de 2001, replicando exactamente la trayectoria de otros países sin tratados vigentes. La supuesta “protección mutua” es en realidad unilateral: ninguna empresa argentina disfruta de acceso privilegiado a la Justicia comercial inglesa ni de repatriación automática de ganancias. Mientras Londres invoca la autodeterminación de los isleños para justificar su ocupación, el TBI convierte el Atlántico Sur en un mercado británico offshore, aprobado por leyes argentinas, transformando la soberanía en un concepto decorativo y la dependencia en política económica cotidiana.
El TBI Reino Unido-Argentina revela, más que un tratado, un mapa moral de la subordinación estructural. Refleja la contradicción de un país que protesta por la ocupación de las Islas Malvinas mientras entrega su economía al arbitrio extranjero; que denuncia bases militares en el Atlántico Sur pero tolera bases financieras mucho más extensas sobre su territorio; que llama “empresas amigas” a quienes consolidan la dependencia económica que se critica. La ratificación de este tipo de tratados no es un simple gesto diplomático, sino un mecanismo de control externo que asegura la primacía de los intereses foráneos sobre los nacionales. Denunciarlo no sería un acto simbólico, sino un gesto de higiene institucional: la señal de que Argentina puede retomar la administración de su propio desarrollo económico, al margen del arbitraje internacional.
Este sometimiento no es casual. La historia del desarrollo global muestra que los países que alcanzaron poder industrial y económico lo hicieron a través de políticas proteccionistas, rechazo al dogma librecambista de Adam Smith y fomento estatal estratégico, como nos recuerda Marcelo Gullo. Inglaterra, que hoy exporta y factura en todo el mundo, consolidó su poder mediante leyes de navegación proteccionistas y subsidios industriales, sometiendo a colonias y semicolonias mediante el dominio comercial antes que bélico. Hoy, el Reino Unido no necesita izar banderas y colocar placas: factura, repatria ganancias en libras y litiga en Washington, mientras Argentina sigue encadenada al imperio de la oligarquía financiera y comercial. Hasta que ese control no se rompa, cualquier discurso sobre independencia económica seguirá siendo maquillaje diplomático, y la soberanía continuará bajo arbitraje extranjero.
Cámara Británica, sombra en Argentina
La Cámara de Comercio Británica en Argentina (British Chamber of Commerce in Argentina, BCCAR sus siglas en inglés) constituye desde hace más de un siglo un actor silencioso pero decisivo en la configuración de la economía y el poder empresarial en el país. Aunque su misión declarada se centra en la promoción de relaciones comerciales entre empresas británicas y argentinas, un análisis más profundo revela que su influencia trasciende ampliamente lo que se percibe públicamente. La BCCAR no es solo un espacio de networking empresarial2; es un nodo estratégico de poder económico que articula intereses británicos con empresarios locales, influye en políticas económicas y regula, en la práctica, sectores clave de la economía argentina a través de mecanismos de intermediación, asesoramiento y construcción de legitimidad social. Esta capacidad de operar tanto en lo económico como en lo político convierte a la Cámara en un actor que, sin asumir funciones estatales, ejerce un poder que muchas veces se superpone y condiciona al propio Estado argentino.
El papel de la BCCAR como instrumento de influencia se consolidó de manera significativa durante la década de 1990, en el marco de la apertura neoliberal promovida por la presidencia de Carlos Menem. Durante ese período, el proceso de privatización de empresas estratégicas –como Gas del Estado, Ferrocarriles Argentinos y la mayoría de las telecomunicaciones estatales– proporcionó un terreno fértil para que la Cámara se posicionara como mediadora clave entre inversores británicos y grupos empresariales locales. Su intervención no se limitó a facilitar contactos; participó activamente en la estructuración de acuerdos, la identificación de oportunidades de inversión y la anticipación de riesgos regulatorios, consolidando un esquema de cooperación que aseguraba la continuidad de los intereses británicos sin depender de los cambios en la política argentina. Además, su función excedió la mera promoción de negocios, al contribuir a crear un marco de legitimidad social y política que favorecía la aceptación de inversiones británicas, asegurando así que la presencia del Reino Unido en la economía nacional estuviera institucionalizada y normalizada frente a la sociedad y el Estado.

Durante los años 2000, la BCCAR consolidó un perfil más institucional y público, promoviendo seminarios, conferencias y encuentros culturales que proyectaban una imagen de cooperación pacífica y profesionalismo. Sin embargo, la faceta visible de la Cámara –eventos corporativos, desayunos ejecutivos, informes de mercado– no refleja el alcance completo de su influencia. La BCCAR ha desarrollado un entramado de estrategias que combinan asesoría legal, acceso a información privilegiada, coordinación diplomática y presión indirecta sobre decisiones regulatorias, convirtiéndose en un actor central en la articulación de inversiones estratégicas y en la creación de redes de confianza entre empresarios locales y capital extranjero. Según un ejecutivo argentino que participó en negociaciones impulsadas por la Cámara, “la BCCAR funcionaba como un club exclusivo: ellos traían la visión estratégica, nosotros el acceso local”. Esta dualidad de roles –visible y discreta– permite a la institución operar con un poder silencioso, pero de efectos concretos sobre sectores críticos de la economía, desde la energía hasta la agroindustria.
Uno de los rasgos más distintivos de la BCCAR es su capacidad de articular intereses británicos con empresarios locales. Esta articulación no implica un control directo ni jerárquico; se trata más bien de la creación de escenarios favorables para la inversión y la operación de empresas transnacionales. En el sector financiero, por ejemplo, bancos británicos como HSBC y Barclays han utilizado a la Cámara para establecer vínculos con grupos locales, asegurar colocaciones de bonos y gestionar operaciones de crédito que, en muchos casos, implican salida de capitales hacia el exterior. En el sector energético, corporaciones como Shell, BP y Pan American Energy coordinan con empresas locales para licitaciones, exploraciones y joint ventures3, asegurando un acompañamiento que va desde la asesoría legal hasta el apoyo diplomático informal. Incluso en el sector industrial y agroexportador, la BCCAR facilita la integración de empresas argentinas en cadenas globales, promoviendo inversiones que, aunque se presentan como proyectos comerciales neutrales, implican la consolidación de un control estratégico británico sobre commodities críticos como soja, trigo y energía.
Un componente central de la estrategia de la BCCAR es la asesoría legal y política. La Cámara provee a empresas británicas y mixtas informes de riesgo país, análisis regulatorios y contactos con despachos de abogados locales especializados en distintas áreas. Este acompañamiento permite anticipar obstáculos legales, influir en la formulación de regulaciones y proteger inversiones frente a cambios en el entorno normativo. Un ejemplo paradigmático se encuentra en el sector minero, donde la Cámara ha participado en la estructuración de contratos que incluyen cláusulas de estabilidad fiscal y mecanismos de mediación internacional, asegurando que las inversiones puedan operar con relativa independencia de decisiones políticas locales. Este rol evidencia que la BCCAR no es solo un actor económico, sino también un instrumento de poder político indirecto, capaz de moldear las condiciones de operación de empresas extranjeras y locales en sectores estratégicos del país.
La BCCAR emplea estrategias sofisticadas de penetración económica que combinan información, influencia y presión indirecta. Primero, controla información clave mediante boletines internos, informes sectoriales y briefings4confidenciales, orientando decisiones empresariales y de inversión en línea con intereses británicos. Segundo, articula relaciones con ONG y organismos internacionales que, en apariencia neutrales, facilitan la consolidación de intereses estratégicos. Organizaciones como la Wildlife Conservation Society5 y el British Council6 participan en proyectos de conservación, educación y desarrollo cultural que, además de cumplir objetivos específicos, contribuyen a la normalización de la presencia británica y al control de narrativas sociales sobre sectores estratégicos. Tercero, la Cámara asegura la construcción de redes de confianza entre inversores locales y extranjeros, garantizando que los negocios se realicen bajo estándares que protejan la continuidad de los intereses británicos. Estas estrategias permiten que la influencia de la BCCAR sea profunda y estructural, pero difícilmente visible en el debate público, consolidando un poder paralelo al del Estado argentino.
Casos concretos de influencia ilustran de manera clara el alcance de la Cámara. En el sector energético, Pan American Energy, en conjunto con Shell y BP, ha desarrollado proyectos de exploración en Vaca Muerta, donde la BCCAR facilitó la negociación de acuerdos que incluían asesoría regulatoria, apoyo diplomático y coordinación de comunicación estratégica. En el sector financiero, HSBC ha utilizado la Cámara como mediador para establecer vínculos con empresarios locales y asegurar acceso a licitaciones y colocaciones de bonos, funcionando como garante de inversiones conforme a estándares británicos. En el agroexportador, la Cámara ha promovido la integración de empresas argentinas en cadenas de valor globales controladas desde Londres, favoreciendo la concentración de capital en grandes conglomerados y marginalizando a productores más pequeños. En todos estos casos, la intervención de la BCCAR no se limita a funciones técnicas; su influencia impacta directamente en la estructura de poder económico y en la capacidad de decisión de actores locales, consolidando un esquema de dependencia y cooperación estratégica con capital británico.
A pesar de la apariencia institucional y formal, la BCCAR ha sido objeto de crítica por su influencia discreta pero determinante sobre la economía y la política argentina. Entre los principales cuestionamientos se encuentran la asimetría de información, donde algunos actores económicos reciben ventajas sustanciales frente a la competencia; la influencia indirecta sobre políticas públicas, que se manifiesta en orientación de leyes y regulaciones sin debate democrático; y la cooptación de empresarios locales, cuyo alineamiento con intereses británicos asegura la reproducción de un esquema económico favorable a capitales externos.
La combinación de estrategias visibles y discretas hace que la BCCAR sea un modelo de cómo las cámaras empresariales transnacionales pueden operar como instrumentos de poder económico en países periféricos. La institución integra networking, asesoría legal, inteligencia económica y construcción de consenso social como herramientas de influencia, asegurando que los intereses británicos mantengan presencia y continuidad en sectores críticos de la economía argentina. Esta capacidad de operar en múltiples niveles –económico, legal, político y cultural– convierte a la Cámara en un actor imprescindible para entender las dinámicas de inversión extranjera y la relación de Argentina con el capital británico contemporáneo. La fuerza de la BCCAR no radica en su visibilidad, sino en su capacidad de operar de manera estratégica, garantizando que decisiones empresariales, políticas públicas y debates sociales se alineen, consciente o inconscientemente, con un esquema de poder económico externo que ha perdurado durante décadas.
Un elemento crítico que caracteriza la acción de la BCCAR en la actualidad es su adaptación a contextos geopolíticos cambiantes. La Cámara ha integrado en su estrategia la consideración de escenarios regionales e internacionales, incluyendo el papel de potencias emergentes como China y la influencia de bloques comerciales como el Mercosur y la Unión Europea. En este sentido, la BCCAR actúa como un observador y orientador estratégico, evaluando riesgos de inversión y promoviendo estructuras corporativas y legales que protejan a sus asociados frente a fluctuaciones políticas, regulatorias o económicas. Esto evidencia una sofisticación que trasciende la promoción comercial: la Cámara opera como un centro de inteligencia económica y estratégica, anticipando cambios y alineando decisiones locales con un marco global de intereses británicos.
En los últimos cinco años, la BCCAR ha reforzado su rol en sectores vinculados a tecnología, telecomunicaciones y energía renovable. Empresas británicas líderes en software, infraestructura digital y energías limpias han utilizado a la Cámara como puente para identificar oportunidades, asegurar financiamiento y establecer alianzas con actores locales. La Cámara facilita la transferencia de conocimiento técnico, asesoría legal y coordinación institucional, asegurando que estos proyectos cumplan con estándares internacionales y preserven la continuidad de inversión. Este movimiento refleja un cambio de énfasis: si en el pasado la Cámara se centraba en industrias extractivas y financieras tradicionales, hoy amplía su influencia hacia sectores estratégicos emergentes, garantizando que el poder económico británico se mantenga presente en la modernización tecnológica y energética de Argentina.
Otro componente relevante es el papel de la BCCAR en la articulación de crisis económicas. Durante episodios de volatilidad financiera, recesión o cambios regulatorios, la Cámara actúa como intermediaria entre empresas británicas y argentinas, proporcionando información, asesoría y coordinación de estrategias para minimizar riesgos. Este rol de estabilización no solo protege intereses privados, sino que también consolida la percepción de la BCCAR como un actor confiable, capaz de operar incluso en contextos adversos, aumentando su legitimidad y su poder de influencia. De esta manera, la Cámara combina previsión estratégica, capacidad de coordinación y creación de redes de confianza como herramientas de poder indirecto, donde la continuidad del capital extranjero depende tanto de la habilidad empresarial como de la integración funcional de actores locales en un esquema de cooperación estratégica.
En la Argentina contemporánea, los productos y servicios de capital británico circulan con naturalidad en góndolas, surtidores, bancos y pantallas, como si la historia de dependencia y apropiación económica nunca hubiera existido. Detrás de cada botella de whisky escocés, de cada envase de detergente o de cada conexión de gas domiciliaria se esconde un entramado de inversiones que, aunque centenario, se consolidó tras los Acuerdos de Madrid (1989-1990) y la Ley de Promoción y Protección Recíproca de Inversiones con el Reino Unido, otorgando a los capitales británicos el trato de “Nación más favorecida” y blindando desembarcos estratégicos en hidrocarburos, alimentos, bebidas, banca, minería y telecomunicaciones. Shell, Pan American Energy, Unilever, Cadbury, Diageo y Nobleza Piccardo son algunos nombres que demuestran que lo cotidiano y lo estratégico se mezclan en un ecosistema donde el capital extranjero marca la pauta. En el sistema financiero, HSBC y Standard Bank, y en el rubro farmacéutico, AstraZeneca y GlaxoSmithKline, consolidan flujos de capital británico, mientras que en seguros, minería, educación y seguridad privada la presencia anglosajona se infiltra con la sutileza de un fantasma que todo lo cubre. La Cámara, en este contexto, se convierte en un eje central, intermediando entre gobiernos y empresas, proveyendo análisis de riesgo, evaluaciones políticas y recomendaciones estratégicas que aseguran que las decisiones del Estado y de compañías locales estén alineadas con los intereses británicos, integrando variables económicas, legales y políticas.
Este entramado, además, se proyecta en el largo plazo: la BCCAR monitorea tendencias económicas, tecnológicas y geopolíticas globales para garantizar la rentabilidad y seguridad de las inversiones británicas frente a cambios regulatorios, fluctuaciones del mercado y riesgos políticos. La articulación con AmCham7 evidencia un cruce de agendas que trasciende fronteras: empresas británicas como Shell, Unilever, GSK y HSBC comparten foros y accionistas con conglomerados estadounidenses, mientras BlackRock y Vanguard actúan como propietarios comunes que favorecen desregulación, movilidad de capitales y estabilidad normativa, produciendo un alineamiento estructural que condiciona la política económica argentina hacia la financierización en detrimento de la inversión productiva. La retórica de competitividad y seguridad jurídica no es neutral: abre canales para carry trades8, especulación de corto plazo y arbitraje de deuda, mientras el riesgo macro se traslada al Estado y a los trabajadores, garantizando que la renta fluya hacia los fondos globales.
En paralelo, la intervención británica en el Atlántico Sur no se limita al capital financiero: Desire Petroleum, con participación de Barclays, opera plataformas de exploración petrolera frente a Malvinas, perpetuando un patrón de apropiación que comenzó con la guerra de 1982 y se consolidó mediante las zonas de exclusión, acuerdos pesqueros y la expansión unilateral del control sobre 1.200.000 kilómetros cuadrados circundantes a las islas Georgias y Sandwich del Sur. La riqueza estratégica de la región –con reservas estimadas en 60.000 millones de barriles y vastas extensiones pesqueras– se mantiene bajo control británico, reforzado por la integración militar a la OTAN y la IV Flota estadounidense. Mientras tanto, el Estado argentino, indiferente o cómplice, mantiene relaciones comerciales con las mismas corporaciones involucradas en la explotación de estos recursos estratégicos.
El caso de Eduardo Elsztain cristaliza esta trama de subordinación interna al capital global. Desde su intento frustrado de adquirir la Falkland Islands Company hasta su participación en empresas que proveen armamento israelí a Malvinas, Elsztain encarna la paradoja de un capitalista de DNI argentino que facilita la permanencia de intereses extranjeros sobre territorio y recursos propios. IRSA, CRESUD y holdings internacionales interconectados con BlackRock y fondos sionistas internacionales muestran cómo las grandes fortunas locales se articulan con la geopolítica global, la industria armamentística y la ocupación colonial británica, mientras el Estado argentino legítima operaciones extractivas y fiscales a medida de inversores estratégicos. El Proyecto Suyai en Esquel, la inversión en minería aurífera pese al rechazo popular, y la relación directa de Elsztain con el gobierno de Milei, muestran cómo la subordinación se vuelve explícita: el enemigo externo se asienta en los socios internos, y la política económica se convierte en extensión del capital global.

La lógica de la oligarquía financiera se completa con la intervención de BlackRock y Larry Fink, cuyo poder económico global se traduce en capacidad de presión sobre gobiernos periféricos y control indirecto de recursos estratégicos, desde deuda soberana hasta privatización de empresas públicas y participación en petroleras y mineras del Atlántico Sur. La consecuencia es clara: un país endeudado, con empresas públicas en manos de capitales extranjeros, incapaz de defender sus recursos estratégicos, mientras la narrativa oficial de soberanía se convierte en una máscara que oculta la subordinación estructural al capital global. Malvinas, en este esquema, no es solo un conflicto territorial: es un nodo de poder económico, financiero y militar donde convergen intereses británicos, estadounidenses e israelíes, articulados a través de actores locales que hacen posible la prolongación de la ocupación y la extracción sistemática de recursos estratégicos.
Nación en Armas: el Pueblo como Estrategia de Liberación
La derrota militar de 1982, o más exactamente el cese al fuego de una guerra que aún no ha concluido, no puede interpretarse como un fracaso de la Nación argentina, sino como el resultado de décadas de ineptitud de sus dirigentes, de una clase política servil, de militares acomodaticios y de una élite cultural educada para venerar lo extranjero y menospreciar lo propio. La verdadera fuerza de la patria no se funda en decretos presidenciales, en ejércitos entrenados según doctrinas foráneas ni en diplomacias de pasillo, sino en la conciencia del pueblo sobre su destino y en la disposición de asumirlo como responsabilidad colectiva. La noción de Nación en Armas se torna hoy necesaria y trasciende la mera militarización del territorio o el despliegue de cañones y aviones; consiste en formar un pueblo capaz de comprender y ejercer su soberanía, de organizarse frente a la desmalvinización y de resistir la penetración de la colonización cultural anglófila en universidades, medios y empresas, reconstruyendo así un horizonte propio de independencia y autodeterminación.
Esta visión se complementa y amplía en Perón, que le agrega dimensiones sociales, económicas y sanitarias: el ejército profesional no solo debe estar armado, equipado y abastecido, sino que requiere de una nación capaz de construir los basamentos culturales que lo sostengan. Esa fuerza necesita soldados sanos y, por ende, políticas de salud que garanticen una juventud libre de enfermedades; requiere trabajadores sanos y alfabetizados, y ahí la Nación y su gobierno tienen un rol decisivo al cumplir metas educativas y sociales. Para Perón, la Nación en Armas combina defensa y desarrollo integral, articulando poder militar, autonomía económica, justicia social y soberanía política. Esta concepción, cuando se resignifica frente al fenómeno contemporáneo de la guerra híbrida, trasciende la mera militarización: implica que la sociedad comprenda su destino, movilice todos sus recursos –humanos, económicos, culturales, tecnológicos e ideológicos– y fortalezca su capacidad frente a amenazas que combinan presión militar, mediática, económica y política. La Nación en Armas, así entendida, no se limita a despliegues de cañones y aviones, sino que exige una ciudadanía organizada en comunidad, consciente y capaz de sostener la soberanía frente a la penetración cultural, económica y mediática de poderes externos, garantizando que la defensa de la patria sea integral, estratégica y permanente.
La Nación en Armas implica recuperar los ejes estratégicos del país: industria nacional y trabajo digno, control del Paraná: los puertos y la marina mercante; los ferrocarriles, soberanía energética y alimentaria, ciencia y tecnología propias. Solo de esta manera es posible desarticular el entramado estratégico británico que opera como prolongación del poder financiero e industrial de Londres sobre nuestra economía, desde puertos hasta becas educativas. La soberanía no depende únicamente de la Marina, ni de los Typhoon o los submarinos nucleares; depende en primer lugar de la conciencia colectiva y de la comprensión de que el poder no se impone desde un despacho, sino desde la voluntad popular organizada con un fin determinado y del cual surgirán conductores, no de fundaciones ni de canales de televisión.
Se puede imaginar, entonces, una Argentina que ejerza la Nación en Armas: no como una fantasía bélica aislada, sino como un programa político, económico y cultural integral, concebido bajo los principios de la gran estrategia. Tal como señala B. H. Liddell Hart, la gran estrategia no se limita a la conducción de fuerzas militares, sino que coordina todos los recursos de una nación –humanos, económicos, morales y tecnológicos– para alcanzar objetivos políticos de largo plazo, considerando tanto la guerra como la paz subsiguiente. En este marco, una Argentina que ejerza la Nación en Armas nacionaliza recursos estratégicos, invierte en educación que rescate la historia propia, reconquista vínculos regionales y fortalece alianzas con América Latina. Controla las empresas que actúan como testaferros del capital británico y transforma la conciencia popular en fuerza efectiva de soberanía, entendiendo que cada litro de petróleo exportado, cada tonelada de cereal y cada patente tecnológica puede ser un vector de independencia o de subordinación. La Nación en Armas no requiere únicamente pólvora ni misiles: necesita inteligencia estratégica, disciplina comunitaria, memoria histórica y la coordinación de todos los instrumentos del poder –militar, financiero, ético, industrial y cultural– para proteger la soberanía, proyectar influencia y garantizar la seguridad y prosperidad de la nación más allá del tiempo de guerra, integrando defensa, desarrollo y autonomía en un esfuerzo sostenido y de largo alcance.
Si el 2 de abril de 1982 el país hubiera combinado la acción militar con una ofensiva patriótica económica y cultural, hoy hablaríamos de una derrota táctica, pero de un triunfo estratégico. Jorge Abelardo Ramos planteaba medidas concretas: embargar el Banco de Londres, expropiar estancias de la Corona, nacionalizar compañías británicas, declarar moratoria de la deuda externa, y desplegar una campaña de información y educación sobre la historia colonial. Todo esto podría haberse logrado sin disparar un solo proyectil, porque el poder efectivo reside en el pueblo consciente y en el control del aparato económico. La desmalvinización, que persiste en la opinión pública, no es sino la continuación de un proceso histórico de colonización cultural que enseña a despreciar la propia fuerza y admirar la ajena.

Esta ironía histórica se prolonga hasta nuestros días. La Argentina continúa subordinada, pagando una deuda externa ilegítima y permitiendo que empresas extranjeras –muchas de ellas británicas o con capital británico– controlen sectores estratégicos de su economía. Los principales corredores fluviales y marítimos, como la llamada Hidrovía Paraná-Paraguay y los accesos al Río de la Plata, se han convertido en escenarios de una disputa silenciosa donde operan intereses británicos camuflados bajo sociedades multinacionales. Tras las licitaciones y concesiones emergen firmas como Jan De Nul, Royal Boskalis, Hutchison Ports y DP World, todas integradas a la red financiera de la City de Londres, verdadero corazón del poder marítimo y comercial británico. En Montevideo, Katoen Natie –asociada estratégicamente con Hutchison Ports– ha transformado al puerto uruguayo en un enclave logístico del Atlántico Sur, desplazando a Buenos Aires y consolidando un nodo que articula el comercio regional con la base militar británica en Malvinas.
Pero lo que parece mera competencia portuaria es, en realidad, un capítulo de una estrategia mayor: el control del eje fluvial-paranáico y del acceso marítimo al Atlántico Sur, donde confluyen intereses de defensa, energía, transporte y finanzas. Las normas del Derecho de Almirantazgo británico, vigentes desde el Admiralty Court Act y las Merchant Shipping Acts9, siguen moldeando los cimientos jurídicos del comercio marítimo global. A través de sus figuras de jurisdicción in rem10, hipotecas navales, privilegios marítimos y reglas de salvamento y colisión, Londres garantiza que toda controversia relevante pueda ser resuelta en sus tribunales, bajo su legislación y en favor de sus aseguradores y acreedores. Es decir, el Reino Unido no solo domina el mar desde sus flotas, sino también desde sus juzgados.
Sobre esa estructura jurídica se sostiene un entramado financiero dominado por las grandes aseguradoras británicas. El mercado de Lloyd’s of London y los Protection & Indemnity Clubs (P&I) dictan las condiciones de cobertura de guerra, colisión, contaminación y responsabilidad civil. Cualquier naviera que pretenda operar en rutas internacionales depende de sus pólizas, de sus estándares técnicos y de sus tribunales arbitrales. Así, la dependencia no es visible en los buques, sino en los contratos: los barcos que transportan los granos argentinos están cubiertos, financiados y reasegurados en Londres. El poder británico ya no se ejerce con cañones, sino con cláusulas contractuales y primas de seguro.
Montevideo funciona, en este esquema, como pieza clave del dispositivo logístico y financiero británico. Desde allí, las terminales concesionadas a Katoen Natie articulan con redes aseguradoras y financieras londinenses que controlan el flujo marítimo del Cono Sur. El puerto uruguayo opera bajo normas y estándares internacionales alineados con las prácticas del Almirantazgo británico, permitiendo que los contratos, seguros y litigios se diriman en tribunales ingleses. Mientras tanto, el canal Magdalena11, concebido como una vía soberana que reconecte los puertos argentinos sin depender del control montevideano, ha sido demorado durante años por la presión de estos conglomerados y por la inercia jurídica que mantiene el statu quo. Londres, a través de sus empresas y aliados regionales, garantiza así su influencia sobre el tránsito de granos, minerales y combustibles que salen de la Cuenca del Plata, consolidando al mismo tiempo su proyección militar desde las Malvinas.
La Nación en Armas, en este contexto, deja de ser una consigna romántica para convertirse en un programa de reconstrucción nacional. No se trata de empuñar armas, sino de asumir el control de las palancas logísticas, financieras y jurídicas que sostienen la soberanía. Significa construir una defensa nacional integral, donde el Estado argentino recupere su poder sobre el dragado, el balizamiento, las concesiones portuarias y los seguros marítimos. Implica revisar los contratos bajo jurisdicción extranjera, crear un sistema de reaseguro nacional que libere al país del yugo londinense y reorientar la infraestructura hacia un proyecto soberano de desarrollo regional.
La historia, irónica como siempre, demuestra que “civilización” y “barbarie” no fueron categorías morales, sino instrumentos de dominación cultural, económica y territorial al servicio del viejo Imperio británico. Hoy ese imperio no viste uniformes rojos ni ondea pabellones sobre los fuertes: se disfraza de licitación, de tratado, de aseguradora o de sociedad anónima. Frente a esa forma moderna de colonización, solo una Nación consciente, organizada y dispuesta a defender su destino con inteligencia estratégica podrá recuperar la dignidad colectiva que le fue arrebatada.
La cultura nacional constituye la primera trinchera de esta estrategia. La colonización intelectual, según Ramos, no se limita a política o economía; se extiende a educación, literatura y prensa, hoy en sus diversas formas, donde se construye un imaginario que desprecia lo propio y glorifica lo extranjero. Todo lo que huele a criollo, mestizo, popular o latinoamericano es catalogado como atraso. La Nación en Armas demanda, entonces, una revolución cultural complementaria de la estrategia política y económica: educación que enseñe que la soberanía no es una concesión, sino un derecho histórico y colectivo. Que comprenda que la historia de invasiones, colonización e independencia constituye un arsenal de lecciones tácticas y estratégicas. Que entienda que la recuperación de Malvinas, y todo lo que representa, depende de cada ciudadano que asuma su responsabilidad nacional.
El planteamiento adquiere una profunda vigencia al considerar la crisis contemporánea de la democracia formal, reducida a una escenografía electoral que alterna discursos vacíos de izquierda y de derecha (si hoy existen esos relatos ideológicos) sin alterar las estructuras reales de poder. Las instituciones políticas, atrapadas entre la incompetencia, la dependencia externa y la subordinación ideológica, se han vuelto funcionales a un entramado que une a la partidocracia con intereses empresariales –legales e ilegales–, operadores judiciales, servicios de inteligencia y embajadas extranjeras. Este dispositivo consolida una dominación sin guerras visibles, pero con una colonización cultural persistente que erosiona el patriotismo, disuelve la identidad nacional y neutraliza cualquier intento de soberanía. No se trata de negar la política, sino de devolverle su sentido original: la conducción del pueblo hacia sus fines históricos. La política real no ocurre en los recintos parlamentarios sino en la articulación del Estado con la comunidad organizada, donde la educación, la producción, la ciencia y la cultura se convierten en instrumentos de emancipación. En este terreno se libra la verdadera disputa entre globalismo y Estado nacional, donde Malvinas simboliza la recuperación de una Patria justa, libre y soberana.
El Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, presentado por Perón en 1974, sintetiza esa visión de soberanía integral: un proyecto de liberación que une justicia social, independencia económica y soberanía política como ejes inseparables. En sus propias palabras, el Modelo es “una doctrina de acción, no un dogma”, que concibe al Estado como orientador del desarrollo y a la comunidad organizada como el sujeto histórico que lo impulsa (Perón, 1974). Esta última no se limita a sindicatos o cooperativas: representa la estructura social viva que articula recursos, proyectos productivos y conciencia nacional, en estrecha coordinación con el Estado. Desde esta perspectiva, la Nación en Armas no implica militarismo abstracto, sino movilización nacional: control de los recursos estratégicos, planificación económica, desarrollo tecnológico soberano, defensa del territorio y unidad latinoamericana. Malvinas, en ese sentido, encarna el núcleo simbólico y geopolítico de esa lucha por la soberanía plena, donde la memoria histórica y la organización popular se vuelven tan decisivas como las armas materiales.
La renuncia a este proyecto se refleja en el progresivo vaciamiento de las Fuerzas Armadas argentinas, abandonadas por décadas a la desinversión, la degradación tecnológica y el desprestigio cultural. Herederos de un antimilitarismo infantil, ciertos sectores del progresismo reprodujeron un relato que asocia toda forma de poder militar con autoritarismo, borrando el papel de figuras como Mosconi, Savio o Perón, quienes concibieron la defensa como parte del desarrollo industrial y la soberanía económica. Hoy esto se conjuga con la eliminación del Fondo Nacional de la Defensa (Fondef) y la paralización de programas de reequipamiento, lo cual confirma una política de subordinación estructural, alineada con los intereses del anglosionismo financiero y de los centros de poder atlánticos, que buscan mantener a la Argentina sin capacidad autónoma de disuasión ni control sobre su territorio y su plataforma marítima. Así, una institución que fue motor del desarrollo nacional se encuentra hoy reducida a la impotencia, privada de misión y de legitimidad, mientras el país pierde capacidad de acción frente a amenazas externas concretas en el Atlántico Sur.
Por ello, la Nación en Armas debe ser entendida como mandato histórico y como programa de reconstrucción nacional. Supone la movilización de todas las fuerzas creadoras del pueblo –intelectuales, técnicos, pensadores, trabajadores, científicos, artistas, docentes y productores– bajo una dirección política que unifique los esfuerzos hacia un mismo fin: la liberación nacional. Cada ciudadano consciente se convierte así en soldado de esta causa, no en sentido bélico, sino en su compromiso cotidiano con la educación patriótica, la producción soberana, la defensa de los recursos nacionales y la integración continental. Retomar el Modelo Argentino significa, en definitiva, rearmar la Nación con sus propias manos: con ciencia, cultura y trabajo como armas de emancipación, y con Malvinas como causa dentro de un horizonte moral y estratégico de una nueva independencia.

Bibliografía
“Maffezini, E. A. v. The Kingdom of Spain” (2000). ICSID Case No. ARB/97/7. International Centre for Settlement of Investment Disputes.
Perón, J. D. (1974). Modelo argentino para el proyecto nacional. Buenos Aires: Presidencia de la Nación.
Notas al pie
1 Un tratado bilateral de inversión (TBI) es un acuerdo suscripto entre dos Estados mediante el cual se otorgan derechos y garantías a los inversores extranjeros –generalmente provenientes de países desarrollados– frente al Estado receptor, que suele pertenecer al mundo periférico. Aunque se presentan como instrumentos para fomentar la inversión extranjera directa, en la práctica los TBI han funcionado como mecanismos de subordinación jurídica y económica, limitando la soberanía regulatoria de los Estados y consolidando una estructura asimétrica en el orden internacional. A través de cláusulas como el trato justo y equitativo, la “nación más favorecida” y el acceso al arbitraje internacional (CIADI), estos tratados desplazan la jurisdicción nacional y privilegian los intereses del capital transnacional, transformando al Estado periférico –como la Argentina– en un Estado objeto: sin capacidad plena para definir sus propias políticas públicas, sujeto a demandas millonarias y a la tutela jurídica de tribunales extranjeros.
2 El networking empresarial, en el contexto de cámaras como la británica en Argentina, funciona como un mecanismo de articulación de poder económico y político más que como un simple espacio de intercambio profesional. Bajo el discurso de la cooperación y la inversión, estas redes tejen alianzas entre corporaciones locales y capital extranjero, orientando políticas públicas, regulaciones y decisiones estratégicas en favor de intereses externos. En lugar de promover un desarrollo nacional autónomo, el networking de estas cámaras refuerza una estructura semicolonial de dependencia, donde las relaciones personales y empresariales sustituyen el debate democrático y la planificación soberana. Así, el vínculo entre empresarios británicos y sus socios locales opera como una tecnología de influencia discreta, destinada a preservar el dominio económico y cultural del Reino Unido en el espacio argentino.
3 Un joint venture es una asociación entre dos o más empresas para desarrollar un proyecto común, compartiendo inversiones, riesgos y beneficios. Aunque se presenta como un modelo de cooperación empresarial, en contextos como el argentino suele operar como una forma encubierta de control económico, donde el socio extranjero aporta el capital y la tecnología, mientras el local asume el riesgo operativo y cede capacidad decisional. Bajo esta lógica, los joint ventures se convierten en instrumentos de dependencia estructural, mediante los cuales el capital foráneo obtiene acceso privilegiado a recursos estratégicos y mercados nacionales, consolidando una presencia dominante bajo el discurso de la integración productiva.
4 Un briefing es una reunión o documento breve en el que se transmiten lineamientos, estrategias o instrucciones sobre un tema determinado, con el objetivo de coordinar acciones y unificar criterios. En el ámbito empresarial y diplomático, especialmente dentro de cámaras extranjeras como la británica en Argentina, los briefings funcionan como herramientas de conducción estratégica, donde se definen discursos, posiciones y tácticas comunes para influir en la opinión pública o en la toma de decisiones estatales. Así, bajo la apariencia de simples encuentros informativos, los briefings pueden operar como mecanismos de alineamiento político y económico, orientados a preservar los intereses del capital transnacional.
5 La Wildlife Conservation Society (WCS) mantiene una relación directa con las Islas Malvinas desde 2001, cuando el financista estadounidense Michael Steinhardt donó a la organización las islas Steeple Jason y Grand Jason, ubicadas en el noroeste de las Islas Malvinas, que pasaron a ser administradas por WCS como reservas naturales privadas bajo jurisdicción británica. Aunque su labor se presenta como de conservación ambiental, su presencia en un territorio en disputa legitima de hecho la ocupación colonial británica, al actuar en coordinación con las autoridades isleñas y no con el Estado argentino. Además, WCS ha participado en proyectos ambientales en el Atlántico Sur –como el denominado Agujero Azul–, lo que genera sospechas sobre un uso político de la agenda ecológica para consolidar un control extranjero sobre espacios marítimos estratégicos. Así, bajo el discurso filantrópico de la conservación, la WCS se inserta en la trama de instituciones que operan como vectores del poder británico y estadounidense en la región, desplazando la cuestión de la soberanía hacia un terreno tecnocrático y aparentemente neutral.
6 El British Council mantiene una relación con las Islas Malvinas a través de proyectos culturales y educativos que, aunque se presentan como iniciativas de intercambio y cooperación, se desarrollan en un contexto de disputa de soberanía. Un ejemplo es la obra Minefield, que reunió a veteranos argentinos y británicos del conflicto de 1982, con la participación del British Council facilitando la presencia de los británicos y coordinando aspectos logísticos y culturales. Además, programas como Connecting Classrooms promueven intercambios educativos entre Argentina y el Reino Unido, fortaleciendo lazos entre comunidades escolares. Aunque estas actividades tienen fines pedagógicos y culturales, su desarrollo en el marco de la disputa por las Malvinas les confiere también una dimensión política, posicionando al British Council como un actor que, bajo el discurso de cooperación, contribuye a la proyección de la influencia británica en la región.
7 AmCham Argentina, o la Cámara de Comercio de Estados Unidos en la Argentina, es una organización empresarial que agrupa a compañías estadounidenses y multinacionales con intereses en el país. Su función principal es actuar como lobby, promoviendo políticas económicas y regulatorias favorables al capital privado, coordinando agendas entre empresas y gobierno, y ofreciendo análisis de mercado, recomendaciones estratégicas y foros de networking. Aunque formalmente representa intereses estadounidenses, su influencia trasciende fronteras: muchas empresas británicas y de otras nacionalidades participan en sus actividades, compartiendo objetivos de desregulación, estabilidad jurídica y fomento de la inversión extranjera.
8 El carry trade es una estrategia financiera que consiste en tomar préstamos en una moneda con baja tasa de interés para invertirlos en activos denominados en otra moneda con rendimientos más altos, buscando obtener la diferencia como ganancia. Esta práctica evidencia la dependencia de economías periféricas del capital internacional, generando vulnerabilidad frente a la volatilidad cambiaria y la especulación financiera. No se trata solo de una operación técnica de mercado, sino de un mecanismo que puede profundizar desigualdades, favorecer la fuga de capitales y condicionar la política económica de países como Argentina, donde la estabilidad monetaria queda subordinada a los movimientos de fondos externos más que a decisiones soberanas.
9 El Admiralty Court Act y las Merchant Shipping Acts constituyen los pilares del derecho marítimo británico, núcleo del poder jurídico y comercial del Reino Unido sobre los mares. El Admiralty Court Act –en sus distintas versiones desde el siglo XIX– establece la jurisdicción especial de los tribunales del Almirantazgo, que pueden juzgar causas relativas a buques, fletes, hipotecas navales, colisiones, salvamento y embargos marítimos, aplicando el principio de acción in rem, es decir, contra el propio barco como bien jurídico. Por su parte, las Merchant Shipping Acts –un extenso cuerpo normativo actualizado desde 1854 hasta hoy– regulan la propiedad, registro, seguridad y responsabilidad de las embarcaciones británicas y extranjeras que operan bajo su cobertura, así como las obligaciones de capitanes, armadores y aseguradores. En conjunto, ambos regímenes configuran un orden marítimo global bajo hegemonía británica, ya que gran parte del comercio internacional se sujeta voluntariamente a estas normas, que garantizan previsibilidad jurídica, amparo financiero en Londres y, en la práctica, la continuidad de la influencia imperial británica sobre el transporte y el seguro marítimo mundial.
10 La jurisdicción in rem es una figura del derecho marítimo que permite a los tribunales ejercer autoridad directamente sobre un bien –generalmente un buque o su carga– en lugar de hacerlo sobre una persona. En virtud de este principio, el barco puede ser embargado, retenido o vendido para satisfacer deudas o reclamos derivados de su actividad, como daños, fletes impagos o salvamento. Este mecanismo, central en el sistema del Almirantazgo británico, otorga a los acreedores una vía rápida y eficaz para cobrar sus créditos y ha convertido los tribunales de Londres en el foro preferido de las disputas marítimas internacionales, consolidando así el poder jurídico y financiero de la City sobre el comercio global.
11 El canal Magdalena es un proyecto estratégico argentino destinado a conectar directamente el sistema fluvial del Río de la Plata con el mar argentino, evitando la dependencia de las rutas controladas desde Montevideo. A diferencia del canal Punta Indio –actualmente utilizado y bajo influencia operativa extranjera–, el Magdalena permitiría una navegación íntegramente bajo jurisdicción nacional, fortaleciendo la soberanía logística, económica y política del país. Su construcción implica no solo una obra de dragado y señalización, sino una decisión geopolítica de recuperar el control sobre el comercio exterior, los flujos energéticos y la integración entre los puertos fluviales e industriales argentinos. Por ello, su postergación no es técnica, sino política: responde a las presiones de consorcios internacionales –muchos de ellos vinculados a capitales británicos y a la red de aseguradoras de la City de Londres– que buscan mantener la dependencia de la Hidrovía y el tránsito por aguas bajo control foráneo. El canal Magdalena representa, en suma, una oportunidad concreta de reconstruir soberanía en el Atlántico Sur.
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