Sobre El fondo blanco del mar, de Miguel Erre
Por Fidel Maguna
Puede ser el complejo de ciudad sin fecha de fundación lo que hace que Rosario tenga tantas historias sobre su extraña historia y tantas anécdotas inocuas protagonizadas por grandes autores. No hay lector nacido en Rosario que no conozca las supuestas palabras de García Lorca sobre el río Paraná o el poema de Carver escrito en la terraza del Jockey Club. Son historias sencillas, tal vez apócrifas, ideales para contar algo de color en una sobremesa. Pero hay otros testimonios sobre la ciudad y algún rosarino osado leerá en voz alta a los forasteros este fragmento de Peregrinaciones argentinas, del polaco Witold Gombrowicz:
(…) Rosario se parece un poco a Lódz, aunque vive más del comercio que de la industria. Gracias al Paraná llegan aquí los buques oceánicos. Es la más fea de las grandes ciudades de Argentina; en cuanto a la cantidad de habitantes, iguala a Varsovia, pero es pueblerina hasta la médula de los huesos. Es curioso: toda esa masa de gente hasta ahora no ha creado ningún movimiento cultural, artístico, aunque tienen una universidad, y no se trata de una urbe obrera como Lódz, sino de una ciudad de dependientes, agentes, comerciantes, vendedores ambulantes y empresarios de todas clases. Pero sus necesidades espirituales quedan satisfechas con el juego del billar (…) Cada país tiene su monstruo. En Rosario a cada paso se puede ver el monstruo representativo de Argentina.
Y agregará, después, para ser amable con la ciudad que ama:
–¡Pero eso era así en la década del sesenta!
Sin embargo todavía puede ser cierto lo que dice Gombrowicz y que Rosario siga siendo un monstruo, hecho con partes, como el creado por el doctor Frankenstein. Estaría bien discutir si en los últimos sesenta años se fundó o no un movimiento artístico, pero en Rosario las discusiones, fuera de los círculos de amigos y de algunas cátedras, constituyen una falta y el que levante la voz difícilmente tenga trabajo en alguno de sus presuntos polos culturales.
Volviendo a nuestro rápido y espasmódico retrato de la literatura de Rosario, ciudad hecha con restos de naufragios y carretas, podríamos decir que los náufragos y forasteros, justamente, formaron el movimiento artístico que no encontró Gombrowicz. Yo creo que por más que lo buscase no lo hubiese visto, primero porque algunos referentes de esos movimientos eran fantasmas; segundo porque los náufragos se resisten a volver a los sitios en donde se hundieron sus naves; tercero porque el propio Gombrowicz era un náufrago y los locales –con sus notables y conmovedoras excepciones– suelen repeler a los que llegan aferrados a una tabla hinchada por el agua.
Entre estas notables y conmovedoras excepciones de rosarinos que fundaron algo codo a codo con náufragos y fantasmas podemos nombrar el caso ejemplar de la familia Gandolfo. Ellos, al tiempo en que le daban alojamiento a un joven uruguayo llamado Mario Levrero, se sentaban a conversar con el viejo y olvidado fantasma de Felipe Aldana. Es vasto e intenso el movimiento artístico y cultural de náufragos que no vio Gombrowicz, y mientras él caminaba por el puerto, Juan José Saer, Aldo Oliva y Adolfo Prieto discutían sobre el trazo de este mapa, mientras Juan Manuel Inchauspe traducía a Drummond de Andrade en una pensión de calle Entre Ríos.
Pero esos son viejos naufragios, se dirá, y ya han pasado sesenta años. Y es cierto, pero la escena se repite: los náufragos, fundamentalmente los náufragos, siguen escribiendo la ciudad, sumándose al movimiento artístico invisible que habita en las entrañas de este monstruo, trabajando a la sombra de las coloridas historias de salón protagonizadas por Raymond Carver y Federico García Lorca.
Y ese es el caso de Miguel Erre (nacido en Montevideo, en 1964) y El fondo blanco del mar, el libro que acaba de publicar, ese libro extraño que irrumpe, como bien se dijo[1]; un libro de cruda edición (hecho a mano por su autor) y de corrección al vuelo en el que los errores simples no resaltan, sino que configuran su extrañeza y forman parte de su importancia. Es un libro hecho con el apuro del que tiene algo para decir, del que hace años camina en su escritura y parece haberse cansado de buscar un medio en el afuera y decide inventarlo para que la obra pueda tenderse a los lectores.
Este libro, además de extraño, es áspero, pero su aspereza raspará a los que luchan por habitar un escenario que se empeña en dejar afuera nuestra tradición de náufragos, de extranjeros, de fantasmas: entre otras cosas es un libro contra ellos, primero, y a pesar de ellos, después; pero sobre todo es un libro que alza la voz en la belleza y en la crítica, o en la belleza crítica, o en la crítica belleza. Se lee en las primeras páginas de El fondo blanco:
Foucault y Barthes, cuenta Escari (Escari fue uno de los que, en presencia de la madre de Copi, se fumó las cenizas del mismo, o sea de Copi, creyendo que era hachís) iban a Marruecos a hacerse cojer por negros hermosos. Entraban a lo que era la fachada de un hotel, cuyos fondos daban a la selva, salían a esos fondos y de allí venían los efebos de ébano con sus pijas negras. Cuenta Escari que llegó a ese hotel, el dueño lo mira mal, y Escari le dice “Vengo de parte de Barthes” y entonces el dueño le dice, “pero pase nomás!”
Pienso ahora en Onetti, a quien le encantaba cojer con putas, en Pasolini muerto cerca de Roma, en Ostia (qué nefasto nombre) y pienso en las putas y los taxiboys y en la incapacidad de cualquier sociólogo o sociómetro, de ver en la prostitución un lugar de disfrute. Más allá de los muertos queridos y de Foucault (Fucol dice Carrió, no?) y de Barthes, y de su “estoy cansado de los taxi boys” ¿Cuántos de uds se espantan por la idea de pagar por sexo después de Barthes? ¿Y antes?
Para los lectores que trasciendan la necesidad de las máscaras, para los lectores que confíen, simplemente, en la lectura de un buen libro, El fondo blanco del mar no tendrá asperezas y la obra se irá desplegando, con el río Paraná convertido en el río Paranáda, un río que une las ciudades de Mortevideo y R_Osario, capitales del mapa narrativo de Miguel Erre, un mapa que irrumpe sobre la vieja cartografía del Río de la Plata.
No volvería a Mortevideo, aún extrañando el mar: a veces mirando el Paranáda siento el llamado del mar, las olas a mil km de distancia, las olas llamándome para que no vuelva del abrazo infinito. Pero esa ciudad es otra me digo: esa ciudad tan hermosa y detestable hace 7 años se ha llenado de viejos nuevos, ya muchos viejos-viejos murieron y su lugar fue ocupado por futuros nuevos cadáveres, y también todos los niños de 11 años con los que te cruzabas hace 7 años, esos efebos núbiles y frágiles como un capullo son ahora tallos enhiestos, ramas duras en flor, llenando las calles de esa ciudad miserable y única tal vez con una energía que desconocés, me digo. Pero en esa ciudad nada es posible (¿pero acaso algo es posible, donde fuera?) Montevideo es como una madre que escupe a sus hijos y sólo los reclama como propios cuando Buenos Aires (la hermana rica y glamorosa) los sube a la efervescencia de la ola (…) Es cierto, R_Osario también es una ciudad muerta. Y ni siquiera es una ciudad como tal: son apenas 5 o 6 bloques pegados entre sí: el Centro, Zona Sur, Zona Norte, Zona Oeste: una ciudad sin cultura de bares, y barrios amalgamados por la nada, hasta desfigurar sus nombres y convertirse en una “zona”. ¿Por qué vivo en R-Osario? me digo. No lo sé. Quizá si hubiera nacido aquí viviría en Mortevideo. O no. No lo sé (…)
En Mortevideo y R_Osario sucede El fondo blanco del mar, un libro que respira la región de forma inédita y auténtica, sin proponérselo, sin proclamarlas, haciéndolas nacer en sus lúcidas lecturas sobre la época: el fin del siglo XX, en este caso, el desplome de una era y el comienzo de otra en la que Erre se adentra, irónico y filoso, como un Gombrowicz que no regresa al barco:
Entre la estática roca de los siglos
y las olas que golpean
y sin saber
la quieta roca que golpea
el mar de los siglos
gastados cansados
y renovados en un impulso
y siempre golpeando o golpeados
y siempre sin saber.
Dice Erre, desde el corazón de su propio universo narrativo, en un libro bendito que sobrevuela el aire maldito de lobis siempre atestados. Sí, la edición está hecha con el amor de lo áspero, y adentro de las cartulinas negras, detrás del certero retrato de tapa de Ismael Zuanigh, palpita El fondo blanco del mar, un libro que llega a tiempo, extrañamente para los habitantes de esta ciudad, acostumbrados a buscar en el pasado el territorio que quieren caminar más adelante.
[1] “La irrupción de un libro extraño”, artículo de Roberto Retamoso en El eslabón. Leer acá.