Un recorrido por el cine que narró el terror y por el cine que con terror narró la historia: Resnais y pontecorvo, daney y moyano, agresti, viñas y walsh
POR FIDEL MAGUNA
Noche y niebla en la batalla de Argel
Siendo adolescente, el francés Serge Daney supo que su destino estaba ligado al cine. Lo descubrió en 1961, a los 17 años (cuenta en Perseverancia, esa biografía terriblemente lúcida que dictó a comienzos de los 90, sabiendo que le quedaba poco tiempo de vida) el día que leyó en Los Cahiers du Cinéma una crítica de Jacques Rivette a Kapo, la película que filmó Gillo Pontecorvo en 1959 sobre los campos de concentración nazis. Daney no había visto Kapo, pero la pasión con la que Rivette había escrito el texto le bastó a ese adolescente para confiar su destino a la observación crítica de imágenes. Dice Daney en Perseverancia:
En su artículo Rivette no cuenta la película sino que se limita a describir un plano en una sola frase. La frase, que se grabó en mi memoria, decía así: “Observen, en Kapo, el plano en que Riva se suicida arrojándose sobre los alambres de púas electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia adelante para encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio”. Así, un simple movimiento de cámara podía ser el movimiento que se debía evitar. Para atreverse a hacerlo -naturalmente- había que ser abyecto. Apenas terminé de leer esas líneas supe que el autor tenía toda la razón.
Gillo Pontecorvo, activo militante comunista durante la resistencia italiana, volvió a filmar una película recién siete años después de la crítica de Rivette: fue La batalla de Argel, la célebre película sobre la independencia de Argelia, país al que Pontecorvo llegó convocado por Yacef Saadiun, antiguo dirigente del triunfal Frente de Liberación Nacional y el nuevo gobierno argelino. Por su parte Daney empezaba a escribir sus primeras críticas y a delinear su ética de observador de cine. En contraposición a Kapo, Daney proponía, para narrar los campos de concentración, la forma de Noche y niebla, el documental de media hora dirigido por Alain Resnais, compuesto por imágenes incautadas al ejército nazi, una voz en off que narra un texto del poeta Jean Cayrol y la música del compositor alemán Hanns Eisler. Dice Daney:
Noche y niebla, ¿una película bella? No, una película justa. Era Kapo la que quería ser una película bella y no podía (…) ¿Podía haber, frente a los campos de concentración, otra actitud justa posible que la del antiespectáculo de Noche y niebla? (…) Ahora bien, si Pontecorvo, futuro director de La batalla Argel, es un cineasta valiente cuyas opiniones políticas comparto en general, Mizoguchi sólo vivió para su arte y parece haber sido, políticamente hablando, un oportunista. ¿Dónde está la diferencia? Justamente en el miedo y el temblor. Mizoguchi le tiene miedo a la guerra porque, a diferencia de su hermano menor Kurosawa, los hombrecitos cortándose mutuamente las carótidas en nombre de la virilidad feudal lo espantan. De ese miedo, de esas ganas de vomitar y de huir proviene aquella panorámica sorprendente. Es ese miedo el que hace que ese sea un momento justo, es decir, un momento que se puede compartir. En cuanto a Pontecorvo, no tiembla ni tiene miedo; los campos de concentración sólo lo indignan ideológicamente. Por eso se inscribe al margen de la escena, bajo la forma obscena de un bonito travelling.
Así como el creador, ya sea de películas o de textos, no puede inventar el origen de sus temblores, tampoco puede imaginar cómo llegarán sus temblores a los destinatarios. Si Rivette, mientras escribía su artículo sobre Kapo, no podía imaginar que esa crítica signaría el destino de un lector, Pontecorvo, mientras filmaba La batalla de Argel, tampoco podía imaginar que esa película la usarían los militares franceses que habían operado en Argelia para instruir a los militares argentinos en las técnicas de tortura, asesinato y desaparición de cuerpos.
Y así lo hicieron: inversamente a lo que había pasado con los archivos audiovisuales de los campos de concentración nazis, convertidos en una película justa por Resnais, los legionarios y paracaidistas franceses, derrotados en Argelia, no pudieron conservar archivos fotográficos ni fílmicos, y recurrieron a la ficción de La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo (a la que ellos mismos coinsideraban una película “magnífica”, “muy real”) para ilustrar sus instructivos paramilitares en Argentina. Esto lo relata Horacio Verbitsky en La violencia evangélica, partiendo de un extraordinario documental que la periodista francesa Marie-Monique Robin presentó en 2003, titulado Escuadrones de la muerte: la escuela francesa. Entre los entrevistados están Julio Urien y Aníbal Acosta, ex cadetes de la Marina, dados de baja y encarcelados por denunciar el uso de la tortura. Esto dijo Acosta sobre la instrucción que recibió con el film de Pontecorvo:
Acá en la Argentina, un sector de la iglesia, jerárquica, avaló todo eso, acompañó. Yo creo que esa película fue para ir preparando a los cadetes a un futuro de operaciones totalmente diferente al que uno había entrado a la Escuela Naval.
Una mujer gorda en la historia oficial
En 1988, tres años después del estreno de La historia oficial, la película dirigida por Luis Puenzo, Alejandro Agresti presentó El amor es una mujer gorda, de la que decía lo siguiente para la revista El Amante, en 1993:
Cuando vi La historia oficial, por ejemplo, quería romper la pantalla. Porque del que había desaparecido, del que tenía el problema, no se hablaba. Entonces el problema lo tiene el facineroso y su mujer facinerosa o boluda alegre, de quien me quieren hacer creer que nunca supo nada: era profesora de historia y no sabía de Moreno. Entonces dije “acá lo que hay que hacer es un tipo que putee, que ponga los puntos sobre las íes, y seguramente va a ser un loco”. Pero, ¿por qué un loco? Yo sigo pensando “¿por qué un loco si es un tipo que dice lo que es?” (…) Yo creo que el grado de violencia contenida que hay en la Argentina y que puede estallar, que estalló en un momento, creo que está bien definido en la película. La Gorda es una película de la que yo quiero que dentro de veinte años la gente diga “a ver qué pasó en la Argentina en esa época”, y no creo que haya otra película que pueda describir ciertas cosas que están descriptas ahí. Y seguir siendo cinematográficamente simple y novedosa, al mismo tiempo, en su estructura. Pero en ese tiempo había gente que decía “es demasiado explícito”. “Sí, loco, pero ¿qué querés?, si nadie dice las cosas, ¿qué querés?, ¿que sea eufemista?” Acá para no decir las cosas tengo que mentir, tengo que hacer La historia oficial o tengo que hacer un poema alegórico, que en este momento me parece una canallada; que el poema alegórico lo hagan los de afuera. (…) En el momento en que yo hice La Gorda, era como decía Antín: “¡¿Otra película sobre los desaparecidos, Agresti?!”. Pero en ese momento los tipos decían: “¡Qué bárbaro, otra película sobre Vietnam”. Y yo decía: “Pero escúchenme, todavía no se hizo una película sobre lo que pasó y lo que está pasando acá. No se ha hecho; y no me vengan a decir que hicimos mil películas sobre los desaparecidos, porque no se han hecho”. Y todos decían: “Basta con el tema”. Entonces eso también me motivaba a hacerla de esa forma.
El amor es una mujer gorda empieza con José (el periodista cuya mujer está desaparecida, interpretado por Elio Marchi) interrumpiendo el rodaje de una película norteamericana en un basural lleno de niños. José sostiene en sus brazos a uno de los niños y se dirige al director:
¡Eh! ¿Ves? Esto que usás de actor todavía está tibio, y respira, hijo de puta. ¡Yanki, go home!
Y el niño al que sostiene agrega:
¡Andate a tu lugar, sorete!
Dos escenas después José entrega para el diario en el que trabaja una nota sobre el rodaje que interrumpió. El editor, interpretado por Carlos Roffe, se la rechaza. Discuten. El editor dice: “Lo que a vos te jode es que este tipo esté acá, filmando esta realidad. Y eso a mí me parece ridículo, me parece ridículo de vos, que sos un periodista”. Y José responde:
A vos podrá parecerte todo lo ridículo que quieras, pero este señor viene acá, con sus cámaras, su equipo, sus grúas, sus millones de dólares, ¿y sabés cuál es final de la historieta? Filma a los que se cagan de hambre, filma sus miserias, se mete en sus casas, y después, cuando este señor se va, se llena de guita con todo eso y el periódico que lee tu tía le vende que es un gran trabajador social y la gente que no tiene nada y que él usó como actores se queda como estaba, en la miseria, y encima usados.
El amor es una mujer gorda fue una película, como suele decirse, muy adelantada para su tiempo; una película que trascendió la influencia ejercida por las discusiones francesas, inaugurando, explosivamente, una nueva pregunta en los espectadores y creadores argentinos: ¿Cómo narrar el genocidio por fuera de las estructuras políticamente correctas que se alzaron después de la dictadura militar? José critica en un diario que había desplazado al crítico, José putea lúcidamente en un país en el que a los lúcidos se les acababa de asignar la figura del loco. La cordura, entonces, estaba en La historia oficial, en las crudas escenas testimoniales de La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986), una película que no puede ir más allá del espanto, de la indignación, de la renovación del miedo. La dictadura genocida había terminado en 1983, sin embargo, con la democracia restituida, seguía cobrándose víctimas: Daniel Moyano los llamó “desaparecidos con efectos retardados”.
El DESAPARECIDO CON EFECTO RETARDADO
El escritor argentino Daniel Moyano llegó a España en 1976, después de haber estado detenido en La Rioja. Cuenta que pasó los primeros siete años de su exilio sin poder escribir: “Había perdido toda capacidad expresiva, lo que intentaba escribir era visceral, patológico, mezclado con pesadillas que terminaban en un cuartel; no podía escribir porque todo lo que escribía estaba prendido a esta desesperación”. Parece haber en Daniel Moyano una línea que divide el acto de la escritura “visceral y patológica” con lo que él coinsideraba su literatura. Y esa línea es el freno, la pausa del creador, el empleo del tiempo en busca de un encuadre, de una ética para narrar el horror: al tiempo que en Argentina terminaba el golpe genocida, Moyano se iba reencontrando con la escritura. En España, país en el que murió en 1992, compuso y recompuso 4 excelentes novelas, una nouvelle, cuentos, crónicas y artículos. Entre sus artículos hay uno que viene especialmente al caso: el que habla de las torturas a las que fue sometido Antonio Di Benedetto (Algo más sobre el genocidio argentino). Ese texto de Moyano –escrito en 1987, un año después de la muerte de Di Benedetto– empieza así:
Los torturadores de la dictadura militar argentina golpearon sistemáticamente en la cabeza, todos los días y a la misma hora, durante casi dos años, al escritor Antonio Di Benedetto, para que dijera qué había hecho en Cuba. Antonio, que nunca estuvo en ese país, murió el 11 de octubre del año pasado en un hospital de Buenos Aires, tras la extirpación de un tumor cerebral producido por esos golpes sistemáticos.
Daniel Moyano había logrado cruzar la línea que dividía su propio recuerdo del horror con las posibilidades de narrar el horror. Para hacerlo decidió, lúcidamente, decir algo más, agregar una nueva figura que era -y sigue siendo- prueba de que los números de víctimas, tratándose de un genocidio, son números abiertos, cifras que demandan y denuncian:
El Di Benedetto que llegó a Madrid en 1980 no era ni la sombra del que yo había conocido y tratado durante muchos años en Argentina. Había perdido una buena parte de su memoria, le costaba expresarse, escribir a máquina, caminar. Sus amigos atribuíamos esos síntomas a la tristeza del exilio, a las secuelas de la prisión. Ignorábamos entonces, porque él siempre guardó silencio en todo lo relacionado con la cárcel, lo de los golpes en la cabeza. Tampoco nos dábamos cuenta de que Antonio ya no tenía deseos de seguir viviendo. Un día, en Madrid, le pregunté por qué arrastraba los pies al caminar. “Porque estoy muy viejo”, fue la respuesta. Antonio tendría entonces poco más de cincuenta años(…). Comenzó a morir en Mendoza, el día de su detención, siguió muriendo aquí en España, en una situación onírica similar a la de su última novela, Sombras nada más, de modo que cuando decidió volver a su país lo que estaba haciendo era ir en busca de un desenlace más o menos decoroso. Y allá se encontró con su destino de desaparecido con efecto retardado.
¿Un cine con Rodolfo Walsh?
El empleo del tiempo y la potencia del trabajo invisible están presentes en las batallas intelectuales de Daniel Moyano y de Alejandro Agresti. Como se dijo, Moyano murió en 1992, con los indultos de su coterráneo Carlos Menem en plena vigencia. Agresti tiene menos de 60 años y después de El amor es una mujer gorda rodó trece películas, en las que siguió, invariablemente, intentando poner el punto sobre las íes, crítico como el periodista José: el genocidio argentino, de una forma u otra, está presente en todo su cine, todavía de forma abierta, asumiendo múltiples caminos de lectura. La prensa ninguneó sus últimas dos películas –No somos animales (2013) y Mecánica popular (2016)–, en las que sigue haciendo notar las desapariciones simbólicas que suceden con efecto retardado: la aparición, en boca de John Cusack, del nombre de Rodolfo Walsh como un personaje confuso y a medio borrar, del que apenas se sabe algo, da muestra de cómo algunos bienintencionados intentos de narrar a Walsh desde su secuestro no aportan demasiado a las posibilidades de lectura y de influencia de toda la obra de Rodolfo Walsh, tal vez el más importante escritor argentino del siglo XX. El diálogo entre Cusack y Kevin Morris sucede en No somos animales. Dicen más o menos lo siguiente:
Kevin Morris– ¿No estaremos perdidos en una novela de Borges?
John Cusack– Rodolfo Walsh también era genial.
KM– ¿Quién era?
JC– 74. Era este tipo que escribió esta famosa carta…
KM– ¿Tiene 74?
JC– No. Cuando pasaba toda esta mierda, en el 71… Cuando acá mataban a todos…
KM– ¿No fue después?
JC– No sé la fecha exacta. Pero su famosa carta fue algo increíble. Él decía, básicamente: “Vengan a agarrarme y así es como me voy a ir”.
KM– ¿Tienes esto? ¿Está en internet?
JC– Sí, probablemente; es verdaderamente poética periodística.
La misma prensa que dejó pasar estas últimas películas de Agresti, arguyendo que los diálogos sobre los desaparecidos eran “banales”, acaba de ponderar un cortometraje animado que quiere narrar el último día de Rodolfo Walsh. Este corto titulado Un oscuro día de injusticia (2018, dirigido por Julio Azamor y Daniela Fiore) había despertado el entusiasmo periodístico por haber sido preclasificado a competir en los premios Oscar. Las notas, en este caso, no hablaban del corto, sino de la posibilidad de que Argentina vuelva a estar en Hollywood. Cuando la Televisión Pública lo trasmitió, los espectadores nos encontramos con una idea triste, gastada, pobre en conceptos: Rodolfo Walsh viaja en tren, junto a su compañera, a entregar su famosa Carta. Walsh, que en la animación parece angustiado, acaso temeroso, empieza a ver que las cabezas de los pasajeros del tren se transforman en ojos que lo miran. Llegan a Buenos Aires, bajan del tren, se despiden y la animación muestra a un Walsh acongojado yendo a entregar su carta. Al final, un hombre que lo estaba esperando se transforma en lobo, aúlla, y corre hasta Walsh, que saca su pistola y dispara cuando el lobo salta hacia él, tirándolo al piso. En ese momento el dibujo Walsh y el dibujo lobo, hasta entonces en blanco y negro, caen al piso y la película se impregna, por un segundo, de colores. Así termina.
Los represores no eran animales buscando presas y Rodolfo Walsh no era un hombre que fue a entregar una carta y encontró la muerte. Esa imagen reducida de Walsh es la que reproducen, acríticamente, los actores en la crítica película de Agresti. David Viñas, a quien quisieron, también, poner en el lugar del loco, del puteador, se encargó de definir el lugar que ocupa la obra de Rodolfo Walsh en una charla magistral que dio en 1993 en la Facultad Libre de Venado Tuerto. Este principio de definición le tomó más de una hora, y sobre el final habló del miedo. Tal vez un cine con Walsh pueda tener presente estos conceptos. Dijo Viñas:
Su producción, como toda gran producción, es incompleta, no está cerrada, son líneas de puntos, como esos documentos que uno tiene que llenar en los hoteles. Estamos tratando, no es fácil, de llenar esa línea de puntos. Por lo pronto no lo hemos cerrado. No es el cierre de Walsh, toda obra considerable queda entreabierta; la poesía se define por eso, el lugar del poeta, en el sentido más riguroso, es el de alguien que trabaja con lo entreabierto, como un amago de cierre y un amago de continuidad. Creo que allí se sitúa la fecundidad de Rodolfo (…). La producción de miedo en este país es considerable. Creo que estamos todos embarcados y creo que el miedo ha sido utilizado luego de una práctica obscena. ¿De qué manera se conjura el miedo? Creo que eso es Walsh. La producción de miedo aparecía en las películas de Boris Karloff: es alguien que entra en una habitación y el piso se le va abajo, se queda sin piso. Esto es la Argentina actual, la Argentina actual se ha quedado sin piso, entramos en el pánico. La forma de conjurar el pánico es lo que hacían los personajes en las películas de Boris Karloff: para no caer al fondo del pánico se agarraban el uno del otro. Esto es: del pasado y del futuro. La recuperación de la historia, la recuperación de la línea de puntos. Ahí creo que está Walsh. Es una forma concreta, para conjurar el miedo en la Argentina, recuperar a personas como Rodolfo.