Un cuento de Raymond Roussel

en
Pintura con manos, Mercedes Conti (cinco años)

Raymond Roussel (París, 1877 – Palermo, 1933). Mientras Wittgenstein escribía su Tractatus, donde consideraba al lenguaje como el límite para la comprensión del Mundo, Roussel sacaba la cabeza por los barrotes para decir que algo más había quedado allí afuera y correspondía a la literatura salir a buscarlo, distinguiéndola así de las demás disciplinas del lenguaje. El método del autor está más que estudiado –aunque hoy poco leído- y sobre su método él mismo se ocupó de dejar algunas pistas en su libro testamento Cómo escribí algunos libros míos, por lo que no diremos nada que no pueda encontrarse mejor dicho ahí. Nos quedamos con una frase de Raymond Queneu que demuestra la admiración que genera Roussel: “Crea mundos con una potencia, una originalidad, una inspiración, de la que hasta hoy Dios creía tener exclusividad”. Revista Belbo comparte con sus lectoras y lectores el cuento Entre los negros, tal vez el único relato del autor, con el objetivo de volcarse, libre de todo análisis metodológico, a la pura e inagotable fantasía de Roussel.

ENTRE LOS NEGROS

 Por Raymond Roussel

Las cartas del blanco sobre las bandas del viejo bar formaban una combinación incomprensible. Ya estaba en la sexta vuelta y veía con deleite las palabras barrocas que conseguía a pesar de mi sistema tan simple.

–¡Qué galimatías! –pensaba–. Nadie va a dar con la clave, ni siquiera el propio Balancier comprenderá nada.

Balancier es un personaje interesante. Siendo todavía un muchacho ya hacía algunas composiciones en verso llenas de promesas y de cualidades. Su primera novela me había seducido mucho por su naturalidad y por la fuerza de su estilo. Le había comunicado mi buena impresión y la respuesta que había recibido al día siguiente mismo desbordaba reconocimiento y simpatía. Después había estado dos años sin tener noticias de Balancier. Pero una mañana recibí un envío de un editor que no era sino un nuevo libro suyo titulado Entre los negros. En la parte superior de la primera página, unas palabras a modo de dedicatoria doblaban para mí el valor del volumen.

He aquí el argumento de Entre los negros.

Un capitán de altura llamado Compas embarca un día en Brest. Su mujer y su pequeño hijo de cinco años lloran al despedirle y permanecen a bordo hasta que el barco leva anclas. Por fin llega el momento; la esposa vuelve al muelle con el niño y el navío se aleja.

Durante toda la primera semana el buen tiempo favorece la travesía. Pero el octavo día se desata un terrible huracán. El barco, que hace aguas por todas partes, amenaza con hundirse de un momento a otro. La tripulación al completo se aprieta en las chalupas. Compas, solo, se niega a abandonar el barco pese a las súplicas que le hacen. Ve cómo sus compañeros se alejan rápidamente y pronto los pierde a todos de vista. Un golpe de viento rompe el mástil que, al caer, lo hiere en la cabeza. Se desploma sin conocimiento en el puente. Cuando vuelve en sí, se encuentra rodeado por varios negros que vendan sus heridas. Su barco, encallado en la playa, no es más que un montón de maderos que apenas se aguantan. A pesar de todo algunas partes de la carga se han salvado y otro grupo de negros, más numeroso, transporta a hombros toda clase de objetos.

Unos días más tarde, Compas se ha restablecido. Va a ver al jefe de los negros, pero se lleva una gran sorpresa al comprobar que no es un negro sino un viejo europeo. Su nombre es Sir John Ball, un miembro de la cámara de los lores condenado por el rey al destierro. Compas espera que le facilite el regreso, pero pronto se ve desilusionado. John Ball, temeroso de que el capitán comunicara a las autoridades su paradero, ordena a sus tropas de negros que lo vigilen estrechamente. Compas empieza entonces una vida nómada llena de fatigas y de peligros. John Ball manda como rey absoluto sobre verdaderas hordas de negros con las que saquea todo lo que encuentra a su paso. Estudiando la fauna y la flora del país, Compas se cerciora de que está recorriendo África central. John Ball no se fía y los negros nunca le dejan solo.

Sin poder acostumbrarse, Compas presencia cada día nuevas atrocidades. Tan pronto como se avista un poblado, John Ball lo ataca con sus innumerables tropas y enseguida lo someten. Se suceden entonces horripilantes escenas de canibalismo. Son sacrificados tanto viejos como niños y adultos; John Ball es el primero en atiborrarse con esa carne humana. Los que no son asesinados engrosan sus filas. Rapiñan todo el botín posible y, antes de alejarse, prenden fuego a la desdichada aldea por los cuatro costados. ¿Cómo emplea Compas las escasas horas que le deja libres esta vida agotadora? Recurre a la provisión de papel, pluma y tinta que los negros han encontrado al saquear su barco y escribe… Escribe a la esposa que quizás no vuelva a ver, a la esposa que sin duda ya lo cree muerto. Desea que no pierda la esperanza y que le recuerde. Las páginas se llenan rápidamente con los detalles de Compas sobre la vida y milagros de John Ball y sus ejércitos salvajes. El pobre cautivo sólo se decide a terminar apurado por el tiempo. Lo introduce todo en un recio sobre y, con grandes caracteres, marca la dirección de su mujer. Después va a buscar una enorme jaula llena de aves de todo tipo que ha capturado y, de entre ellas, elige el pájaro más bonito y más vigoroso; tras acariciarlo un momento como para recomendarle prudencia, le ata el sobre al cuello y le devuelve la libertad. Con el corazón latiéndole fuerte lo sigue con la mirada por el cielo tan lejos como puede.

Compas recurre casi todos los días a este medio para contar a su mujer sus terribles aventuras. Lo que redacta es una suerte de diario de su vida.

Y estos relatos, llenos de brío y de imaginación, formaban la única materia de Entre los negros. En el primero, Compas hablaba de la travesía desde el momento de la separación; luego, del naufragio y de su vuelta a la vida en medio de los negros. El segundo lo dedicaba al retrato de John Ball, «un viejo lord inglés de tez clara, mirada torva y sanguinaria al que basta un gesto para hacer temblar a los miles de bárbaros que le son fieles». A continuación venían las primeras atrocidades que presenciaba Compas. A lo largo de todo el volumen se le seguía por regiones inexploradas donde John Ball daba rienda suelta a sus feroces instintos; cada relato estaba fechado, lo cual confería una gran claridad al conjunto de la obra. Para terminar, Balancier hacía escapar a su héroe, que, tras nuevos peligros, era recogido por viajeros europeos de regreso a los países civilizados de la costa. El propio Compas contaba este feliz desenlace en su última misiva. Antes de firmar decía «hasta pronto» a su mujer y a su hijo, ya que su repatriación era segura ahora que se encontraba entre sus semejantes.

No había vuelto a ver a Balancier desde que, hacía más de un mes, había leído Entre los negros. Así que me alegré mucho de encontrarlo en el establecimiento que regentaba mi amigo y compadre Flambeau en el pequeño pueblo donde me había invitado a pasar una semana. Pude darle las gracias por el envío de la novela y discutir con él los pormenores de su obra.

Pero ese día llovía a cántaros y Flambeau, como atento patrón, había encontrado el modo de hacernos pasar una tarde agradable sin movernos de allí.

Éramos unos diez habituales en el local. Flambeau propuso un juego que prometía entretenernos a todos un buen rato. En esto consistía: por escrito planteábamos a alguien una pregunta cualquiera, después le encerrábamos en la sala contigua, un salón de juegos donde Flambeau había reunido todo tipo de pasatiempos para distraer a sus clientes: cartas, ajedrez, damas, billar, dardos. Al cabo de diez minutos de reloj, abríamos la puerta y la persona tenía que dar la respuesta en forma de jeroglífico. Se sentaba en el banquillo quien adivinaba el jeroglífico y le hacíamos la siguiente pregunta.

El primero lo echamos a suertes. Metimos todos los nombres en un sombrero y Flambeau se encargó de sacar uno. Desplegó el papel y leyó: Débarras.

Vestido con su sempiterno traje de terciopelo marrón, el pobre pintor daba más pena que nunca. Le preguntamos por escrito si prefería la acuarela o el pastel y los motivos de su preferencia. Fuimos al salón de juegos anejo, donde Gauffre y Balancier discutían una apuesta de una famosa modalidad de póquer creada por nuestro anfitrión.

Flambeau era un hombre con una gran imaginación y había llegado a inventar una curiosa variedad de ese juego, que él denominaba «póquer de diana musical», de mucho éxito entre su clientela. Tal juego consistía en una diana rectangular en cuya superficie adhesiva se habían dispuesto los naipes de una baraja completa. En una mesa adyacente, el centro de tiro estaba conectado a una vitrina cuadrada que contenía un conjunto de miniaturas del tamaño de soldados de plomo. Cada figurita llevaba un instrumento de viento y, por sus uniformes, se deducía que representaban los conjuntos de música de distintos ejércitos. Había en total siete grupos de músicos. El jugador tenía que tirar cinco dardos a la diana para formar la jugada de póquer más alta posible. A cada combinación de cartas le correspondía un número determinado de conjuntos musicales. Para la jugada más baja, la pareja, sonaba un solo conjunto en la mesa adyacente, para la doble pareja sonaban dos conjuntos. Así hasta que sonaban los siete con la tirada de mayor valor.

Interrumpimos la discusión de los dos jugadores y les pedimos que se unieran a nosotros en el bar para dejar solo a Débarras. Flambeau controló la hora. Al cabo del décimo minuto fue a abrir la puerta y Débarras nos trajo el jeroglífico que circuló de mano en mano. Por mi parte, no entendí nada. La primera figura era un animal salvaje, un león. En su lomo llevaba escrito el prefijo pre, inmediatamente se veía un personaje al borde de un estanque dando un la sostenido y un pato, que desde el agua parecía acompañarle con su cuác; venían luego dos notas musicales, RE-LA; a continuación el dibujo de un cadáver sanguinolento junto al cual otro personaje levantaba una copa profiriendo un fuerte ¡HURRA!; finalmente, en torno a una mesa sobre cuya superficie se distinguía una R mayúscula, dos personajes, uno de ellos, sacudido por el hipo, blandía un trozo de queso brie que visiblemente había arrebatado al otro comensal. Débarras asintió con la cabeza y la señora Bosse repitió invitándonos a seguir en el dibujo:

–PRE-FIERO LAA-CUA RE-LA POR-SU-FIN-URA YPO-R-SU-BRIE-YO.

–Prefiero la acuarela por su finura y por su brillo.

La señora Bosse había dado con la solución, así que la próxima pregunta sería para ella. Flambeau le entregó otro trozo de papel en el que acababa de escribir las siguientes palabras: «Indique el tema de un cuadro que le gustaría realizar».

Ocho minutos después de haberse encerrado, la señora Bosse volvió con un segundo jeroglífico.

Cuando me lo pasaron, algunas cosas me saltaron a la vista de inmediato. El dibujo mostraba un chico de perfil, de él salía un bocadillo en el que había un corazón. Se veía después una hache mayúscula seguida del símbolo químico del acero; parecía entonces una señora enjoyada poniéndose laca, del spray salía el pronombre Tú; le seguía una figura que representaba el dios egipcio Ra; a su lado figuraba el triángulo divino precedido de la palabra; finalmente, una figura humana cuya cabeza formaba una D y parecía estar jugando a las cartas en un bar exhibía un as.

Tras un momento de reflexión, di con la frase completa y la expliqué invitando a los otros a seguirme en el dibujo.

-ME-GUSTA-RIA H-ACERO-LACA-RICA- TU-RA DEL-SEÑOR-D-BAR-AS.

Y repetí todo seguido:

–Me gustaría hacer la caricatura del señor Débarras.

Todo el mundo se echó a reír, y el primero, Débarras. El buen muchacho encontraba más que justificado el deseo de la señora Bosse por su aspecto excéntrico. Pero yo me había olvidado de que me tocaba ser encerrado. Flambeau hubo de recordármelo al darme la pregunta que acababa de formular para mí.

Cuando me quedé solo, miré el reloj y me puse a pensar. Esto es lo que Flambeau había puesto en el papel: «De los escritos publicados este año, ¿cuáles cree que son los más emocionantes?»

Inmediatamente pensé en Entre los negros.

–Pero yo no sé dibujar –me dije–, ¿qué puedo hacer después de dos profesionales como Débarras y la señora Bosse? ¿Qué podía hacer?

Recorrí la sala con la mirada en busca de inspiración. Entonces, se me ocurrió hacer un criptograma. Los dardos de la tirada que discutían Gauffre y Balancier aún estaban en la diana. Cogí una tiza que usaba para anotar las apuestas del póquer, fui despegando las cartas de la diana de una en una y anotando en el dorso una letra mayúscula. Cuando terminé, me dispuse a colocar los naipes en los laterales de la vitrina con miniaturas musicales. Pero, en vez de alinear mi frase en el orden normal, ponía una carta con mayúscula en el primer lado, después otra en el segundo, una en el tercero, y una en el cuarto; después volvía al primer lado, y así seguía, lo que daba un resultado completamente ininteligible. En la sexta vuelta ya tenía cuatro palabras a cuál más retorcida, y cuanto más avanzaba más se liaba…

Por fin, después de haber contado diez vueltas y tres cuartos, me paré un poco aturdido. Miré el reloj y me di cuenta de que llevaba medio minuto de adelanto, abrí la puerta y vi que Flambeau ya se acercaba. A petición mía todos vinieron y les indiqué con la mano el lugar donde había puesto mi respuesta.

El espacio era amplio y todos pudieron buscar al mismo tiempo.

En el primer lateral de la vitrina con grupos musicales se veía:

LASBCBANDIP

En el segundo,

ARDLORSDEEA

En el tercero,

STEASEBALJR

En el cuarto,

CALNOLASVO.

Tras haber dado unas cuantas vueltas, a Balancier pareció ocurrírsele una idea. Sacó una libreta y un lápiz del bolsillo y se puso a copiar atentamente las cuatro palabras enigmáticas. Luego, dejando a los demás devanarse los sesos en compañía, se retiró a un rincón para concentrarse mejor. No tardó en iluminarse su rostro y vi sus labios articulando despacio varias palabras.

–Tiene la clave –me dije–; ya sólo es cuestión de segundos.

Efectivamente, Balancier me echó una mirada de complicidad y anunció en voz alta que lo había resuelto.

Mostró las cuatro palabras que había escrito alineándolas una debajo de otra y explicó que bastaba con leer de arriba abajo para dar con el verdadero orden de la frase.

Y, después, dijo dirigiéndose a Flambeau:

–¿Quiere usted recordarnos los términos concretos de la pregunta?

Flambeau repitió de memoria:

–De los escritos publicados este año ¿cuáles cree que son los más emocionantes?

Todo el mundo había leído Entre los negros. Por eso se entendió fácilmente mi respuesta cuando Balancier, lápiz en mano, deletreó despacio en su libreta:

-LAS… CARTAS… DEL… BLANCO… SOBRE… LAS… BANDAS… DEL… VIEJO…PAR1

1 – El traductor optó por respetar la paronimia traduciendo “pillard” por “par”. Transcribimos el comienzo y el final de la obra en francés original:

Les lettres du blanc sur les bandes du vieux billard.

TRADUCCIÓN AL CASTELLANO: HERMES SALCEDA

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