A 59 años de la muerte de William Faulkner (25 de septiembre de 1897 – 6 de julio de 1952) le rendimos homenaje recordando dos artículos de Juan Carlos Onetti publicados en dos periódicos montevideanos: el primero salió en Marcha una semana después de la muerte de Faulkner y el otro en Acción, dos días después del primero.
Réquiem por Faulkner
(Padre y maestro mágico)
Por Juan Carlos Onetti
Nunca jugó en el glorioso Wanderers aunque estamos seguros de que habría amado ese nombre. Tal vez culpa de los dirigentes, acaso de los seleccionadores.
Nunca se preocupó del problema de Laos ni, siquiera, de las próximas elecciones uruguayas.
No nos dejó opinión sobre la generación del 45. No hizo testamento acerca de la influencia decisiva de la 45 respecto del futuro de la literatura mundial. El autor de estas líneas se lava cortésmente las manos afirmando que está fuera del asunto, que pertenece a la generación del 44 y desde allí mira, se divierte y, es inevitable, padece.
Se llama, el obituado, William Faulkner. No se volcaron los ómnibus en las calles, el Superior Gobierno no decretó ni un par de días de duelo, las campanas no repicaron con mansedumbre y tristeza. Ni siquiera nos acordamos del plan de buena voluntad.
El difunto sigue llamándose William Faulkner y ese será su nombre hasta que explote la primera bomba nuclear. Nadie, nada después, como es fácil de comprender.
En este momento exacto estará endurecido, vestido de frac, adornado con medallas que alguna pobre gente, que nada podía saber de él, que morirá ignorando el sentido de su olor, le impuso en el pecho y en la solapa izquierda.
Pero esta humillación –incluyendo la definitiva humillación de morirse, también él– pierde importancia cuando pensamos en lo que vendrá.
En el torrente –ordenado y sabio en apariencia– firmado por críticos de prestigio mundial que derramarán lágrimas o correcciones encima del pobre tipo que murió a los 64 años en un granero de U.S.A., burlándose de una página virgen, con un vaso de whisky bourbon junto al codo.
Nuestros diarios están, felizmente, dirigidos por intelectuales de talento indiscutible y probado. ¿Les costará mucho manejar una regla centimetrada y establecer cuánto espacio dedicaron a la muerte, al estudio de un genio, y cuánto al match de Peñarol y Nacional?
Si algún rector de la opinión pública se encuentra atareado o perezoso, bastará con que nos haga una seña. Tendrá de inmediato las cifras correspondientes al 6 de julio, hoy, noche en que escribimos.
Pero, sucede, hace algunos años tradujimos para nuestros amigos de “Acción” varios fragmentos de un reportaje hecho a William Faulkner por “El Europeo”. “Acción” lo reproduce hoy, 6 de julio, calificándolo erróneamente de “póstumo”. En aquel tiempo nos limitamos a dar, en un modesto español, lo que menos podía molestar, herir.
Pero en este 6 de julio de 1962 se nos ocurre que nuestro amor por ese finado flaco y tieso merece decir nuestra pobre verdad frente al reportaje completo de “El Europeo” que reproduce “Acción”.
Comencemos por afirmar nuestra total solidaridad con las citas elegidas. (Por nosotros, claro). Pero, con muchos años vividos en el periodismo y de él, nos vemos obligados a confesar de inmediato que el difunto de turno, William Faulkner, no actuó en el Maracaná ni tuvo nada que ver con ninguna de nuestras generaciones literarias. Por algo impersonal lo reiteramos. La lealtad con el lector es el primer deber del escriba.
¡Ah! El muerto ya hediendo, nunca dijo que sí ni que no. Era, literariamente, uno de los más grandes artistas del siglo. Alguien que no domina el inglés y, mucho menos, el español, profetiza que antes de medio siglo todo el mundo culto, bien educado, bien alimentado, estará de acuerdo con una simple perogrullada: la riqueza, el dominio del inglés de William Faulkner equivalen a lo que buscó y obtuvo William Shakespeare. Oiremos de buena voluntad a G. B. Shaw si se le ocurre terciar en el asunto.
Pero ya hablamos de periodismo y de lectores, ya que estamos perdidos y, en algún plano, ustedes también.
Hace algunos años Malcolm Cowley, uno de los críticos literarios más inteligentes y amenos de U.S.A., reporteó a otro difunto que merecía –y lograba– mayor difusión e interés que el muerto del 6 de julio. Se llamaba Hemingway, había cazado elefantes, osos y leones, se había casado varias veces, inventó el Martini Montgomery –15 contra uno– y también una extraordinaria novela: “Adiós a las armas”.
Cowley preparó el terreno y dijo finalmente –“¿Cuál es el novelista norteamericano más importante de nuestra época?”
Hemingway rió unos segundos y mezcló el contenido de las cantimploras que cargaba en el cinturón.
–No puede discutirse, no puede preguntarse. Lejos, muy delante de todos nosotros, está Faulkner. Yo dejaría gustoso de escribir si me dieran, en cambio, la tarea de administrarlo, de decirle basta y ser obedecido. Porque Faulkner no es perfecto, precisamente por eso. Por continuar trabajando cuando está cansado y borracho, cuando el mundo ha desaparecido y ya no puede saberse si la noche se mantiene protectora –para él– o la mañana llegó para todos los hombres, para el trabajo inquerido, para las preocupaciones no buscadas. Pero si yo pudiera dirigirlo…
Hemingway no tenía aún el premio Nobel. Estamos escribiendo de memoria, sin originales para copiar o traducir. Tal vez por eso, y sin querer, estamos mejorando su estilo.
Las anécdotas son muchas, tontas –en su mayor parte–, como corresponde esperar de un hombre tímido, iluminado alternativamente por la gloria al estilo yanqui y olvidado en la sombra, la soledad auténtica y dichosa.
Muchas de ellas deben haber sido reproducidas en estos días. Conviene recordar que cuando le dieron el Nobel en el 50 sus libros estaban agotados en U.S.A. desde siete años antes. No había editores ni público que permitieran arriesgarse a nuevas ediciones.
Aunque recientemente reproducido entre nosotros, el casi póstumo reportaje de “El Europeo” permite algunas reproducciones de este réquiem.
En primer lugar, define a lo que entendemos como un artista: un hombre capaz de soportar que la gente –y, para la definición– cuanto más próxima mejor, se vaya al infierno, siempre que el olor a carne quemada no le impida continuar realizando su obra. Y un hombre que, en el fondo, en la última profundidad, no dé importancia a su obra.
Porque sabe, no puede olvidar –y esta es su condena y su diferencia– que todo terminará como en este 6 de julio que comentamos, o en cualquier otra fecha que alguien se moleste en elegir por nosotros. Gracias.
William Faulkner
Por Juan Carlos Onetti
Estuvo toda su vida inmerso como nadie en la literatura, aún desde los años en que ni siquiera soñaba escribir.
Pero el Buen Dios quiso preservarlo de uno de los aspectos más desagradables que puede ofrecer la personalidad de un hombre: nunca fue un intelectual, nunca se preocupó de la política de las letras.
Obtenía en la noche y la soledad, sólo para sí mismo, sus triunfos y sus fracasos. Sabía que lo que llamamos éxito no pasa de una vanidad amañada: amigos, críticos, editores, modas.
Su amor –casi incomparable en el siglo– por abandonarse a sí mismo, a su frecuente caos, a sus frases de cientos de palabras, reflejaba dos cosas de valor indudable y equivalente: respeto por la vida, por los seres que pueblan y la hacen.
Y, en estos tiempos de “rodeos”, parece prudente un recuerdo. Descendiendo del reciente difunto inmortal a este humilde necrólogo a pedido, reiteraremos que no fue hombre de academias, de discursos patrióticos, de asociaciones literarias. Y, si se le hubiese permitido escribir sobre su muerte no habría aportado ni una gota a los chaparrones de cursilería que julio promete sobre el tema y cumplirá, sin duda alguna. Rodeándonos, claro, presumimos.