Palabras del Astrólogo que salen a refulgir desde un agujero negro madre
Por Claudio MetticeLli
Hoy, lunes 9 agosto de 2021, al atardecer, la Redacción está casi vacía, sólo dos pantallas entre los escritorios desolados emiten su mortecina luz. Frente a una de ellas estoy yo, tomando el penúltimo café del día, introspectivo, revisando los motivos de mi desinterés por la información y mis pocas ganas de comunicarme. Frente a la otra pantalla encendida, en el extremo opuesto de la sala, está el Astrólogo, que suele aparecer, y estar, cuando menos se lo esperan los demás, porque se ve que él sí sabe cuándo las fuerzas planetarias y las energías cósmicas le indican lo que debe hacer y dónde debe estar.
Hace tiempo que no lo veía (yo vengo a la Redacción muy poco, cuando la nostalgia me mueve a la acción, a una infinita despedida antes de la desaparición) y cruzamos unas palabras hace un rato, cuando nos saludamos. Es un muchacho (debe andar por los 60, unos 30 menos que yo) interesante por lo raro, por lo excéntrico de sus ideas y por su aspecto: siempre tiene los cabellos largos y levantados como si los recorrieran corrientes eléctricas. Además, sus predicciones astrológicas invariablemente aciertan, dan en el clavo, aunque el clavo sea pequeño y de poca relevancia para el destino de la humanidad o la fortuna de los mortales.
Justo ahora en que lo estoy mirando, sus ojos, por lo común inquietos y desorbitados, comienzan a lanzar chispas, o las estoy alucinando en la penumbra de la hora y lo irreal del momento, y de repente lanza un grito: “¡Lo sabía, lo sabía, ahora sí, carajo!”. Y con febriles movimientos mueve el mouse, presiona algunas teclas.
Sobresaltado en buena medida, desempolvada mi eterna curiosidad, me acerco a su escritorio y le pregunto: “¿Todo bien? ¿Qué pasó?”.
“Funcionó –me responde, sin dejar de mirar el monitor–. El algoritmo que inventé al fin empezó a dar señales de funcionar. Hoy empezó a mandarme una selección de noticias que no tenían conexión entre sí hasta que hace un rato sólo empezó a relevar lo que pasaba en Afganistán, donde los talibanes volvieron a controlar militarmente seis provincias, y justo ¡puf!: unos astrofísicos de la Universidad de Stanford descubren emisiones de rayos X liberados por un agujero negro supermasivo situado en el centro de una galaxia que está a 800 millones de años luz de la Tierra. ¿Entendés? ¡Descubrieron luz adentro del agujero negro madre!”.
Sus palabras enloquecidas, su frenesí, se me contagian, y quiero hacerle muchas preguntas, como cuál es la relación entre la contraofensiva de los talibanes y la luz en el agujero negro, o sobre cómo funciona el algoritmo, o qué es un algoritmo, pero elijo empezar por el principio y le pregunto, con la mayor e inocente ignorancia, qué es un agujero negro:
–Un agujero negro –responde– es un nido antiBigBang. Un pulsar que trabaja siempre desde cero, un comienzo tras otro, una vez tras otra volver a empezar. Recomenzar. Para morir al inicio del desarrollo, del nudo o los nudos, pero antes de que se suelten las velas, mucho antes de que agarren las brasas. Obteniendo así finales precipitados que invariablemente dejan con ganas de más, el sinsabor de lo que fue un bocado escurridizo, un instante mágico por lo efímero o a pesar de ello, un profundo amor entrevisto por una milésima de segundo que se desvanece en su imposibilidad de realización.
–¡Ah! Creo entender. Es una promesa que se alimenta de promesas a sí misma, como una extrema sensibilidad enterorretrógrada…
–La extrema sensibilidad y la sensibilidad extrema no son, no pueden ser alegorías que impiden el acceso al conocimiento de las herramientas más útiles y necesarias que están a disposición en los momentos que habrán de ser inmarcesibles por su indefinible poder de concentrar en menos de lo que dura un parpadeo todo lo que puede constituir un punto de tamaño universal, que es a lo que aspira todo agujero negro, el fin del comienzo y el comienzo del fin a la vez en un desequilibrio perpetuo.
–Entonces es cierto que todo es ilusión, que la percepción es la realidad en tanto la percibimos.
–Todo lo que puede ser pero no será, el grito de libertad lanzado en el inconsciente pero jamás con la garganta y que se memora como lanzado, dicho en la realidad del aire desplazado por las ondas sonoras que hicieron vibrar algún tímpano, algunos tímpanos. Sí, es cierto, lo inmaterial no es invisible.
–¿Por qué la física no sabe explicarlo?
–¿Por qué no hablar de todo cuando no se habla de nada? ¿Para no decir nada lo mejor es hablar de todo? ¿Qué queda entre cuándo, por qué, para quién y dónde? ¿El texto más difícil es aquel incomprensible? ¿Cómo se cuantifica el lucro de las metáforas provechosas, las palabras onerosas, los textos costosos, lujosos, y las ideas expresadas con potencial comercial, con valor intrínseco, con inversión y gasto de ingentes recursos intelectuales?
–¿Querés decir que las explicaciones atinadas no son negocio?
–Negocio y propósito comparten el afán de dar lustre al secreto, como ambición y deseo.
–Pero somos seres sociales necesitados de competir para poder compartir.
–Sí, pero ir derecho a la cuestión evita las dificultades de curvas y desvíos e impide o reduce las posibilidades de encuentros sorpresivos, inesperados descubrimientos. Al ser audiovisual lo que percibimos como realidad, y protagonistas todos, aun desde el encierro, resulta imposible el aislamiento solitario, no hay existencia del ser aislado. Todo es movimiento perpetuo.
–Yo me muevo hacia el fin de mis días.
–Y acá vamos de nuevo. Acabamos en la vejez.
–¿Iré a parar a la luz del agujero negro madre?
–Sin obligaciones ni virtudes no se responde lo que no se pregunta, no crece lo que no nace, florece la oscuridad en la fertilidad de la luz. Lo incontaminado contamina. Nunca hollado contra pureza. La desolación satisfecha tiene sabor a dulce sobre salado. Esa personal impersonalidad, el aplomo que representa la vacuidad, o mejor, el vacío que trasluce todo lo reflejado y representado, va signando este comienzo que nunca llega a su desarrollo aunque sí a este final que nace prematuro porque murió naciendo.
–Es lindo comprenderlo.
–Habrás de comprender, eso sí porque no es así, la futilidad del esfuerzo por comprender, como la ilusoria saciedad del hambre de la serpiente que se muerde la cola, o el ingrato truco de la cinta de Moebius. Que aquello que comienza también es el fin de lo que termina. He aquí, eternamente aquí, la buena noticia, el nuevo desfallecer, la real novedad: nadie nunca nada no sabe no contesta ni presta ni sacude ni moviliza a creer ni descreer, o crear, o destruir. Tan concreto como un espejismo, tan directo como un puñetazo a la nariz. Tan equilibrado, en hermosa armonía, como el inexpresado elogio que se guardaron para sí las raíces, las espinas para adentro y aquellas partes de los icebergs que permanecieron bajo la superficie hasta la hora de disolverse en las saladas y sagradas aguas del origen.
–Gracias, me quedo más tranquilo ahora que sé que el agujero negro es el huevo de la serpiente, y que la serpiente es la luz.