Ramón Ayala memora un encuentro notable: «Un día me avisan que Ernesto Guevara quería saludarme especialmente. Me recibió en un hotel. Estaba también Salvador Allende, que todavía no era presidente, estaba Rodolfo Walsh…»
Por José Luis Torres
En momentos en que todos corren detrás del éxito, la consagración, una foto en las redes y otras preocupaciones similares, contar esta historia me parece que va a contramano: no tiene pretensiones literarias, ni tiende a provocar controversias políticas; el deseo tan sólo es el de compartir parte de la historia de un artista argentino que tuvo la oportunidad de ser convocado y felicitado por una figura impactante y universal, como verán a continuación.
Ese artista se llama Ramón Ayala, es misionero y una de las pocas leyendas que nos quedan como ejemplo viviente a los amantes de la música folklórica argentina. Ramón Ayala, uno de los aportes fundamentales de nuestro patrimonio folklórico. Su trabajo como compositor de obras trascendentales conforma una de las más sólidas bases de nuestro cancionero. Pero es tan rica su historia que pocos conocen aspectos curiosos de su vida y su trayectoria.
Ramón, además de ser cantor, guitarrista y compositor, posee aristas notables, como las de pintor y escritor. Conocer la vida de este creador polifacético nos lleva a remontarnos mucho tiempo atrás, buscando y tratando de entender las razones de una vida enteramente dedicada al arte.
Nació el 10 de marzo de 1927 en Garupá, a 15 kilómetros de Posadas (“Fui anotado en el registro civil de Posadas, pero me gusta contar que nací en Garupá”). Ramón Gumercindo Cidade fue el mayor de cinco hermanos. Su padre murió muy joven (“Yo tenía 5 años cuando murió. Era un hombre joven, muy atractivo y simpático. Tendría cincuenta años como máximo”) y su madre, hija de paraguayos, eligió emigrar a Buenos Aires.
“Mi abuelo era de origen francés y vivía en Asunción, en Paraguay. Con 14 años se fue huyendo de la Guerra de la Triple Alianza, del fuego de López, y se refugió en Misiones. Escuché las historias de la guerra de la boca de mi madre, escuché cómo mi abuelo y un amigo de su edad huían de las esquirlas de las balas que les comían el sombrero. Cuando escuchaba esos relatos era muy chico y no tenía capacidad para entender la dimensión de esa guerra y sus menesteres, pero sí entendía que la guerra era un monstruo”.
La familia de Ramón Ayala vivió entre el Dock y La Boca. Todavía era un niño cuando se ganaba la vida repartiendo programas de cine y haciendo changas callejeras.
Tenía 15 años y para poder entrar a trabajar al Frigorífico Anglo alteró su libreta de enrolamiento, transformando el número 5 en un 8; había que trabajar duro para aportar a la olla familiar. Viajaba en tranvía desde Dock Sud con las manos entumecidas por el trabajo, soñando alguna vez comprar una guitarra y llegar a ser músico, pero sabía que era un sueño casi inalcanzable. Muchos sueños y mucho frío.
Al poco tiempo y con sus pesitos tan duramente ganados logró comprar aquel primer instrumento. Ya conocía el sonido de una guitarra desde la niñez:
“Mi madre tenía 30 años cuando mi padre murió. Y éramos cinco hijos. Mi mamá tocaba la guitarra y cantaba. Le gustaba componer. Tenía una linda voz. No había quien la doblegara. Y por ahí se le ocurre: ‘Y alguien pasa cantando con sonidos de campana’. Eso es un Neruda. Yo me quedé asombrado. A esta vieja hay que destaparla, pensé.”
Mi amigo Amadeo Monges me cuenta:
—Doña María (la mamá de Ramón) vino muchas veces a casa. Cantaba bien y tocaba la guitarra, era una guitarra grande que por su tamaño la llamábamos El Ombú —se ríe Amadeo recordando esa viola.
Por mi parte, conocí a Ramón en 1984, y desde entonces somos amigos. Cada visita suya es muy sustanciosa, siempre tiene historias y detalles muchas veces desconocidos que enriquecen su figura y regala generosamente.
Me relataba Ramón cuando, con las monedas contadas, iba a escuchar a Félix Dardo Palorma en un barcito, sentadito en un cajón de frutas admirando a ese guitarrista y tratando de memorizar los punteos que luego intentaba reproducir en su modesta casita.
Un día, casi sin darse cuenta, integraba su guitarra al dúo de Félix Palorma y Margarita Palacios. También acompañó a Damasio Esquivel, y su siguiente paso musical fue integrando el trío Los Tres Amigos junto Arturo Sánchez y Amadeo Monges. Durante esos doce años (1948-1960) de carrera fueron el trío más importante del panorama folklórico argentino. Ramón me decía, humildemente:
—Ellos cantaban mejor que yo.
Sin embargo, Amadeo Monges (hijo) me cuenta otro recuerdo del grupo:
—La característica del trío era tomar el repertorio que iban a hacer, estudiarlo, buscar la tonalidad en que iban a cantarlo, respetar de cabo a rabo lo que era musicalmente y literariamente el tema. Sobre todo eso. Después la armonización, la instrumentación. Mi padre lo único que hacía era ritmo, no hacía una sola nota con la guitarra. De la otra parte se encargaban Sánchez y Ayala.
Las voces y los arreglos eran de Arturo Sánchez, Ramón Ayala la primera, mi padre la segunda y la tercera grave era Sánchez. Pero los tres hacían solos y se unían en dúos diferentes. Todo lo hacían bien; ninguno de ellos era músico, eran intuitivos y sin embargo hoy día escuchás las grabaciones y están muy bien, no hay nada que decir. No era ampuloso, vistoso, pero tenía lo justo, lo que precisaban para llegar. Y llegaban.
Y como instrumentistas, tanto Ayala como Sánchez fueron dos guitarristas de excepción. Ramón era muy bravo con la guitarra; tocaba muy bien y hacía primera voz.
En 1960 Ramón decide abandonar el Trío y comienza su carrera como solista. Ya había compuesto temas de notable repercusión: tenía nombre propio.
Obras como Zambita de la oración (1953), El Moncho (1954), El mensú (1957), El jangadero (1959), Sol de libertad (1960) y El Cachapecero (1960) le daban consistencia a su proyecto de cantor. Fueron 15 las obras compuestas entre 1950 y 1960 registradas en Sadaic. A partir de 1962 volvería a registrar muchas más canciones que nutrieron el repertorio de los artistas más consagrados. Podríamos mencionar algunas (tan sólo algunas de las 500 compuestas, para poder avanzar en el relato). Vayan como ejemplo:
El cosechero – Registrada el 14/11/1963
Canto al Río Uruguay – Registrada el 25/08/1964
Mi pequeño amor – Registrada el 31/10/1966
Poema veinte – Registrada el 07/07/1969 – con Pablo Neruda
Posadeña linda – Registrada el 08/09/1976
Retrato de un pescador – Registrada el 08/09/1976
Mírame otra vez – Registrada el 15/06/1978
Pan del agua – Registrada el 15/06/1978
Señor de los campos – Registrada el 14/12/2007
Siempre me asombró Ramón con sus historias y sus canciones; en cada visita aparece un rasgo distinto que enriquece su historial. Pero el relato que más me impactó, hace unos 25 años, fue el de su encuentro con Ernesto Guevara en 1962.
Creo que tantos años de oscurantismo habían influido para que esa historia no se hubiera conocido antes, y lo contó casi como una anécdota cualquiera. Yo quería saber más:
—¿Y cómo fue eso Ramón?
—Mirá —me contaba—. En esos años duros no se podía mencionar estas cosas y después de tanto tiempo se hizo habitual y hasta saludable olvidarlas. Eran tiempos muy difíciles donde los militares controlaban todo; nadie podía decir “Me voy a Cuba”, sacar un pasaje y subirse a un avión.
Fui invitado por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP). Esto ocurrió en 1962, durante el problema de los misiles soviéticos en Cuba y el bloqueo de los barcos norteamericanos. Te acordarás, fue un momento de mucha tensión en el mundo, pudo ser el comienzo de una tercera guerra mundial. El mundo estaba pendiente de ese conflicto.
Tuve que sacar un pasaje a Montevideo, de allí tomar un vuelo a Río de Janeiro; me ubicaron en una casa junto a otra gente, creo que quizás me estaban midiendo, una especie de filtro para no mandar gente equivocada a ese encuentro, supongo. Después de una semana tomé un avión y llegué a México. Desde ahí otro vuelo y por fin en La Habana.
Era todo desconocido para mí, un paisaje nuevo de aquella ciudad donde lo que más me impactó era su horizonte: desde la ciudad se veían en el mar los barcos norteamericanos bloqueando el puerto para impedir la llegada de naves soviéticas que traían misiles. En La Habana estaban los técnicos rusos que armaban los misiles que tanto preocupaban a la seguridad de Estados Unidos. Una imagen que me impactó muchísimo.
Hubo muchos invitados en ese encuentro: canté mis canciones y el público sin conocerme aplaudía. Yo nunca había grabado un disco pero mis canciones eran reconocidas. Algo que me sorprendió gratamente, por supuesto.
Fui a La Habana (además en una época en la que eso era casi un señalamiento de muerte) a través de una invitación que me extendió el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos. Asistí nada más que por curiosidad.
Tuvimos un encuentro con varias delegaciones como la chilena, que estaba encabezada por Salvador Allende. Esa experiencia me permitió conocer a una gran cantidad de personajes de los que no llegué a sospechar su aporte en la historia, debido a que no tenía una mentalidad cierta en el orden de lo político.
Aunque se podía intuir, descubrí realmente la magnitud de esas figuras tiempo después. Para mí todo era asombroso. Me han ocurrido cosas que te cuento y no podés creerlas.
Estuve en una delegación con Rodolfo Walsh, José María Rosa, Salvador Allende (que todavía no era presidente), Rigoberta Menchú, e hice amistad con Nicolás Guillén.
Un día me avisan que Ernesto Guevara quería saludarme especialmente. Él trabajaba de noche, porque los calores son tremendos allá. Y de día descansaba. A la tardecita se levantaba y comenzaba sus actividades. Me recibió en un hotel. Y estaba también Salvador Allende, que todavía no era presidente, estaba Rodolfo Walsh…
Guevara estaba sentado en la mesa y yo justo frente a él.
Había personas del Partido Comunista, peronistas, radicales, personas de todo el abanico del pensamiento popular. Yo era un muchacho y no estaba consustanciado aún con la presencia del Che como prócer. Tampoco él había trascendido tanto; pareciera que tenés que morirte para ser alguien, al menos se acostumbra eso por estos lares. En Cuba se dio un encuentro muy lindo. Cada uno de los que estaba presente contaba cosas. Fue hermoso conocer.
Recuerdo que el Che contó sobre cómo organizó el movimiento de los pescadores y en un momento dijo: “porque en Cuba esa actividad estaba dirigida por los norteamericanos. Empresas norteamericanas. En Cuba, donde metías tus manos en el mar y sacabas pescado, estaba eso dirigido por los norteamericanos. Todo eso pasaba en Cuba, pero ahora no. Ahora el mar es nuestro. Las manos que sacan el pescado del mar son nuestras, y las manos que los van a vender, también son nuestras”.
Y me dice el Che: “Ramón Ayala, yo he cantado tu canción en los fogones de la Sierra Maestra”.
“¿Sí comandante? Qué alegría. Es demasiado honor para mí. ¿Y cuál canción?“
“Teníamos dos, El Cosechero y El Mensú. Pero como El Mensú tiene más elementos revolucionarios, es más frontal, optamos por esa. Y yo la cantaba en los fogones”.
“Bueno, esto viene a justificar la creación de esta obra, si no hubiera existido un Che Guevara, esta obra no podría haber salido”, le dije. Y él se reía. Se reía más por mi ingenio verbal que por la verdad de ese ingenio.
Me dijo que era una obra revolucionaria. Me quedé encantado con el Che porque tenía una fisonomía interior parecida a la mía: creo que ambos somos revolucionarios.
Nunca fui un guerrillero ni un apasionado de la guerrilla, pero siempre tuve la idea de que el hombre debía vivir bien, tener un trabajo digno, un estado de conciencia. Amo la guitarra y amo al pueblo y no concibo que Dios pueda ser tan cruel de crear una criatura para la prisión y el sufrimiento.
Recuerdo algo más: me dijo que él amaba esa canción, que en un verso dice:
“Paz para mi tierra cada día más
roja con la sangre del pobre mensú…”
Además, esa tierra roja de Misiones le producía un fuerte recuerdo del lugar donde fue concebido, allí vivían sus padres hasta que lo llevaron a nacer en Rosario.
Sentí una gran emoción: un revolucionario como él cantando “El Mensú”. Yo no lo podía creer. Esto ocurrió en La Habana, en 1962.