Una orquesta en el Donbass
Esta crónica de viaje a Chisinau y Kiev fue escrita en el año 2015, luego de que el autor viajara a dichas ciudades para entrevistar a sobrevivientes de la Shoah.
Por Ciro Korol
Chisinau
Las guerras enseñan mejor geografía que la escuela.
Chisinau sonaría familiar si aquí se escucharan disparos de artillería en lugar de estos grillos que condimentan la noche de esta ciudad en la que vivió Pushkin. Chisinau es la ciudad desde donde cada día parten cinco trenes, tres a Rusia y dos a Rumania. Esta disyuntiva ferroviaria anuncia, acaso, confrontaciones y disputas más profundas cuyos cimientos tienen su origen en tiempos medievales y que la Historia desde entonces repite como un péndulo.
Chisinau es la capital de un país situado entre el río Dniester y el Prut. Un país llamado Moldavia.
Basta tomar los últimos cien años para observar cómo esta tierra penduló una y otra vez entre el Este y el Oeste. La dinámica de un péndulo es difícil de detener; más aún cuando de un lado está Rusia y del otro Europa.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, Moldavia (que se llamaba Besarabia) formaba parte de la Rusia zarista. Sin embargo, Revolución Rusa mediante, pasó a formar parte de la Gran Rumania en 1918. Situación que se mantuvo hasta 1940, cuando fue cedida a la URSS como parte del pacto Ribbentrop-Molotov. Pero un pacto entre los nazis y Molotov era una bomba de tiempo y en los primeros días del verano del 41 las tropas rumanas, acompañadas por unidades de la Wehrmacht, invadieron Moldavia.
Durante la Segunda Guerra Mundial algunos moldavos formaron parte del Ejército Rojo y otros de las Fuerzas del Eje. Salvo que hoy por hoy no son muchos los que reconocen haber combatido junto a los alemanes: esto se explica si se tiene en cuenta que alrededor de 150.000 judíos moldavos fueron exterminados por el ejército rumano en el actual territorio de Transnistria.
Por el otro lado, los veteranos del Ejército Rojo son aclamados por una parte de la población, que lleva calcomanías en sus autos con el slogan “Gracias a mi abuelo tenemos la libertad” y que los 9 de mayo hacen la fila para mover el badajo de la gran campana que recuerda a los caídos durante la Segunda Guerra.
Pero son muchos los que prefieren olvidar esos años, entre ellos el Estado moldavo, que les entrega una pensión mísera a los veteranos.
Uno de los cuales es Alexei Sergeyevich: tiene 94 años y continúa trabajando.
Alexei Sergeyevich peleó en el frente ucraniano, polaco y alemán, hasta que cayó gravemente herido en abril de 1945. Pasó unas semanas inconsciente en el hospital de campaña.
Me cuenta, en su pequeña casa repleta de libros, que cuando despertó de ese estado de inconciencia vio flores rojas, y sonrisas, y gente comiendo chocolates. “No entendía nada”, me dice, “hasta que la enfermera me tomó del brazo y me dijo: Muchacho, ¡la victoria!”.
Eso era en mayo de 1945. Poco después Moldavia se establece como una de las Repúblicas Soviéticas. Su frontera con Rumanía marcaría el confín del país más grande del mundo. Durante las próximas décadas viviría épocas de horror, según algunos, y épocas de bonanza, según otros.
Lo cierto es que se convirtió en la huerta de la URSS, es decir el país donde se producían manzanas, tomates, pepinos, tabaco y, sobre todo, el tan mentado vino moldavo. Más allá de las derivaciones de la Historia, la parra siempre se enrieda y da abundancia de uvas por estas colinas fértiles, desde el tiempo de los Dacios. Como dato de color, morado, cabe decir que Moldavia es el país donde se bebe más alcohol por habitante en todo el mundo.
La primera vez que brindé con vino moldavo fue con Alexander.
Después de disfrutar ese vino dulzón y espeso, Alexander me dijo:
—Si alguien te dice que durante la URSS fue un tiempo muy malo, no le creas.
Bebió un poco más y agregó:
—Si alguien te dice que fue un tiempo muy bueno… tampoco le creas.
A veces es difícil creer que un país donde tuvo lugar la Lubianka, los Gulag y las innumerables persecuciones a los disidentes, sea objeto de nostalgia para una buena parte de la población local, y no precisamente fascistas. Alexander me explica:
—Lo que pasa es que en la Unión Soviética, salvo la libertad, lo teníamos todo.
Hoy Moldavia sigue pendulando entre la hoz y la pared. Aunque la hoz ya no es la hoz y la pared cayó hace más de veinticinco años, esta ex república soviética parece no haber encontrado su sitio en el mundo y ese es acaso el motivo por el cual no sea sencillo ubicarla en el mapa. Al menos mientras los pacíficos grillos sigan sonando en las calles de Chisinau.
La sirena del tren interrumpe en la noche. Me acerco a la Estación Central dejando atrás el monumento a los héroes que liberaron la patria del fascismo en 1945 y veo, más adelante, otro monumento que recuerda a los deportados que encontraron su fatal destino en Siberia, pocos años después y, tal vez, gracias a algunos de los mismos héroes que celebra el primer monumento.
El tren va a Moscú. Pero bajaré a mitad de camino, en Kiev.
Viajar a lo largo de este tren es viajar hacia las profundidades de la idiosincrasia ucraniana: señoras comiendo pan con salchicha, niños jugando a las cartas, pasajeros durmiendo en la posiciones más estrambóticas, botellas de vodka a medio vaciar que tal vez sean la causa de aquellas posturas. Y más jóvenes jugando a las cartas, con niños que trepan entre las cuchetas donde sus madres y abuelas conversan envueltas en pañuelos de matrioshkas mientras un fondo de maíz reseco se aburre del verano.
En el vagón siguiente dos reclutas de rostro imberbe esperan la próxima parada con el cigarrillo en la mano, fulminando al extranjero de reojo. La luz sucia y vespertina del tren refleja la esencia de lo que está ocurriendo, como si al bañar sus uniformes militares esa luz estuviera en verdad desnudando sus espíritus, sus miedos y ambiciones. Más adelante unas mujeres se maquillan y una señora completa un crucigrama del tiempo de la Unión Soviética. Enfrente, su nieta mueve los deditos sobre la tablet.
Es un tren que viaja a Kiev, a finales del verano de 2015, pero quien se mueve a través de los vagones penetra en el fondo del alma ucraniana, o tal vez sería más correcto decir: en el fondo del alma ex soviética.
Kiev
Kiev es una ciudad habitada por seis millones de personas. Por seis millones de testimonios. Quien llega en tren desde el sur ve anunciarse la ciudad con enormes monoblocks del tiempo soviético, custodiados por otros, más modernos pero no menos insípidos. Entre tanto gris se agradecen los grafitis que se encaraman y encadenan en los muros que acompañan las vías, y que a este punto son una prueba irrefutable de la continuidad de la cultura urbana en la que nos movemos. A donde sea que vayan los trenes, han llegado antes los grafitis.
De pronto el tren se desliza sobre el gran río Dnieper. Del otro lado del puente veo la Iglesia de la Trinidad, que domina la ciudad de Kiev desde una de sus colinas.
Aquí, junto al río, nació la Rus de Kiev, origen conjunto de Rusia y Ucrania.
Escribió Kapuściński en su libro Imperio, cuando este país se independizaba:
El futuro de Ucrania se desarrollará en dos direcciones: en términos de sus relaciones con Rusia, y en términos de sus relaciones con Europa y el resto del mundo. Si esas relaciones se desarrollan propiciamente las posibilidades de Ucrania son excelentes.
Pasado mañana se celebra el vigésimo cuarto aniversario de la independencia, y esta cita parece cobrar más nitidez con los años. Salvo que un “desarrollo propicio” es cuestión de dónde se lo mire.
—Esta es la plaza central, la Plaza de la Independencia. Acá hacemos las reuniones y también acá hacemos las revoluciones —explica Yulia, una joven fotógrafa local—. La primera Revolución fue en 2004, y yo estaba en el último año del instituto. Tenía 17 años y me acuerdo que en vez de ir a la escuela veníamos a la plaza. Entonces hacer la Revolución era algo divertido. La gente estaba como en una gran fiesta.
Esa fiesta fue la Revolución Naranja que tuvo lugar en 2004, cuando una parte de la población se manifestó disconforme con el resultado de las elecciones en las que había vencido Yanukóvich. Paradójicamente, Yanukóvich asumió el poder en las siguientes elecciones celebradas en 2010, luego de que el candidato elegido por los “naranjas” fracasara entre la incompetencia y la corrupción.
Mientras caminamos por la Plaza de la Independencia (conocida como Maidán) es imposible no fijarse en las pintadas que dicen “Slava Ucrania”, en las banderas, en las fotos que recuerdan a los caídos. Es algo así como la Plaza de Mayo en 2002, cuando las huellas de diciembre de 2001 estaban frescas y uno no podía andar por ahí sin mancharse con la Historia.
Yulia me explica lo que significa “Slava Ucrania”:
—Bueno, en general cuando uno saluda ya sea en ruso, en inglés, o en otros idiomas, uno desea salud al otro. Pero Slava Ucrania es una forma nacionalista de saludar. Uno ya no desea la salud del otro, sino la de la Patria. Antes de la guerra (se refiere a la que comenzó en febrero del 2014) los ucranianos no éramos patrióticos. La gente decía: “Ay, a mí no me gusta este país, yo me voy a Francia, o yo me voy a Italia, o a Rusia…”. Pero ahora… bueno, ahora tú ves cómo está la calle.
En Kiev la mitad de los habitantes van con vestidos tradicionales o los colores de Ucrania, y se ven banderas en los autos, en los balcones y en los locales. La radio de los microbuses urbanos pasa una y otra vez las canciones de amor a la patria, y muchos jóvenes van vestidos de militares aunque no formen parte del ejército. Otra cosa que se nota es que por ningún lado se ven banderas de Rusia, mientras que en Odessa o en Chisinau son moneda frecuente.
En Kiev la mayor parte de sus habitantes vive en los edificios construidos durante la Unión Soviética. En esos edificios todos tienen los mismos armarios, y uno puede imaginar que en esos armarios están bien guardadas las banderas de Rusia, porque hasta no hace mucho buena parte de los habitantes se enorgullecía de su origen ruso.
—¿Vos te imaginabas que sucedería algo así?
—No.
—¿Y con Rusia?
—Mucho menos con Rusia. Ucrania y Rusia son dos naciones hermanas y esta guerra es una guerra entre hermanos. Muchos tenemos familia en Rusia, por ejemplo mi abuela es rusa. Y en mi familia se habla ruso, yo pienso en esa lengua, eso es algo que la política no puede cambiar. Claro que ahora no respeto Rusia tanto como antes. Pero esto pasará –dice Yulia, con un optimismo que no tienen todos sus compatriotas.
El bar parece estar tan lejos de la guerra como cualquier bar alternativo de otra ciudad. Salvo que esta es la capital de un país en guerra. Estamos en la parte vieja de Kiev, en la falda de la colina coronada por la Iglesia de St. Andrei. No lejos de aquí nació Mijaíl Bulgákov. Hablando de él empezamos la conversación con Vladislava, una joven que expone sus pinturas expresionistas en los muros de este bar.
Rápidamente la conversación nos lleva de Bulgákov a las historias místicas de esta ciudad embrujada. Cuenta la leyenda que antes de la llegada del cristianismo, Kiev estaba habitada por muchas brujas y magos.
—Había muchas pero muchas —dice Vladislava y abre los ojos bien grandes antes de agregar— y todavía las hay. Aquí, más allá de mil años de cristianismo y setenta de comunismo, todos creen en las brujas y en los magos y más de uno sabe leer el futuro en la palma de la mano.
Vlada me dice que ella entiende por qué es así:
—Pasó un tiempo muy malo aquí. Ahora está más tranquilo. Pero en Maidán estuvo la guerra, fue algo terrible. Y ahora hay mucha gente loca, además la situación económica es muy mala.
Le pregunto si antes de la guerra estaban bien.
—Acá… acá nunca se estuvo bien —responde sonriendo, con ese cinismo eslavo que es mitad queja, mitad orgullo de penurias y conquistas.
En el tren de vuelta a Moldavia conocí a Serguei, un estudiante que, como muchos ucranianos, dejó el país para estudiar afuera. Ahora vuelve a Moldavia y tiene miedo de que en la frontera lo agarren para el ejército. Me explica que todos los hombres que ni trabajan ni estudian son reclutados para la guerra. Hay veces en las que un certificado del extranjero no cuenta y entonces te reclutan, y te mandan a Donetsk o a Lugansk. En nuestro compartimento está también el señor Piotr Ivanovich: cuando comenzamos a hablar de este tema se acuesta en su cucheta y se queda en silencio.
Le pregunto a Serguei si él creé que tiene solución esto que está pasando en su país.
—Sí, claro que se resolverá —asegura—. Ahora Ucrania se despertó. Tal vez nos lleve un año o dos hasta que armemos un ejército poderoso. Entonces vamos a matar a todos los bandidos que invadieron nuestra patria y vamos recuperar nuestro territorio.
Piotr Alexievich se remueve en su catre y refunfuña algunas palabras ininteligibles. Serguei apaga la luz del compartimento.
***
Pocos días después de estos encuentros se produjeron los sangrientos hechos del 31 de agosto de 2015. Recuerdo las palabras de Vladislava: “Acá estuvo la guerra y no sabemos si volverá. Todos creemos que no volverá, pero no sabemos.”
Vladislava me contó que en 2013 fue algo terrible, que veía a los hombres avanzar y de repente caerse al suelo, muertos.
—Era terrible, yo lloré durante horas, te das cuenta —me dice con los ojos llenos de lágrimas—; ese hombre tenía una mujer, unos hijos. Ese hombre se muere, yo me pregunto para qué. Todo por dinero. Porque hay gente que tiene mucho dinero y mucho poder y otros que no tienen nada. Este año el gobierno aportó un montón de dinero en el Ejército. Tu sabes lo que sería si en lugar de gastarlo en armas lo invirtiera en educación, en salud, en instrumentos musicales —me dice Vlada, que da clases de música en una escuela de Kiev—. Te imaginás qué fantástica orquesta sonaría en el Donbass.
Entre la Iglesia de Sofia y la Mikhailova nació la Rus de Kiev a finales del primer milenio de nuestra era. Este es un enclave esencial en la historia de Rusia y Ucrania. Hoy se encuentra el monumento a Olga, madre de la patria ucraniana. Alrededor de su estatua hay un grupo de voluntarios con unos telares en los cuales tejen camuflaje para las tropas que están en el Este.
Es un domingo de sol. Estas personas eligen venir aquí en vez de ir a uno de los magníficos parques de Kiev o al río.
Aquí hay niños tejiendo camuflaje militar. Esta es una de las visiones de un país en guerra. Tal vez no la más cruenta, pero tampoco la más feliz. Más allá de la innegable empatía que despierta este gesto de voluntaria solidaridad, lo que yace detrás es el horror de la guerra, la preparación de un combate, una ofensiva tejida por las inocentes manos de madres, abuelas y niños que cantan bajo el sol de Kiev.
Cantan una canción de amor a la patria y cuando terminan dicen:
—¡Gloria Ucrania!
Y el sereno coro de tejedoras responde:
—¡Gloria!
Por supuesto este grupo de voluntarios no pasa desapercibido y en el rato en que estoy observándolos se acercan tres equipos de televisión. Uno de ellos entrevista a un niño de no más de cinco años que también teje el camuflaje. No escucho qué le preguntan, pero siento claramente que él contesta:
—Yo amo a Ucrania.
Lo curioso es que lo dice en ruso, y por más que los reporteros se esfuercen en que lo diga en ucraniano, el niño, una y otra vez, lo repite en ruso:
—Yo amo a Ucrania.
Notable la imagen del niño, notable el final.