Wittgenstein y Gramsci, mediados por un hombre-periódico, hace casi 100 años intentaron prevenirnos de un peligro en el lenguaje.
Por Fidel Maguna
sraffa cuenta una noticia
A comienzos de la década del 30, en los albores del nazismo, siendo el autor del Tractatus y profesor de Cambrige, el austríaco Ludwig Wittgenstein, quien llevaba un tiempo dudando de los postulados lógicos que lo hicieron célebre, determinó que dejaría de leer periódicos y de escuchar la radio. Los biógrafos no explican exactamente por qué tomó esta decisión ni hasta cuándo duró, pero sí nos dicen que por aquella época trabó amistad con Piero Sraffa, un influyente economista italiano que estaba asentado en Inglaterra desde que publicó en su país un artículo que acrecentó la persecución que Benito Mussolini había emprendido contra él.
Sraffa rápidamente se transformó en el encargado de comunicarle a Wittgenstein las noticias del momento: así, el filósofo que escribió que los límites de su lenguaje eran los límites de su mundo, aquel judío que fue compañero de Hitler en el colegio secundario, que combatió en la Primera Guerra pensando que tal vez la cercanía de la muerte le trayera la luz en la vida, así él, Wittgenstein, se enteró por boca de Sraffa, por ejemplo, de la candidatura presidencial de Hitler, o del encuentro entre Mussolini y el Papa Pío XI con motivo de los 10 años del fascismo en el poder de Italia.
“Es curiosa la amistad de Wittgenstein y su diálogo con un activista político como Sraffa pues, según sabemos, Wittgenstein nunca tuvo tentaciones políticas. La relación y las conversaciones con Sraffa fueron importantes en aquellos momentos de cambio, aunque no se sabe mucho de ellas”, explica Isidoro Reguera en su ensayo Ludwig Wittgenstein, el último filósofo.
Pero tal vez resulte más curioso el dato de que Piero Sraffa, seis años atrás, también había cumplido el rol de intermediario entre un hombre y las noticias del mundo; en ese caso fue con su amigo y camarada Antonio Gramsci, quien en 1926 había sido arrestado por orden de Mussolini y que (a diferencia de Wittgenstein) quería leer absolutamente todos los diarios y revistas que pudieran mandarle a la prisión. Piero Sraffa era uno de los encargados de hacérselos llegar. Y no sólo mandaba diarios, libros y revistas, sino, también, los papeles y las plumas con las que Gramsci escribía sus Cuadernos de la cárcel.
Una imagen concreta de mundo
El Tractatus de Wittgenstein, el gran poema-lógico (como lo define Reguera) publicado en 1921, termina diciendo: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. Quizá esa sentencia guarde alguna relación con su posterior abstinencia de medios de comunicación. La prensa nunca se calla, no para ni siquiera cuando no sabe qué decir, aborrece el silencio; el periodista que quiera o necesite parar indefectiblemente se va a tener que bajar del tren, retirarse o, en el mejor de los casos, intentar algo nuevo, una nueva forma, como por ejemplo hizo Rodolfo Walsh en 1966, durante el comienzo de la dictadura de Onganía, yéndose al Noreste argentino a escribir largas, lentas, exquisitas y extrañas crónicas sobre el tren más lento del mundo, el carnaval caté, San La Muerte, el universo de Horacio Quiroga o los esteros del Iberá:
“Sólo me interesa escribir para muchos. No quiero escribir para ejecutivos –dirá Walsh en una entrevista–. Ésa es hoy la técnica periodística. A veces me tientan con cifras respetables, pero puedo resistir la tentación”.
Wittgenstein, que no era periodista pero sí un agudo lector de diarios (dicen que el Tractatus nació de la lectura de una noticia sobre un accidente automovilístico), en 1932 decide parar. Y ahí aparece Piero Sraffa, a suplir, ante el filósofo hastiado, el lugar de la prensa. Lamentablemente hay poca información sobre las conversaciones que mantuvieron, pero lo que se sabe nos permite suponer que las posiciones políticas del marxista Sraffa, filtrándose en la forma en la que daba la información a su amigo, fueron calando en el “segundo Wittgenstein”, ese que se opondría a los principios de su propio Tractatus. Así lo explica Reguera:
El pensamiento de Wittgenstein fue cambiando radicalmente hasta llegar a ser la alternativa al primero, al de antes de la guerra, prácticamente el contrario; aunque alternativas y contrarios se parezcan mucho en su oposición, pues ambos se necesitan para existir. En el primero, analizaba lógicamente el lenguaje y el mundo buscando un ideal universal de perfección significativa en un sujeto metafísico, minusvalorando cualquier uso del lenguaje que no fuera el lógico y científico, que tuviera que ver con las peculiaridades de un sujeto empírico y emocional. En el segundo, analiza el lenguaje corriente, con sus innumerables usos y juegos diarios, buscando el sentido de las cosas en él mismo, tal como es, como acción humana sometida a un entrenamiento reflejo dentro de una forma concreta de vida sujeta a condicionamientos naturales, sociales y culturales; en una imagen concreta de mundo.
Los mejores alumnos de Goebbels
El biógrafo Ray Monk nos cuenta que en 1939, en vísperas de la Segunda Guerra, Wittgenstein sufría horrores cada vez que iba al cine porque seguía sin poder tragarse los noticieros. Veía en el discurso de la prensa inglesa la escalada de un patriotismo antialemán que lo enfurecía. Pero más lo enfurecía la aceptación de algunos amigos ante esa línea editorial. Se conserva una carta que nunca envió, dirigida a algunos colegas de Cambridge, acusándolos de ser “los mejores alumnos de Goebbels”, una acusación que tal vez se explique mejor con una anécdota de esa misma época: Wittgenstein y el filósofo norteamericano Norman Malcom caminaban por Londres y, al pasar junto a un quiosco, vieron un periódico en el que se leía la noticia de que los alemanes acusaban a los ingleses de haber intentado asesinar a Hitler. Wittgenstein comentó que no le sorprendería que fuera cierto. Malcolm objetó: “Un acto así –dijo– es incompatible con el carácter nacional inglés”. Wittgenstein reaccionó airadamente ante ese “primitivo comentario” y al llegar a su casa se hizo la siguiente pregunta en su cuaderno:
De qué sirve estudiar filosofía si todo lo que consigue es permitir hablar con cierta plausibilidad acerca de algunas cuestiones abstrusas de lógica, etcétera, y si no mejora la manera de pensar acerca de las cuestiones importantes de la vida cotidiana, si no hace ser más concienzudo que cualquier periodista en el uso de frases PELIGROSAS que tales personas utilizan para sus propios fines.
Hubiese sido fácil para él advertir el peligro en la prensa alemana, indignarse ante cada nota antisemita, rasgarse las vestiduras ante cada loa a Hitler, sufrir y decir “se ha cruzado una línea” ante la oscurísima manipulación del lenguaje de aquellos medios: pero ese era un peligro directo, palpable, sin rodeos; era la voz del odio en estado puro, el lenguaje de aquellos que habían cruzado una línea hacía más de diez años. En cambio el otro peligro, inoculado en la oposición editorial inglesa a la violencia nazi, más allá de sus aparentes buenas costumbres e intenciones, era un peligro diferente; una oposición, un espejo, una aceptación a la línea trazada por Goebbels.
El orden nuevo
A mediados de la década del 30, mientras Wittgenstein se mantenía informado por Sraffa y huía despavorido de los cines cuando pasaban el noticiero entre película y película, Antonio Gramsci, desde una prisión italiana, empezaba a escribir su vigésimo primer cuaderno, en donde analizaba el concepto de “nacional-popular”. Y ahí Gramsci también hablaba de un peligro en el lenguaje:
Hay que observar el hecho de que en muchas lenguas, “nacional” y “popular” son sinónimos, o casi (…) En Italia el término “nacional” tiene un significado muy restringido ideológicamente y en todo caso no coincide con “popular”, porque en Italia los intelectuales están lejos del pueblo, o sea de la “nación”, y por el contrario están vinculados a una tradición de casta, que nunca ha sido rota por un fuerte movimiento político popular o nacional desde abajo: la tradición es libresca y abstracta y el intelectual típico moderno se siente más ligado a Annibal Caro o Ippolito Pindemonte que a un campesino pullés o siciliano. El término corriente “nacional” está ligado en Italia a esta tradición intelectual y libresca, de ahí la facilidad tonta y en el fondo peligrosa de llamar “antinacional” a cualquiera que no tenga esta concepción arqueológica y apolillada de los intereses del país.
Gramsci, a diferencia de Wittgenstein, sí era un hombre de prensa: durante la Primera Guerra Mundial, a sus veinte años, fue redactor de dos periódicos, en los que publicaba críticas teatrales y análisis políticos. En 1919, terminada la guerra, forma parte de la fundación del periódico torinés L’Ordine Nuovo / Rassegna settimanale di cultura socialista, el “periódico de los consejos de fábrica” que no tardaría en generar debates en todo el movimiento obrero italiano. En palabras de Gramsci, los obreros se apasionaban por el periódico porque allí “se encontraban a sí mismos, veían reflejado lo mejor de sí; porque sentían que los artículos insinuaban su mismo espíritu íntimo de búsqueda: no eran frías arquitecturas intelectuales, sino que desobstruían nuestra discusión con los mejores obreros, reflejaban sentimientos, voluntad, la verdadera pasión de la clase obrera turinesa que había sido provocada y puesta a prueba por nosotros…”
Odio y locura en Buenos Aires
Desde el 1° de septiembre, cuando un hombre de 35 años llamado Fernando Sabag Montiel emergió entre las personas que la abrazaban y le llevaban libros para que firmara, estiró el brazo izquierdo empuñando una Bersa calibre 32 y gatilló a centímetros de su cabeza, Cristina Fernández de Kirchner se mantiene, en público, en completo silencio. Desde entonces hasta hoy, martes 13 de septiembre, apenas publicó una imagen en Twitter: una tapa difuminada de Clarín en la que sólo se lee el nombre del diario, la fecha y un abyecto titular del editor Pablo Vaca. En estas dos semanas los medios de comunicación, de todo tipo y color, en cambio, hablaron sin cesar. Un sector minoritario de la prensa (descontando notables excepciones) se dedicó a analizar los discursos de otro sector, mayoritario por monopólico; pero ese análisis, que quiso ser un freno a los denominados “discursos de odio”, por momentos se transformó en un espejo de la imagen que proponían los directores, editores y voceros del grupo Clarín y asociados. Así se instalaron dos imágenes enfrentadas: el intento de magnicidio como respuesta al odio abstracto inoculado por el monopolio versus la locura, también abstracta, que puede llevar a un hombre a intentar semejante crimen.
No faltaron, en los canales y diarios “no hegemónicos”, los intelectuales, periodistas y opinólogos autodenominados nacionales y populares que prefirieron no callar ante lo que todavía no se sabe y se prestaron a analizar, plausibles en cómodos sillones, qué son los discursos de odio, dónde nacen, cómo detenerlos, cuáles son sus riesgos. No recurrieron, como en los tiempos de Gramsci, al término “antinacional”, pero sí a hablar de “grietas”, de “nosotros” y “ellos”, también facilidades tontas y en el fondo peligrosas que denotan que en la Argentina del 2022 una buena parte de los intelectuales y periodistas se fue quedando lejos de las experiencias del pueblo. O que el pueblo, ese sabio lector, se fue quedando lejos de una prensa entrampada en el espejo. ¿Y qué hace un sabio lector cuando el relato se entrampa? Si no lo abandona, lo sigue leyendo con una mezcla de cinismo y amargura, aún a riesgo de caer, también él por un momento, en las trampas del espejo. La aceptación y uso cotidiano del sustantivo “grieta”, instalado en el imaginario colectivo por Jorge Lanata, tal vez sea un buen ejemplo.
¿De qué sirve estudiar filosofía si no hace ser más concienzudo que cualquier periodista en el uso de palabras peligrosas?
Cuando se alude al odio y a la locura se corre el riesgo de transformar estos conceptos en abstracciones. Por eso, tal vez, Gramsci y Wittgenstein, tan disímiles entre sí, hablaron del peligro. Un peligro que hoy, como ayer, sigue siendo palpable. Es el peligro de caer en el modernizado espejo de Goebbels; de imponer la discusión técnica (“¿las redes sociales son las culpables de todo esto?”) por sobre la discusión de la ética editorial; de permitir que las demandas del mercado se impongan sobre las demandas de los lectores y protagonistas de la historia que se construye día a día. Es el peligro de caer en el espejo que todavía separa lo nacional de lo popular, lo real de lo ficticio, la palabra de la acción, la prensa y la cultura de los trabajadores y desocupados que siguen sin ver reflejado su íntimo espíritu de búsqueda.
Gramsci, acaso con más decisión que Wittgenstein, buscó romper el espejo. Y por momentos pudo conseguirlo, por ejemplo con L’Ordine Nuovo, el periódico que llevaba en tapa un mensaje que, palabras más, palabras menos, en más de una ocasión se le oyó decir a Cristina:
Instrúyanse, porque necesitamos toda nuestra inteligencia. Conmuévanse, porque necesitamos todo nuestro entusiasmo. Organícense, porque necesitamos de toda nuestra fuerza.
Coincido ampluamente.Estoy sin leer periodicos y sin ver tele.