En el lilliputiense Mundial de Qatar el VAR, mal que nos pese, va moldeando el nuevo fútbol
Por Andrés Maguna
Durante el Mundial de Fútbol el sistema nervioso del planeta humano se tensa al máximo, la fuerza de gravedad de la Luna se ve afectada por la energía libidinal de billones de personas liberada a raudales al éter biosférico, y el magnetismo de las masas oceánicas aumenta su conductividad. El pueblo global, inmerso durante un mes en la inercia comunicacional aplanante, asiste de manera remota al espectáculo fenoménico montado en torno de una sencilla pelota de cuero que fue creada para ser pateada de aquí para allá.
Y en este sufrido país, que se desagrieta a la hora de alentar a la albiceleste, nos tocó engullir una amarga derrota condimentada por una injusticia a manos del VAR (Video Assistant Referee), que se pasó de moderno, infalible e instantáneo cometiendo un error garrafal al anular el gol de Lautaro Martínez, como lo demostró palmariamente Nacho Tellado, el arquitecto español (desarrolló el sistema de offside que luego la FIFA copió, por lo que algunos lo nombran como el inventor del VAR) que recalentó las redes sociales con una imagen en la que se ve claramente que los réferis asistentes que trazan líneas y manipulan muñecos en 3D tomaron para su análisis “al defensa equivocado”, desestimando a otro que claramente habilitaba a Martínez. Pero en el momento nadie chistó. Escoba nueva barre mejor. A llorar a la iglesia. Así es el fútbol que se viene, el que impone el Primer Mundo.
“El fútbol es popular porque la estupidez es popular”, dijo Jorge Luis, quien no entendía (porque no quiso estudiarla) la lengua del deporte creado hace menos de 150 años, que según Pier Paolo “es un sistema de signos, es decir, un lenguaje. Tiene todas las características fundamentales del lenguaje por excelencia, el que nos ponemos inmediatamente como término de comparación, o sea, el lenguaje escrito hablado. En efecto, las palabras del lenguaje del fútbol se forman exactamente como las palabras del lenguaje escrito hablado. Los cifradores de este lenguaje son los jugadores. Nosotros, en las tribunas, somos los descifradores: poseemos pues un código común. Quien no conoce el código del futbol no comprende el significado de sus palabras (los pases) ni el sentido de su discurso (el conjunto de pases)”.
Pero nosotros, los 5.000 millones de seres humanos que, se calcula, compondremos la audiencia del evento (en el Mundial pasado, Rusia 2018, fuimos 3.554 millones de espectadores), los descifradores que manejamos un código común, en esta oportunidad como en ninguna otra observaremos la mayoría de los partidos en dispositivos móviles vía streaming, un modo comunicacional que terminó de afianzarse por la necesidad de conexión generada por la pandemia. Así, para las nuevas generaciones que se suman al universo futbolero, que siempre marcan la tendencia, será la cosa más normal ver las evoluciones y peripecias de jugadores de menos de medio centímetro de talla, en un teatro de figurillas que se disputan un puntito blanco sobre un fondo verde. Y creerán, y creeremos, o querremos creer en la justicia del VAR como creemos en la justicia de los semáforos, de los relojes, de las computadoras.
Así, aquellos que desarrollemos la capacidad de “sumergirnos” en las pequeñas pantallas podremos visitar en vivo la Lilliput en que se convirtió Qatar, un minúsculo país de 275 mil qataríes y dos millones y medio de trabajadores extranjeros, y recorrer telemáticamente, como si de miniaturas se tratara, los ocho estadios construidos en Doha, la diminuta capital del petrolizado país.
El esfuerzo inmersivo, mantener en alto el hilo de una relación tan despareja, puede dar recompensa si hay sorpresas, si sucede lo impensado, lo sobrenatural, como ha sucedido una cantidad de veces que pueden contarse con los dedos de la mano, o como dijo Benedetti: “Aquel gol que le hizo Maradona a los ingleses con la ayuda de la mano divina es, por ahora, la única prueba fiable de la existencia de Dios”. Un gol que el VAR hubiera anulado, como también hubiera podido hacer con el otro, el mejor de la historia del mundo mundial, retrotrayendo la jugada a un invalidante full cometido por Cuciuffo en el inicio de la jugada.
Pero al igual que el resto del colectivo global, con el Mundial en la palma de la mano jugaremos a ser dioses, y ¿quién nos quita la ilusión de sentirnos demiurgos de las realidades metaforizadas por el fútbol de 32 países de los cinco continentes? Aunque si escuchamos al uruguayo Galeano, cuando dice que “en su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo”, podremos entender que si el equipo es la selección nacional, y la camiseta la bandera del país, cualquier desatención o falta de apoyo puede ser tildada de traición a la patria.
La geopolítica aplicada al juego del balompié adorna los relatos, pero nada más, porque los poderes económicos y financieros van ganado terreno y corrompen las bellezas naturales de un entretenimiento apto para cualquiera, convirtiéndolo en un show business que trabaja sobre mediciones numéricas, despersonalizadas, y algoritmos que mandan aumentar la presencia de la tecnología en desmedro de la del ser humano. VAR incluido.
Sartre decía que “en un partido de fútbol todo se complica por la presencia del equipo contrario”, y nos hace caer en la cuenta de que en el match que enfrenta a los “pro Mundial a cualquier costo” y los que son “anti Mundial por la oscuridad que representa” van ganando los primeros por goleada.
No es de extrañar que así suceda, tomando como ejemplo lo que sucede con el tratamiento mediático de la guerra Rusia-Ucrania, que hace rato se convirtió en un ingrediente más del plato que busca atraer a comensales cada día más desapasionados, desinteresados de todo, con excepción de la malsana adicción a las pantallitas luminosas, que sacia a los “interesados” convirtiéndolos en idiotas pasivos que se conectan para desconectar, que se animan a desanimarse, que involuntariamente son voluntarios de la abulia.
“Cinco días son para trabajar, como dice la Biblia. El séptimo día es para el Señor, tu Dios. El sexto día es para el fútbol”, explicó hace tiempo Anthony Burgess, que no podía despegar su amor por el fútbol de su visión de la existencia. Pero el autor de “La naranja mecánica” no llegó a vivenciar este Siglo XXI tan inerme, desalentado y desangelado que hasta el noble pasatiempo de la redonda pasó a ser víctima de una mecánica inercial que lo va despojando, gradualmente, de su encanto primitivo.
“Juegan, juegan. / Agachados, arrugados, decrépitos. / Este hombre torvo / junto a los mares de su patria / más lejana que el sol / cantó bellas canciones”. Parte de un poema de Neruda anticipatorio del ocaso de la lírica del fútbol, o del proceso de desaparición de la lírica, junto con la épica, en el fútbol. Podría decirse que el viejo fútbol, el que murió o está muriendo, despierta con su añoranza una expectativa que no está cumpliendo (si no todo lo contrario) el nuevo fútbol, este que se está viendo en los primeros partidos de la fase clasificatoria en Qatar. Este cuyo principal protagonista es un software que dicta sentencias, que reparte felicidades e infelicidades, que sigue debilitando un sistema de reglas que nacieron claras y se fueron cambiando con la excusa de adaptarlas al correr de los tiempos. Si hasta dan ganas de volver a los tiempos en que las posiciones adelantadas se juzgaban de acuerdo a la “regla antigua”, de 1863 (un jugador estaba “fuera del juego” si se situaba por delante del balón), o la “regla clásica” de 1866 (un jugador estaba en fuera de juego si se encontraba más cerca de la línea opuesta que el balón y el antepenúltimo adversario), e incluso la “regla actual” de 1925, que fue modificada en 1990 y 2003 hasta llegar a ser la que hoy debe someterse al arbitraje. VAR incluido.
Para Honoré de Balzac, que no llegó a conocer el deporte fútbol, el gran secreto de la vida humana se basaba en tres palabras: vouloir (querer), pouvoir (poder) y savoir (saber). Y si adaptamos su fórmula (el querer nos abrasa, el poder nos destruye, y el saber nos calma) a una visión al sesgo del Mundial (que es, por otra parte, y en otro sentido, la manera en que se miran en realidad la mayoría de los partidos actualmente) podríamos arriesgarnos a decir, sin temor a equivocarnos mucho, que el fútbol que está pariendo este torneo en Lilliput nos abrasa con su indiferencia, nos empieza a destruir con su poder tecnocrático y nos calma haciéndonos saber que no hay otra, que el futuro ya llegó y tiene todos los colores y brillos que el dinero puede comprar.
En Argentina y en Camerún, en Qatar y en Lilliput, una pelota es una pelota y un gol es un gol, pero lo que está cambiando de sentido según quien lo interprete es el concepto que define lo indispensable, en el campo de la ética y la moral, para ser justos campeones.
“La pelota no se mancha”, dijo Él, que conocía mejor que nadie los designios de los poderes cuánticos y simbólicos que rigen ese microuniverso que contiene “la pelota”. El Diego no se murió y sigue insistiendo con eso del ¡Oh juremos con gloria morir! por más VAR que nunca será bar (en el sentido de refugio cálido en compañía empática), por más sabores que quite su naturalización (en el próximo Mundial ya estará del todo aceptado, apáticamente, acríticamente). Por más agoreros de la derrota que quieran embarrar la cancha de las ilusiones optimistas.