Viaje de un cronista veterano por la ReDi (Fiesta de la Recreación y la Diversión) durante el Día de las Infancias en la ex Rural
Por Andrés Maguna
Al Caballo Verde, o Caballo Loco (tiene dos nombres), se lo ve un poco desanimado, tal vez un poco triste. Ninguna niña, ningún niño, ningún niñe quiere sacarse una selfie con él. Nadie lo abraza, nadie lo saluda. Debe ser porque es un personaje desconocido para las generaciones menudas de hoy, o porque su binominación (Verde y Loco, sin preeminencia de ninguno de los dos nombres-adjetivos) confunde o asusta a los niños: si no tiene nombre resulta un ser extraño, un innombrable, un bicho raro.
A pocos metros de él, Minnie, la Vaca Lola y el Sapo Pepe están desbordados, y largas filas de enanas, enanos y enanes esperan su turno para fotografiarse con ellos. Pero hay un gurrumín de unos cinco años que mira fijamente al Caballo Loco y Verde (que sacude los brazos en un gesto fútil de alegre saludo para disimular su soledad) y, soltándose de la mano de su mamá, se acerca al desafortunado animal de fantasía y le ofrece de regalo, extendiendo su manita derecha, sin decir una palabra, una pulserita de tela, celeste y blanca, con la inscripción Malvinas Argentinas, que hace unos minutos le obsequió uno de los ex combatientes que reciben a los recién llegados a la ex Rural, en el comienzo de la Calle de la Bienvenida.
Acabo de ingresar al predio donde se celebra el “megaevento” por el Día de las Infancias (ex Día del Niño) llamado ReDi (Fiesta de la Recreación y la Diversión) que organizó la Municipalidad de Rosario, en conjunto con más de 50 empresas de la ciudad, en el marco de una desmesurada oferta de actividades en casi todos los espacios públicos de la urbe.
Es el domingo 20 de agosto y estoy aquí en plan de “cobertura periodística”, un poco intrigado por ver cómo se agasaja a las infancias en estos tiempos pospandémicos, y llevando varios años sin niños “a cargo” puesto que mis dos nenas y mi nene crecieron, se hicieron mayores de edad y se creen adultos.
Así es la cosa. Un viejo cronista, de turismo por una fiesta para la pibada, con la curiosidad intacta, y una capacidad de asombro que sin embargo no alcanzaba para encuadrar la conmovedora escena del pequeño y hermoso Jesusito morocho, sin dientes delanteros, vestido humildemente, ofreciéndole su pulserita de Malvinas al Caballo Verde y Loco.
Son las 11.15 y hace frío, el cielo está cubierto de nubes aceradas y la gente camina rápido con los hombros encogidos. Dejo de mirar la escena del Jesusito y me concentro en un enorme cartel con el mapa de la ReDi.
Primero me ubico: estoy en el ingreso a la Calle de la Bienvenida (el ancho sendero de cemento, bordeado de enormes eucaliptos, que conduce, de este a oeste, desde la entrada hasta la pista de arena bordeada de gradas), a ambos lados, norte y sur, están los restaurados galpones de Toros Inscriptos, ahora convertidos en espacios subdivididos en stands con “divertidas” propuestas: en el de la izquierda se ofrecían dispositivos de dibujo y juegos del Observatorio Astronómico Municipal, vinculando el mundo de los astros junto con el de los experimentos; y también diez mesas de ajedrez, juegos de diseño en papel, espectáculos de cuentos y narración, y de teatro de sombras. En el galpón de la derecha se invitaba a niños más grandes a explorar la tecnología y la ciencia a través de dispositivos interactivos, o la “emocionante” cámara de 360°, hasta juegos de robótica y experiencias musicales, con pruebas de videojuegos de baile, música y dispositivos gamer, además de instrumentos de percusión y música.
Me decido por ir al galpón que está a mi izquierda, pero antes de entrar me detengo, atraído por el espectáculo de un pelotón (parte de una legión, disgregada aquí y allí) de jóvenes, seis o siete, que se colocan sobre la ropa que llevan puesta unas remeras amarillas sin mangas con la leyenda “COLABORADOR”, mientras una instructora, o coordinadora (supongo que una funcionaria de la Secretaría de Cultura municipal, quizá de la Dirección de Gestión Territorial, organizadora del evento junto con el Paseo de los Patos) les explica lo que tienen que hacer, cómo “asistir a los colaboradores que ya están, ordenando y conteniendo cuando los puestos desbordados…”. Pero no termino de escuchar la explicación, y entro al Territorio de la Imaginación pensando en si en algún momento habrá desbordes, excesos de niños, porque todo está muy tranquilo y veo que hay más adultos que niños. Aunque recién son las 11.30 (la convocatoria es de 11 a 18) y el clima no acompaña, como se dice.
En ese primer galpón en el que entré, a mi derecha, tendidos sobre unas lonas, había niñitas, niñitos y niñetes dibujando y pintando sobre hojas de papel blanco, y más allá otros lo hacían sentados en mesitas redondas. Luego había un espacio “laboratorio” con diversos artilugios, como un microscopio, una cápsula de tiempo y otros más raros. Intrigado, pregunté si podía entrar a la cápsula, y la colaboradora, una simpática joven, me dijo que sí, me invitó a entrar y luego cerró la puerta por fuera. Lo que pasó luego, durante los tres minutos de mi viaje en el tiempo, es imposible de describir con pocas palabras, por lo que me abstendré para no engarrafar más esta crónica. Sólo diré que fue una experiencia transformadora: el que salió de la cápsula no era el mismo que había entrado.
Luego medí la electricidad de mi cuerpo (18 de no sé qué) colocando mis manos sobre unas placas metálicas, charlé con un colaborador sobre los otros aparatos, y me puse a deambular entre las mesas de ajedrez, los dispositivos para bebés, el teatro donde habría títeres y sombras, y muchas otras “estaciones”, notando que el número de niños aumentaba vertiginosamente.
Para las 11.40, cuando me crucé al otro galpón, Territorio de la Innovación, noté que el ingreso de gente era más consistente, casi espeso.
Ese segundo galpón que visitaba era ruidoso, bochinchero, con baterías e instrumentos de percusión, amplificados o no, dominando la dimensión acústica. Y había colas esperando turno para sacarse fotos de a trío en 360 grados, o experimentar con robotitos de dibujaban solos, y flotaba en el aire esa tensión nerviosa infantil que genera la sobreestimulación de los dispositivos electrónicos. Me sentí ahogado y salí a la Calle de la Bienvenida buscando aire fresco. El cielo seguía nublado pero ya no hacía tanto frío. Eran las 11.48. Las personas entraban a raudales, y encaré entre la corriente que ingresaba hacia el escenario. A poco de andar me crucé con el Caballo Loco y Verde, alegrándome de que hubiera un niño sacándose una foto con él.
Anduve deambulando entre las estaciones de maquillaje, los incontables inflables, los juegos mecánicos, los autos antiguos y el sector de peluquería de niños (barberos kids), preguntándome cuántas personas habría (¿5.000, 6.000?), que en ese momento (12.15) ya eran mayoritariamente infantes.
Luego quise entrar a un tercer galpón habilitado, Kermesse Rosarina, pero me fue imposible: la cola de ingreso era larguísima. Entonces seguí hacia un bosquecito en el que había cinco mesas de tejo y cinco de metegol, todas ocupadas, pasé junto a un puesto de Sin Culpa en el que muchos (hijos y padres) esperaban su turno para tratar de embocar una pelota de fútbol y ganarse un alfajor (era difícil, muy pocos lo lograban), y me detuve, a cinco metros de allí, ante los tres camiones de Bomberos Voluntarios que, con sus herramientas y enseres desplegados, se ofrecían generosamente a la curiosidad infantil. Y un poco atrás, sobre el césped, había una mesa y una cocina móvil de los Veteranos de Malvinas, que solícitos ofrecían vasitos plásticos de “chocolate” caliente.
Acepté un vasito y me senté en una de las muchas mesas que había esparcidas en aquel sector. El mentado “chocolate” no era otra cosa que leche con un poco de cascarilla, y al beberlo tuve otro viaje en el tiempo, al año 1983, cuando cumpliendo el servicio militar nos daban esa particular infusión de desayuno y merienda.
Entonces, justo entonces, a las 12.20, las nubes se abrieron y me bañó un potente rayo de sol. Miré el cielo y vi que el viento barría con rapidez las formaciones nubosas. Observando en derredor me asombró la multitud creciente que ocupaba las mesas libres, que desbordaba a los solícitos Veteranos, a los solícitos Bomberos, y pensé que el número de presentes se había duplicado (¿10.000, 12.000?), y me detuve en la identificación particular de los rostros, percatándome de que no conocía, ni de vista, a nadie.
Hacía cinco meses, en la celebración del Carnaval en el mismo lugar, me había pasado algo parecido al analizar la procedencia de los asistentes, al especular sobre niveles sociales, posibles trabajos, composición de grupos familiares y favoritismos políticos. Igual que en aquella oportunidad (y lo mismo ocurría ahora) tuve la certeza de que no había nadie (excepto los colaboradores contratados) de los countries, los barrios cerrados, el Centro, el Fisherton “bien”, el Alberdi “bien”. Eran todos, los invitados concurrentes, de las periferias populares, de las extensas barriadas Sur, Norte y Oeste. De los apartados márgenes, simbólicos y concretos, en los que sobrellevamos la existencia nosotros, los que somos nombrados peyorativamente como “la negrada” por una minoría privilegiosa.
En fin, que todavía sentía una disposición del ánimo ligera, contagiada de la alegría de los pibes, que me hacía considerar a todos los menores como mis propios hijos, y así, sonriendo bonachonamente, me dirigí a una carpa de La Magia que estaba cerca y presencié el divertido espectáculo de un mago. Al salir de allí enfilé al escenario central, y me sorprendió ver que no había tanta gente mirando el espectáculo de La Banda de Armando Lío, mientras entre el público, con un micrófono, el muy gracioso Orestes Muñante divertía a las familias con sus ocurrencias.
Me fui contra las vallas, me prendí un cigarrillo y distraje mi atención mirando y escuchando, ora hacia el escenario, ora hacia las gradas, ora hacia el ingreso a la arena principal de la ex Rural, y hacia las 13.15 caí en la cuenta de que estaba rodeado de personas, en su mayoría niños riendo, vociferando, pidiendo cosas, encaprichándose.
Sí, los niños me gustan, me caen bien de base, pero ya eran muchos, y ajenos (empezaba a dudar de que pudieran ser mis hijos), y cuando se empeñan en pedir límites siempre la exigencia implica trabajo para sus mayores a cargo.
Fue cuando quise emprender una retirada estratégica (“me voy a almorzar a casa, que por suerte vivo cerca, y vengo más tarde a ver cómo va la cosas”, pensé) y me topé con que el paso por el que debía salir del predio, la Calle de la Bienvenida, estaba atiborrada, explotada por una abigarrada muchedumbre que pugnaba en todas direcciones.
Eran las 13.45 cuando por fin alcancé la puerta de salida, entre 20.000 ó 30.000 personas que ingresaban. Antes de salir pude ver que el Caballo Verde y Loco escapaba del acoso y los golpes de un grupito de endemoniados Judacitos, buscando refugio detrás de Minnie. Me compadecí de él, me prendí otro cigarrillo y me alejé caminando, entre ingentes grupos familiares que iban en dirección a la fiesta.
Volví a la ReDi a las 5 de la tarde, luego de dormir una corta siesta de dos horas en la que soñé con una invasión de niños a los que me costaba rescatar de extrañas situaciones, y el paseo hasta la entrada fue primaveral, puesto que el día era soleado, tibio y amable. Pero al llegar al acceso, sorteando un millón de motos (las motos son el auto de los pobres) estacionadas en desorden sobre el césped, me topé con unos colaboradores (más grandotes, del tipo patovica) que impedían llegar a la entrada, ahora convertida en la boca de expendio de un apretado chorro de gente (¿40.000, 50.000?) que se afanaba por ganar la calle. “Ya terminó, no se puede pasar”, decían.
Al igual que yo, algunos adultos con sus niños, resistiendo la marea en retirada, trataban de entrar convenciendo a los colaboradores negadores, pero estos eran inflexibles, incluso ante mis alegaciones de que era de “la prensa”. Por suerte vi que entre el gentío salía P., una amiga que trabaja en Gestión Territorial de Cultura municipal, y me “hice autorizar” el ingreso por ella, que se rio del delirio de la situación, del desatino de mi supuesta misión.
A duras penas pude acercarme al escenario principal, donde se sorteaban 100 bicicletas, y vi que los inflables ya estaban desinflados, que se habían desarmado las estaciones de maquillaje, que la legión de colaboradores se había batido en retirada, y que los únicos que resistían, firmes al pie de sus sillones de barberos, eran los peluqueros infantiles.
Me detuve en la observación de los niños y las niñas, en su mayoría dando señales de estar saliendo de una hiperexcitación: los varones exhibían el mismo corte de pelo, con mechones teñidos de verde, y las nenas estaban maquilladas primorosamente. Casi todos tenían globos, lápices de colores, hojas de dibujo, o dibujos para colorear. Los adultos, padres, madres, tías, tíos, nonos, nonas, lucían cansados y quisquillosos. Tal vez defraudados del alcance de su paciencia, o por la incapacidad de seguir disfrutando de la alegría de los pibes.
Después me sumergí en la tumultuosa corriente humana y al cabo de 20 minutos salí al bulevar Oroño, y caminando hacia a la izquierda pasé por el Museo de la Ciudad y el Laguito, donde había otros festejos por el Día de la Infancias, también concurridos por decenas de miles de niños y sus laderos, sus acompañantes, sus sufrientes.
“Qué locura esta ciudad –reflexionaba zonzamente–, parece desolada, castigada por su sino de urbe industrial, pero cuando se trata de agasajar a sus infancias pierde la cabeza y no repara en gastos ni esfuerzos”. Y me compré una bolsa de pochoclos, y seguí caminando entre el pulular de infinitos nenes, ya pensando en esta crónica que ahora concluyo.