No hay fatalidad

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La depresión del pueblo, aliado fundamental de Marine le Pen: ¿Cómo vencer ese frente?

 
Por François Ruffin (diputado por La Francia Insumisa)
Traducción: susana sherar 

Desde hace dos años tenemos que afrontar una verdad: Marine le Pen se instala tranquilamente en la República. Todas las encuestas lo dicen: su partido gana puntos, ella misma parece cada vez menos «inquietante». En la Asamblea nacional, sus diputados repiten a destajo: «Cuando gobernemos en 2027…» Insidiosa, esta musiquita termina por entrar. En televisión, de la mañana a la noche, un canal le tiende la alfombra roja, divide al país sobre sus orígenes, construye franceses «más» y franceses «menos». En cuanto al presidente, electo para «hacer dique», le sirve de trampolín: otorga al Rassemblement National (RN, partido de extrema derecha que dirige Marine Le Pen) en la Cámara de Diputados, la cabeza de varias comisiones, lo que lo vuelve respetable en esa institución. Y, por otro lado, no ayuda el resentimiento, el rencor que se introduce en los corazones, cuando humilla al país con la jubilación a los 64 años, sin acción contra la inflación, despreciando constantemente movimientos populares y cuerpos intermediarios. Hasta la «victoria» final, el regalo al RN de esta semana: el derecho de suelo que pone en causa, parcialmente, la preferencia nacional inscripta en la ley, bajo las ovaciones de los lepenistas.

Mas allá de los principios, son las vidas de los pobres que se empobrecen aún más. Sobre todo un razonamiento es transpuesto, convalidado: ¿atendiendo a menos extranjeros es como el hospital será curado? ¿Escatimándoles las APL (asignaciones de ayuda a los alquileres), el poder de compra de los franceses va aumentar? ¿Poniendo una caución sobre los estudiantes, Francia va a distinguirse ?

Todo un ambiente se instala: «Ustedes no son bienvenidos. Están de más. Háganse chiquitos». Y esto salpica sobre los franceses inmigrantes o sus hijos, que son golpeados en su humanidad.

Aquí está el plano inclinado. Y de golpe, las ideas resbalan.

Las ideas no resbalan solamente en la Francia de abajo: «A Marine no la hemos probado todavía…» Las ideas resbalan también en la Francia diplomada, en los ministerios, en los instalados: nos hacemos a la idea. Puntuamos con «de todas maneras…», «es así…», «es su turno…» Nos abandonamos por pusilanimidad, por cobardía.

No, no hay fatalidad.

En Historia de un alemán, Sebastian Haffner, joven estudiante en el Berlín de los años 30, describe así la subida del nacionalsocialismo: «En el instante del desafío, cuando los pueblos se levantan espontáneamente como un solo hombre, los alemanes, como un solo hombre, colapsaron. Se derritieron, cedieron, capitularon». Si los nazis triunfaron, nos dice, fue menos por voluntad de ellos que por pasividad de los otros: «cayeron por millones en la depresión». Esta depresión entre nosotros, en el país, este abandono, es nuestro peor enemigo. La resignación, el abatimiento que hay que vencer.

No hay fatalidad.

La historia es lo que los hombres y mujeres hacen de ella. La crisis de 1929 terminó en el nazismo en Alemania, cierto, pero en Estados Unidos llevó al New Deal y, en Francia, al Frente Popular.

En nuestro país la única vez que la extrema derecha llego al poder, fue por la derrota, por la humillación de 1940, por la colaboración. Jamás por las urnas. Y no fue para escribir una página de gloria en nuestra memoria.

No hay fatalidad, no.

Pero hay que abrirle una salida al país. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa, políticamente a largo plazo? El hecho marcante es el achatamiento del «bloque centro-liberal». Durante un largo tiempo, fue bastante poderoso para darse el lujo de dividirse entre centro-derecha y centro-izquierda, ofrecer una alternancia con matices, pero sin alternativa. El referéndum de 2005 tocó la campana: 55% de los franceses pero con un 80 % de obreros y 71% de empleados— votaron «NO» a la «competencia libre y no falseada», «NO» a la «libre circulación de los capitales y mercaderías».

El bloque en el poder, sin embargo, siguió y sigue persiguiendo siempre el mismo proyecto de globalización, de libre mercado: en democracia pero sin el «demos», incluso contra el «demos».

Desde entonces hubo que unir: para mantenerse, centro-derecha y centro-izquierda lo hicieron en la figura de Emmanuel Macron. Pero la desagregación prosigue, se acelera incluso, de Nuit debout* en el centro de las ciudades a los Chalecos Amarillos de la periferia, hasta las potentes manifestaciones de esta primavera por las jubilaciones. Trozos enteros se desprenden del bloque central.

¿Pero qué es lo que los une? ¿Qué los atrae? Nada. Muchos se quedan en suspenso, en la abstención.

¿Qué los puede imantar?

Es la carrera que se está corriendo, es la batalla entre dos polos: entre el bloque «nacional-autoritario» y el bloque «social-ecologista». Y digámoslo: por ahora nosotros perdemos. Perdemos ampliamente.

¿Por qué?

Primero, porque no somos un bloque. No se trata, solamente, de las cuatro listas a las elecciones europeas, sino mucho peor: todas las invectivas entre los jefes, todos las vidrieras de rencor en Twitter, todas las peleas con ruido de platos rotos… Francamente: ¿estamos a la altura del peligro?

La fuerza va a la fuerza y no damos el sentimiento de ser una. Ese espectáculo lamentable debe cesar.

Luego, erigir los Le Pen como espantapájaros, como repelente, gritar como en una pesadilla no basta: no ganaremos con eso. Lo que les hace falta a las clases populares es un trabajo respetado, por los horarios y los salarios, por los estatutos y los sueldos,  es el hospital pilar del Estado social, es la escuela pilar de la república, es la igualdad —y no solo en los frentes de las municipalidades—, es la soberanía reencontrada, es un impuesto donde «los peces gordos pagan grueso y los chiquitos pagan chiquito». Son rupturas económicas, democráticas, ecológicas que hay que acatar sin recular: con la competencia, el crecimiento, la globalización, con el poder concentrado en el Palacio presidencial. Sino, la «izquierda» volverá a caer en sus reveses, sus traiciones, sus falsos semblantes del pasado.

En fin, es una psicología, un estado de ánimo que hay que cambiar: ¡vamos, coraje! ¡audacia! No somos una ciudad sitiada, condenada a resistir en un país racista, enmohecido. Somos la mayoría, somos el pueblo que desea otra cosa, otra cosa distinta a la competencia de egoísmos, que pide justicia e igualdad: queremos ganar. Tenemos que pasar del espíritu de derrota a una fuerza de conquista.

No hay fatalidad.

¿Por qué entré yo en política? Les cuento algo que me hizo un clic: en el otoño 2015, tomé el tren entre París y Amiens. En la campaña por las elecciones regionales, Marine Le Pen saca cerca de un 50% en la primera vuelta. En el tren, dos militantes se gritan de un lado al otro del vagón: «¿Donde pegás afiches esta noche? ¡El domingo ya está! ¡Gana ella!» Y nosotros, la gente común o de izquierda, los no-fachos, mirábamos para abajo, silenciosos. Había que levantar la cabeza, encontrar nuestro orgullo. Lanzamos «El Despertar de las Remolachas»** por eso, con fanfarria, con alegría, con fe en que la gente se podía encontrar, hacerlos cambiar, dar vuelta el viento. Y lo hicimos, dos veces, en las legislativas en 2017 y 2022, dimos vuelta los scores del RN entre presidenciales y legislativas. Tráigannos a la izquierda, bien roja y bien verde, los resignados, los desilusionados, los rebeldes en una región obrera desindustrializada.

Como escribía el historiador Henri Lefebvre: «Nada de grande en nuestra historia se hizo sin alegría, nada grande se hizo sin deseo. Se hace la revolución, antes que nada, porque es una fiesta».

En estas condiciones, podemos ganar. Y somos muchos, hombres y mujeres de izquierda, militantes, concejales, diputados, intendentes, somos muchos en querer ese camino. Seremos aún más mañana, para construirlo.

*«Nuit debout»: nombre de un movimiento que ocupaba las plazas públicas por las noches en la primavera del 2016, compuesto más bien por las clases medias intelectuales y funcionando como un Foro, un Ágora con debates libres.

** «El despertar de las remolachas»: nombre del movimiento encabezado por François Ruffin a través de su revista «Fakir», en alusión al color de la verdura propia de su región, la Picardia, al norte de Francia.

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