Millon Dollar Baby y la verdad en el arte

Por Martín Mello

El arte es la mentira que nos permite comprender la verdad.

Pablo Picasso

Anoche fue el cumpleaños de mi suegra. Comí hasta que respirar fue un lujo. A las cuatro de la mañana volví a casa. Mi hijo y mis sobrinos jugaban a las cartas a los gritos en la misma mesa en la que yo tenía apoyado el codo y hacía zapping. De repente: Million Dollar Baby. La había visto con mi mamá en el cine, año 2004. Yo era adolescente, apenas saliendo de la niñez, y me había emocionado, pero más bien por empatía, dudo haber entendido lo que estaba viendo. La película iba por la tercera o cuarta escena, recién empezaba, ya está. Dos horas después, mi hijo, mis sobrinos y mi mujer durmiendo y yo llorando como piedra en verano.

Emocionalmente, la película te destruye. Intelectualmente, te maravilla. Es destacable la eficiencia que logra Clint Eastwood. Cada plano, cada línea de diálogo, cada exposición, es la exacta. Logra lo que Flaubert buscó toda su vida: la palabra justa. Pero lo más importante que logra con esa precisión es llegar a la verdad.

Clint Eastwood pareciera ser el menos apto para llegar a la verdad. Es un yanqui hecho y derecho, de derecha, multimillonario y amante del status quo. En otra de sus grandes películas, El Gran Torino, cuando el protagonista (actuado por el mismo director) va a cometer un acto heroico, a sacrificar su vida por unos inmigrantes, aparece un plano de frente de la bandera estadounidense flameando, solo porque sí.

Pero algunas personas sienten la verdad en la piel, no necesitan que se las explique ni Spinoza, ni Sartre ni Marx. Maradona fue a Israel y a su regreso dijo: “Ellos tiran bombas y los Palestinos se defienden con gomeras”. Nada más. Clint Eastwood también tiene esa genialidad, percibe verdades con su piel aunque las exprese de manera diferente.

Million Dollar Baby, a priori, parece una película tradicionalmente norteamericana. Trata sobre una chica que sigue su sueño en un contexto en extremo adverso. Ella (Hillary Swank, un escándalo de actriz) es moza, una “blue collar worker”, que viene de una familia marginal y desagradable, le va muy mal, come las sobras de los clientes del bar en el que trabaja. Lo que se ahorra en comida lo usa para pagar la cuota del gimnasio. No sabemos por qué se interesa por el boxeo, pero empieza a asistir al gimnasio de Clint Eastwood. A toda esta situación económica en contra, hay que agregarle la biológica: es una mujer que aparentemente nunca hizo deporte y además tiene 30 y tantos (más de 32 seguro), una edad demasiado tardía para iniciar cualquier actividad atlética con aspiraciones profesionales.

En el gimnasio, Clint Eastwood la ignora, pasa el tiempo entrenando prospectos con más proyección que ella. Con el correr de los días, las semanas, él ve que ella se queda hasta tarde, incluso después de que el gimnasio cierre. Reticente (después comprendemos que él tiene una relación fallida con su hija y es por eso que rechaza a la protagonista) le empieza a explicar cosas básicas. Maggie está feliz solo con aprender, con mejorar. Con dedicarse a una actividad que es para ella.

Pasan los meses y comienza a participar en eventos que gana con relativa facilidad.

Hasta ahí, una película clásica norteamericana: lucha por tus sueños, no importa la adversidad, si eres resiliente lo vas a lograr.

La relación de ellos se construye con notable sutileza, hay una distancia siempre establecida por él, que toma todas las decisiones de su boxeadora. Qué come, qué no. En qué vehículo viajan. A qué hora. Ella comprende que él está velando por sus intereses, aunque no se lo demuestre. El personaje frío y herido al que tanto nos tiene acostumbrados Clint Eastwood funciona de manera impecable.

Hay un pequeño detalle, lo que Hitchcock llamaría un “macmuffin”, el viejo le pone un apodo artístico a su boxeadora: Mo Chuisle. No le dice lo que significa, pero ella está contenta de que él lo haya hecho.

La relación sigue su desarrollo. Maggie continúa con sus victorias. La película nos da un vistazo a su familia, muy decadente, lo que en Estados Unidos se conoce como “white trash”, gente desprovista de afecto, que maltrata a su hija y todo el tiempo le remarca que debería conseguirse un hombre que la mantenga en vez de dedicarse a esta tontería del boxeo.

La película termina (si la vas a ver no leas esto, por favor) con Maggie luchando por el título mundial. Durante el combate supera con creces a su rival. Ya está. Va a ser la campeona. Termina el round. Suena la campana. Clint Eastwood pone el banquito para que se siente su boxeadora. Maggie le da la espalda a su rival y camina hacia la esquina. Exultante. Su rival le da un golpe por la espalda que la tira y la hace golpearse la cabeza contra el banquito de madera. Pantalla negra. Aparecemos en un sanatorio. Maggie está paralizada por completo. Clint Eastwood va a cuidarla todos los días. Los médicos le dicen que las primeras dos vértebras de la columna están destruidas. No hay cura. Va a estar toda su vida así, sin poder mover ni brazos ni piernas. Clint Eastwood dice que son todos unos imbéciles y llama a todos los hospitales del país. El diagnóstico es el mismo. Decide trasladarla a un centro superior donde la cuidan y le prestan más atención. A pesar de ello Clint Eastwood está todos los días y todo el día ahí adentro. Limpiándola. Leyéndole. Al final, ella le dice: me tenés que matar. Clint Eastwood le dice que está loca, que no hace falta, no es necesario, van a hacer algo, le van a encontrar la vuelta. No, le dice ella, yo podría haber vivido así, pero ahora que sé lo que es ser campeona, después de haber logrado todo lo que quise lograr en la vida, ya no puedo. Clint Eastwood llora y se niega, pero la comprende. Es la primera vez que ella toma una decisión. La siguiente escena (una genialidad que solamente Clint Eastwood y Faulkner pueden hacer) nos tiene en una iglesia, Clint Eastwood está hablando con el cura y le comenta la situación. No podés hacer eso, es un pecado mortal, le dice el cura. Es un pecado dejarla viva, dejándola viva la estoy matando, le dice Clint Eastwood. No es tu asunto, dejala en las manos de Dios, dice el cura. No le pide ayuda a Dios, me la pide a mí, responde un Clint Eastwood torturado.

Piel de gallina. Clint Eastwood regresa al sanatorio con unas jeringas, se acerca a la cama de Maggie que sigue toda entubada y lo mira. Él le explica cómo va a ser el procedimiento. Primero vas a sentir tal cosa. Luego relajamiento. Y después te quedás dormida. Ella lo mira, débil, pero consciente. Asiente. Él le besa la frente y le dice: Mo Chuisle significa “mi sangre” y ella abre los ojos aún más. Él clava las jeringas en los tubos correspondientes y se va.

La película termina con una explicación sobre la desaparición de Clint Eastwood: jamás se lo volvió a ver por el gimnasio.

Este director sabio, reflejo de otra época, con su obra maestra nos educa, más allá de si estamos listos o no para aprender. No vamos a estirar más. La obra expresa dos verdades indiscutibles.

La primera: no existe la meritocracia. Nuestra protagonista lo hizo todo bien. Fue una persona notable, con una vida complicada pero que nunca se dejó tragar por un justificado resentimiento, vivió feliz, se arriesgó, se entregó y casi gana. Pero el mundo, en su infinito desorden, no actúa acorde al merecimiento. La persona que menos lo merecía tuvo el peor castigo. Clint Eastwood nos dice: son cosas que pasan, aunque tanta injusticia sea a veces demasiado para la conciencia, aunque no haya cabeza que pueda aguantar esto y seguir, no importa, hay que actuar, no solo sin la ayuda de Dios, sino que a veces, incluso, lo correcto es oponerse a Él.

Y la segunda verdad que se enlaza con la primera: el amor puede aparecer en cualquier lado, en cualquier momento, y de cualquier forma.

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