Arrojo de enajenación teatral

Con la obra El perfume de Federico su autor y director, José Antonio González, en la interpretación junto a Sebastián Tiscornia, ofrece un pasaje en primera al regocijo escénico 

Por Andrés Maguna

Calificación: 5/5 Tatitos

Era el viernes 13 a la noche. Diciembre. Toda la efervescente locura, todo el calor interno y externo de la “temporada de las fiestas”, toda la exaltada urgencia por vivir los últimos días de un año urticante para la Argentina, incluida la ciudad de Rosario. Todo esto y mucho más vibraba en las calles del microcentro, en las personas que iban y venían animadamente sobre el eje de una marea humana que fluía y refluía de la Noche de las Peatonales.

Percibiendo esto con mis ojos y en la piel, dejando que el cronista que me habita tomara el control, sintiéndome otra vez un turista en mi ciudad, atravesaba en moto, despaciosamente, esas calles del centro pululantes de gente, en dirección al teatro Cultural de Abajo para asistir al estreno de El perfume de Federico, obra escrita y dirigida por José Antonio González, en la que actúa junto a Sebastián Tiscornia. Iba cargado de previsiones contradictorias, muy seguro de mis dudas: podía estar yendo a ver un engendro abominable o una joya del arte escénico. Pero una hora y media después, a las 22.22, al concluir la representación, había encontrado una certeza: la obra había sido una maravilla encantadora, una de esas raras piezas teatrales en las que los errores embellecen y los aciertos encajan con la grandeza de la modestia.

Durante los 44 minutos que duró la representación, a través de 22 escenas, con 22 cambios de vestuario, González y Tiscornia, dos actores de estirpe y larga experiencia, se lucen interpretando a dos viejas hermanas, María y Cándida, que siempre vivieron juntas y ahora, al momento del relato, presienten que les llega la noche final y se les da por aclararse algunas cuestiones pendientes, en especial las referidas al recuerdo de Federico, de quien las dos estuvieron (y están) enamoradas.

En una entrevista aparecida en Rosario3 el 6 de diciembre el propio González, luego de citar a Bertolt Brecht (“El propósito del teatro, como el de todas las artes, consiste en divertir a la gente, a los sentidos. Hay diversiones débiles y diversiones compuestas. Estas últimas son las del gran arte dramático. Son diversiones más complicadas, más ricas en aspectos, más contradictorias y preñadas de consecuencias”) aclara con meridiana precisión varias cosas de El perfume de Federico:

“Consideramos que la sexualidad de los personajes se actúa más allá del género de los actores o actrices. Nos alejamos de la representación binaria de los cuerpos. Hay una ruptura desde la cual como actores podemos elegir sobre qué cuerpo posicionarnos”, y que “el ritmo de la obra lo lleva adelante la acción repetitiva de levantarse y acostarse. Durante 22 escenas y casi en un tiempo detenido, pero a su vez avanzando hacia un final inevitable para ellas; no pueden evitar dejar de despertarse y dormirse, tiempo infinito en cuerpos finitos, y así van, como caracoles, con un único y fuerte marcador del tiempo: los cambios de vestuario”.

En verdad la función del viernes 13 proporcionó “diversión compuesta” a los espectadores que colmaron la capacidad del Cultural de Abajo (55 personas), así como ofreció la posibilidad de apreciar una paráfrasis de la dramaturgia más básica y, quizá, más efectiva. Los diálogos y los textos, los originalísimos y coloridos vestuarios (de un exquisito kistch), los mínimos y acertados objetos escénicos, la selección de temas musicales antiguos, el exagerado maquillaje, las superlativas pelucas (auténticas obras de arte), las graciosísimas coreografías de baile, es decir todos y cada uno de los elementos intervinientes en la puesta en escena, tienen su razón de ser, son parte constitutiva esencial, pero nunca predominante, de un todo conjugado sobre el público con el arrojo de la enajenación teatral.

María y Cándida, Sebastián y José, personajes y actores, ofrecen una carnadura metafórica ultraprofunda de la impostación de los seres humanos para sobrellevar la existencia, y hablan de la naturaleza de las relaciones interpersonales sujetas a esa impostación, la “actuación de vivir”. Claro que las dos viejas hermanas podemos ser vos y yo, y el vecino también, porque de eso, y mucho más, trata El perfume de Federico: todos estamos del bonete, pero nadie quiere admitirlo, y nos vinculamos sin control alguno sobre el equilibrio entre el amor y el odio, sujetos a emociones y apatías, aferrados a ritos superfluos para escapar del desánimo o la desesperanza. O sea, por su formato y lo que propone, su lograda intención expresiva, la obra se erige como una especie de molde universal adaptable a cualquier función identificatoria.

El final, que no me gustaría spoilear, resultó ser de una genialidad passoliniana (en eso de traer a la realidad la irrealidad, volviendo visible lo invisible), lo que hizo redoblar los aplausos de los espectadores, muchos de los cuales se pusieron de pie y gritaron: “¡Bravo!”.

Me fui contento del Cultural de Abajo, y las calles de la ciudad, que seguían animadas, y sus habitantes, me resultaron más familiares que antes de ver El perfume de Federico. Estaba reconciliado con mi soledad, y con la soledad de los otros.

Título: El perfume de Federico. 𝐄𝐥𝐞𝐧𝐜𝐨: Sebastián Tiscornia como María y José Antonio González como Cándida. 𝐒𝐨𝐧𝐢𝐝𝐨: Bruno Lambertucci. 𝐋𝐮𝐜𝐞𝐬: Elder Soares. M𝐚𝐪𝐮𝐢𝐥𝐥𝐚𝐣𝐞𝐬 𝐲 𝐩𝐞𝐥𝐮𝐜𝐨𝐧𝐞𝐬: Patricia Olearo. 𝐂𝐨𝐫𝐞𝐨𝐠𝐫𝐚𝐟𝐢̄𝐚𝐬: Cecilia Morini. 𝐒𝐮𝐩𝐞𝐫𝐯𝐢𝐬𝐢𝐨́𝐧 mu𝐬𝐢𝐜𝐚𝐥: Atilio Basaldella. 𝐕𝐞𝐬𝐭𝐮𝐚𝐫𝐢𝐨: José Antonio González. 𝐅𝐨𝐭𝐨 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐩𝐞𝐫𝐬𝐨𝐧𝐚𝐣𝐞 𝐝𝐞 𝐅𝐞𝐝𝐞𝐫𝐢𝐜𝐨: Federico Zuliani. 𝐏𝐮𝐞𝐬𝐭𝐚 𝐞𝐧 𝐞𝐬𝐜𝐞𝐧𝐚 𝐲 𝐝𝐢𝐫𝐞𝐜𝐜𝐢𝐨́𝐧: José Antonio González. Sala: Cultural de Abajo.

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