Por Julio Cano
Los textos en prosa, inquisitivos, especulativos y frecuentemente enigmáticos de Borges, se ubican en su canon como ensayos. Casi no existen discrepancias al respecto. Bien merecen ser analizados, aunque sea desde la modestia de estas coordenadas, como modelo de lo que comenzamos a pergeñar desde la nota anterior: que el ensayo es el factor unificador de los textos de los que se nutre nuestra publicación, en una suerte de analogía con los trabajos de Borges. Al menos aquellos de factura reflexiva.
El ensayo como género no ha perdido vigencia. Esto lo defendemos desde estas páginas, luchando, como tantos otros emprendimientos, contra la corriente mayoritaria actual que hace de la narrativa con que se expresa la prensa escrita un renglón más (y solo eso) de la producción digital, instrumental y aséptica. Y donde la información ha eliminado, prácticamente, al ensayo del conjunto de las alternativas heurísticas.
En el ensayo trabajado por Borges no predomina la finalidad, ni el alcanzar un resultado capaz de incluir un concepto que abarque otros que le estén subordinados, que sea una categoría. Mas bien se mantiene en la búsqueda del detalle menor que contenga una creación calificada que no pase a ser mayúscula, sino que permanezca en su minoridad, pero ahora enaltecida. Esta manera de encarar la realidad (de postularla, como él mismo prefiere decir) es la de la percepción común, la de los que no leen para trascender los datos que se aporten de su existencia actual, sino para permanecer en ella. Para alcanzar, si es que es posible lograrlo, una inmanencia calificada. Borges desea mantenerse, cuando escribe sus ensayos, en una postura que, como él ha calificado, es la de la inocencia. Que exista expectativa, como muchas veces existe en una narrativa, pero que esté contenida en los límites de lo que se propone, que no los trascienda. Dice Alberto Giordano a propósito del Borges ensayista: “Si el hecho literario es, quizá, una promesa de sentido que vive de su aplazamiento”, en este género es donde esa promesa adquiere la certidumbre mayor de la espera, donde el aplazamiento no perturba lo que se está diciendo porque, frecuentemente, casi no existe.
Hay un Borges oral que es relatado, por otros o por él mismo, como alguien que conversa con cualquiera con el mismo apasionamiento con que lo haría con un especialista, y donde no se trata de confrontar argumentaciones (no se discute) sino que dialoga y ese diálogo es, indefectiblemente, sobre el presente. El diálogo, agreguemos, es narrativo en el sentido más hondo del término, y la narración no es explicativa sino mostrativa. Y una mostración transcurre en el presente. Lo que pueda ser desarrollado después es dejado en espera, en una promesa de lo latente, de lo aun no dicho, lo “todavía no”.
Esa espera contenida y no ansiosa remite a la prudencia, asunto nada menor en la redacción y revelación de un ensayo, especialmente en el referido a asuntos políticos. Se nos dirá que Borges casi nunca incursionó en la escritura política, pero creemos que ello es bastante engañoso. Y como remite a nuestra tarea en la Belbo, reflexionaremos sobre ello a continuación.
Un ensayo es siempre político, siempre refiere a hechos sociales aunque transcurra en la más interna subjetividad. Nos explicamos mejor: queremos decir que, aunque pretenda transcurrir solamente por el torrente de la conciencia, sucede que sufre de un descentramiento, un movimiento centrípeto que, frecuentemente, no corre por cuenta del autor. Y ese lector está situado en coordenadas concretas y complejas. Entonces, ¿por qué Borges escribe para que lo lea alguien en un sentido inocente, es decir, sin buscar trascendencias? Lo hace, suponemos, porque cree que la vida de un texto depende de su plasticidad para dejarse transformar en direcciones imprevistas, inesperadas, y que entonces no dependa de una trascendencia inmanente al escritor. Es en este sentido que consideramos que el ensayo puede ser conjetural. Pero la conjetura, en realidad, se apoya en la emoción más que en la razón. Las razones conjeturales no son las que explican la emoción, sino aquellas en las que la emoción busca explicarse. Y la emoción busca explicarse sin poseer un camino rectilíneo sino vacilante, ambiguo.
De ahí que en el ensayo aparezca la incertidumbre, que es resultado de la ambigüedad ineludible que acompaña todo discurso humano. Pongamos como ejemplo no un ensayo, sino un cuento de Borges, y que para el caso, los efectos son los mismos.
En una narración que nos parece ejemplar por constituir un muestrario ensamblado de todo lo que venimos diciendo, “El sur”, Borges crea una atmósfera ambigua donde no solo es difícil orientarse para saber de qué momento de la existencia del protagonista estamos participando, sino que se nos presenta, a veces inopinadamente, la sospecha de si estamos acompañando un sueño (mejor, un delirio) o las alternativas de vida de alguien ensimismado en una peripecia gris y chata.
Juan Dahlmann, el protagonista, luego de un doloroso proceso consecuente a un accidente fortuito ocurrido en su casa en Buenos Aires, convaleciente aún, decide tomar un tren y viajar hasta una suerte de estancia que había pertenecido a sus abuelos maternos. ¿Es un viaje soñado? No lo sabemos, no lo sabremos nunca. En un momento del viaje, Dahlmann despierta y contempla la llanura en la noche: “Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hasta el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto.” Vale la pena detenerse en este último párrafo. Vastedad e intimidad se interrelacionan y, en último término, no son conocidos por nosotros, son secretos. Es lo mismo que sucede con “El Aleph”, donde el epígrafe transcribe palabras de Hamlet que vienen al caso:
“¡Oh, Dios! Podría yo estar encerrado en una cáscara de nuez y me tendría por rey del espacio infinito.”
Lo que sostenemos es que Borges escribe con una metodología ensayística porque le permite relacionar inmanencia y trascendencia sin separarse de la primera. Su decir es el de una inmanencia calificada. Y este modo de relatar (y si se quiere, generalizando, de hablar) es propio de los niños y se constata continuamente en los cuentos. Es un modo de expresarse en términos inocentes. No en una inocencia trivial, sino en la que contiene todo lo dicho anteriormente. También puede ser la que expresa Cristo cuando señala que si no pensamos y actuamos como niños no entraremos en el reino de los cielos. Los niños, en el mundo de Cristo, son inocentes por no tener expectativas dominadas por la trascendencia, no por ser bobalicones, tontos o poco perspicaces. Cuando juegan, por ejemplo, todo lo que constituye su realidad se reduce al espacio en el que están jugando. La canchita de pasto y la pelota, por ejemplo: nada más es real, el resto del universo se les vuelve opaco.
Llevado todo esto al ensayo, supone un “solo por hoy” sin alternativas soterradas ni sutilezas enmascaradas. Aunque quien escribe no lo consultó con el resto de los redactores de la Belbo, utilizar la ironía para dejar abierta la polémica o el desacuerdo es algo que no practicamos y que nos molesta mucho. Tenemos a mano un ejemplo de nuestra tierra que vale tanto como el de otros lares: Rodolfo Walsh. Porque esa manera de ensayar, de escribir de Walsh, no tiene en cuenta la mentira. Y, así, en, por ejemplo Operación Masacre, sabemos que en la narración de los sobrevivientes no existe una pisca de mentira ni encubrimiento. Por eso es amargamente directa.
En Borges, en esta modalidad de sus ensayos, aparece asimismo la prudencia.
¿Por qué buscar la prudencia? No la buscamos en general, para todos los hombres. En el caso de Borges, es una búsqueda nominalista, es el propio Dahlmann quien la busca por sí misma y para sí mismo. En nuestro caso, es para avalar éticamente lo que estamos diciendo. Según nuestra modesta opinión, dos elementos la integran: una demora justa y el camino medio.
La demora justa evita dos plagas: la indecisión y la precipitación, por eso se la adjetiva como justa. Cuando el protagonista de “El sur” decide recoger el puñal y aceptar el duelo, lo que está asumiendo es su propia muerte. Y antes de la acción, la detención reflexiva, aunque breve. El hombre prudente sabe lúcidamente que solo puede moderar su propia acción, no la de los otros, de manera que se mantiene alerta aun a sabiendas de que tiene todo para perder. Pero será una pérdida justa. Supone un punto de madurez de las decisiones. Recuerdo una frase de Emanuel Mounier que señala que la existencia adquiere un real sentido solo cuando asume compromisos más grandes que sí misma. Son los casos del que asume mirar el Aleph con lo cual entra en la percepción demencial del otro, o Dalhmann aceptando implícitamente la muerte recogiendo el cuchillo, o Walsh escuchando los testimonios de los sobrevivientes. En todos estos casos hay un posicionamiento, palabra acuñada por nosotros para referirnos a quien asume, tanto en el pensamiento como en la acción, un paso que es acompañado por la prudencia, pero donde las consecuencias no dependen enteramente del actor ni del acto.
Digamos que nosotros practicamos un ensayo fronterizo. Asumiendo todo lo conceptualmente dicho ahora sobre Borges (deberíamos decir: lo que especulamos sobre lo que Borges especula) y asumiendo lo que Walsh escribe relatando testimonios de una masacre, encabalgado esto entre la ficción y la realidad, asumimos que traemos como compañeros de ruta a literatos de los que podemos afirmar seriamente que se juegan entre la ficción y una realidad desapacible (la de los tiempos en que escribieron) en una frontera entre la certeza inmanente de lo que se escribe y la incerteza de la realidad, de nuestra propia realidad.
Esa realidad pertenece a una específica geopolítica, además, que establece límites infranqueables, porque son los propios del espacio-tiempo en que existimos, escribimos y publicamos.