
Cinco claves para pensar Malvinas y la “autodeterminación” invocada por Javier Milei: “El conflicto sigue siendo un espejo incómodo donde se reflejan las contradicciones del derecho internacional, la hipocresía diplomática y las estrategias de dominación encubiertas bajo ropajes de modernidad”.

Por Juan Facundo Besson
En el corazón del diferendo por las Islas Malvinas subyace una disputa no sólo territorial, sino también conceptual: ¿puede invocarse el principio de libre determinación de los pueblos en un enclave producto de la planificación colonial? Esta es la tesis sostenida históricamente por el Reino Unido, que presenta a los actuales habitantes del archipiélago —los llamados kelpers— como titulares plenos de ese derecho, ignorando deliberadamente las condiciones históricas y políticas que dieron forma a dicha comunidad. A más de cuarenta años del conflicto bélico de 1982, esta narrativa persiste, revestida de legalidad y principios democráticos, pero enraizada en una estrategia de consolidación del dominio británico en el Atlántico Sur.
El reciente discurso del presidente argentino Javier Milei, pronunciado el 2 de abril con motivo del Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas, agitó nuevamente las aguas de esta controversia. Al referirse a los isleños como “malvinenses” y sugerir que “decidan votarnos con los pies”, el mandatario esbozó una visión que, en la práctica, se aproxima al enfoque británico sobre la autodeterminación, desmarcándose así de la postura histórica de la diplomacia argentina. Esta última, amparada en la Resolución 1514 (XV) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, sostiene que no puede aplicarse el principio de libre determinación a poblaciones implantadas por una potencia colonial en un territorio sujeto a un proceso inconcluso de descolonización.

Las reacciones fueron inmediatas y enérgicas. Desde diversos sectores políticos y sociales se interpretó la declaración presidencial como una concesión discursiva a la lógica del ocupante, un retroceso simbólico en la defensa de la soberanía y una validación tácita del relato británico. En el centro del debate late una pregunta crucial para el derecho internacional contemporáneo: ¿es posible disociar el principio de autodeterminación de los pueblos de su contexto histórico y de las estructuras de poder que lo moldean? Aquí paso a esbozar algunos argumentos para debatir comunitariamente:
I
Detrás del aparente clamor de un pueblo por decidir su destino, se esconde una narrativa construida sobre la ocupación y la sustitución. Porque si bien el principio de libre determinación de los pueblos —ese pilar jurídico consagrado en el artículo 1, párrafo 2, de la Carta de las Naciones Unidas, y replicado en el mismo artículo de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos (PIDCP y PIDESC)— tiene el rostro noble de la libertad, también posee límites precisos. Y uno de ellos es la integridad territorial de los Estados. “El principio de autodeterminación no puede emplearse como excusa para fragmentar arbitrariamente territorios soberanos, salvo en contextos de colonización o represión extrema”, advertía el jurista Antonio Cassese (1995), voz autorizada en el derecho internacional contemporáneo. En ese marco, la ONU ha sido categórica: el caso de las Islas Malvinas no es un proceso de descolonización como tantos otros, sino una disputa bilateral de soberanía entre Argentina y el Reino Unido.
Desde Londres se insiste en reconocer como sujeto de autodeterminación a una población implantada después de la ocupación militar británica de 1833. Pero ¿puede hablarse de “pueblo colonizado” cuando se trata de los descendientes de quienes fueron llevados allí por la potencia ocupante, tras la expulsión de las autoridades argentinas legítimamente establecidas? El Comité Especial de Descolonización lo ha dicho sin rodeos: la situación de las Islas Malvinas es única, pues involucra una controversia entre dos Estados soberanos, y no la autodeterminación de un pueblo originario. Nombrar como autodeterminación lo que en realidad es el resultado de un despojo histórico representa, en palabras precisas, una falacia jurídica. Porque el derecho, para ser justo, debe mirar hacia atrás sin cerrar los ojos.
La doctrina del uti possidetis iuris, adoptada en América Latina tras las independencias del siglo XIX, establece que las nuevas repúblicas heredan las fronteras de las antiguas divisiones coloniales. En ese marco, las Islas Malvinas formaban parte integrante del Virreinato del Río de la Plata y, por ende, del territorio argentino tras su emancipación. No hay laguna jurídica ni vacío de soberanía: hubo, sí, una ocupación de facto y una prolongada negativa a negociar. La resolución 2065 (XX), adoptada por la Asamblea General de la ONU en 1965, reconoció expresamente la existencia de la disputa, e instó a ambas partes a dialogar para hallar una solución pacífica. Pero el Reino Unido se aferra a su enclave austral con el mismo fervor con que ondea su bandera en territorios lejanos, envueltos en nombres familiares pero historias ajenas.
Hoy, en pleno siglo XXI, el debate se mantiene anclado entre dos paradigmas: el del derecho de los pueblos y el de la integridad de los Estados. Pero cuando el primero se instrumentaliza para perpetuar una situación derivada de la fuerza, ya no se trata de justicia, sino de manipulación. Las Islas Malvinas no son solo una postal del sur helado: son testimonio de una disputa no resuelta, donde la geopolítica se disfraza de autodeterminación y el derecho internacional se ve obligado a recordar sus propios principios. Como escribió alguna vez Aimé Césaire: “El colonialismo no es un pasado que se deja atrás, sino un presente que se disimula con otras palabras”.
II
Más allá del plano jurídico, la configuración actual de las Islas Malvinas responde a una lógica geopolítica neocolonial. Las islas funcionan como un enclave militar, económico y logístico de importancia estratégica para el Reino Unido. Esta funcionalidad se sostiene mediante un régimen institucional de autonomía tutelada, donde el gobierno local responde en última instancia a las directrices de Londres, especialmente en materia de defensa, relaciones exteriores y control migratorio.
La geografía del enclave también cumple funciones económicas clave: la explotación de recursos pesqueros, la potencial explotación hidrocarburífera y el turismo selectivo refuerzan la autosuficiencia económica parcial del territorio. Este diseño busca consolidar la viabilidad del enclave como entidad “independiente” para reforzar la narrativa de autodeterminación, cuando en realidad está profundamente anclado a la metrópolis. En orden a lo mencionado, uno de los aspectos menos debatidos de la situación malvinense es la deliberada construcción de un etnoestado británico en el Atlántico Sur, como siempre remarca Juan Augusto Rattenbach en sus entrevistas y conferencias. Desde el siglo XIX, la política británica ha promovido la radicación selectiva de poblaciones de origen europeo, especialmente británico, excluyendo sistemáticamente cualquier inmigración que pudiese alterar la homogeneidad cultural, lingüística y política de la comunidad (Freedman, 2020).
Detrás de la apariencia de una comunidad diversa y multicultural, se despliega un modelo migratorio que recuerda menos a una sociedad abierta que a un club de campo con reglas estrictas sobre quién puede entrar y quién debe quedarse afuera. Porque si hasta un ciudadano británico necesita un permiso especial para establecerse allí, ¿qué queda para los argentinos? El Immigration Ordinance (1) vigente en el territorio otorga al Consejo Ejecutivo la potestad de vetar el ingreso y la residencia de cualquier persona extranjera, sin necesidad de ofrecer justificación alguna. En palabras simples, el derecho a migrar a las islas es más bien una concesión discrecional. Como una aduana del siglo XIX, pero con retórica del siglo XXI. Este régimen no solo regula el flujo, sino que modela la composición cultural de la población residente, asegurando que se mantenga la imagen del kelper blanco, anglófono y leal a la Corona británica. Una especie de postal viviente del Reino Unido, aunque ubicada a casi 13.000 kilómetros de Londres.
¿Puede hablarse, entonces, de autodeterminación cuando el “demos” está previamente diseñado y filtrado por el poder ocupante? Según el último censo oficial publicado por el gobierno isleño, en 2021 la población total era de 3.662 personas, entre las cuales había hasta 86 nacionalidades distintas (Falkland Islands Government [FIG], 2021). Pero el número, en este caso, engaña: solo el 42,8% de los residentes había nacido en las islas, mientras que el 27,4% provenía del Reino Unido, el 9,8% de Santa Elena —otro territorio británico de ultramar— y el 6,2% de Chile. Apenas 10 personas se identificaron como argentinas o con nacionalidad compuesta que incluyera a la Argentina, lo que representa un exiguo 0,27% del total (Niebieskikwiat, 2014).
El aparente pluralismo étnico oculta una política selectiva: los ciudadanos de países aliados o bajo dominación británica tienen mayor probabilidad de obtener residencia, consolidando una comunidad funcional a los intereses del Reino Unido. Slavoj Žižek (2009) lo definiría como multiculturalismo como forma vacía: un simulacro simbólico que vende diversidad mientras asegura homogeneidad. O como diría cualquier argentino descreído: “muchas banderas, pero todas izadas en el mismo mástil”.
La demografía no es un dato inocente. Entre 1986 y 2016 la población de las islas pasó de 2.091 a 3.200 habitantes, con una tasa de crecimiento promedio del 1,4% anual (Carlevari, 2007). Este aumento controlado respondió a una estrategia posguerra para afianzar la presencia británica mediante la radicación de personal técnico, militar y administrativo. Actualmente, el 76,9% de la población vive en Puerto Argentino/Port Stanley, el 11,2% en la base aérea de Mount Pleasant —controlada por fuerzas británicas— y solo un 4,7% en la Isla Gran Malvina (FIG, 2016). La ruralidad, por su parte, está circunscripta a estancias ovinas con salida al mar, vestigios del sistema económico pastoril instaurado por el colonialismo británico (Crosby, 1982).
Desde el punto de vista económico, el principal empleador es el propio gobierno de las islas, que absorbe el 28% de la fuerza laboral. La agricultura, centrada en la producción de lana, representa el 11%, al igual que el turismo (Datablog, 2012). No obstante, la gran transformación llegó en 1986 con la creación de una zona económica exclusiva de 200 millas náuticas, que permitió al gobierno isleño otorgar licencias de pesca. Esta actividad pasó a representar más del 50% del PBI del enclave (Tondini, 2014). La dependencia económica del Reino Unido fue así reemplazada —o camuflada— por una supuesta autonomía fiscal, aunque dentro de un marco jurídico impuesto por la metrópoli.
El sistema político, por su parte, refuerza esta estructura de dependencia. Aunque existe una Asamblea Legislativa unicameral elegida por los residentes, sus competencias están severamente limitadas. La Constitución vigente —redactada y promulgada unilateralmente por el Reino Unido— establece que toda cuestión relacionada con soberanía es prerrogativa exclusiva del gobierno británico (Breglia Arias, 2012). En consecuencia, no hay posibilidad jurídica de que la comunidad local decida sobre su estatus territorial. Como quien tiene una casa, pero no puede venderla, alquilarla ni pintar las paredes.
En suma, lo que se presenta como una expresión de pluralismo y democracia es, en realidad, el resultado de una planificación colonial prolongada. Un sistema cerrado, selectivo, controlado desde Londres, que bloquea el ingreso y permanencia por tiempo ilimitado de ciudadanos argentinos y de otros países moldea una sociedad leal a la potencia ocupante. No hay autodeterminación cuando se impide deliberadamente la presencia de la parte disputante. Como en un partido de fútbol donde el referí es hincha de un solo equipo y los goles del rival no valen doble, sino que directamente no se cuentan.
III
El trabajo no es solo una actividad económica: es también una llave política, una herramienta de control y una frontera simbólica. Allí, el mercado laboral se estructura con la precisión de un mecanismo de relojería colonial, donde cada engranaje responde a una lógica de exclusión planificada. Aunque existen trabajadores migrantes —provenientes en su mayoría de Chile y de la isla de Santa Elena— su rol dentro de la sociedad malvinense está cuidadosamente delimitado: son mano de obra transitoria, útil pero descartable, esencial pero invisible. Como una especie de clase subalterna flotante, no tienen derecho a establecerse con carácter permanente ni a participar en las decisiones políticas del enclave.
Su trabajo sostiene el ritmo económico, pero su voz no entra en la partitura institucional. Los datos oficiales del gobierno de las islas son tan reveladores como inquietantes. En el último censo de 2021, el 6,2% de la población era de origen chileno y un 9,8% provenía de Santa Elena (Falkland Islands Government [FIG], 2021). Sin embargo, este aparente mosaico multicultural es más bien una vidriera cuidadosamente curada: detrás de la transparencia estadística se oculta una estructura profundamente jerárquica, en la que la pertenencia étnica, la lealtad política y la nacionalidad funcionan como filtros de admisión. Y si uno no entra por el ojo de esa aguja simbólica, no importa cuánto trabaje o cuánto tiempo lleve en el territorio: no será parte de la comunidad política. ¿Puede acaso hablarse de ciudadanía en sentido pleno cuando el derecho al trabajo está mediado por la sospecha y la temporalidad?
La legislación laboral vigente en el enclave no sólo es opaca, sino también marcadamente ineficiente en términos de fiscalización. No existen organismos independientes de control ni mecanismos adecuados de defensa sindical, lo que contrasta flagrantemente con los compromisos internacionales asumidos por el Reino Unido en materia de derechos laborales (Carlevari, 2007). Las normas se aplican con flexibilidad para el capital y rigidez para el trabajador. Así, el derecho humano al trabajo —reconocido por el artículo 6 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC)— se convierte en una concesión condicionada por criterios ideológicos: sólo quien no ponga en riesgo el delicado equilibrio del enclave puede quedarse. No le falta, en efecto, una cuota considerable de cinismo a esta arquitectura normativa. El discurso oficial celebra una comunidad “abierta y diversa”, pero la realidad aplica criterios de admisión más propios de un club privado que de un espacio democrático: incluso los propios ciudadanos británicos deben tramitar permisos para residir en las islas. Para los trabajadores extranjeros, las reglas son aún más estrictas: estancias limitadas, supervisadas, siempre bajo la sospecha de que un exceso de permanencia podría tornarse subversivo. En cuanto a los argentinos, su ausencia demográfica es tan evidente como el tabú que la rodea. La verdad —y de tan evidente, duele— es que ingresar a Malvinas con pasaporte argentino es una especie de contradicción ontológica, una escena digna del teatro del absurdo: uno pone el documento sobre el mostrador y, por dentro, algo se le descascara al alma. Entre tanto, los isleños repiten una broma que, como toda broma, revela una verdad incómoda: hay más ovejas que humanos en las islas. Y si se observa con algo de ironía, quizá se entienda por qué: las ovejas no organizan paros, no cuestionan la soberanía y, sobre todo, no necesitan visa.

Este diseño no es accidental. Es parte de un entramado que reproduce la dependencia metropolitana a través de mecanismos administrativos y económicos. El enclave no solo se defiende con una base militar —Mount Pleasant, con su 11,2% de la población residente (FIG, 2016)—, sino también con una estructura social y laboral que impide cualquier forma de autonomía real. Los empleos más estables están reservados para los kelpers; o para británicos afines, mientras que el resto debe contentarse con contratos temporales, empleos en condiciones precarias o, simplemente, el silencio. Según un informe del Datablog (2012), el 28% del empleo en las islas está en manos del propio gobierno local, lo que refuerza la dependencia de los trabajadores respecto a una administración que combina los roles de patrón y juez. En definitiva, la economía malvinense no puede disociarse del proyecto político que la sustenta. Es el trabajo quien mantiene encendida la maquinaria del enclave, pero son otros —lejos, en Londres— quienes deciden qué piezas se reemplazan, cuáles se aceptan y cuáles deben ser descartadas. ¿Y los trabajadores? Bien, gracias… siempre que no molesten.
IV
El Reino Unido ha transformado la conservación ambiental y el ecoturismo en instrumentos privilegiados de su diplomacia blanda, al servicio de una estrategia de legitimación soberana sobre las Islas. A simple vista, se trata de un ejemplo de sensibilidad ecológica digna de un documental de la BBC; pero en las profundidades del discurso subyace una arquitectura de poder que combina binoculares, pingüinos y mapas geopolíticos. ¿Puede un albatros de ceja negra reemplazar a un casco militar como emblema de dominación territorial? La pregunta no es ociosa: en un mundo donde los discursos se camuflan mejor que los soldados, el soft power, como dice Nye, tiene plumaje propio.

Las cifras no mienten: el turismo, junto con la pesca, representa cerca del 90% del producto bruto de las islas (Foreign, Commonwealth & Development Office, 2023). La oferta turística incluye cinco especies de pingüinos —que caminan torpemente pero avanzan más que las negociaciones por la soberanía—, colonias de albatros, lobos marinos, playas intactas y, por supuesto, cementerios históricos que evocan un conflicto no tan enterrado. Desde el punto de vista ecológico, el archipiélago constituye una rareza biogeográfica, con especies endémicas como la ratona malvinera (Troglodytes cobbi) y el quetro malvinero (Tachyeres brachypterus), cuya conservación ha sido instrumentalizada como parte de una estrategia de validación territorial.
Desde 2012, el programa “Darwin Plus” ha invertido en 59 proyectos de investigación en Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur, mientras que la iniciativa “Blue Belt” canalizó más de 20 millones de libras esterlinas para establecer áreas marinas protegidas en territorios de ultramar (Foreign, Commonwealth & Development Office, 2023). Como señaló un informe parlamentario británico, estas inversiones buscan “proteger los ecosistemas únicos de los territorios de ultramar, al tiempo que fortalecen su gobernanza ambiental” (UK Parliament, 2022). En otras palabras, una gestión ambiental que huele menos a turba y más a geopolítica perfumada con aroma a sostenibilidad.
El ejercicio de una green diplomacy —diplomacia verde— es parte de una política de seducción discursiva. En 2023, el Reino Unido fue clasificado como el segundo país con mayor poder blando del mundo, sólo detrás de Estados Unidos, según el “Global Soft Power Index” de Brand Finance (2023). Este ranking no premia la fuerza bruta, sino la capacidad de persuasión: influencia cultural, prestigio científico, confianza internacional. Por eso no sorprende que Londres combine el trabajo del British Council en América Latina con stands turísticos en ferias internacionales como la Expo Prado en Montevideo. Allí, mientras los uruguayos degustan queso cheddar con vino de exportación, un folleto sobre las “Falklands” puede sugerir que todo está en paz, todo está bien, todo está inglés.
Lo que a primera vista parece una política ambiental responsable, cobra otro significado cuando se inserta en la lógica de control biopolítico. La creación de reservas naturales como la Isla Salvaje del Oeste o Punta Voluntarios, más que gestos altruistas, operan como mecanismos de apropiación territorial simbólica. El territorio se vuelve sujeto de estudio, objeto de protección, destino de turistas y, en última instancia, espacio de reproducción de un relato que neutraliza el conflicto colonial con Argentina. La estrategia es eficaz: desplazar el debate soberano del plano político al del consenso científico y ambiental, donde el discurso argentino es sistemáticamente desautorizado por carecer de “neutralidad”. Así, la política británica hacia Malvinas se despliega en múltiples niveles: promueve investigación científica, conservación ambiental, educación internacional, intercambios culturales y turismo, todo ello envuelto en una narrativa de estabilidad, sustentabilidad y continuidad poblacional. Es, en definitiva, una forma refinada de ejercer control sin necesidad de botas ni trincheras. Como ironizó alguna vez un diplomático sudamericano en reserva, “el Imperio ya no se impone con cañones, sino con binoculares y becas de estudio”. Quizá en eso consista el nuevo colonialismo: un poder que sonríe para la foto, que se disfraza de pingüino y habla en nombre del planeta. Pero mientras tanto, la soberanía sigue siendo el gran elefante —o lobo marino— en la sala.
V
En el siempre calculado tablero de la geopolítica, las becas británicas ofrecidas en Sudamérica no son piezas menores ni inocentes gestos de cortesía académica: son alfiles cuidadosamente desplegados por la diplomacia del Reino Unido para avanzar, sin estridencias, en la disputa simbólica por el Atlántico Sur. Más allá de las ceremonias amables, las fotos con banderas combinadas y los brindis por el “intercambio cultural”, lo que se pone en juego es una arquitectura discursiva sofisticada que busca normalizar lo que el derecho internacional aún califica como una situación colonial pendiente de resolución (Asamblea General de la ONU, Resolución 2065, 1965). Porque el Reino Unido no solo mantiene tropas en las Islas Malvinas: también ocupa el relato. Y lo hace con la elegancia de quien sirve té de las cinco mientras esconde bajo el mantel la historia de una usurpación. En lugar de cañones, ofrece posgrados ¿Y quién podría resistirse a una beca con todos los gastos pagos para estudiar en una universidad británica, siempre y cuando uno esté dispuesto a volver al sur global como embajador cultural informal del imperio? Tomemos, por ejemplo, el emblemático programa Chevening. Impulsado por el Foreign, Commonwealth & Development Office (2) del Reino Unido, ofrece financiamiento completo para estudios de posgrado en universidades británicas, dirigido a “líderes emergentes de todo el mundo” (Chevening, 2023). Pero detrás de los elegantes cócteles de bienvenida y las visitas guiadas por Westminster se esconde una política de producción de subjetividades: se trata de formar élites intelectuales alineadas, no necesariamente en lo ideológico, pero sí en lo funcional. ¿Y qué mejor forma de garantizarlo que exigiendo como condición que el becario regrese a su país a aplicar lo aprendido, como un embajador cultural involuntario? A primera vista parece un boomerang del saber; pero a veces, cuando uno tira el boomerang, vuelve con un chip nuevo instalado. Más polémico aún resulta el concurso organizado por las embajadas británicas en Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay, que otorga como premio un viaje de siete días a las Islas Malvinas. Presentado como una oportunidad de “conocer a los vecinos de las Islas Falkland”, el eufemismo no podría ser más claro (Embajada Británica en Buenos Aires, 2023). En lugar de exponer a los estudiantes a una discusión crítica sobre colonialismo, libre determinación o el derecho internacional, se les propone un recorrido escenográfico por un territorio cuya historia comienza —convenientemente— en algún punto posterior a 1833. ¿Qué vecino no quisiera una visita guiada que omita el desalojo forzado de los antiguos propietarios?
La exigencia de un alto nivel de inglés y una activa presencia en redes sociales entre los requisitos del concurso no es casual. Se trata de una convocatoria cuidadosamente dirigida a jóvenes con capacidad de influencia digital, que puedan replicar los mensajes clave de la política británica con una estética juvenil, amigable y, sobre todo, despolitizada.
En lugar de jóvenes militantes de redes, jóvenes “microinfluencers”. Así, el Reino Unido no solo moldea el discurso local sobre las islas, sino que importa desde Sudamérica una narrativa edulcorada que, como el té inglés, se sirve con azúcar pero esconde un fondo amargo. Esta estrategia forma parte de una política de seducción simbólica que se remonta a las décadas posteriores a la guerra de 1982. En un contexto donde la mayoría de los países sudamericanos ha respaldado firmemente la posición argentina —como se evidencia en las declaraciones del Mercosur, la CELAC y en su momento la UNASUR—, Londres apunta a minar esa solidaridad mediante vínculos bilaterales asépticos con actores sociales emergentes, sin pasar por el filtro de los gobiernos ni las cancillerías. En términos comunicacionales, podríamos hablar de una política de bypass diplomático: saltear a los estados para seducir directamente a las audiencias.
El problema no es solo político, sino jurídico. Estas iniciativas pueden ser comprendidas como manifestaciones de un “soft law imperial”, es decir, prácticas informales que consolidan situaciones de poder contrarias al derecho internacional, sin recurrir al uso explícito de la fuerza o diplomacia directa. La negativa sistemática del Reino Unido a reanudar negociaciones con Argentina —en abierta contravención de las resoluciones 2065 y 31/49 de la Asamblea General de las Naciones Unidas (Naciones Unidas, 1965; 1976)— se ve reforzada por una ocupación discursiva que transforma la disputa por la soberanía en un asunto de folklore isleño, vecindad pacífica y diversidad cultural. Mientras tanto, en lugar de avanzar hacia una resolución pacífica y justa del conflicto, se despliega una lógica de “diplomacia cool” que busca reencuadrar la ocupación como una experiencia de intercambio. Y si uno no está atento, entre becas, selfies con pingüinos y hashtags con bandera británica, el colonialismo del siglo XXI podría terminar pareciendo una pasantía con todos los gastos pagos.
Conclusiones
Mientras algunos aplauden las visitas guiadas a pingüineras como prueba irrefutable de la libre determinación isleña, lo cierto es que el conflicto por las Islas Malvinas sigue siendo un espejo incómodo donde se reflejan las contradicciones del derecho internacional, la hipocresía diplomática y las estrategias de dominación encubiertas bajo ropajes de modernidad. La afirmación del Reino Unido de que los kelpers tienen derecho a decidir su destino omite —con la prolijidad de un expediente colonial bien archivado— que dicha población fue creada artificialmente mediante un proceso de colonización dirigido, excluyente y selectivo. Como señala Freedman (2020), la política migratoria en Malvinas ha sido históricamente funcional a un diseño etnocéntrico, donde la diversidad cultural es tolerada sólo en su forma más decorativa y subordinada. No es casual, entonces, que bajo el barniz institucional de la “autonomía” se esconda una estricta tutela británica en materia de defensa, relaciones exteriores y control migratorio.
En este escenario, las declaraciones del presidente argentino Javier Milei funcionaron como un verdadero misil retórico: al invitar a los “malvinenses” a “votarnos con los pies”, no sólo adoptó un lenguaje más cercano al de Whitehall que al del Palacio San Martín, sino que sembró dudas sobre la continuidad de la posición histórica argentina. Mientras tanto, en los salones de la embajada británica en Buenos Aires —donde el mármol reluce y los brindis fluyen con más entusiasmo que los reclamos de soberanía— se cuecen operaciones de diplomacia blanda con la delicadeza de un canapé. Allí, jóvenes estudiantes argentinos son seleccionados para visitar las islas en programas de “intercambio cultural”, tras mostrar dominio del inglés y activa presencia en redes. ¿El objetivo? Que regresen con selfies entre pingüinos, mensajes de hospitalidad isleña y, sin saberlo, con el guion bien aprendido: un relato donde no hay ocupación, sino vecindad. “Una narrativa de comunidad pacífica y británica”, dirían los organizadores, mientras en sus discursos no hay espacio para las palabras “usurpación”, ni “soberanía”;. En rigor, se trata de una operación de legitimación simbólica disfrazada de turismo educativo. Más irónico aún es que esta estrategia tenga su correlato en políticas de las minorías presentadas como conquistas progresistas.
La fotografía de la exdiputada Victoria Donda junto al embajador británico Duncan durante un acto por los derechos LGBT+ es, en este sentido, tan reveladora como desconcertante. En nombre de la “inclusión”, se terminan validando los gestos de una potencia colonial. Porque detrás de estas iniciativas se perfila un horizonte más amplio: la famosa Agenda 2030, promovida por organismos internacionales y respaldada por el sector liberal de izquierda de los países centrales, pretende instaurar un marco de valores globales que, bajo la apariencia de progreso, oculta una matriz profundamente homogeneizadora y distractiva. No es una agenda de los pueblos, sino una hoja de ruta construida desde centros de poder que buscan desviar la atención de los reclamos soberanos, los conflictos estructurales y la urgencia de la libre determinación verdadera. Es, en definitiva, un discurso que seduce con palabras nobles mientras domestica con objetivos ajenos.
Entonces, ¿cuánto valen los derechos cuando se aplican selectivamente, y cuánto pesan los principios cuando se manipulan según la bandera que los enarbole? En las Islas Malvinas, la libre determinación ha sido convertida en un eslogan vacío para justificar una presencia ilegítima; y los gestos diplomáticos, en una coreografía cínica donde el neocolonialismo baila disfrazado de multiculturalismo. Tal vez haya llegado el momento de dejar de aplaudir las performances y comenzar a leer el libreto completo. Porque si algo nos enseñó el conflicto del Atlántico Sur es que no toda bandera que flamea lo hace en nombre de la libertad.

Notas
1 El Immigration Ordinance vigente en las Islas Malvinas otorga al Consejo Ejecutivo la facultad de vetar el ingreso y la residencia de personas sin necesidad de justificar sus decisiones, incluyendo ciudadanos británicos. Esta norma funciona como un filtro étnico y político que limita el asentamiento a quienes reafirman la identidad anglófona y leal al Reino Unido, impidiendo, por ejemplo, el acceso de ciudadanos argentinos, aun con lazos previos en el territorio .
2 Es el órgano del gobierno británico responsable de la política exterior, la cooperación internacional y la administración de los territorios de ultramar del Reino Unido. Resultado de la fusión entre el antiguo “Foreign & Commonwealth Office” y el “Department for International Development” en septiembre de 2020, el FCDO actúa como la usina central de la diplomacia británica global, combinando relaciones exteriores con estrategias de desarrollo para proyectar la influencia del Reino Unido más allá de sus fronteras. Desde Londres, el FCDO coordina las acciones de sus embajadas y consulados en todo el mundo, impulsa programas de ayuda internacional y despliega iniciativas de “soft power” como las becas Chevening, con el declarado objetivo de “formar líderes futuros” y el tácito interés de moldear subjetividades afines a los intereses británicos. En el caso sudamericano, el FCDO no solo administra la narrativa oficial sobre las Malvinas —que incluye referirse a ellas exclusivamente como “Falkland Islands”—, sino que también invierte recursos diplomáticos y simbólicos para consolidar ese relato en el imaginario de las nuevas generaciones.
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