
El fuego

Por Juan Carlos Margaretich
Oscurecía. Tomábamos unos tragos y hablábamos mientras Ramón encendía el fuego para hacer el asado. Iba cortando con un hacha pequeña unos pedazos de madera de un viejo mueble de madera roja. Buena brasa. A medida que los iba cortando, los acomodaba con oficio alrededor de un fuego incipiente iniciado con un bollo de papel. Yo me había sentado frente a la mesa de cemento sobre la que había una tabla con un gran cuchillo y un tenedor. Las astillas de madera roja rápidamente se encendieron. Eché soda en el Cinzano y mis ojos volvieron al fuego que se estaba iniciando. En estos últimos días había pensado mucho en el fuego.
—Un día… cuando tendría… seis o siete años… sucedió esto que te voy a contar… Mi infancia la pasé en el campo, sin energía eléctrica. A la noche, antes de dormirme, siempre leía. Generalmente leía alguna historieta o novelas de aventuras, sobre todo las de Emilio Salgari. Ese ritual lo continúo haciendo hasta el día de hoy. Lógicamente, fueron cambiando los autores.
Mi amigo había dejado el hacha, se había sentado y me escuchaba en silencio mientras bebía mirando el fuego.
—Como dije, siempre leía algo, iluminado por una vela que ponía mi madre sobre la mesa de luz en un pequeño plato… Generalmente llegaba a leer dos o tres páginas si era una historieta y algunos renglones, hasta una página, si era una novela, y me dormía… Esa noche, cuando me dormí, en algún momento, con algún movimiento, la historieta que había estado leyendo entró en contacto con la llama de la vela. La mesa de luz era de madera barnizada. Comenzó a arder todo y a los pocos segundos el fuego llegó hasta un cuadro de la virgen que estaba colgado un metro más arriba y le cortó el cordel que lo sostenía… El estruendo del cuadro al caer fue lo que me alertó y despertando aturdido aun por el sueño salté de la cama. Me alejé de las llamas. En ese momento se abrió la puerta de mi habitación y apareció mi madre también alertada por el ruido. Al ver lo que sucedía fue a buscar inmediatamente un balde con agua y luego de algunos baldazos el fuego se detuvo. Mi madre, apenas soltó el balde, levantó el cuadro de la virgen chamuscado, lo observó unos segundos, lo limpió y lo dejó sobre una silla. Al resto de lo quemado lo arrojó al patio. Limpió todo. La cama no había sido tocada ni por el fuego ni por el agua. Acomodó la ropa de la cama e hizo que me acostara nuevamente. Antes de retirarse, me dijo: “Te ha salvado la virgen…”
A partir de ahí, siempre me lo recordaba. Mi vieja andaba siempre con la virgen y todos los santos…
Ramón sopló, me miró y luego dijo:
—En realidad… lo que te salvó fue el fuego… El fuego cortó el hilo… Avisó.
—Exacto. Un día… creo que era mi cumpleaños, le expliqué a mi vieja lo mismo y casi con las mismas palabras… y me respondió: “¿El fuego es la virgen…?”
Eché soda haciendo tintinear los hielos. Bebí un largo trago de vermut y mis ojos buscaron el fuego.
