
El siguiente poema se contextualiza en el concierto que Bob Dylan ofreció el pasado 5 de abril en Eau Claire, Wisconsin, con motivo de la ampliación de la gira “Rough and Rowdy Ways World Wide Tour”, concluida, en un principio, en noviembre de 2024. Los nuevos conciertos anunciados, en curso en este momento, están incluyendo temas extraídos de toda la carrera musical de Dylan, con especial énfasis en canciones de su álbum de estudio número 39, Rough and Rowdy Ways, publicado en el verano de 2020.
El concierto de Dylan

Por Florencio Ulrich
I go right where all things lost are made good again.
Bob Dylan
Bob Dylan es bajo de estatura.
Casi tanto como un hombre arrodillado.
Lo sabíamos,
pero sentado detrás de su piano
esta información adormilada
se torna, por momentos, inmoral,
devolviéndome una extrañeza
parecida
a ver una playa con peces muertos.
Ha venido para mostrarnos que está vivo
que sigue sin engordar,
que su leyenda de lobo antropófago
no se ha salido de la carretera,
que la poesía sigue siendo un grupo de hombres
sentados en un desierto al amanecer
observando experimentos nucleares,
que mientras el que haga algo sea uno
y los que lo miran hacerlo seamos los demás
el mundo permanecerá lejos de sí mismo.
Dylan sale al escenario
como si acabara de olvidarse las llaves de casa,
viste de negro y lleva un flat brim hat color crema.
No saluda, no permite fotos, no mira al auditorio.
Tampoco se despedirá.
La tercera canción es I Contain Multitudes.
Pienso en Whitman y en su amor homosexual
por un conductor de autobuses.
Pienso en los mitos que se desescriben solos,
en el timbre de barítono rasposo
que difunde Dylan al salmodiar,
declamación de resonancia bíblica
que nos ilustra
sobre las paradojas que no hemos venido a cumplir,
que se suma al desamparo de los mantras de vivir,
devorando las tripas de nuestra voluntad
refundando el orden de cuanto creímos entender
redimiendo esperas en carne viva.
Toca soplar las velas
en el pastel de cumpleaños de la futurofobia.
Hace mucho que se desplomaron las Torres Gemelas
y ahí siguen, una y otra vez, cayendo.
No sabemos negar su belleza al desmoronamiento
ni marcharnos del mundo siendo otros.
Mientras la dicción enmarañada, granulosa, de Dylan
se hace virtud,
ungida por una armónica que monta guardia
en la roca de aire que lo rodea,
me convierto en el hombre-anuncio de mi memoria.
Qué es la memoria
si no una catapulta de trasuntos comerciales.
Me da por imaginar
lo que haremos después del concierto.
Volveremos a casa conduciendo
como el par de cobayas alquímicas
que somos
envueltos en las fauces de la ciudad.
Volveremos a casa conduciendo
como es costumbre
cuando debemos levantar las sospechas justas,
detenernos diligentes
en todos los semáforos en rojo
en calles de vacíos egregios,
equipados de ternuras robotizadas
prodigándonos en el cacareo
de nuestros queridos lugares comunes,
en las mecánicas divinas de Battiato.
Me diré que podríamos parar en Festival
para comprar algo de comida.
Será tarde.
Estarán a punto de cerrar.
Además de nosotros dos
y una cajera obesa que bosteza,
habrá en el supermercado una pareja con su hija adolescente,
procedentes los tres de este mismo concierto, sospecharé.
Deambularemos los cinco
por los muchos pasillos satinados
del plastificado y ordenado apocalipsis,
de la cavidad abierta en los sacramentos del tiempo,
que es todo supermercado del llamado primer mundo,
tan desangelado y reiterativo como la propia América
a altas horas de la noche.
La pareja y la hija comentarán y escogerán
opciones de aprovisionamiento
análogas a las nuestras.
Somos copias de copias
y no nos conciernen los demás.
Somos todos medio hermanos de sangre
y con destreza profiláctica
hacemos perfectos oídos sordos
a los cincuenta y seis conflictos armados
que erizan esta semana
la piel de nuestro planeta.
Pelotita azul cobalto
que tanto se pavonea
de una conexión osmótica con la inmortalidad.
Trivial revoltillo de oxígeno y silicio
perdido en un lugar cualquiera
de una galaxia insignificante
que, sin embargo,
abandonada hoy en los brazos de su última casta sacerdotal,
santa IA, bendita tú eres entre todas las mujeres,
de todo mal tan a salvo se cree.
Me preguntaré
mirando unas bandejas multicolores de sushi
apadrinadas por un halo de aflicción,
si Dylan,
que nació al norte de este paradero de milagros
apenas a dos horas de aquí en coche,
es también mi medio hermano.
Otro pariente que no me atañe.
Para cerrar la noche
quizá aparecerá en el supermercado
de repente
o así me preguntaré yo si ello podría haber ocurrido
mi medio hermano del Medio Oeste
todavía con la misma ropa y sombrero del concierto
pero ahora habiendo añadido unas gafas de sol
en busca de, quién sabe,
un poco de mostaza de Dijon.
Dylan continúa enhebrando susurros
no le importa lo que está pasando aquí
tampoco los opioides que tomamos antes de dormir.
No sabe quiénes somos
nunca le va a interesar.
Su oficio consiste en hacer buenas
de nuevo
las cosas perdidas.
Su linaje es lo que hay antes
y no después
de las canciones.
Pasa las hojas de su partitura
enfilando una melodía tras otra.
Tiene prisa, pero cree que no se nota.
Sabe que sus biógrafos se equivocan.
Su mente se limita a seguir las equis en el mapa del tesoro.
Sus días
se cuentan por flaquezas sin mengua,
por rozagantes reinos de guerras apalabradas.
Abril de 2025
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