El concierto de Dylan

©Barry Feinstein. London, UK, 1966

El siguiente poema se contextualiza en el concierto que Bob Dylan ofreció el pasado 5 de abril en Eau Claire, Wisconsin, con motivo de la ampliación de la gira “Rough and Rowdy Ways World Wide Tour”, concluida, en un principio, en noviembre de 2024. Los nuevos conciertos anunciados, en curso en este momento, están incluyendo temas extraídos de toda la carrera musical de Dylan, con especial énfasis en canciones de su álbum de estudio número 39, Rough and Rowdy Ways, publicado en el verano de 2020.

El concierto de Dylan

Por Florencio Ulrich

I go right where all things lost are made good again.

Bob Dylan

Bob Dylan es bajo de estatura.

Casi tanto como un hombre arrodillado.

Lo sabíamos,

pero sentado detrás de su piano

esta información adormilada

se torna, por momentos, inmoral,

devolviéndome una extrañeza

parecida

a ver una playa con peces muertos.

Ha venido para mostrarnos que está vivo

que sigue sin engordar,

que su leyenda de lobo antropófago

no se ha salido de la carretera,

que la poesía sigue siendo un grupo de hombres

sentados en un desierto al amanecer

observando experimentos nucleares,

que mientras el que haga algo sea uno

y los que lo miran hacerlo seamos los demás

el mundo permanecerá lejos de sí mismo.

Dylan sale al escenario

como si acabara de olvidarse las llaves de casa,

viste de negro y lleva un flat brim hat color crema.

No saluda, no permite fotos, no mira al auditorio.

Tampoco se despedirá.

La tercera canción es I Contain Multitudes.

Pienso en Whitman y en su amor homosexual

por un conductor de autobuses.

Pienso en los mitos que se desescriben solos,

en el timbre de barítono rasposo

que difunde Dylan al salmodiar,

declamación de resonancia bíblica

que nos ilustra

sobre las paradojas que no hemos venido a cumplir,

que se suma al desamparo de los mantras de vivir,

devorando las tripas de nuestra voluntad

refundando el orden de cuanto creímos entender

redimiendo esperas en carne viva.

Toca soplar las velas

en el pastel de cumpleaños de la futurofobia.

Hace mucho que se desplomaron las Torres Gemelas

y ahí siguen, una y otra vez, cayendo.

No sabemos negar su belleza al desmoronamiento

ni marcharnos del mundo siendo otros.

Mientras la dicción enmarañada, granulosa, de Dylan

se hace virtud,

ungida por una armónica que monta guardia

en la roca de aire que lo rodea,

me convierto en el hombre-anuncio de mi memoria.

Qué es la memoria

si no una catapulta de trasuntos comerciales.

Me da por imaginar

lo que haremos después del concierto.

Volveremos a casa conduciendo

como el par de cobayas alquímicas

que somos

envueltos en las fauces de la ciudad.

Volveremos a casa conduciendo

como es costumbre

cuando debemos levantar las sospechas justas,

detenernos diligentes

en todos los semáforos en rojo

en calles de vacíos egregios,

equipados de ternuras robotizadas

prodigándonos en el cacareo

de nuestros queridos lugares comunes,

en las mecánicas divinas de Battiato.

Me diré que podríamos parar en Festival

para comprar algo de comida.

Será tarde.

Estarán a punto de cerrar.

Además de nosotros dos

y una cajera obesa que bosteza,

habrá en el supermercado una pareja con su hija adolescente,

procedentes los tres de este mismo concierto, sospecharé.

Deambularemos los cinco

por los muchos pasillos satinados

del plastificado y ordenado apocalipsis,

de la cavidad abierta en los sacramentos del tiempo,

que es todo supermercado del llamado primer mundo,

tan desangelado y reiterativo como la propia América

a altas horas de la noche.

La pareja y la hija comentarán y escogerán

opciones de aprovisionamiento

análogas a las nuestras.

Somos copias de copias

y no nos conciernen los demás.

Somos todos medio hermanos de sangre

y con destreza profiláctica

hacemos perfectos oídos sordos

a los cincuenta y seis conflictos armados

que erizan esta semana

la piel de nuestro planeta.

Pelotita azul cobalto

que tanto se pavonea

de una conexión osmótica con la inmortalidad.

Trivial revoltillo de oxígeno y silicio

perdido en un lugar cualquiera

de una galaxia insignificante

que, sin embargo,

abandonada hoy en los brazos de su última casta sacerdotal,

santa IA, bendita tú eres entre todas las mujeres,

de todo mal tan a salvo se cree.

Me preguntaré

mirando unas bandejas multicolores de sushi

apadrinadas por un halo de aflicción,

si Dylan,

que nació al norte de este paradero de milagros

apenas a dos horas de aquí en coche,

es también mi medio hermano.

Otro pariente que no me atañe.

Para cerrar la noche

quizá aparecerá en el supermercado

de repente

o así me preguntaré yo si ello podría haber ocurrido

mi medio hermano del Medio Oeste

todavía con la misma ropa y sombrero del concierto

pero ahora habiendo añadido unas gafas de sol

en busca de, quién sabe,

un poco de mostaza de Dijon.

Dylan continúa enhebrando susurros

no le importa lo que está pasando aquí

tampoco los opioides que tomamos antes de dormir.

No sabe quiénes somos

nunca le va a interesar.

Su oficio consiste en hacer buenas

de nuevo

las cosas perdidas.

Su linaje es lo que hay antes

y no después

de las canciones.

Pasa las hojas de su partitura

enfilando una melodía tras otra.

Tiene prisa, pero cree que no se nota.

Sabe que sus biógrafos se equivocan.

Su mente se limita a seguir las equis en el mapa del tesoro.

Sus días

se cuentan por flaquezas sin mengua,

por rozagantes reinos de guerras apalabradas.

Abril de 2025

Post navigation

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *