
Tercera nota de la serie “El arte de comprender Malvinas”: la entrega en el lenguaje, de Mariquita Sánchez de Thompson y Sarmiento a Beatríz Sarlo y Juan José Sebreli

Por Juan Facundo Besson
Vuelo porque no me arrastro
que el arrastrarse es la ruina
«Payador perseguido», Atahualpa Yupanqui
La colonización no siempre entra por la fuerza: a veces lo hace con una sonrisa académica, con una invitación en inglés impresa en papel ilustración. A veces no se viste de soldado, sino de egresado de Puan con posgrado europeo. Y, a veces, no se iza una bandera enemiga en el territorio patrio, sino que se baja la propia por vergüenza ajena. En los territorios semicoloniales –como explicaba con claridad Jauretche tomando a Jorge Abelardo Ramos y a Spranger–, el imperialismo no necesita ya de artillería, le basta con un par de cátedras, algunas ONG financiadas desde Londres y una intelligentzia servil, tan altamente educada como colonizada, que rehuye de toda reivindicación nacional con el temor de quedar mal frente a la Reina Madre, hoy Rey.
Y aquí estamos, efectivamente, con un sector académico que se estremece ante cualquier atisbo de patriotismo –¡no vaya a ser que nos señalen como bárbaros en las editoriales de la BBC!–, y que lejos de articular un pensamiento nacional, se dedica con esmero a entonar, en clave académica, los versos del viejo imperio: May she defend our laws / And ever give us cause / To sing with heart and voice, God save the Queen! (“Que ella defienda nuestras leyes / Y siempre nos dé motivo / Para cantar con corazón y voz, ¡Dios salve a la Reina!”). Así, mientras proclaman la defensa de “sus leyes”, frustran toda tentativa de pensar con cabeza propia, confunden la política y perpetúan –como en la estrofa: Confound their politics / Frustrate their knavish tricks (“Confunde su política / Frustra sus trucos ruines”)– una lógica en la que siempre el enemigo es el que osa disentir del canon británico. En lugar de dispersar enemigos, dispersan dudas; en lugar de regalos, derraman sobre nuestras universidades las choicest gifts (“los más selectos dones”) de la epistemología colonial. ¿Qué otra intención puede tener un evento organizado por la UBA junto con la Universidad de Cardiff que promueve el nombre “Falklands” para “repensar” Malvinas, si no es la de disciplinar nuestras conciencias y habituarnos al lenguaje del amo? Como advertía Jauretche, estos “intelectuales” –o mejor dicho, esta intelligentzia– no crean ideas, simplemente las importan y las reparten, cual evangelio del colonialismo académico, funcionando como agentes culturales al servicio de intereses foráneos (Jauretche, 1957, p. 87).
La estrategia británica no es ingenua ni reciente. Conducir simbólicamente a la elite intelectual argentina desde Londres es parte de una política exterior que entiende, mejor que muchos “nacionales”, que las guerras modernas también se libran en las aulas, en los papers, en los títulos de las conferencias. Porque si logran que pensemos las Malvinas como “Falklands”, ya no hará falta que las defiendan con armas: habrán ganado desde la semántica. Habrán logrado lo que Eduard Spranger definía como “colonización pedagógica”: el reemplazo de las categorías propias por marcos analíticos impuestos, una operación de devastación espiritual tan eficaz como duradera (Ramos, 1954, p. 42).
Claro que denunciar esto –como lo hacemos aquí– resulta incómodo para los adoradores de la “opinión pública internacional”, ese tribunal imaginario universal ante el cual toda afirmación soberana parece un exabrupto. ¿Cómo explicarles que Perón tenía razón cuando advertía que “si ponemos un pie sobre las islas, no nos sacan más”? ¿Cómo hacerles ver que la patria no es un anacronismo, sino una trinchera cultural, entre otras cosas?
Estas líneas no pretenden convencer a los que ya han decidido postrarse. Se dirigen, más bien, a quienes todavía sienten que las Malvinas, el Atlántico Sur y la relación simbiótica con la Patagonia y Antártida son parte viva de nuestra historia, a quienes sospechan que el desarme simbólico es la antesala del desarme político, y a quienes saben que ningún país se construye sobre el desprecio de sí mismo. Porque –como bien lo expresó Jorge Abelardo Ramos– en las semicolonias el dominio se perpetúa “cuando las ideas ajenas se truecan en fuerza material” (Ramos, 1954, p. 42). Y hoy, más que nunca, pensar desde Malvinas es la forma más urgente de descolonizar la inteligencia nacional.
Pero esta intelligentzia no pertenece sólo al pasado: tiene herederos actuales, más torpes y menos ilustrados, pero igual de funcionales. Si los antiguos hablaban en salones refinados tomando un té a las five o´clock, los nuevos se arrastran en inglés por Zoom. Si antes escribían crónicas elegantes para justificar la entrega, hoy pontifican en Twitter y en congresos con títulos en spanglish, donde Malvinas es apenas una “cuestión de percepciones”. Su torpeza no anula el daño: lo hace más vulgar, más visible y más urgente de confrontar. Porque el odio a la patria no nace de la crítica razonada, sino del desprecio interiorizado, del deseo inconsciente –o a veces muy consciente– de desear ser parte de una ingeniería administrativa de un país que detestan, de ejercer poder sobre una nación a la que sólo aman si se arrodilla. En ellos, la idiotez útil se mezcla con la maledicencia, y entre guiños progresistas y reverencias globalistas siguen reproduciendo la voz del amo. Basta con repasar ciertos episodios de nuestra historia –y no pocos hechos recientes֪– para ver cómo esta lógica de sumisión cultural se recicla con nuevos rostros, nuevas instituciones y viejas recetas, que en el fondo buscan lo mismo: mantenernos colonizados, aunque creamos estar decidiendo por nosotros mismos. Aquí van unos hechos y personajes a modo ejemplificador:
I. ¿Desde cuándo admirar al invasor es una muestra de refinamiento? ¿En qué momento el encanto por el uniforme enemigo se convirtió en virtud cívica? La célebre Mariquita Sánchez de Thompson, esa dama de salón con himno incluido, fue también –y sobre todo– una precoz devota del perfume imperial británico. En sus cartas privadas durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807 no hay rastros de angustia patriótica ni llamados desesperados por la defensa de la soberanía. Hay, en cambio, una observación cuidadosamente frívola sobre “las más lindas tropas que se podían ver, el uniforme más poético, botines de…” (Sánchez de Thompson, citado en Galasso, 2011). ¿Una crónica de guerra o la reseña de una pasarela marcial? ¿Una ocupación militar o un desfile de modas?
En medio de un pueblo movilizado, con criollos, mestizos, mulatos y hasta esclavos alzados en armas para expulsar al invasor, Mariquita optaba por otra batalla: la del buen gusto. Mientras el coraje popular tomaba forma de barricada y de coraje plebeyo, ella medía la estética de los cascos enemigos. Y si tenía que comparar, no dudaba en despreciar a los nuestros: “no linda, es fuerte y robusta, pero negra”, decía al ver pasar a una miliciana criolla (Galasso, 2011). ¿Qué revela esta mirada sino la incomodidad de una elite que, aún en tiempos de asedio, no podía soportar la visión de un pueblo de pie, armado y moreno?
Hoy, cuando cualquier gesto de patriotismo levanta cejas en los pasillos universitarios y provoca escándalo en los suplementos culturales de algún pasquín de la otrora oligarquía, conviene revisar esta genealogía de la genuflexión ilustrada. Porque lo que Mariquita expresó con candor aristocratizante fue el germen de una oligarquía que, como diría Jauretche (1957), “empezó perdiendo batallas, después perdió la vergüenza”. Ese sector que en el siglo XIX cambió al Rey Borbón por el soberano británico, y que hoy cambia la bandera por una cita en inglés en alguna revista indexada.
No se trata aquí de ajustar cuentas con una señora del siglo XIX, sino de comprender cómo el desarme simbólico comenzó en los salones: cuando el invasor dejó de ser un enemigo y pasó a ser una fantasía; cuando el patriotismo pasó de ser un deber a una incomodidad; y cuando la defensa nacional comenzó a parecer un gesto vulgar, populista, o peor: tercermundista.
Mariquita, con sus cartas ingenuamente aristocráticas, anticipó la textura moral de un sector de la sociedad que prefería perder con elegancia antes que vencer con morenos. Esa misma clase que luego dominaría la política, la cultura y la economía del país, siempre lista para aplaudir al invasor si viene bien peinado. Porque –digámoslo de una vez– la verdadera incomodidad de esta gente no es con el chauvinismo ni con el nacionalismo mal entendido, sino con la idea de una nación que no necesita pedir permiso a Londres para pensarse a sí misma.
Desde los salones de Mariquita hasta los seminarios con títulos en inglés, pasando por los brindis en embajadas, la adoración del amo se transformó en política de Estado. ¿Y si ofendemos a la Reina Madre? ¿Y si quedamos mal con The Economist?.

II. Domingo Faustino Sarmiento –ese prócer de bronce al que se le erigen bustos en cada escuela y se le celebra el día del maestro– bien merece una revisión menos beatífica y más incisiva. ¿Hasta cuándo vamos a repetir sin matices el mantra de “civilización o barbarie” sin preguntar qué civilización, para quién, y a costa de qué? ¿Cuánto tiempo más vamos a omitir que la utopía sarmientina era, en el fondo, una importación anglófila con pretensiones de orden y progreso que incluía la limpieza étnica simbólica de nuestros primeros pobladores, los gauchos y todo lo que oliera a “desorden” criollo?
Porque Sarmiento, con su pluma filosa y su verbo inflamado, no dudaba: “civilización” era sinónimo de Inglaterra, de los Estados Unidos, de la raza anglosajona. “Barbarie” era el interior, la montonera, el mestizaje. En Facundo no se guarda nada: los indígenas son “salvajes piojosos”, los gauchos una rémora del atraso, y el destino de la patria debía escribirse con tinta europea, preferentemente inglesa. Nada de esto es una lectura “sacada de contexto”. Está ahí, a la vista, sólo que preferimos no mirarlo.
Sarmiento, el mismo que suspiraba por fundar una Washington del Sur en la isla Martín García (Argirópolis, 1850), era también el que despreciaba a los italianos por bachichas, a los árabes por orientales, a los judíos por distintos, a los irlandeses por demasiado católicos y ebrios. Su república soñada era blanca, anglófona y alfabetizada. ¿Y Malvinas? Ah, ahí sí el asunto se vuelve más complejo y, por qué no decirlo, más cínico.
Porque cuando le tocó hablar de las Malvinas –en plena misión diplomática en Estados Unidos, en 1866– Sarmiento denunció la complicidad yanqui con la entrega del archipiélago a los británicos. Lo dijo sin vueltas: “fuerzas norteamericanas las despoblaron, y fueron las doctrinas del ministro Baylies las que indujeron a Inglaterra a apoderarse de ellas” (Sarmiento, 1866, citado en Guber, 2001). Pedía una indemnización para Vernet. Un gesto soberanista, sí. Pero también un esfuerzo diplomático puntual, más ligado a la dignidad de un comerciante damnificado que a una defensa estructural de la soberanía nacional.
Entonces, ¿Sarmiento fue un defensor de Malvinas? ¿O simplemente un liberal pragmático que se indignaba cuando el juego imperial no le convenía a su estrategia de alianzas? Su ambivalencia es reveladora. Porque mientras denunciaba el imperialismo, soñaba con insertarse en su lógica. Mientras escribía contra la Doctrina Monroe en El Mercurio de Valparaíso (1841-1842), al mismo tiempo reproducía los discursos del progreso europeo como única vía para salir del atraso. ¿Qué es eso sino una contradicción vital de toda nuestra oligarquía decimonónica? ¿No es acaso Sarmiento el mejor ejemplo de cómo se puede odiar la estirpe hispánica y, al mismo tiempo, amar el yugo británico con fruición?
Y esto, claro, molesta a los endófobos. A esos que cada vez que uno dice “Malvinas argentinas” tuercen la boca como si uno hubiera dicho un fuck you, así como hacia el “fumador” de Página/12. Esos que temen “cómo vamos a quedar ante la opinión pública internacional” si decimos que la ocupación británica es ilegal, o que los kelpers son parte de un enclave colonial planificado. ¡No vaya a ser cosa que se ofenda la Reina Madre desde el más allá!

Pero volvamos a Sarmiento, porque hay que decirlo: su proyecto de nación no era independiente, ni autónomo y, menos que menos, popular. Era una Argentina diseñada para agradar al mundo anglosajón. Una Argentina que debía importar no sólo trenes y máquinas, sino también genes, religiones, costumbres y valores. Y si para eso había que barrer con los gauchos, con los indios, con los pobres y con los inmigrantes equivocados, que así fuera.
Como bien afirma Oszlak (1982), su política de inmigración fue excluyente y racista, un intento de “blanquear” la nación bajo criterios biopolíticos disfrazados de amor a la educación. Y cuando Sarmiento imaginaba al país insertado en la modernidad, lo hacía con un modelo muy preciso: el imperio británico como tutor ilustrado y los Estados Unidos como ejemplo de democracia… blanca, protestante y anglosajona.
Por eso Malvinas le dolía a medias. Le dolía como negocio particular perdido, no como herida de la patria. Su mirada geopolítica, como muestra Horacio González (2016), era más rica de lo que el bronce oficial permite, sí, pero no lo exime de haber sido el gran legitimador intelectual de una clase que del virreinato saltó al libre comercio sin escalas patrióticas.
Así que la próxima vez que alguien cite a Sarmiento como el “padre del aula”, estaría bien recordar también que fue el padrino de un proyecto de nación subordinada al mandato del capital británico. Y preguntarse: ¿civilización o barbarie? ¿O simplemente una versión elegante del coloniaje?

III. ¿Es posible ser colonizado sin darse cuenta? Peor aún: ¿es posible defender los intereses del imperio con tono progresista, invocando derechos humanos y cosmopolitismo? La respuesta, en Argentina, no solo es afirmativa: es una práctica habitual en ciertos círculos de nuestra autoproclamada elite intelectual de “izquierda moderada”. En 2012, un grupo de figuras del mundo académico y mediático –Beatriz Sarlo, Juan José Sebreli, Jorge Lanata, Luis Alberto Romero, entre otros– firmó un documento titulado “Malvinas, una visión alternativa”. Lo que prometía ser una mirada crítica sobre el conflicto terminó siendo una rendición estilizada, una genuflexión conceptual ante el poder británico con pretensiones de lucidez.
Lo más notable no es el contenido explícito del texto –ya previsible en su orientación–, sino la estructura del pensamiento que lo sustenta. En nombre de una racionalidad crítica, se desactiva cualquier posibilidad de nacionalismo legítimo. Como si toda defensa de la soberanía no fuera otra cosa que un eco ridículo del patrioterismo. Como si el simple hecho de afirmar derechos nacionales nos dejara mal parados ante “la comunidad internacional” –ese tribunal abstracto que, como la Pérfida Albion, nunca debe ser ofendida.
La lógica de este planteo no es nueva. Como advertía Jauretche, hay una clase ilustrada cuya función ha sido históricamente sustituir los valores nacionales por una cultura extranjerizante, disfrazada de modernidad: “Si malo es el gringo que nos compra, peor es el criollo que nos vende” (Jauretche, 2008, p. 113). ¿Y qué otra cosa hacen los firmantes de esta “visión alternativa” sino vender, con palabras bonitas, la renuncia al reclamo argentino por Malvinas?
Al sostener que “la historia no es reversible” y que no tiene sentido “volver a una situación de hace dos siglos”, el texto incurre en una falacia de manual. ¿Acaso la ocupación israelí de territorios palestinos es legítima porque lleva décadas? ¿O es que el colonialismo sólo es inaceptable cuando lo ejerce alguien que no sea blanco, angloparlante y miembro de la Commonwealth? La historia no es reversible, dicen… pero los derechos internacionales emanados de la ONU sí son negociables si incomodan al amo.
Aún más llamativa es la insistencia en que “los habitantes de Malvinas deben ser reconocidos como sujetos de derecho”. ¿Quién los niega como personas? El punto es otro: ¿desde cuándo una población implantada por una potencia ocupante puede definir unilateralmente la soberanía de un territorio? No se trata de desconocer su humanidad, sino de entender su rol geopolítico: son, en esencia, un enclave colonial, funcional a los intereses británicos en el Atlántico Sur. Invocar la autodeterminación en ese contexto no es defender un derecho, sino legitimar un dispositivo imperial.
La pregunta incómoda que estos intelectuales no se hacen (ni quieren que nadie se haga) es: ¿quién ocupa ilegalmente las islas? Porque si la respuesta es “el Reino Unido”, todo el castillo de arena argumental se desmorona. La OTAN tiene una base militar activa en las Malvinas, un territorio que por derecho internacional (Resolución 2065 de la ONU, 1965) está en disputa. Pero estos detalles molestos desaparecen bajo el barniz del pensamiento ilustrado local, que prefiere citar a Anthony Giddens y defender a los kelpers antes que arriesgar una nota agria en The Guardian.
En vez de hablar de colonialismo, estos intelectuales hablan de “diálogo”; en vez de denunciar la ocupación, invitan a respetar “el modo de vida de los isleños”. Es la versión posmoderna del civilizing mission: ahora no se trata de llevarles religión y comercio, sino de garantizar su derecho a vivir como en Essex… aunque estén en territorio argentino. Y si eso implica resignar derechos históricos, identitarios y estratégicos, pues que así sea: el buen nombre ante Londres lo vale.
Quizás lo más siniestro sea el tratamiento que se hace de los soldados argentinos. Según esta “visión alternativa”, no son héroes, sino “víctimas”. No hay aquí una crítica a la Dictadura –legítima y necesaria– sino una anulación simbólica de toda épica soberana. Se reescribe la historia para que el reclamo de Malvinas sea una aberración, no un acto de justicia. Los que murieron, lo hicieron en vano; los que sobrevivieron, deben callar. La guerra se convierte en coartada para negar el derecho. ¿No es esto, acaso, una forma refinada de derrotismo y de desmalvinización?
En nombre de una supuesta madurez democrática, el texto firmado por Sarlo, Sebreli y compañía abdica de todo horizonte político nacional. La autodeterminación de los pueblos, en la tradición constitucional argentina, siempre estuvo subordinada a la unidad territorial y la soberanía. Hoy, ese principio es subvertido: se propone reconocer como legítima la voluntad de un enclave colonial. Donde antes había perduellio1, ahora hay virtud ilustrada.
El pecado original de estos intelectuales no es la crítica –necesaria y saludable– sino la sustitución de toda afirmación nacional por un humanismo de utilería, importado en cuotas y aplicado con pinzas. Se convierten, como bien definiera el tan críptico Horacio González, en la “intelligentzia de la rendición” (González, 2012), ocupando con entusiasmo el rol que les asigna el poder: el de desarmar simbólicamente a la nación en nombre de una superioridad moral autoproclamada.
¿Y si el verdadero acto de audacia intelectual fuera sostener la soberanía con firmeza? ¿Y si el pensamiento realmente crítico no residiera en simulacros de universalismo, sino en la conciencia profunda de la historia, el territorio y la dignidad de los pueblos? Porque, si algo se ha demostrado con crudeza, es que nada sirve más al imperio que un colonizado con aspiraciones cosmopolitas: alguien que, en nombre de una razón universal dictada por el amo, aprende a obedecer con elegancia. Alguien que no se atreve a morder la mano que lo alimenta no porque quiera dejar de ser perro, sino porque ha aprendido a serlo con orgullo.


IV. Pocas cosas son tan útiles para el poder británico como un intelectual argentino convencido de que el problema de Malvinas no es la ocupación colonial, sino la obstinación emocional de su propio pueblo. Casi como esos “hombres-robot” que incluyó Oesterheld en El Eternauta, pero en versión ilustrada, universitaria y con columnita en Clarín. A diferencia de aquellos que eran sometidos por la fuerza de los Ellos, estos se someten por amor al conocimiento importado y acrítico. A la democracia liberal, claro. A los buenos modales. A una civilidad con perfume a té inglés.
En su texto del 30 de marzo de 2023, Roy Hora nos regala un verdadero ejemplo de esta especie en expansión: el “patriota invertido”. Su artículo –sutilmente titulado, como de editorial del Times, “Feriado del 2 de abril: el regalo envenenado del último presidente de la dictadura”–, propone una alquimia simbólica donde todo lo que haya sido tocado por la Dictadura queda automáticamente contaminado, sin posibilidad de redención (Hora, 2023). Ni resignificación popular, ni memoria democrática, ni lucha de los veteranos. Nada. Porque, ¿quiénes son ellos para recordar? ¿Acaso pasaron por un seminario sobre guerras poscoloniales?
Roy, tan cauto y pedagógico, propone el 10 de junio como alternativa: fecha limpia, sin barro de trinchera, sin olor a humo de Pucará y gritos de sapucay, sin sangre. Fecha de cancillería, de museo. Fecha diplomática. Más elegante. Menos plebeya. Pero olvida –o finge olvidar– que fue la guerra la que hizo de Malvinas una causa del pueblo. Lo suyo no es una crítica a Galtieri, es una crítica a la soberanía. Soberanía con olor a pueblo. Y eso, claro, espanta.
Y así llegamos a la moraleja: el problema no es el Reino Unido. No. El problema somos nosotros. Que nos atrevemos a recordar, a insistir, a decir que 1833 no fue hace tanto. Que aún creemos que los recursos del Atlántico Sur son nuestros. Hora, en cambio, prefiere impugnar esa memoria. ¿Casualidad que sus argumentos se parezcan a los del Foreign Office? Seguro que no. Pero tranquilos, todo lo hace en nombre de la democracia. Porque –¡faltaba más!– no hay nada más democrático que olvidar.
Ese mismo espíritu de “colaboración bien entendida” volvió a manifestarse con brillo en la Universidad Nacional de Quilmes, hace poco, en marzo de 20252. En un alarde de sensibilidad histórica, se conmemoraron los 200 años del Tratado de Paz, Amistad, Comercio y Navegación entre Argentina y el Reino Unido, con presencia de la embajadora británica y la presentación de un libro que –convenientemente– omitía la ocupación británica de las Malvinas desde 1833. No fuera cosa que el pasado arruinara una buena foto diplomática (Pérez, 2023).
Nada más útil para el poder colonial que un evento académico revestido de cortesía institucional. El resultado: un retrato edulcorado de la historia, donde los cañones se reemplazan por copas de vino, y las denuncias por aplausos. Que nadie mencione las resoluciones de Naciones Unidas –como la 2065– que exigen negociaciones para descolonizar las islas (ONU, 1965). Que nadie recuerde los barcos factoría que arrasan nuestro mar argentino con licencias británicas. No interrumpan el brindis, por favor.
Lo preocupante no es solo la presencia británica. Es la participación entusiasta de docentes argentinos formados en universidades públicas, esas mismas que alguna vez se pensaron como bastiones de soberanía, justicia social y memoria. ¿Qué pasa cuando esa formación termina en una celebración de la “amistad” con quien ocupa parte de tu territorio? (González, 2022). ¿Acaso se está formando a intelectuales o futuros agregados culturales de Su Majestad?
El Tratado de 1825, ese que algunos presentan como un “punto de encuentro civilizado”, no fue otra cosa que un instrumento británico para consolidar su influencia económica y geopolítica en el Río de la Plata, el cual fue firmado por Manuel José García. Mientras las repúblicas sudamericanas apenas consolidaban sus independencias, el Reino Unido operaba con la precisión de un imperio: tratados comerciales desiguales, imposiciones navales y, más adelante, ocupaciones territoriales (Mendoza, 2019). Pero no, eso no lo explican en los seminarios de relaciones bilaterales.
Hoy, ese mismo Reino Unido sigue explotando los recursos pesqueros del Atlántico Sur con el cinismo intacto, mientras mira de reojo el tiempo para empezar con el petróleo. Mientras los intelectuales brindan por los “200 años de amistad”, empresas británicas licitan ilegalmente nuestros peces (Rodríguez, 2021). Todo en orden. Nada que interrumpa la diplomacia cultural.
La ironía es completa: una parte del mundo académico argentino parece funcionar como brazo blando del poder británico. No con cañones, sino con papers. No con tropas, sino con congresos. Todo muy elegante. Muy pacífico. Muy colaborativo. Pero detrás del gesto cordial, lo que se juega es la legitimación simbólica del statu quo colonial.
En definitiva, lo que algunos celebran como un acto de apertura al mundo no es más que una rendición simbólica disfrazada de diplomacia. No es casual que el Reino Unido haya elegido el campo académico como terreno fértil para sembrar su narrativa: ahí, entre papers de relaciones internacionales, historia y derecho humanos y coloquios sobre cooperación, germina un relato cómodo, domesticado, sin conflicto. Un relato donde la palabra “colonialismo” suena exagerada, y la palabra “soberanía” incomoda (Mujica, 2020).
Pero no nos engañemos. Lo que está en juego no es el pasado, sino el presente. Las Malvinas siguen ocupadas. El Atlántico Sur sigue saqueado. Y parte de nuestra intelligentzia parece más preocupada por caerle bien a la embajada británica que por defender los intereses nacionales. Como si la independencia fuera una bandera incómoda. Como si la memoria fuera un obstáculo para la integración.
Notas al pie:
1Perduellio, según el derecho romano, era el crimen de traicionar a la patria. Se aplicaba, por ejemplo, a aquellos que entregaban secretos al enemigo, colaboraban en guerras contra su propio pueblo o atentaban contra la res publica. Un delito contra la estabilidad del Estado, como lo serían hoy esos eruditos contemporáneos que, con tono doctoral y citas británicas de impecable pronunciación, justifican la ocupación de las Malvinas. En tiempos antiguos, el perduellio merecía sanciones desmedidas como la pena de muerte o el exilio. Hoy, en cambio, se premia con becas, viajes académicos a las Islas, con pasaporte, y presentaciones en congresos internacionales, donde explicar por qué rendirse es la forma más sofisticada de soberanía.
2 Con motivo del bicentenario del inefable Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre el Río de la Plata y Su Majestad Británica –aquel gesto inaugural de cordialidad que, por supuesto, jamás implicó ocupación militar, apropiación de recursos ni colonialismo alguno– se presentó, con bombos, platillos y la presencia de la embajadora Kirsty Hayes, el libro “Argentina y Gran Bretaña. 200 años de historia (1825-2025)”, editado por Alina Silveira y Paula Seiguer, cortesía de la Universidad Nacional de Quilmes y acogido amorosamente por la Universidad de San Andrés, institución que nunca pierde ocasión de estrechar lazos con la historia imperial. El evento tuvo lugar el viernes 11 de abril en la Sede Centro (Perú 352, CABA), entre las 16:30 y las 17 hs –una ventana de tiempo tan breve como la memoria selectiva de ciertos relatos históricos–, y se transmitió en vivo por YouTube, para quienes desearan emocionarse desde casa con esta celebración del más ecuánime y armonioso de los vínculos bilaterales.
Referencias:
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Jauretche, A. (1957). Los profetas del odio y la yapa. Buenos Aires: Peña Lillo.
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Mujica, C. (2020). Memorias incómodas: historia, poder y colonialismo. La Plata: Ediciones UNLP.
Organización de las Naciones Unidas (ONU). (1965). Resolución 2065 (XX): Cuestión de las Islas Malvinas. Asamblea General de las Naciones Unidas.
Oszlak, O. (1982). La formación del Estado argentino: Orden, progreso y organización nacional. Buenos Aires: CEAL.
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