

Por Julio Cano
Qué podemos reflexionar desde la Belbo a propósito del Papa Francisco? Nuestra periférica percepción hace muy modesta la respuesta que podamos elaborar, aunque existe una especie de entramado geopolítico que nos incita y que el lector puede adivinar rápidamente: un Papa argentino (porteño) muy cercano afectivamente a Uruguay, desde donde escribo estas líneas, hace que lo sintamos rioplatense. Desde el comienzo aparecen complicidades que muestran en claroscuro las contradicciones tanto de la Institución como de la persona y, cómo no, las de nosotros mismos.
Desde posturas notoriamente derechistas, Francisco fue derivando hacia otras que lo acercaron a las del progresismo eclesiástico sin que pueda etiquetárselo específicamente en el mismo, pese a que ahora aparezcan comentarios que intenten hacerlo.
Al respecto solo podemos aventurar su eclecticismo. Así, en una entrevista con el periodista argentino Jorge Fontevecchia en 2023, el Papa se explayó largo y tendido sobre tópicos sociales y políticos, y de ese encuentro es de donde hemos extraído elementos para el presente artículo. Allí Francisco mantiene una narración pautada por una diversidad de fuentes donde no se decanta con claridad por ninguna de ellas. Salta a la vista especialmente su distancia respecto de Tomás de Aquino, el filósofo por antonomasia de la Iglesia (sigue siendo el principal filósofo del catolicismo), así como el silencio sobre la Teología de la Liberación Latinoamericana.
El posicionamiento de un Papa es siempre un fenómeno complejo que implica una tensión igualmente compleja entre los sectores de derecha e izquierda en el seno de la Iglesia. Siendo esta una institución religiosa eso no obsta para que las luchas internas sean luchas políticas; de otro modo no serían luchas en un sentido cabal del término: desde Hegel sabemos que todas las modalidades de enfrentamiento presentes en una sociedad son políticas, sin excepción. Y que ellas se dan en procesos. De modo que el pensamiento y la acción de un Papa siempre reflejan tensiones procesales, por más que la más venerable de las tesituras del canon teológico nos hable sobre la infalibilidad papal.
Queremos detenernos en este asunto porque no es frecuente analizar los comportamientos del papado desde una perspectiva procesal dejando de lado perspectivas metafísicas esencialistas. Conviene también aclarar que nuestra posición es ajena a la religión en cualquier situación en que se la considere.
Aunque la Iglesia sigue manteniendo un papel social preponderante, ello, en mas de un sentido, es únicamente formal, ya que en el panorama actual ha perdido mucho en cuanto a influencia. Esto lo señalamos especialmente a la luz del capitalismo contemporáneo, a la mentalidad consumista y narcisista que ha generado y a su radical postura materialista. La filosofía del capitalismo, hoy, ha abandonado toda vinculación con teleologías que no sean instrumentales y esto (tanto como el resto de sus postulados) ha permeado en los comportamientos de vastos sectores de la sociedad. Sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que ha devenido en un fenómeno que podemos calificar como de ateísmo difuso que contiene, más que un rechazo a la iglesia, una indiferencia hacia todo lo que sea espiritual (y no solamente religioso), resultado de considerarlo propio de tiempos pretéritos y, especialmente, al hecho de que en el actual racionalismo tecnológico no queda lugar para otra cosa que no sean los cálculos analíticos.
Francisco era muy consciente de ello. Y era consciente, además, de que su esfuerzo debía estar dirigido no tanto a los intereses específicos de la Iglesia sino a lograr lo que algunos han llamado un reencantamiento espiritual del mundo, un retorno a la espiritualidad que no la mostrara como enfrentada a los avances tecnológicos sino en armonía con ellos. Esto implicó una enorme tarea para los teóricos de la Iglesia, es decir, para los teólogos (que, para muchos, entre los cuales nos incluimos, son filósofos en un sentido cabal, sin menoscabo, agreguemos, de que su asunto central sea Dios).
El mejor modo de expresarse un Papa es a través de las encíclicas, y las de Francisco tienen uno de sus ejes en la relación entre el mundo y la iglesia en una acepción contemporánea: mundo es específicamente el universo tecnológico con todas sus luces y sombras, e Iglesia es el conjunto de los fieles, el pueblo de Dios y no la estructura eclesial. Es decir que, esta relación, es específica y puede ser resumida en una pregunta: ¿puede la Iglesia actual tener respuestas legítimas para este mundo tecnológico?
El Francisco de los últimos tiempos se decantó hacia los pobres más pobres, hacia los marginados. Sus mensajes en ese sentido fueron muy claros. Pero comprendió que debía maniobrar con el universo tecnológico para no quedar él mismo marginado. Es decir, para que su palabra no quedara circunscripta solamente a aquellos a quienes estaba dirigida, sino que resultara universal. Podemos señalar que el mundo interhumano actual se encuentra permeado totalmente por los registros del lenguaje de la tecnología o, más concretamente, por los lenguajes digitales, incluyendo el lenguaje de la IA. De ahí ese desafío promovido por la tecnología. ¿Logró la palabra del Papa saltar por encima de esas barreras? Creemos que no, y vayamos a explicitar esto.
Como dice Byung Chul Han en La sociedad del cansancio: “El mundo digital es pobre en alteridad y en la capacidad de resistencia que ella tiene”. “El yo de la modernidad tardía emplea la mayor parte de la energía para sí mismo. La energía restante se reparte entre contactos que proliferan permanentemente y entre relaciones pasajeras”.
Y todo ello en función de un ego que se expone como si fuera una mercancía.
Si consideramos la vida del yo posmoderno (de la modernidad tardía, como la llama Han) como lo que termina siendo, a saber, una pura supervivencia dedicada al autotrabajo y al placer circunstancial, entonces debemos agregar que para ella desaparece toda teleología, toda finalidad. Porque la finalidad supone agregar un significado sustantivo a la espera. Y en el mundo de hoy parece no haber sitio para la espera así entendida.
La búsqueda de finalidades espirituales es arrinconada, en la actual sociedad, hacia la interioridad del que desee lograrlas y sin que ello contenga el menor sentido social. La vocación espiritual es, para la posmodernidad, una tarea completamente en desuso.
Mas allá de Francisco y de sus esfuerzos, podemos observar en el panorama social un vaciamiento de intenciones auténticas hacia el futuro, una intención acendrada en el presente que no atiende a ninguna propuesta que supere la dinámica actual individualizada. En este posicionamiento no encontramos cabida para teleologías, sean ellas marxistas, culturalistas o religiosas. Esto adquiere interés marcado cuando lo caracterizamos como el fin de los Grandes Relatos, de los cuales podemos extraer el Gran Relato Cristiano y el Gran Relato de la Modernidad. Ambos, en efecto, dieron la tónica sobre el sentido de la historia durante buena parte de nuestra Época Moderna y Contemporánea, y ahora estamos contemplando su fin. El Papa Bergoglio se apoyó en el Relato Cristiano, claro, pero este ya estaba perimido cuando comenzó su papado en 2013.
Sin embargo, pueden señalarnos que la religiosidad no ha disminuido su incidencia en el mundo actual y que ello se observa en innumerables manifestaciones. Muy bien. Es cierto este panorama en datos concretos.
Lo que no es cierto es que el lenguaje religioso, y especialmente el específico lenguaje cristiano católico, tenga incidencia pregnante, encarnada en este mundo actual, mundo con un discurso apoyado en lo tecnológico o, mejor, apoyado en una concepción inmanentista y que tan bien ha sido estudiada por Byung Chul Han. La actual posición filosófica que defiende la visión tecnológica afirma que las concepciones anteriores buscadoras de sentido han sido sustituidas por posiciones buscadoras de datos. Hemos llegado a un dataísmo que elimina la prospectiva. Ya no hay nada en el futuro que sea distinto a los procesos con datos de hoy. Se elimina así la Historia o se la sustituye por cadenas de datos que no son nunca acumulativos.
Un relato, como lo es una encíclica, no cumple con estos requisitos tardomodernos. Ni lo quiere hacer. En realidad ningún relato lo desea. Actualmente los relatos desaparecen en favor de sucesiones de informaciones que aportan datos pero no enriquecimientos.
Por eso dijimos que la voz del Papa no se escucha. Porque no se escuchan relatos, sino informaciones sobre datos. Tampoco se escuchan relatos sobre la revolución.
¿Hemos llegado al fin de la Historia? ¿Ya no se espera la parusía? Entendemos que a lo que hemos llegado es al final de una historia: la de la época moderna. Y que debemos ir construyendo otro discurso, porque los sufrimientos siguen presentes, las injusticias no han cesado, las respuestas (incluidas las de la Iglesia) siguen siendo vanas y los pobres siguen esperando. En esta especie de desolación colectiva, rescatemos una de las actitudes que poseía el Papa: la de la esperanza con sentido, es decir, la de la utopía.
