

Por Sergio Albino
La única verdad es la realidad. La frase, adjudicada a Aristóteles y rescatada por el general Perón en el siglo pasado, nos explica que ante la evidencia de la experimentación cotidiana deberíamos construir nuestras certezas. El nuevo milenio trajo el concepto de posverdad y aquel precepto, indiscutible hace unas décadas, entró en crisis. La distorsión deliberada de la realidad, manipulando creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en las actitudes sociales, ahora está permitida y es funcional. Terminada la primera fase del Mundial de clubes, la realidad nos muestra que los dos clubes más poderosos del país campeón del mundo quedaron eliminados con una muy pobre actuación. Sufrieron en carne propia la teoría del derrame económico que tanto los beneficia en su propio territorio.
Milton Friedman era un ignoto economista, estadístico y académico estadounidense de origen judío, ganador del Premio Nobel de Economía de 1976, hasta que nuestro inefable presidente lo trajo al presente como profeta indiscutido. Propulsor de la teoría del derrame económico durante el gobierno de Ronald Reagan, una vez caído el imperio soviético se transformó en el iluminado de los economistas que provenían de la escuela de Chicago. La teoría se podría sintetizar en reducir impuestos a los ricos para que inviertan y esa inversión derrame riqueza sobre los pobres. Este postulado en Argentina, un país sin inversión propia, necesita inversión extranjera para producir derrame; esa inversión extranjera produce un extractivismo que excede las materias primas (minerales, vegetales o animales) y se extiende a productos elaborados (arte, ciencia y técnica): comemos, así, las migas de las galletitas que se les caen a los poderosos, como se lo explicó claramente el fallecido actor Hugo Arana al por entonces ministro de Economía Nicolás Dujovne:
Hemos sido y somos un país afortunado en cuanto a riquezas naturales y algunas circunstancias históricas quisieron que, también, fuéramos ricos culturalmente. Los únicos tres premios Nobel de ciencias en Latinoamérica se produjeron en esta tierra. Eran tiempos de sueños colectivos de Argentina potencia. De esa concepción brotaron Houssay, Leloir o Milstein en ciencias; Quinquela Martín, Xul Solar o Berni en pintura: Hernández, Artl o Borges en literatura; Piazzolla, Falú o Schiffrin en música (para nombrar solo algunos entre decenas y decenas). Sin embargo, con la bancarrota social, una sola de las actividades nos mantuvo siempre en la cima del mundo: la futbolística. Desde los pioneros, pasando por Nolo Ferreira, Stabile, Bernabé, La Máquina de River, Di Stefano, Grillo, Tucho Méndez, Sívori, Kempes, Maradona hasta Di María o Messi, nos mantuvieron siempre en la elite. La única actividad que no necesita de decisiones políticas ni empresariales. Es una diversión del pueblo para el pueblo. Una decisión cultural. Esa decisión popular tiene como consecuencia una multiplicación interminable de futbolistas extraordinarios con denominación de origen.
Boca y River, los dos ricos del fútbol argentino, se nutrieron de esa teoría del derrame económico desde el principio del profesionalismo. Sus frondosas billeteras compraron todo lo que había por comprar. Bien, regular o mal, fueron saqueando la poca riqueza de la escasa competencia que podían tener en el fútbol criollo. Las estrellas en ciernes rara vez podían expresarse en sus clubes de origen. Antes de la consagración definitiva, el club poderoso lo sacaba de allí. Así, a lo largo de décadas, construyeron una grandeza a base de títulos nacionales e internacionales. Con reglas de juego no siempre equitativas. Los cinco grandes manejaron la Asociación del Fútbol Argentino a voluntad las cuatro primeras décadas del profesionalismo a través del voto calificado.i
El nuevo milenio no solo trajo la posverdad, sino que abrió el mercado de seres humanos del mundo subdesarrollado al comercio, fundamentalmente europeo, liberando cupos de nacionalidad y permitiendo a capitales de dudosa procedencia adquirir clubes y muchas veces blanquear dinero. En la actualidad, alrededor de 5.000 futbolistas masculinos y 150 futbolistas femeninas trotan por el mundo lejos de Argentina, su lugar de origen. Esta nueva realidad empobreció a los otrora ricos de aquí. Ahora son sus estrellas las que migran de sus clubes. Mastantuono es el último ejemplo de una práctica que, lamentablemente, parece será interminable.
Y los futboleros de acá nos topamos con la realidad. La verdad es que en los equipos europeos juegan los mejores jugadores de Europa y los mejores de América, y en los equipos de Argentina los peores jugadores de Europa y de América. Es razonable que ante esa realidad nos volviéramos eliminados en primera fase con actuaciones decepcionantes. Los representantes argentinos sufrieron la falta de equivalencias futbolísticas a causa de la falta de equivalencias económicas. Como tantas veces los sufrimos los hinchas de los denominados equipos chicos en el ámbito local. Nuestros representantes se encontraron con una realidad cruel: no somos los mejores del mundo y eso duele. Una sociedad adolescente como la nuestra, que hace travesuras y no acepta las consecuencias, no puede aceptar esa verdad.
Entonces, rauda y radiante, aparece a rescatarnos la posverdad. Los periodistas acreditados nos cuentan del milagro de los hinchas con banderazos de respaldo a miles de kilómetros de acá. Una sociedad empobrecida duplica en hinchas a sociedades poderosas. Las paupérrimas actuaciones dentro de la cancha se maquillan mostrando la dignidad de enfrentar a los poderosos europeos y ocultando la vergüenza de no poder con un equipo de aficionados. La justificación a cualquier costo para mantener el statu quo de pobreza social e intelectual en la que vivimos, que enriquece a unos pocos y nos somete al resto. Tenemos los mejores hinchas del mundo. De nuevo la argentinidad al palo. Si no se puede mostrar nuestra grandeza dentro de la cancha, la mostramos afuera. En la playa, en el shopping o en las calles de ciudades de habitantes que no conocen la camiseta de Boca o de River. Filmamos banderazos con planos cortos e instalamos una verdad. Necesitamos vender camisetas, conseguir seguidores en redes o lograr inversores privados para clubes públicos. Nos mienten sobre un fenómeno social que no existe. El fútbol es un negocio de minorías en Estados Unidos. Solo basta mirar algunos de los partidos con canchas semivacías. Esa es la realidad. Los protagonistas argentos (dirigentes, jugadores y técnicos) se autojustifican en la disparidad de posibilidades que les permitió llegar hasta allí. Acá son los ricos que ponen condiciones y allá son los pobres que las acatan. Todo alabado por medios de comunicación obsecuentes que necesitan material para vender 24 horas al día.
Nuestra selección campeona del mundo estuvo integrada en su totalidad por futbolistas que no juegan en nuestro medio. En algunos casos ni fueron formados acá. Es una verdad que no podemos ocultarla con la posverdad, porque solo quieren volver los que están acabados y apenas pueden regalarnos alguna pincelada difusa de lo que fue su genialidad. Hacer nombres sería muy ilustrativo, pero el problema no es individual sino general. Nuestra autoestima es directamente proporcional a la visión de los poderosos del mundo, nuestra propia visión no interesa. Entonces el término autoestima se agota en sí mismo porque necesita la estima de otro. Hace mucho que perdimos el rumbo y no lo podemos recuperar.
La década del setenta del siglo pasado, década fundacional en cuanto a proyecto de selecciones nacionales, mostraba competencia interna, aun con sangría de jugadores hacia el exterior. Houseman en Huracán, Bochini en Independiente, Alonso en River, Zanabria en Newell´s, Kempes en Rosario Central, Scotta en San Lorenzo, Mouzo en Boca, Bianchi en Vélez, Maradona en Argentinos Juniors, cada uno en su club, con una competencia sana, mejoraba su propio rendimiento y el nivel del campeonato criollo. Así llegamos al primer título mundial de selecciones y recuperamos la autoestima mirándonos a nosotros mismos. Sin posverdad, aceptando la verdad de la realidad. Era otro mundo, pero también soñábamos que podíamos cambiar la realidad y la posverdad no estaba ni en los planes.
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