
En 1984 Claude Lévy-Strauss fue invitado al programa televisivo Apostrophes*. Aquí presentamos una versión en castellano, tomada de la grabación perteneciente al Archivo Del Instituto Nacional Del Audiovisual (I.N.A) francés, y traducida a nuestra lengua, sin fines comerciales, por Susana Sherar

Entrevista: Bernard Pivot
Traduce: Susana Sherar
Bernard Pivot— Buenas noches a todos. Hace tres años un referéndum entre intelectuales designaba a Claude Lévy-Strauss como el intelectual francés más influyente, delante de Raymond Aron y Michel Foucault. La paradoja es que este hombre tan influyente, miembro de la Academia Francesa y profesor del Collège de France** no es conocido del público en general. Otra paradoja es que este hombre muy influyente en la segunda mitad del siglo XX se interesó sólo en las sociedades llamadas “primitivas”, y lo hizo de manera discreta, artesanal, porque Claude Lévy-Strauss es un etnólogo. Esencialmente por los que nunca leyeron ni escucharon a este sabio de fama mundial, yo fui a su oficina en París para hacerle algunas preguntas, digamos, primitivas… Claude Lévy-Strauss, mi primera pregunta es en última instancia, lógica: ¿Qué es la etnología? ¿Para qué sirven los etnólogos? ¿Y para qué sirve Claude Lévy-Strauss?
Claude Lévy-Strauss— La última no soy yo el que se va a encargar de responderla, pero sí a ¿para qué sirve la etnología en general? Es una de las muchas maneras de comprender al hombre. Si queremos comprender al hombre, podemos hacer como el filósofo: replegarnos sobre nosotros mismos y tratar de profundizar los datos de la consciencia. Podemos tratar de mirar lo que en las manifestaciones de la vida humana es lo más cercano a nosotros, considerar nuestra historia desde sus orígenes grecorromanos hasta la era moderna, o bien se puede tratar de agrandar el conocimiento del hombre incluyendo a las sociedades más lejanas y más miserables, de manera que nada de lo humano nos sea extranjero.
—Si entendí bien, la etnología sería una especie de continuación de la reflexión humanista, salvo que usted va a buscar los temas, los sujetos de esta reflexión, en pueblos que hasta no hace mucho tiempo se calificaba de salvajes.
—Tiene toda la razón, pues de hecho es lo que los hombres del Renacimiento emprendieron; es decir: tratar de comprenderse mejor ellos mismos a través de la mirada sobre hombres de civilizaciones que eran exóticas, Grecia y Roma. Era una manera de poner su propia sociedad y ellos mismos en perspectiva. Y luego, después de ese primer humanismo, hubo una ampliación con el desarrollo de los medios de comunicación, de los grandes viajes de exploración. Se integró el mundo árabe, India, China, Japón. Y la etnología representa la tercera y última etapa de esta empresa humanista que consiste en tratar de comprender al hombre por la totalidad de sus experiencias y sus realizaciones.
—¿No se puede decir que los etnólogos van a buscar verdades y saberes que no encuentran en su propia sociedad?
—Yo no diría eso, porque hay también saber en nuestra propia sociedad. No estoy para nada rebajándola. Pero, simplemente, tratamos de comprender que hay otras y que nuestra sabiduría es una más entre centenas o miles, porque hay cuatro o cinco mil sociedades, no diría que existieron desde que el hombre apareció sobre la Tierra porque hubo muchas más, seguramente, pero sobre las cuales poseemos cierta información o que existen aún. Cada una representa una sabiduría a su manera y no podemos tratar de comprender la nuestra sin ponerla en perspectiva con todas las otras. Entonces la etnología nos invita a una suerte de modestia, de humildad. Creo que fue su función desde que apareció en nuestra literatura. Si usted mira sus primeras manifestaciones en Rabelais o Montaigne (que fueron los primeros en tener esa curiosidad etnográfica), es esencialmente para hacer una crítica de nuestras creencias, de nuestras costumbres o de nuestras instituciones que lo pensaron. Por crítica no quiero decir que sea despreciativo. Criticar es tratar de analizar, es tratar de comprender, es tratar de poner en relación con otros modos de vida y de pensamiento.

—Quisiera que hablemos ahora de su único libro autobiográfico, célebre. Apareció hace casi 30 años, en 1955. Se titula Tristes trópicos. Lo volví a leer, lo había leído cuando tenía 20 años, lo releí para esta entrevista. Lo encuentro verdaderamente sublime. Encontré todavía más placer en esta lectura. Le aconsejo a todos los que quieran abordar su obra, de comenzar por ese libro, simplemente porque es el más atractivo, el más fácil de leer. ¿Usted se acuerda que a propósito de Tristes trópicos hubo un comunicado de la Academia Goncourt*** lamentando que no fuera una novela, porque sino le hubieran dado el premio? ¿Se acuerda de una columna de Raymon Aron muy, muy elogiosa? Y aprovecho para preguntarle cómo fueron sus relaciones con Aron.
—Yo admiraba mucho la obra de Aron y tenía por el hombre una gran simpatía. Pero nos conocimos poco. Nos encontrábamos por azar en reuniones profesionales, pero no creo que hayamos almorzado o cenado juntos alguna vez.
—Cuando leemos ese libro, Tristes trópicos, uno dice: ¿Por qué usted no eligió la literatura en el sentido estricto del término? ¿Por qué no eligió la novela, el teatro?
—Eso se lo puedo explicar muy bien. Porque en su origen Tristes trópicos, en mi pensamiento, era una novela. Cuando volví de mi última expedición en Brasil, a comienzos del año 1939, tuve algunos meses para tratar de reincorporarme a la vida francesa antes de la guerra y la movilización.
Y esos meses quería utilizarlos, había decidido utilizarlos para escribir una novela. Una novela que se llamaba Tristes trópicos, ese era el título. Y luego, al cabo de cincuenta páginas, me di cuenta que estaba haciendo un muy mal Conrad, por quien tengo una admiración sin límites. Y que yo no estaba hecho para eso. Entonces abandoné. Y cuando muchos años más tarde, en 1954, Jean Malaurie me pidió escribir un libro para su reciente colección Tierra humana, que estaba comenzando, escribí éste, que no era una novela, pero guardé el título en recuerdo de lo que hubiera podido ser, es decir Tristes trópicos, y únicamente las tres o cuatro páginas de la novela que me pareció que podían ser salvadas, son las páginas impresas en bastardilla que se llaman: “Un atardecer”.
—Era el principio de la novela. Ese atardecer que fue célebre. Esas páginas muestran que usted sabe admirablemente escribir, contar con detalles.
—No tengo suficiente imaginación. No sé crear personajes.
—¿Qué es un etnólogo? Es alguien que crea personajes. Uno diría que están vivos.
—Yo diría que los crea porque los reinventa. Pero no es lo que querría hacer. Él querría ser tan exacto y auténtico como sea posible y querría copiar sus modelos.
—Yo me pregunté leyendo este libro si usted no habría querido probar, de cierta manera, que los etnólogos también tienen un alma, una sensibilidad, incluso un estilo.
—Es un libro que escribí, yo diría, casi en la exasperación y el horror. No es para nada lo que tenía ganas de hacer. Yo tenía ganas de hacer ciencia… Tristes trópicos fue escrito en cuatro meses. No creo que esas ediciones estén fechadas. Yo pedí que las fechas sean reintegradas en la siguiente edición de Libro de Bolsillo. Fue escrito en cuatro meses como una especie de pincelada, me lo tenía que sacar de encima porque no me gustaba hablar de mí. No me gustaba contar pequeñas historias y detalles de viajes. Al mismo tiempo, estoy obligado a constatar retrospectivamente que hay en Tristes trópicos una cierta verdad científica que es quizá más importante que en nuestras obras objetivas. Sin embargo, lo que hice fue reintegrar al observador en el objeto de su observación, en un libro escrito con esos objetivos que se llaman ojo de pez, creo, que muestra no solamente lo que hay delante sino lo que hay detrás del aparato fotográfico. No es una relación objetiva de mis experiencias etnológicas, es una relación de mí mismo viviendo mis experiencias etnológicas y con un montón de cosas que no me habría permitido nunca escribir en una obra de pretensión científica. La exasperación ya no se siente, para nada. Se siente en esta especie de furor con la cual yo escribo y que hizo que la primera edición estuviera llena de todas las faltas posibles e imaginables. Hasta las palabras en portugués que yo utilizaba, puesto que esto sucedía en gran parte en Brasil, las había escrito en escritura fonética.
—Yo no me ocupé del diccionario. Lo que es curioso en este libro Tristes trópicos es que su curso recuerda incontestablemente a Chateaubriand y que al final usted hace un elogio muy marcado de Rousseau: “Rousseau nuestro maestro, nuestro hermano”, etcétera. Ahora bien, no hay escritores más disímiles si no es en el gusto común de contarse.
—No estoy completamente de acuerdo con usted en eso. Al contrario, envejeciendo cada vez más pienso que Rousseau y Chateaubriand es una suerte de pareja indisoluble, que no son dos personajes sino las dos caras de un mismo personaje que mira en direcciones opuestas, pero son como hermanos siameses solidariamente unidos. Están antes que nada sus modos de escritura: en el fondo, nadie escribió jamás el francés como Rousseau y –a su modo– Chateaubriand lo hicieron. Son los dos más grandes ejemplos de estilo. Y luego, hay también esa especie de distanciamiento que buscan uno y otro con relación a sus experiencias, al pasado. Rousseau lo buscó, y es en ese sentido que se puede decir que es uno de los fundadores de la etnografía. Fue a buscarlo no solamente en la vida de campo, que estaba alejada del hombre de ciudad que él era, y en las relaciones de los primeros viajeros. Chateaubriand se fue a América. Tenía entonces una experiencia directa. Esta especie de contrapunto que hace Rousseau entre dos tipos de experiencias humanas, Chateaubriand lo hace constantemente entre dos tipos de experiencias más cercanas, la Francia del Antiguo Régimen, que él conoció, la tradición monárquica y este nuevo mundo que veía aparecer. Los dos están profundamente desencantados. Rousseau, que pensaba que lo que podemos llamar hoy la época neolítica era la época más favorable a un desarrollo mesurado, razonable de la humanidad, pero al que no se va a volver, y Chateaubriand, profundamente legalista, fiel a Borbón, pero sabiendo al mismo tiempo que ese pasado estaba irremediablemente condenado… Creo que la diferencia no es tan grande.
—Usted tiene un ojo Rousseau y un ojo Chateaubriand.
—Sí, y hace 30 años (porque Tristes trópicos tiene 30 años) por Chateaubriand, Rousseau estaba un poco adelantado, me parece, con relación a Chateaubriand.
—Ahora, con la edad, para mí es todo lo contrario. Volvamos a usted: nos enteramos leyendo Tristes trópicos que su carrera se jugó, lo cito, “un domingo de otoño de 1934 a las 9 de la mañana por un llamado telefónico”. ¡Qué preciso!
—Sí, pero es totalmente así. Yo estaba muy dudoso sobre la elección de una carrera. De hecho, había comenzado a pensar a prepararme para el Normal (Ecole Normale Supérieur). Renuncié porque no sabía muy bien el griego. Mi profesor de Khâgne**** me dijo: “Usted no está hecho para la filosofía, usted está hecho para el Derecho”. Él sentía que había algo. Y no estaba tan lejos… Empecé entonces estudios de Derecho, solo que como era muy fácil en esa época –aprendíamos de memoria un resumen 15 días antes del examen y no íbamos a los cursos– hice al mismo tiempo una licenciatura de filosofía. Me dí cuenta de que era más bien a la filosofía que me dirigía. Me recibí y comencé como profesor de Filosofía en un liceo de provincia, en Mont de Marsan, el 1° de octubre de 1932. Y me jubilé el 1° de octubre de 1982, es decir 50 años después, día por día. Las fechas son precisas, el calendario cuenta en mi existencia. El sentimiento que iba a pasar mi vida repitiendo un curso… ¡No, no era posible! Sobre todo que al mismo tiempo tenía un gran gusto por la aventura bajo formas muy modestas. Desde niño, trataba de transformar el paisaje francés, rural o urbano, en terreno de aventura. ¿Cómo? Con mis compañeros, cuando estábamos en el liceo, íbamos el jueves o el domingo (el jueves era el día feriado en esa época) y decíamos: vamos a partir de tal lugar de París y vamos a ir en tal dirección hacia los suburbios. Iremos tan lejos, sin pensar nunca en la dirección a la derecha o izquierda, como nuestras piernas nos puedan llevar. Eso nos llevaba a aventuras extraordinarias.
—¿Acampaban?
—¡Sí! También. Me acuerdo una experiencia extraordinaria de camping. No teníamos plata para comprarnos una carpa. Era un artículo de lujo en esa época. Habíamos alquilado una lona (de techo) que transportábamos como un cadáver sobre una camilla. Partimos de los suburbios de Rouen, caminamos todo el día. Dormimos en las condiciones más inconfortables que se pueda pedir. Al día siguiente nos dimos cuenta de que estábamos a 4 km de Rouen, porque habíamos seguido un bucle del Sena que nos había traído a nuestro punto de partida, y fue el final de esas experiencias. El camping no era tan popular en esa época. Entonces, se trataba para mí de asociar una profesión que era la de profesor de Filosofía con el gusto por la aventura. En aquel momento, en etnología, Soustel mostró el ejemplo. El es un poco menor que yo, pero nunca tuvo dudas sobre su vocación, y ya en esa época sabíamos que había un licenciado en Filosofía que se había ido a México, que acababa de partir. Yo me dije: ¿por qué no? Les hice saber a mis profesores que me gustaría tener un puesto en el extranjero. No era algo muy buscado. Los universitarios no buscaban mucho viajar. Y una mañana, Bouglet, que era el director de la Ecole Normale Supérieure, me llamó por teléfono y me dijo: ¿Quiere usted partir para Brasil ?
—¡Y se fue a Brasil! Usted contó algo sorprendente: algún tiempo después usted almorzó con el embajador de Brasil en Francia, quien le dijo: “De todas maneras, no hay más indios en Brasil”.
—¡Lo cual es insólito! No gustaban esos ambientes –luego eso cambió–, pero a la alta burguesía o aristocracia brasilera no les gustaba acordarse que había indios y, sobre todo, que los habían masacrado.
—Usted dice en Tristes trópicos: “Cuando el etnógrafo ejerce su profesión en el plano científico y universitario, hay grandes chances para que podamos encontrar en su pasado factores objetivos que lo muestran como, por lo menos, poco adaptado a la sociedad en la que nació”. Si usted escribió eso ¿es su caso?
—Mire… Yo no fui nunca un hombre del siglo donde el azar me hizo nacer. Yo siempre fui un apasionado de curiosidades exóticas o curiosidades de anticuario, y en mi cabeza siempre viví en otro lugar y en otra época que la mía. Hablábamos de Rousseau y de Chateaubriand… Yo soy más un hombre del siglo XVIII, quizá más del siglo XIX que de este siglo, donde en realidad todo lo que amo, todo aquello a lo que le doy un valor –no estoy haciendo un proceso ni condenando, es una confesión autobiográfica que estoy haciendo–, todo eso está siendo destruido o desapareciendo. Me hubiera gustado vivir en una época donde los medios de comunicación eran suficientemente rápidos como para no pasar, como Marco Polo, toda la existencia para atravesar el mundo. Pero que al mismo tiempo la experiencia de viajar tres meses por mar lo llevara a uno a una experiencia totalmente irreductible a aquella en que vivimos. Ahora tomamos el avión y estamos en ocho horas, en diez o doce y ¿qué encontramos? Un aeropuerto que es exactamente idéntico al que acabamos de dejar.
—Entonces, para usted, cambiar de continente, ir a ver a los indios de Brasil en esa época, era una manera de cambiar de siglo. Cambiar de mundo y cambiar de siglo, seguramente. Entonces, ya profesor en San Pablo, usted hace rápidamente etnología. Estamos en los comienzos de 1935…
—Sí. Yo fui completamente autodidacta en etnología, no había hecho nunca un curso en Francia, no existía aún en ese entonces una cátedra de Etnología en las universidades francesas, pero al menos había una enseñanza un poco parauniversitaria, pero yo no sabía nada de nada. ¡Y comencé! Tenía conmigo estudiantes, por supuesto, con quienes empezamos a hacer etnología en la ciudad. Tengo que decir que la ciudad me apasionó siempre como objeto de estudio, porque se constituyó a través de años, de siglos en Europa, o milenios –en América del Sur más recientemente– por una cantidad de decisiones individuales, sin ningún plan de conjunto, y luego la acumulación de esas decisiones individuales forma un ser que tiene una existencia, una realidad orgánica. Y empezamos a trabajar en San Pablo. A mis estudiantes les di como objeto de tesis hacer una monografía sobre la calle en la que vivían. Y desde que teníamos un poco de vacaciones, me iba al interior. Primero, no muy lejos, al sur de Brasil. Un día de viaje y se puede ya encontrar pequeños agrupamientos de indios bastante destruidos que viven como paisanos brasileros, pero que son indios. Y decidí que mis primeras vacaciones anuales, en vez de volver a Francia, como hacían mis colegas, yo me iba con los indios al interior. Eso hice el primer año y el segundo, y después llevaba a París colecciones etnográficas, que fueron expuestas en el Museo del Hombre. Me aceptaron como etnólogo de oficio. Y pude obtener créditos para hacer una misión de un año en el interior que duró, como decía recién, hasta la víspera de la guerra.

—Su terreno elegido fue primero América latina, y después usted remontó el continente americano: América central, América del Norte…
—¡América central no! Nunca fue mi terreno. Pero América del Norte sí, y después viví en EE.UU., volví muchas veces, y a Canadá, donde trabajé un poco también. Pero en realidad yo sé muy bien que no soy un hombre de terreno. No tengo esa paciencia fantástica que hace falta para durante horas y horas, desde las seis de la mañana hasta las ocho…
—Hay un texto bastante extraordinario sobre la dificultad del trabajo. Se lo voy a citar, será una buena oportunidad para que los telespectadores se den cuenta de su estilo. Usted dice lo siguiente: “Hay dos bandas enemigas que se están peleando. Las dos bandas enemigas que se encontraron en Campos-Novos a punto de venir a las manos alimentaban sentimientos que no eran muy tiernos tampoco con respecto a mí. Tenía que estar alerta y el trabajo etnográfico era prácticamente imposible. En condiciones normales, la búsqueda sobre el terreno se revela ya agotadora. Hay que levantarse al amanecer, quedarse despierto hasta que el ultimo indígena se acueste y a veces vigilar su sueño; aplicarse a pasar desapercibido estando siempre presente, ver todo, retener todo, anotar todo, mostrar una indiscreción humillante, mendigar informaciones a un mocoso, estar listo para aprovechar un instante de favores o dejar pasar, o bien saber durante algunos días reprimir toda curiosidad y esconderse en la reserva que impone un salto de humor de la tribu”.
—¡Oh! Es una vida que da miedo; es una vida grandiosa, es esencial. Si usted considera que todos esos esfuerzos son destinados a recoger informaciones sobre una experiencia humana que no era conocida, que pronto no existirá mas y que sin embargo forma parte del patrimonio de la humanidad como un elemento irremplazable, eso cuesta lo que vale. Pero yo no estoy hecho exactamente para eso.
—Eso se deja sentir porque hay momentos en los que usted no cae en el desgano, pero está tocado por el desgano. Usted lo dice en un momento, sobre todo se pregunta: ¿Qué vine a hacer aquí? ¿Con qué esperanza? ¿Con qué fin? ¿Qué es precisamente una encuesta etnográfica?
—Había partido de Francia cinco años antes, y había abandonado la carrera universitaria. Durante ese tiempo, mis condiscípulos mas juiciosos trepaban los escalones. Los que, como yo en otros tiempos, se habían volcado a la política eran hoy diputados, pronto ministros. ¡Y yo corría por los desiertos persiguiendo restos de humanidad! Le voy a contar algo. Hay en la literatura etnográfica, un nombre, el de Malinowsky, un hombre que rodeamos de veneracion, porque lo consideramos como el más grande trabajador de terreno que existió. Escribió libros: La vida sexual de los salvajes en Melanesia, Los argonautas en el Pacífico, etcétera, que son verdaderas obras de arte, por la sensibilidad aguda al mismo tiempo que el don literario con el cual capta la vida de las sociedades indígenas. Mucho después de la muerte de Malinowsky, se encontró su diario. Y se lo publicó, y en ese diario él se exprime –era posterior a Tristes trópicosesta publicación–se exprime exactamente en los mismos términos que empleo aquí. Entonces, hasta el más grande trabajador de terreno experimenta en ciertos momentos esos sentimientos. Solo que había otra razón. En la historia de todas las ciencias, hay periodos fluctuantes. Está el periodo en que la primera tarea es la de juntar, de acumular materiales. Y ahí es el trabajo de terreno el que importa. Y luego hay otros momentos donde la masa de los materiales acumulados es tal que no se comprende mas nada. Es una suerte de caos, un desorden que no se puede dominar. Y en ese momento algunos tienen, como representantes de esta ciencia –no diría todos, porque el trabajo de terreno debe continuar constantemente–, pero algunos se detienen un poco, tratan de asimilar la masa de materiales y ponerlos en orden. En el fondo, es la necesidad que yo sentí de manera más aguda y en razón de las circunstancias en esa época cuando me metía en el trabajo, y en razón de esas características personales de las que hablábamos.

—Y luego, usted dice, lo cual es bastante curioso, “una expedición etnográfica en el centro de Brasil se prepara en el Carrefour (supermercado) de Réamur-Sebastopol”.
— Era muy cierto en mi época, es decir en una época donde existían todavía, me disculpo de emplear ese término, verdaderos salvajes. Ahora ya no es así, puesto que podría citar el caso de mis colegas, de los mejores, que trabajando con gente, no diría que estaban aún en la edad de piedra, ya no lo estaban, pero sabían perfectamente hacer instrumentos de piedra y servirse. Y bien, para asistir a un gran ritual de iniciación muy secreto les pidieron como pago un Toyota. Se trataba de Nueva Guinea, esta tribu comenzaba a cultivar el café, tenían necesidad de un auto para ir a vender bolsas o llevarlas al depósito en las pistas. Ya no estamos actualmente en la época de las perlas de vidrio.
— ¡Eso! Entonces en el Carrefour de Réamur-Sebastopol usted buscaba baratijas.
—Si, pero baratijas que tenían que ser de excelente calidad, porque no hay un artesano más grande, más maravilloso, que esas gentes que están desprovistas de todo. No las va a satisfacer con perlas que destiñen.
—Usted emplea la misma estrategia que los misioneros y los aventureros, hay que llegar con cosas que brillan, hay que llegar con cosas que atraigan. En un momento, usted dice, y es una de las razones por las cuales usted eligió la etnología, usted dice simplemente: “Tengo una inteligencia neolítica”. ¿Qué quiere decir tener una inteligencia neolítica?
—Quiere decir que me siento un poco capaz de cultivar una tierra y saber, año tras año, prepararla con fertilizante, cultivarla para sacar cosechas cada vez más provechosas. Yo estoy mucho mas atrás del punto de vista intelectual, como esos indios que conocí y que amé, que desbrozan un área de la selva, cultivan durante dos o tres años algo y luego la tierra se agota, se van a otra parte y ponen otro terreno a cultivar. Esa es la economía de la época neolítica. Me parece que mi cerebro trabaja un poco de esta manera, no digo eso a título de elogio, es más que nada un handicap.
—Sus primeros trabajos se basaban sobre los lazos de parentesco. ¿Por qué?
—Porque en las sociedades que estudian los etnólogos el parentesco constituye, yo diría, la armazón del grupo social. O bien se es pariente o bien se es extranjero. Entonces, en el interior del grupo, todo el mundo es pariente. Y esas sociedades, aunque pueda parecernos extraño, tienen reglas de matrimonio que pueden ser de una complejidad extrema para elegir, puesto que todo el mundo es pariente, se casan entre parientes, pero para elegir entre los parientes con quien se puede o se debe, o bien con quién no se puede, hay toda una mecánica, una geometría de relaciones sociales que es una de las maneras en que se pueden abordar las sociedades humanas, para comprender cómo funcionan. Pues entre nosotros también hay reglas, hay parientes cercanos que no podemos elegir, pero, aparte de eso, nos sometemos a los mecanismos del azar…
(Continúa en la próxima entrega)
NOTAS AL PIE:
* Apostrophes: Emisión semanal de televisión conducida por Bernard Pivot, periodista literario, que era programada en France 2 en directo, entre 1975 y 1990, y donde fueron entrevistados todos los personajes mayores de la cultura francesa. Cada semana había cuatro o cinco invitados y las discusiones eran a veces legendarias.
** Collège de France: Establecimiento único de enseñanza superior que propone conferencias de especialistas en artes y ciencias. Es gratuito y abierto al público. Se sitúa en el Barrio Latino.
*** Academia Goncourt: sociedad literaria fundada por Edmond de Goncourt con un jurado prestigioso que otorga los premios literarios más codiciados cada año desde 1903.
**** Khâgne: clases preparatorias en literatura post-bachillerato para acceder a las grandes escuelas, la duración de los estudios –intermedios– es de tres años.
