
Desmontar la trama oculta que sostiene la democracia formal

Por Juan Facundo Besson
Y si la Constitución no fuera lo que creemos que es? ¿Y si el texto que leemos, celebramos o invocamos como norma fundamental no fuera más que una capa superficial, una escenografía que simula orden donde reina la desigualdad? La Constitución escrita –ese documento solemne y articulado que dice quiénes somos y cómo nos gobernamos– no siempre coincide con la Constitución real, esa que vive y opera de hecho, con sus mecanismos informales, sus privilegios persistentes y sus pactos tácitos. En Santa Fe, esta disociación alcanza un nivel alarmante. La brecha entre lo que dice la Constitución provincial y lo que efectivamente estructura el poder, distribuye recursos y modela la vida colectiva es tan grande, que resulta difícil sostener la ficción de su vigencia plena. La Constitución de Santa Fe es, al mismo tiempo, una carta de principios y una carta de silencio; proclama mucho, pero transforma poco.
Desde 1962 –fecha en que fue sancionada la última reforma, en un clima de inestabilidad– hasta hoy, ese texto no ha sido reformado, a pesar de que el mundo que lo rodea se ha transformado en formas profundas, impensables hace seis décadas. Sin embargo, no todo en esa vieja letra constitucional merece ser descartado. Hay disposiciones que, desde el punto de vista jurídico, mantienen una notable solidez técnica, un equilibrio institucional que sería insensato demoler por el solo impulso de modernizar. No se trata, entonces, de una simple operación de “aggiornar”, de actualizar por actualizar, como si bastará con agregar menciones al ambiente, a las nuevas tecnologías o a la participación ciudadana para tener una Constitución mejor. El desafío es más complejo y exige una mirada crítica tanto sobre lo que permanece como sobre lo que falta.
Mientras la Constitución escrita permanece inalterada, congelada en una época que ya no existe, la Constitución real siguió su curso, arrastrada por dinámicas políticas y económicas que no se detuvieron a esperar. Esa otra constitución –no redactada, no votada, no deliberada– está hecha de relaciones de fuerza, de repartos implícitos de poder, de omisiones que se volvieron costumbre. Se manifiesta en quién accede realmente a los derechos, en quién tiene voz en las decisiones, en quién ocupa los cargos clave, en quién acumula y quién apenas sobrevive. La Constitución real no necesita estar escrita para ejercer su poder: basta con observar el funcionamiento cotidiano del sistema político, la desigual distribución de recursos, la forma en que se gobierna sin consultar o se legisla sin implementar.
Entonces, ¿cuál es la Constitución que verdaderamente nos rige? ¿La que proclama derechos, equilibrios y garantías sobre el papel? ¿O la que permite la concentración de la riqueza, la marginación de vastas zonas del territorio provincial, la degradación del ecosistema del Paraná, la fragmentación de los servicios públicos y la persistencia de estructuras de poder que el texto constitucional jamás imaginó? Este desajuste no es solo una cuestión jurídica o técnica: es política, estructural, profundamente ética. Es la distancia entre lo que decimos que somos y lo que, en la práctica, permitimos ser.
Cuando uno oye a los “iluminados” de siempre hablar de “reforma constitucional”, el oído popular se le tiene que afinar como violín en orquesta. Es que los crédulos somos nosotros, pero los confiados son ellos, que creen que el pueblo olvida y no ata cabos. Nos venden la idea de una ley para la eternidad, un armazón inamovible que, casualmente, siempre beneficia a los mismos. La cosa es que, como bien sabía el General, la historia es maestra de la vida, y los nuestros, los de la Patria, no nacimos ayer. Nosotros venimos de lejos, de la sabiduría de los antiguos, la misma que Perón estudiaba con pasión. Vidas paralelas, apotegmas y, por supuesto, Licurgo. Ese espartano que, para el General, fue ni más ni menos que “el primer justicialista del mundo”. ¿Por qué? Porque sacó la tierra de las manos de los terratenientes y la repartió entre el pueblo. Lo que Perón nos enseñó con esto es que una ley es buena cuando genera justicia, no cuando es un fetiche inmaculado que congela la realidad o pretenden modelar una realidad a piacere del dueño de la birome. Las leyes deben servir al pueblo, no a quienes las escriben. Y fue el mismo Licurgo, ese legislador que entendía el pulso del pueblo, quien dejó una de las leyes más duras y más justas: “Hay un solo delito infamante para el ciudadano: que en la lucha en que se deciden los destinos de Esparta él no esté en ninguno de los dos bandos o esté en los dos”. Esta frase, que el General hacía suya, no era una simple cita. Era un tiro al medio a esos “independientes”, a esa “opinión independiente” que él, sin pelos en la lengua, llamaba “indiferencia, que en el orden político puede llamarse estupidez política”. Esos que son “como la bosta de paloma, que no tiene ni bueno ni mal olor”.
Y de esto se trata, del pueblo organizado. Cuando estos “iluminados” traen su paquetazo de reformas, se hacen los modernos, pero en el fondo actúan como esos oligarcas que Aristóteles ya describía hace siglos. El filósofo griego, tan citado por el justicialismo en su doctrina, explicaba que una “constitución” no es un papel, sino el orden que rige la vida de la comunidad. Y hacía una diferencia crucial: una constitución puede ser justa si busca el bien común, o puede ser corrupta si solo busca el beneficio de los que gobiernan. Una oligarquía, decía, es el gobierno de los ricos para los ricos. Y es aquí donde el viejo Aristóteles nos da la clave para desentrañar la trampa de la “reforma constitucional”. La justicia, para él, era una cuestión de mérito. Pero, ¿quién decide qué es mérito? Para los demócratas, era la libertad. Para los oligarcas, la riqueza. ¿No es acaso lo que vemos hoy? La oligarquía, los grupos de poder económico, quieren una reforma que consagre su riqueza como el único mérito para gobernar, para tener honores y cargos. Quieren que se establezca en la ley que los que tienen más plata son los que merecen más poder. Y a eso le llaman “modernidad”. No, compañero. Eso es tan viejo como el mundo. Es la eterna disputa entre el pueblo y los privilegiados. El General lo tenía claro. El instrumento para la ejecución política es “el pueblo organizado y encuadrado perfectamente”. El que no está encuadrado se desborda, y de esos desbordes, “¡Dios me libre!”. Por eso no podemos creer en la ley que “salva a la república” si esa ley no es la expresión del pueblo organizado.
La Constitución real de Santa Fe está escrita en otros lenguajes: en los pactos entre élites, en la sobrerrepresentación en el Senado, en los mecanismos de control del Poder Judicial, en la selectividad del acceso a la justicia, en el reparto discrecional del presupuesto, en la burocracia que bloquea la participación comunitaria. No hay un solo artículo que lo diga, pero el efecto es contundente: la Constitución que rige no es la que está impresa, sino la que opera en la sombra.
Y es allí donde aparece el verdadero problema: cuando la Constitución escrita deja de tener eficacia normativa y pasa a ser un ornamento institucional. En apariencia, todo está ordenado, garantizado, previsto. Pero cuando se intenta ejercer un derecho, promover un cambio o impugnar un privilegio, la respuesta no surge del texto, sino del muro invisible de la Constitución real. Esta es la lógica de las constituciones semánticas: aquellas que dicen lo que no se cumple, que prometen lo que no se piensa otorgar, que simulan igualdad en sociedades profundamente desiguales.
¿Quién redactó la Constitución real? Nadie, y todos. Es el resultado de un largo proceso de exclusiones, acomodos y renuncias colectivas. No nació en una asamblea abierta ni fue discutida en plazas públicas, foros, por eso se evidenció la baja participación (que es también síntoma de época); se consolidó en la práctica rutinaria del poder, en la naturalización de privilegios, en la cristalización de desigualdades que pasaron de generación en generación como si fueran parte del orden natural de las cosas. La Constitución real no está escrita en un papel ni encuadernada en un libro oficial: se encuentra inscripta en los gestos de quienes ocupan el poder, en las reglas no dichas que definen quién puede decidir y quién apenas puede obedecer. Lo más grave es que se impone con la fuerza de lo inevitable, como si no hubiera alternativa posible, como si cuestionarla fuera un gesto ingenuo o subversivo.
Hoy, el debate está abierto y presente. No se trata solamente de hacer una crítica retórica, sino de reconocer que estamos frente a una oportunidad histórica para marcarles la cancha a esos círculos de poder que se retroalimentan para perpetuar un democratismo de vuelo bajo, un esquema institucional que, incluso dentro de su propio marco de atribuciones, continúa siendo un engranaje más en el proyecto semicolonial. Esa lógica de poder se sostiene en mecanismos formales y en hábitos informales que la blindan contra cualquier amenaza real de transformación. Por eso, más allá de la denuncia, es imprescindible plantear alternativas concretas, desnudar los diseños de dominación y construir un horizonte institucional distinto. Si el baile está en marcha, bailemos, pero no para repetir la coreografía de siempre, sino para prolongar un movimiento que nos permita romper con esta democracia formal que cada día nos arrastra más hacia el deterioro.
Santa Fe necesita una reforma constitucional, pero no únicamente para “modernizar” el texto escrito con frases más inclusivas o artículos mejor redactados. Lo que necesita, con urgencia, es poner en crisis la Constitución real que organiza el poder por debajo de la letra de la ley. La prioridad no está en sustituir artículos viejos por otros más actuales, o incluir nuevos, sino en interrumpir esa continuidad invisible que garantiza que el poder se reproduzca siempre igual, siguiendo las mismas rutas, con los mismos rostros y bajo las mismas reglas tácitas. Reformar la Constitución, en este sentido, no es un ejercicio técnico o jurídico: es un acto de disputa por el sentido del orden político, una apertura de procesos de participación y una verdadera democratización de la arquitectura del poder.
En ese camino, es indispensable crear instancias efectivas para que la comunidad y sus organizaciones participen no como meros espectadores, sino como actores centrales en la construcción y el control de lo público. Ello implica apropiarnos de categorías como “gobernanza”, hoy en manos de técnicos circunspectos y organismos de planificación que la usan para justificar decisiones tomadas lejos del pueblo, y resignificarlas como herramientas de la comunidad. Significa abandonar la concepción de los derechos como meras declaraciones cargadas de buenas intenciones, para dotarlos de obligaciones comunitarias y sanciones claras frente a su incumplimiento. De este modo, el tejido comunitario no solo se reconstruirá, sino que se blindará contra las fracturas y el abandono que lo han debilitado.
Toda propuesta de reforma debería asumir una doble tarea estratégica. Por un lado, reescribir la Constitución formal incorporando nuevos derechos, sujetos, formas de participación directa y principios rectores que reconozcan la diversidad territorial, cultural y ecológica de la provincia como eje de su institucionalidad. Por otro lado, desmontar sin concesiones los engranajes de la Constitución real: acabar con la representación desigual, garantizar la autonomía municipal plena, habilitar instancias de decisión directa que permitan al pueblo incidir de manera continua, y no solo cada cuatro años a través del voto. Esto exige reconocer que el poder, si no se lo confronta en su forma real, seguirá adaptando cualquier cambio formal para mantener su control intacto.
Por todo esto, este proceso no puede quedar bajo la administración de las élites partidocráticas de siempre y sus socios. La Constitución real no se va a reformar por sí sola, ni aceptará sin resistencia que el texto escrito la contradiga. El poder constituyente, lejos de ser un lujo ceremonial, debe asumirse como una práctica colectiva de reapropiación del destino común. Reformar la Constitución no es únicamente un acto jurídico; es una decisión política y simbólica que involucra nuestra identidad como comunidad, la definición de lo que queremos ser y el diseño de cómo vamos a organizarnos para lograrlo. La pregunta, entonces, no es si debemos reformar la Constitución escrita, sino si estamos dispuestos a disputar la Constitución real. Esa que nadie escribió, pero que nos escribe a todos, todos los días.